ANTISEMITISMO ESTALINISTA
En enero de 1948, Stalin hizo matar a un judío. Solomón Mijoels, el presidente del Comité Antifascista Judío y director del Teatro Yiddish de Moscú, había sido enviado a Minsk para actuar como jurado de una obra que optaba al premio Stalin. Cuando llegó a la ciudad, le invitaron a la casa de campo del jefe de la policía estatal de Bielorrusia, Lavrenty Tsanava, quien hizo que lo asesinaran a él y a un testigo inoportuno. Abandonaron el cadáver de Mijoels, aplastado por un camión, en una calle tranquila.
Minsk había sido escenario de una implacable masacre de judíos sólo unos años antes. La ironía de que los soviéticos mataran a un judío de nuevo en Minsk no debió de pasarle inadvertida a Tsavana, policía e historiador, que estaba terminando una historia del movimiento partisano bielorruso en la que se omitía la situación especialmente difícil de los judíos bajo la ocupación alemana y su lucha. La historia soviética de los guerrilleros judíos ya se había escrito, pero iba a ser suprimida. Los judíos habían sufrido más que nadie en Minsk durante la guerra, y la liberación que llegó con los soviéticos no significó el final de sus sufrimientos. Parecía, también, que esa historia del Holocausto en la URSS iba a quedar sin ser escrita.[1]
Mijoels era el representante de una serie de cuestiones que Stalin deseaba silenciar. Conocía a personas de origen judío en el entorno inmediato de Stalin, como el miembro del politburó Lazar Kaganóvich y las esposas de Viacheslav Mólotov y Kliment Voroshilov. Y, lo que era peor, Mijoels había intentado ponerse en contacto con Stalin para hablar con él acerca del destino de los judíos durante la guerra. Como Vasili Grossman, Mijoels había sido miembro del Comité Antifascista Judío oficial de la Unión Soviética durante la contienda. Siguiendo instrucciones de Stalin, Mijoels había trabajado para llamar la atención mundial sobre la apremiante situación de los judíos con el fin de reunir fondos para el esfuerzo bélico soviético. Después de la guerra, Mijoels se sentía incapaz de dejar caer en el olvido el asesinato en masa de los judíos y se resistía a diluir su calvario dentro del sufrimiento general de los pueblos soviéticos. En septiembre de 1945 llevó a un congreso en Kiev cenizas de Babii Yar en un recipiente de cristal, y había seguido hablando abiertamente de las fosas de la muerte durante los años posteriores a la guerra. Además, en 1947 le pidió al jefe de propaganda de Stalin, Andrei Zhdánov, que permitiera la publicación del Libro negro de los judíos soviéticos, una colección de documentos y testimonios sobre los asesinatos en masa editada por Grossman, Ilya Ehrenburg y otros. Su petición no fue escuchada. La era Zhdánov de la cultura soviética no podía tolerar una historia judía de la guerra. En la Unión Soviética de posguerra, los obeliscos a la memoria de los caídos no podían tener estrellas de David, sino sólo estrellas rojas de cinco puntas. En el oeste de la Unión Soviética, en las tierras que se anexionaron los soviéticos durante y después de la guerra, en las tierras en las que fueron asesinados un millón seiscientos mil judíos, los monumentos a Lenin se erigían sobre pedestales hechos con lápidas judías. La sinagoga donde los judíos de Kovel dejaron sus mensajes de despedida se utilizaba para almacenar grano.[2]
Svetlana Allilueva, la hija de Stalin, oyó por casualidad a su padre cuando disponía con Tsavana la versión oficial del asesinato: «accidente de circulación». Mijoels era una personalidad de cierto relieve en la cultura soviética, y su actividad política no había sido bien recibida. Pero la hostilidad de Stalin hacia Mijoels como judío probablemente tuviera tanto que ver con la paternidad como con la política. El hijo de Stalin, Iakov, que murió cautivo de los alemanes, estaba casado con una judía. El primer amor de Svetlana fue un actor judío, a quien Stalin envió al Gulag bajo la acusación de ser un espía británico. El primer marido de Svetlana también era judío. Stalin lo tildaba de tacaño y cobarde y lo obligó a divorciarse de su hija para que ésta pudiera casarse con el hijo de Zhdánov, su purificador de la cultura soviética. La pareja hacía pensar en la fundación de una familia real, menos judía de lo que hubiera deseado Svetlana. Entre los colaboradores cercanos de Stalin siempre había habido judíos, entre los que Kaganóvich fue el más prominente. Pero en aquel momento, cuando se acercaba a los setenta años de edad y tal vez se preocupaba por su sucesión, su actitud hacia los judíos estaba cambiando.[3]
Después de la muerte de Mijoels, la policía política soviética, ahora bajo el nombre de Ministerio de Seguridad del Estado (MGB), proporcionó de forma retroactiva la razón por la cual su asesinato había sido un asunto de interés nacional: el nacionalismo judío. Viktor Abalcúmov, jefe del ministerio, concluyó en marzo de 1948 que Mijoels era un nacionalista judío que se relacionaba con estadounidenses peligrosos. Para los estándares soviéticos era bastante fácil montar una acusación con esta premisa. Durante la guerra, el gobierno soviético había dado instrucciones a Mijoels, como miembro del Comité Judío Antifascista, de apelar a los sentimientos nacionales de los judíos. Había viajado a Estados Unidos en 1943 para recaudar fondos y allí había hecho comentarios favorables sobre el sionismo. Por pura casualidad, su avión permaneció varias horas estacionado en una pista en Palestina, y Mijoels, a iniciativa propia, aprovechó para tomar el aire de Tierra Santa. En febrero de 1944 Mijoels se sumó a una campaña para convertir la península de Crimea, que los soviéticos habían limpiado de supuestos enemigos musulmanes a partir de 1943, en una «república socialista judía». Crimea, en el mar Negro, era una de la regiones que formaban la frontera marítima con la Unión Soviética. La idea de que se convirtiera en patria de los judíos soviéticos se había propuesto en varias ocasiones, y tenía el apoyo de algunos destacados judíos estadounidenses. Stalin prefería la solución soviética, Birobidzhan, la región autónoma judía en lo más profundo del extremo este de la URSS.[4]
Puesto que la Segunda Guerra Mundial había significado una experiencia brutal para todos los europeos del Este, en la URSS y en los nuevos estados satélites, todos los habitantes de la nueva Europa comunista debían entender que la nación rusa había luchado y sufrido como ninguna otra. Los rusos debían ser los grandes vencedores y las grandes víctimas, entonces y para siempre. El centro de la tierra rusa tal vez podría ser protegido del peligroso Occidente por las otras repúblicas soviéticas y por los nuevos Estados satélites de Europa del Este. Lo contradictorio de esta idea era evidente: los pueblos que más habían sufrido no tenían ninguna razón para aceptar la reivindicación estalinista del martirio y la pureza de Rusia. Sería muy difícil defender tal planteamiento en lugares como Estonia, Letonia y Lituania, donde la Segunda Guerra Mundial había empezado y terminado con una ocupación soviética. Tampoco sería sencillo en Ucrania occidental, donde después de la guerra los partisanos nacionalistas combatieron a los soviets durante años, ni era probable que los polacos olvidaran que la Segunda Guerra Mundial había empezado con la invasión de Polonia por parte de los ejércitos soviético y alemán aliados.
La dificultad de comprensión sería aún mayor para los judíos. Dado que los alemanes habían matado a judíos soviéticos, polacos y de otras zonas de Europa, el Holocausto difícilmente podría incluirse en una historia soviética de la guerra, y menos aún en una historia en la que el centro de gravedad del sufrimiento se desplazaba hacia Rusia, donde habían muerto relativamente pocos judíos. Una cosa era que los judíos vieran el retorno del poder soviético como una liberación, cosa que muchos de ellos hicieron, y otra muy distinta que tuvieran que reconocer que otros ciudadanos soviéticos habían sufrido más que ellos; Los judíos aceptaron al Ejército Rojo como una fuerza liberadora precisamente porque la política nazi había sido exterminarlos. Pero, debido a sus orígenes concretos, este sentimiento de gratitud no se convertía automáticamente en una leyenda política sobre una gran guerra patriótica rusa. Los judíos, al fin y al cabo, también habían luchado en el Ejército Rojo, y habían tenido más ocasiones de recibir medallas al valor que los ciudadanos soviéticos en general.[5]
El número de judíos muertos por los alemanes en la Unión Soviética era un secreto de estado. Los alemanes mataron en torno a un millón de judíos soviéticos, más aproximadamente un millón seiscientos mil judíos polacos, lituanos y letones que entraron a formar parte de la URSS tras las anexiones soviéticas de 1939 y 1940. Los rumanos también mataron a judíos, principalmente en territorios que después de la guerra quedaron dentro de los límites de la Unión Soviética. Estas cifras eran evidentemente sensibles, puesto que revelaban que los judíos habían sufrido un destino muy especial, incluso en comparación con los atroces sufrimientos de otros pueblos soviéticos. Los judíos eran menos del dos por ciento de la población, y los rusos más de la mitad. Los alemanes habían asesinado a más civiles judíos que rusos en la Unión Soviética ocupada. Los judíos formaban una categoría por sí mismos, incluso comparados con otros pueblos que habían sufrido más que los rusos, como los ucranianos, bielorrusos y polacos. Los líderes soviéticos lo sabían, lo mismo que los ciudadanos soviéticos que vivían en las tierras que ocuparon los alemanes. Pero el Holocausto nunca podría convertirse en parte de la historia soviética de la guerra.[6]
Las altas cifras de judíos asesinados planteaban además la espinosa cuestión de cómo habían podido eliminar los alemanes a tantos civiles en tan poco tiempo en la Unión Soviética ocupada: la respuesta es que habían recibido ayuda de ciudadanos soviéticos. Como sabían todos los que habían vivido la guerra, los ejércitos alemanes eran enormes, pero las fuerzas de ocupación alemanas en la retaguardia eran escasas. Las autoridades civiles y la policía alemanas no tenían personal suficiente para gobernar la Unión Soviética occidental en condiciones normales, mucho menos para llevar a cabo una política intensiva de asesinatos en masa. Los funcionarios locales siguieron haciendo su trabajo para los nuevos amos, los jóvenes se ofrecían voluntarios para la policía y algunos judíos de los guetos asumieron la labor de controlar al resto. Las ejecuciones al este de la línea Mólotov-Ribbentrop implicaron de un modo u otro a cientos de ciudadanos soviéticos (y, por cierto, ciudadanos soviéticos también se encargaron de buena parte del trabajo crucial en las instalaciones letales al oeste de la misma línea Mólotov-Ribbentrop en la Polonia ocupada. Estaba prohibido decir que entre el personal de Treblinka, Sobibor y Bełżec había ciudadanos soviéticos). Que los alemanes necesitaran colaboradores y que los encontraran no es sorprendente. Pero la colaboración socavaba el mito de una población soviética que había defendido el honor de la patria resistiendo al odiado invasor fascista. Mantener el mito exigía que la masacre de los judíos fuera olvidada.
Durante la guerra, los soviéticos y sus aliados estuvieron de acuerdo en que la contienda no debía ser considerada una guerra de liberación de los judíos. Desde distintas perspectivas, los líderes soviéticos, polacos, estadounidenses y británicos creían que los sufrimientos judíos se comprendían mejor como uno de los aspectos de la perversa ocupación alemana. Aunque los Líderes aliados conocían bien el curso del Holocausto, ninguno de ellos actuó como si éste fuera una razón para hacer la guerra a la Alemania nazi o para prestar una atención especial al sufrimiento de los judíos. La cuestión judía solía ser evitada en la propaganda. Cuando Stalin, Churchill y Roosevelt emitieron en Moscú la «Declaración sobre las atrocidades» en octubre de 1943, mencionaban entre los crímenes nazis «la ejecución sistemática de oficiales polacos», que era una alusión a Katyn, en realidad un crimen soviético, y la «ejecución de rehenes franceses, holandeses, belgas y noruegos» y de «campesinos cretenses», pero no se mencionaba a las minorías judías de cada país. En la época en que se hizo público este resumen de atrocidades, unos cinco millones de judíos habían sido ejecutados o gaseados por el hecho de ser judíos.[7]
En su aspecto más positivo, esta reticencia en cuanto al exterminio racial reflejaba una cuestión de principios, el temor a suscribir la visión racista del mundo de Hitler. Según este razonamiento, los judíos no eran ciudadanos de ningún país, y por ello el agruparlos juntos, y éste era el temor, significaba reconocer su unidad como raza y aceptar la visión racista de Hitler. En su aspecto menos positivo, este enfoque era una concesión al antisemitismo popular, muy presente en la Unión Soviética, Polonia, Inglaterra y Estados Unidos. Para Londres y Washington, esa tensión quedó resuelta en 1945 con la victoria en la guerra. Los estadounidenses y los británicos no liberaron ninguna parte de Europa que tuviera una población judía muy significativa antes de la guerra, y no vieron ninguna de las instalaciones letales importantes de los alemanes. Las políticas de cooperación económica, militar y política de la posguerra en la Europa occidental tuvieron relativamente poco que ver con la cuestión judía.
El territorio del Estado ampliado de Stalin incluía la mayor parte de los campos de exterminio alemanes, y el de su imperio de posguerra (incluyendo la Polonia comunista) albergaba los emplazamientos de todas las factorías de la muerte alemanas. Stalin y su politburó tuvieron que enfrentarse después de la guerra a una resistencia continuada a la reimposición del poder soviético, con planteamientos incompatibles con el destino de los judíos como factor ideológico y político. La resistencia de posguerra en el oeste de la Unión Soviética fue una continuación de la guerra en dos sentidos: primero, aquellas tierras eran las que los soviéticos habían ganado por conquista y donde una mayor proporción del pueblo había tomado las armas para combatirlos; segundo, en los países bálticos, en Ucrania y en Polonia, algunos resistentes eran abiertamente antisemitas y continuaron empleando la táctica nazi de asociar el poder soviético con el judaismo.
En esta situación, los soviéticos tenían grandes incentivos políticos para distanciarse, tanto ellos mismos como su estado, del sufrimiento judío, y hasta para hacer esfuerzos especiales con el fin de garantizar que los antisemitas no asociaran el retorno del poder soviético con el regreso de los judíos. En Lituania, ya incorporada de nuevo a la Unión Soviética, el secretario general de la rama local del partido comunista soviético consideraba a los judíos muertos en el holocausto como a «hijos de la nación», lituanos que murieron mártires del comunismo. Nikita Jrushchov, miembro del politburó y secretario general del partido en Ucrania fue todavía más lejos. Era el encargado de la lucha para derrotar a los nacionalistas ucranianos en lo que había sido el sureste de Polonia, una zona de densa población judía y polaca antes de la guerra. Los alemanes habían matado a los judíos, y los soviéticos habían deportado a los polacos. Jrushchov quería que los ucranianos estuvieran agradecidos a la Unión Soviética por la «unificación» de su país a expensas de Polonia y por la «limpieza» de terratenientes polacos. Sabía que los nacionalistas deseaban la pureza étnica, y quería que el poder soviético se identificara totalmente con ella.[8]
Sensible como era a los estados de ánimo de la población, Stalin buscó una manera de presentar la guerra que halagara a los rusos y marginara a los judíos (y, en realidad, a todos los demás pueblos de la Unión Soviética). Toda la idea de la Gran Guerra Patriótica se basaba en la premisa de que la guerra había empezado en 1941, cuando Alemania invadió la URSS, y no en 1939, cuando Alemania y la Unión Soviética invadieron Polonia conjuntamente. En otras palabras, para la historia oficial los territorios anexionados como resultado de la agresión soviética de 1939 debían ser considerados como si de alguna manera siempre hubieran sido soviéticos, y no como el botín de una guerra que Stalin había ayudado a Hitler a iniciar. De otro modo, la Unión Soviética sería vista como una de las dos potencias que empezaron la guerra, como uno de los agresores, lo cual era inaceptable.
Ningún relato soviético de la guerra podría consignar uno de sus hechos cruciales: que la ocupación conjunta de Alemania y la Unión Soviética fue peor que la ocupación alemana en solitario. Las poblaciones al este de la línea Mólotov-Ribbentrop, sometidas a una ocupación alemana y dos soviéticas, sufrieron más que las de cualquier otra región de Europa. Desde la perspectiva soviética, todas las muertes en esa zona debían sumarse a las pérdidas soviéticas, incluso aunque las personas en cuestión sólo hubieran sido ciudadanos soviéticos durante unos meses antes de morir, e incluso aunque muchos de ellos hubieran sido asesinados por el NKVD y no por las SS. De este modo, las muertes en Polonia, Rumanía, Lituania, Bielorrusia y Ucrania servían para que la tragedia de la Unión Soviética (o de Rusia, para los menos atentos) pareciera mucho mayor.
Las vastas pérdidas sufridas por los judíos soviéticos se produjeron sobre todo en tierras recién invadidas por la Unión Soviética. Esos judíos eran ciudadanos de Polonia, Rumanía y los países bálticos, sometidos al control soviético tan sólo veintiún meses antes de la invasión alemana, en el caso de Polonia, y veinte meses antes en el caso del noreste de Rumanía y los países bálticos. Los ciudadanos soviéticos que más sufrieron en la guerra habían sido sometidos al poder soviético inmediatamente antes de que llegaran los alemanes, y como resultado de una alianza soviética con la Alemania nazi: aquello resultaba molesto. La historia de la guerra debía empezar en 1941, y aquellas gentes tenían que haber sido «pacíficos ciudadanos soviéticos».
Los judíos de los territorios al este de la línea Mólotov-Ribbentrop, tan recientemente conquistados por la Unión Soviética, fueron los primeros a los que alcanzaron los Einsatzgruppen cuando Hitler traicionó a Stalin y Alemania invadió la Unión Soviética en 1941. La prensa soviética les había ocultado el conocimiento de las políticas alemanas con respecto a los judíos en 1939 y 1940. Prácticamente no tuvieron tiempo de evacuar la zona, ya que Stalin se había negado a aceptar la posibilidad de una invasión alemana. Habían sido sometidos al terror y a la deportación en la Unión Soviética ampliada entre 1939 y 1941, durante el periodo en el que Stalin y Hitler fueron aliados, y cuando se rompió esta alianza quedaron terriblemente expuestos a las fuerzas alemanas. Los judíos de esta pequeña zona constituyeron más de la cuarta parte del total de víctimas del Holocausto.
Para que prevaleciera la noción estalinista de la guerra, el hecho de que los judíos hubieran sido las víctimas principales de la conflagración tenía que ser olvidado. También habría que olvidar que la Unión Soviética había sido aliada de la Alemania nazi cuando empezó la guerra, en 1939, y que la Unión Soviética no había estado preparada para el ataque alemán en 1941. La masacre de los judíos no sólo era un recuerdo indeseable por sí misma, sino que evocaba otros recuerdos inconvenientes. Debía ser olvidada.
Controlar la mente de los ciudadanos fue mucho más difícil para los líderes soviéticos después de la Segunda Guerra Mundial. Aunque el aparato de la censura seguía siendo fuerte, demasiada gente había experimentado la vida más allá de la URSS como para que sus normas parecieran las únicas posibles y para que la vida en ella fuera necesariamente la mejor de las vidas. La propia guerra no podía circunscribirse a una sola patria, fuera ésta la rusa o la soviética; había alcanzado a muchos otros pueblos, y sus resultados configuraron no sólo un país sino todo un mundo. En particular, el establecimiento del Estado de Israel hizo imposible la amnesia política soviética con respecto al destino de los judíos. Incluso después del Holocausto, había más judíos en la Unión Soviética que en Palestina, pero esta última se convertiría en territorio nacional de los judíos. Si estos iban a tener un Estado, ¿había que apoyar el golpe al imperialismo británico en Oriente Medio que eso suponía? ¿O había que temer el desafío a la lealtad de los judíos soviéticos que el nuevo estado significaba?[9]
Al principio, los líderes soviéticos parecían esperar que Israel se constituyera como un Estado socialista amigo de la URSS, por lo que el bloque comunista apoyó a Israel como nadie más podía hacerlo. En la segunda mitad de 1947, se permitió emigrar a Israel a unos setenta mil judíos desde Polonia, adonde muchos de ellos acababan de ser desplazados desde la Unión Soviética. Después de que Naciones Unidas reconociera al Estado de Israel en mayo de 1948 (con el voto favorable de los soviéticos), el nuevo Estado fue invadido por sus vecinos. El incipiente ejército israelí se defendió y, en docenas de casos, desalojaron a los árabes de los territorios. Los polacos entrenaron a soldados judíos en Polonia y después los enviaron a Palestina. Los checoslovacos enviaron armamento. Como observó Arthur Koestler, los envíos de armas «despertaron un sentimiento de gratitud de los judíos hacia la Unión Soviética».[10]
Ya a finales de 1948, Stalin había llegado a la conclusión de que los judíos influían más en el Estado soviético de lo que los soviéticos influían en el Estado judío. En Moscú, y en la propia corte de Stalin, se manifestaban signos espontáneos de aprecio a Israel. Los moscovitas parecían adorar a la nueva embajadora israelí, Golda Meir (nacida en Kiev y educada en Estados Unidos). Las festividades judías se celebraron con gran fanfarria. El Rosh Hashaná, la fiesta de año nuevo, convocó en Moscú la mayor reunión pública en veinte años. Unos diez mil judíos se apiñaron en la sinagoga coral. Cuando sonó el ho a y las personas se prometieron mutuamente encontrarse «el año próximo en Jerusalén» reinaba un ambiente de euforia. El 7 de noviembre, aniversario de la Revolución Bolchevique, Polina Zhemchuzhina, esposa del comisario de asuntos exteriores Viacheslav Mólotov, se encontró con Golda Meir y la animó a seguir asistiendo a la sinagoga. Y, lo que era peor, Zhemchuzhina habló en yiddish, la lengua de sus padres y la de Meir, lo cual suponía, en aquel ambiente paranoico, una sugerencia de unidad nacional entre los judíos por encima de las fronteras. Se oyó exclamar a Ekaterina Gorbman, esposa de otro miembro del politburó, Kliment Voroshilov: «¡Ahora nosotros también tenemos nuestra tierra!»[11]
A finales de 1948 y principios de 1949, la vida pública en la Unión Soviética dio un giro hacia el antisemitismo. La nueva línea la estableció, de forma indirecta pero inteligible, el periódico Pravda el 28 de enero de 1949. Un artículo sobre «críticos teatrales poco patrióticos» que eran «portadores de un cosmopolitismo sin Estado» iniciaba una campaña de denuncias contra los judíos en todas las esferas de la vida profesional. Pravda se purgó a sí mismo de judíos a principios de marzo. Se licenció sin honor a los oficiales judíos del Ejército Rojo, y se retiró a los activistas judíos de sus posiciones de poder en el partido comunista. Varias docenas de poetas y novelistas judíos que empleaban seudónimos rusos vieron cómo sus nombres reales aparecían entre paréntesis junto a sus firmas. Los escritores judíos que se habían interesado por la cultura yiddish o por los asesinatos de judíos a manos de los alemanes fueron arrestados. Como recordaba Grossman: «Por toda la Unión Soviética parecía que sólo los judíos robaban y aceptaban sobornos, sólo los judíos mostraban una indiferencia criminal hacia los sufrimientos de los enfermos, y sólo los judíos publicaban libros malignos o mal escritos».[12]
El Comité Antifascista Judío fue disuelto formalmente en noviembre de 1948, y más de cien escritores y activistas judíos fueron arrestados. El escritor Der Nister, por ejemplo, fue detenido en 1949 y murió bajo custodia policial ese mismo año. Las visiones contenidas en su novela La familia Mashber parecían proféticas ahora que las prácticas soviéticas convergían con los modelos nazis: «Un tren de mercancías muy cargado, con una larga fila de vagones rojos iguales, sus negras ruedas parecen inmóviles mientras giran al unísono». Los judíos de toda la Unión Soviética estaban angustiados. El MGB informaba sobre la ansiedad de los judíos de Ucrania, que percibían que las nuevas políticas procedían de arriba y estaban preocupados porque «nadie sabe lo que va a ocurrir». Sólo habían pasado cinco años desde el final de la ocupación alemana y, por cierto, sólo once desde el final del Gran Terror.[13]
Los judíos se arriesgaban ahora a que los marcaran con dos epítetos: el de «nacionalistas judíos» o el de «cosmopolitas desarraigados». Aunque estas dos acusaciones pudieran parecer contradictorias, puesto que un nacionalista es alguien que resalta sus raíces, dentro de la lógica estalinista podían ir unidos. Los judíos eran «cosmopolitas» porque se suponía que su adhesión a la cultura soviética y a la lengua rusa no era sincera. No se podía contar con ellos para defender a la Unión Soviética ni a la nación rusa frente a la penetración de diversas corrientes procedentes de Occidente. De este modo, los judíos se sentían intrínsecamente atraídos por Estados Unidos, adonde (según creía Stalin) podían emigrar y hacerse ricos. La potencia industrial de Estados Unidos era obvia para los soviéticos, que empleaban vehículos Studebaker para deportar a su propia población. Su superioridad tecnológica (y su mera crueldad) también quedó demostrada en Japón al final de la guerra con el bombardeo atómico de Hiroshima y Nagasaki.
El poder de Estados Unidos se hizo patente además durante el bloqueo de Berlín en la segunda mitad de 1948. Alemania aún estaba ocupada por las cuatro potencias victoriosas: la URSS, Estados Unidos, Inglaterra y Francia. Berlín, en la zona soviética, permanecía bajo ocupación conjunta. Los aliados occidentales anunciaron la introducción de una nueva moneda alemana, el deutschmark, en las zonas que controlaban. Los soviéticos bloquearon Berlín occidental con el objetivo evidente de forzar a los berlineses del oeste a aceptar suministros de la URSS y, de este modo, reconocer el control soviético de su sociedad. Los estadounidenses se encargaron de abastecer por aire a la ciudad aislada, algo que Moscú aseguró que no funcionaría. Pero, en mayo de 1949, los soviéticos tuvieron que abandonar el bloqueo. Los estadounidenses, junto con los ingleses, demostraron que eran capaces de suministrar por aire miles de toneladas de provisiones diarias. En una sola acción manifestaron su buena voluntad, su prosperidad y su poder. Al inicio de la guerra fría, Estados Unidos parecía capaz de hacer lo que ninguno de los anteriores rivales de la Unión Soviética había hecho: ofrecer una visión de la vida universal y atractiva. Poner a los estadounidenses en el mismo saco con los nazis como miembros de un mismo bando reacciónario estaba muy bien, pero tal asociación iba a perecerles poco plausible a los judíos (y, por supuesto, a otros grupos).
Los judíos soviéticos también eran llamados sionistas porque tal vez preferían Israel, el estado nacional judío, a la Unión Soviética, su país de residencia. Después de la guerra, Israel era un Estado nacional que —como había ocurrido con Polonia, Letonia o Finlandia antes de la contienda— podía suscitar la lealtad de una nacionalidad en diáspora dentro de la Unión Soviética. En el periodo de entreguerras, la política soviética había tendido al principio a apoyar el desarrollo cultural de todas las nacionalidades; pero después se revolvió violentamente contra algunas de ellas, como la polaca, la letona y la finlandesa. La Unión Soviética podía ofrecer educación y asimilación a los judíos y a todos los demás grupos, pero después del establecimiento de Israel y el triunfo de Estados Unidos, ¿qué pasaría si esos judíos instruidos sentían que había una alternativa mejor en otra parte?
Un judío soviético podía ser visto al mismo tiempo como un «cosmopolita desarraigado» y como un «sionista» en la medida en que Israel, según el nuevo punto de vista soviético, era considerado un satélite de Estados Unidos. Un judío atraído por Estados Unidos apoyaría al nuevo cliente americano; un judío atraído por Israel apoyaría al nuevo patrón israelí. De cualquiera de las dos maneras —o en ambas— los judíos soviéticos ya no eran ciudadanos de confianza de la Unión Soviética. O eso le parecía a Stalin.
Ahora que el judaísmo y las conexiones judías con Estados Unidos eran sospechosos, Viktor Abakúmov, el jefe del MGB, buscó un modo de presentar a los antiguos activistas del disuelto Comité Antifascista como agentes del espionaje estadounidense. En cierto sentido, el trabajo resultó fácil. El Comité había sido creado para dar a conocer el judaísmo al mundo, por lo que sus miembros podían ser calificados tanto de nacionalistas judíos como de cosmopolitas. Pero este razonamiento no justificaba de manera inmediata una acción de terror masivo ni operaciones nacionales como las de 1937-1938. Abakúmov encontró impedimentos que venían de arriba. Sin la expresa aprobación de Stalin no podía involucrar en la trama a judíos realmente importantes, y menos aún iniciar nada semejante a una operación masiva.
Durante las acciones antinacionalidades de 1937-1938, ningún miembro del politburó pertenecía a las nacionalidades perseguidas. Pero no era así en el caso de un proyecto de operación antijudía. En 1949, Lazar Kaganóvich ya no era el colaborador más cercano de Stalin ni su posible sucesor, pero seguía siendo miembro del politburó. Cualquier acusación de infiltración judía nacionalista en los órganos supremos del soviet (a semejanza de la supuesta penetración nacionalista polaca de 1937-1938) hubiera tenido que empezar por Kaganóvich. Stalin se negaba a permitir que investigaran a Kaganóvich, el único miembro judío del politburó. En aquella época, de los 210 miembros o candidatos del comité central del partido comunista soviético, cinco eran de origen judío, y ninguno fue investigado.
La búsqueda de espías soviéticos que realizó Abakúmov alcanzó a las familias de miembros del politburó. Polina Zhemchuzhina, la esposa de Mólotov, fue arrestada en enero de 1949. La mujer negó los cargos de traición. Mólotov, en su único acto de rebeldía, se abstuvo de votar para condenar a su esposa, aunque se disculpó más adelante: «Reconozco mi profundo arrepentimiento por no haber impedido que Zhemchuzhina, una persona muy querida, cometiera errores y estableciera vínculos con nacionalistas judíos antisoviéticos como Mijoels». Al día siguiente, la esposa de Mólotov fue arrestada y sentenciada a trabajos forzados, y Mólotov se divorció de ella. Zhemchuzhina pasó cinco años en Kazajistán, entre kulaks, el tipo de gente a la que su marido había ayudado a deportar en la década de 1930. Al parecer, los kulaks la ayudaron a sobrevivir. Mólotov, por su parte, perdió su puesto de comisario de asuntos exteriores. Había sido nombrado en 1939, en parte porque, a diferencia de su predecesor Litvinov, no era judío, y Stalin por aquel entonces necesitaba a alguien con quien Hitler se aviniera a negociar. Y en 1949 perdió el cargo, en parte porque su esposa sí era judía.[14]
Las personas investigadas no se mostraron dispuestas a colaborar. Cuando, en mayo de 1952, se escogió a catorce judíos soviéticos más o menos desconocidos para someterlos a juicio, el resultado fue una especie de caos judicial poco corriente. Sólo dos de los acusados reconocieron todos los cargos durante las investigaciones; el resto sólo admitió parte de las acusaciones o las negó todas. Después, durante el juicio, todos afirmaron ser inocentes. Incluso Itzik Fefer, informador de la policía desde siempre y testigo de la acusación durante el juicio, al final se negó a cooperar. Trece de los catorce acusados fueron sentenciados a muerte en agosto de 1952 y ejecutados. Aunque el juicio sentó un precedente de ejecución de judíos acusados de espiar para los estadounidenses, tuvo poco valor político. Las personas condenadas eran demasiado poco conocidas para despertar gran interés, y su comportamiento fue poco adecuado para un juicio farsa.[15]
Si Stalin quería un asunto judío espectacular tendría que buscarlo en otra parte.
La Polonia comunista parecía un lugar prometedor para un juicio farsa antisemita, aunque al final éste nunca se produjo. La cuestión judía era incluso más delicada en Varsovia que en Moscú. Polonia había sido el hogar de más de tres millones de judíos antes de la guerra; en 1948 se había reconstruido como estado homogéneo de etnia polaca dirigido por comunistas… algunos de los cuales eran de origen judío. Los polacos habían tenido acceso a propiedades que habían sido alemanas, en el oeste, y judías, en las ciudades. El idioma polaco adoptó expresiones que significaban «anteriormente alemana» y «anteriormente judía» para calificar las propiedades. Pero mientras que ucranianos y alemanes fueron deportados desde la Polonia comunista, los judíos eran deportados a Polonia: unos cien mil de ellos desde la Unión Soviética. Los polacos no podían dejar de notar que los más altos cargos del partido comunista, así como su aparato policial, seguían siendo plurinacionales aunque la etnia del país hubiera sido unificada: había una presencia desproporcionada de judíos entre los dirigentes del partido y de la policía secreta. Los judíos que habían decidido permanecer en Polonia después de la guerra eran a menudo comunistas que sentían que tenían una misión que cumplir y creían en la transformación del país por el bien de todos.[16]
Polonia había sido el centro de la vida judía en Europa durante quinientos años: ahora parecía que aquello se había acabado. En torno al noventa por ciento de la población judía de la Polonia de preguerra había sido exterminada durante la contienda. La mayoría de los judíos polacos supervivientes dejaron el país en los años que siguieron a la guerra. Muchos de ellos no podían regresar a sus hogares en ningún caso, puesto que ahora sus casas quedaban dentro de la Polonia oriental anexionada por la Unión Soviética. De acuerdo con las políticas soviéticas de limpieza étnica, los ucranianos, bielorrusos y lituanos debían quedarse en las repúblicas soviéticas que llevaban sus nombres, mientras que los judíos y los polacos tenían que ir a Polonia. Los judíos que intentaban regresar a casa eran a menudo recibidos con desconfianza y violencia. Algunos polacos tal vez temieran además que los judíos reclamaran las propiedades que habían perdido durante la guerra, ya que los polacos, de una manera u otra, se las habían robado (con frecuencia después de que sus propios hogares fueran destruidos). Pero los judíos eran reasentados a menudo en Silesia, anteriormente alemana, un «territorio recuperado» tomado a Alemania, donde no existía ese inconveniente. Aún así, allí, como en todas partes en la Polonia de posguerra, los judíos recibían palizas y eran asesinados en tales proporciones que la mayoría de los supervivientes decidían marcharse. Primero, por supuesto, debían tener adonde ir: a Estados Unidos o a Israel. Para llegar hasta allí, los judíos polacos iban primero a Alemania, a campamentos de personas desplazadas.
El desplazamiento voluntario de supervivientes del Holocausto hacia Alemania no sólo fue una triste ironía. Fue también la última etapa de un viaje que reveló muchas de las atroces políticas a las que los judíos y otros pueblos habían sido sometidos. Los judíos de los campamentos de personas desplazadas de Alemania procedían a menudo de Polonia occidental y central, adonde habían llegado huyendo de los alemanes en 1939, o bien habían sido deportados por los soviéticos al Gulag y regresaron a una Polonia de posguerra en la que la gente quería quedarse con sus propiedades y los acusaba personalmente a ellos de la dominación soviética. En la Polonia de posguerra era muy peligroso ser judío, aunque no más que ser ucraniano, alemán o polaco en la clandestinidad anticomunista. Estos otros grupos querían, en general, permanecer en su tierra; los judíos, en cambio tenían buenos motivos para sentirse inseguros en su propio país: tres millones de sus compañeros habían sido muertos en la Polonia ocupada.
La marcha de los judíos polacos a Israel y a Estados Unidos hizo que el papel de los judíos comunistas en la política de Polonia se hiciera aún más evidente de lo que hubiera sido sin esta emigración. El régimen comunista polaco se enfrentaba a un doble inconveniente político: 110 era nacional en el sentido geopolítico, ya que dependía del apoyo de Moscú, ni en el sentido étnico, ya que algunos de sus representantes más destacados eran judíos (y habían pasado la guerra en la Unión Soviética).[17]
Los comunistas polacos de origen judío estaban en el poder en 1949 gracias a las políticas internacionales de 1948, los primeros tiempos de la Guerra fría. Por razones que nada tenían que ver con Polonia y sí con una ruptura más amplia dentro del bloque comunista, en el verano de 1948 Stalin prestaba más atención al riesgo de las mayorías nacionales que al del «cosmopolitismo» o el «sionismo» judíos.
Dado que Stalin intentaba coordinar y controlar su nuevo grupo de aliados comunistas, la línea ideológica de Moscú reaccionaba a lo que percibía como deslealtad en la Europa del Este. Probablemente debió de advertir que era mucho más difícil seguir la línea soviética para los líderes de los regímenes comunistas de lo que lo había sido para los líderes de los partidos comunistas antes de la guerra: ahora los camaradas aliados tenían que gobernar y no sólo estar en la oposición. Además, Stalin debía ajustar su línea ideológica a las realidades del poder de Estados Unidos. Todas esas inquietudes pasaron a primer plano en verano de 1948, y la preocupación por los judíos quedó relegada de momento. Ello fue decisivo para Polonia, puesto que permitió consolidarse en el poder a los comunistas de origen judío y asegurarse de que no se realizaran juicios farsa antisemitas.
En verano de 1948, la principal preocupación de Stalin en el este de Europa era la Yugoslavia comunista. El comunismo de este importante país balcánico admiraba al régimen soviético, pero no quería depender del poder de la URSS. Tito (Josip Broz), líder de los comunistas y los partisanos yugoslavos, había logrado tomar el poder sin la ayuda soviética. Después de la guerra, Tito dio señales de independencia respecto a Stalin en su política exterior. Hablaba de una confederación balcánica cuando Stalin ya había abandonado la idea. Apoyaba a los comunistas revolucionarios de la vecina Grecia, un país que Stalin consideraba incluido en la esfera de influencia de Estados Unidos e Inglaterra. El presidente Harry Truman había dejado claro, en su doctrina anunciada en marzo de 1947, que los estadounidenses tomarían medidas para evitar el avance del comunismo en Grecia. A Stalin le preocupaba más estabilizar sus ganancias en Europa que tomar parte en posibles aventuras revolucionarias futuras. Sin duda creía que podría derrocar a Tito y sustituirlo por un gobierno yugoslavo más complaciente.[18]
La brecha entre Tito y Stalin configuró el comunismo internacional. La postura independiente de Tito, y la expulsión de Yugoslavia del Cominform que vino a continuación, lo convirtieron en un modelo negativo de «nacionalcomunismo». Entre abril y septiembre de 1948, se estimuló a los regímenes satélites de Moscú a que se preocuparan por el presunto peligro nacionalista (la «desviación a la derecha» de la línea del partido) y no por el peligro cosmopolita (la «desviación a la izquierda»). Cuando el secretario general de Polonia, Wladysław Gomułka, puso objeciones a la nueva línea, se vio expuesto a acusaciones de ser él también un ejemplo de «desviación» nacional. En junio de 1948, Andrei Zhdánov dio instrucciones a los comunistas polacos rivales de Gomułka para que derrocaran al líder. El miembro del politburó polaco Jakub Berman estaba de acuerdo en que el partido sufría una desviación nacional. En agosto, Gomulka fue destituido del cargo de secretario general. A finales de ese mes tuvo que presentar una autocrítica ante la asamblea del comité central del partido polaco.[19]
Gomułka era en efecto un nacionalcomunista, y sus camaradas polacos de origen judío tal vez tuvieran razón al temerle. No era judío (aunque su esposa sí lo era), y se lo consideraba más atento que sus camaradas a los intereses de los polacos no judíos. A diferencia de Jakub Berman y otros dirigentes comunistas, había permanecido en Polonia durante la guerra y por ello los líderes soviéticos de Moscú lo conocían menos que a los camaradas que huyeron a la Unión Soviética. Ciertamente había sacado partido de cuestiones nacionales: presidió las limpiezas étnicas de alemanes y ucranianos y se hizo cargo en persona del asentamiento de polacos en los «territorios recuperados» del oeste. Había llegado hasta a pronunciar un discurso en el comité central en el que criticaba ciertas tradiciones de la izquierda polaca por su desproporcionada atención a los judíos.
Tras su caída, Gomułka fue reemplazado por un triunvirato compuesto por Boleslaw Bierut, Jakub Berman e Hilary Mine (los dos últimos de origen judío). La nueva troika polaca accedió al poder justo a tiempo de evitar una acción antisemita en Polonia. Pero, para su desconcierto, la línea política de Moscú cambió durante las mismas semanas en las que intentaban consolidar su posición. Aunque aún era posible la desviación nacionalista hacia la derecha, las señales más explícitas de Stalin en otoño de 1948 tenían que ver con el papel dé los judíos en los partidos comunistas europeos. Stalin dejó claro que los sionistas y los cosmopolitas ya no eran bienvenidos. Quizá consciente de la nueva atmósfera, Gomułka apeló a Stalin en diciembre: había demasiados «camaradas judíos» en la dirección del partido polaco que «no se sentían vinculados a la nación polaca». Esto, según Gomułka, conducía a la alienación del partido con respecto a la sociedad polaca y amenazaba con provocar el «nihilismo nacional».[20]
Así pues, en 1949, Polonia adoptó una variedad particular de estalinismo. Los estalinistas judíos ejercían mucho poder, pero estaban atrapados entre el antisemitismo estalinista de Moscú y el antisemitismo popular de su propio país. Por separado, ninguno de los dos antisemitismos era lo bastante importante para anular su poder, pero debían asegurarse de que ambos no se unieran. Los comunistas judíos debían hacer hincapié en que su identificación política con la nación polaca era tan fuerte que borraba sus orígenes judíos y hacía imposible la existencia de políticas judías particulares.
Un ejemplo chocante de esta tendencia fue la nueva versión de la revuelta del gueto de Varsovia de 1943, el mayor ejemplo de la resistencia judía al Holocausto, que ahora se presentó como una rebelión nacional polaca encabezada por los comunistas. Hersh Smolar, el comunista polaco judío que había sido el héroe del gueto de Minsk, despojaba ahora de judaísmo a la resistencia judía frente a los nazis. Describió la revuelta del gueto de Varsovia en los términos ideológicos impuestos por Zhdánov: había habido «dos bandos» dentro del gueto, uno progresista y otro reacciónario. Los que hablaban de Israel estaban ahora en el bando reacciónario, como lo habían estado entonces. Los progresistas eran los comunistas, y los comunistas habían luchado. Se trataba de una distorsión extraordinaria: aunque era cierto que los comunistas habían incitado a la resistencia armada en el gueto, los sionistas de izquierdas y los bundistas tenían más apoyo popular, y los sionistas de derechas disponían de más armas. Smolar auguraba purgas a los activistas políticos judíos que no aceptaran el comunismo nacional polaco: «Y si resulta que entre nosotros hay personas que zumban como moscas en torno a alguna especie de metas nacionales judías supuestamente más elevadas y más esenciales, entonces eliminaremos a esa gente de nuestra sociedad, igual que los luchadores del gueto arrojaron a un lado a los cobardes y a los de voluntad débil».[21]
Toda resistencia al fascismo estaba, por definición, dirigida por comunistas. Si no la dirigían comunistas, no era resistencia. La historia del levantamiento del gueto de Varsovia de 1943 debía reescribirse de manera que los comunistas aparecieran en ella a la cabeza de los judíos polacos, del mismo modo que se suponía que dirigían la resistencia polaca antinazi en general. En esta historia políticamente correcta de la Segunda Guerra Mundial, la resistencia en el gueto tenía poco que ver con el asesinato masivo de judíos y mucho con el coraje de los comunistas. Este cambio fundamental en el énfasis oscurecía la experiencia judía de la guerra, puesto que el Holocausto se convertía en una simple instancia del fascismo. Y fueron precisamente los judíos comunistas los encargados de desarrollar y dar a conocer estas interpretaciones espurias para no ser acusados de perseguir objetivos judíos y no polacos. Con el fin de presentarse de forma plausible como líderes comunistas polacos, los comunistas judíos tuvieron que despojar de motivaciones judías el ejemplo más importante de la resistencia de los ju dios contra los nazis. El cebo de la trampa política de Stalin lo había puesto Hitler.[22]
Esta fue la defensa de los judíos polacos estalinistas frente al antisemitismo de Stalin. Si los héroes de la resistencia polaca estaban dispuestos, en efecto, a negar que el antisemitismo de Hitler hubiera influido en la vida y en la política judías y, en algunos casos, en la propia decisión personal de resistir a la ocupación alemana, sin duda su devoción quedaría demostrada. El estalinismo implicaba la negación de los hechos históricos más obvios y de su significado más apremiante en lo personal: en cuanto al levantamiento del gueto de Varsovia de 1943, los comunistas judíos polacos realizaron ambas negaciones; la difamación, asociada a ellas, del Ejército Nacional polaco y del levantamiento de Varsovia de 1944 fue una labor fácil en comparación. Puesto que no había sido dirigido por comunistas, no se trataba de un levantamiento. Puesto que los soldados del Ejército Nacional no eran comunistas, eran reacciónarios que actuaban contra los intereses de las masas trabajadoras. Los patriotas polacos que murieron intentando liberar su capital eran fascistas, poco mejores que Hitler. El Ejército Nacional, que había combatido a los alemanes con mucha más determinación que los comunistas polacos, era «un enano escupido por la reacción».[23]
Jakub Berman era el miembro del politburó responsable tanto de la ideología como de la seguridad en 1949. Berman repito un argumento clave estalinista para justificar el terror: a medida que la revolución se acerca a su consumación, sus enemigos luchan con más desesperación; por ello, los revolucionarios comprometidos deben recurrir a medidas más extremas. Fingiendo no escuchar la línea soviética, situó la lucha como un combate contra la desviación nacionalista o derechista. Nadie podía acusar a Berman de falta de atención al nacionalismo, después de la ruptura de Tito y Stalin y, al mismo tiempo, nadie hizo más que él para desdibujar la memoria judía de las masacres alemanas en la Polonia ocupada. Berman, que había perdido a sus familiares más próximos en Treblinka en 1942, presidió un comunismo nacional polaco en el que, sólo unos años después, las cámaras de gas pasarían a un segundo plano de la historia.[24]
El Holocausto había atraído a muchos judíos al comunismo, la ideología del libertador soviético; ahora, para gobernar Polonia y apaciguar a Stalin, los líderes comunistas judíos tenían que negar la importancia del Holocausto. Berman ya había hecho un movimiento importante en esa dirección en diciembre de 1946, cuando ordenó que las estimaciones oficiales de polacos no judíos muertos debían ser aumentadas de forma significativa, mientras que las de judíos debían reducirse, de modo que las dos cifras se igualaran: tres millones en los dos casos. El Holocausto ya estaba politizado, y de una manera peligrosa. Como a cualquier otro acontecimiento histórico, había que entenderlo «dialécticamente», en términos que coincidieran con la línea ideológica de Stalin y con el desiderátum político del momento. Posiblemente murieran más judíos que no judíos polacos, pero quizá eso era políticamente inconveniente. Sería mejor que las cantidades se igualaran. Permitir que el sentido personal de la realidad o de la justicia interfiriese con los ajustes dialécticos era fracasar como comunista. Recordar las muertes de los propios familiares en la cámara de gas era puro sentimentalismo burgués. Un comunista consumado tenía que mirar más allá, como hizo Berman, para ver la verdad que exigía el momento y actuar en consecuencia y de manera contundente. La Segunda Guerra Mundial, como la guerra fría, era una lucha de las fuerzas progresistas contra las reaccionarias, y nada más.[25]
Berman, un hombre muy inteligente, entendía estas cosas mejor que nadie y llevó las premisas a sus conclusiones lógicas. Dirigió un aparato de seguridad que arrestó a miembros del Ejército Nacional que habían asumido la misión especial de salvar judíos; ni ellos ni sus acciones tenían resonancia histórica dentro de la visión del mundo estalinista: los judíos no habían sufrido más que los demás, y los soldados del Ejército Nacional no eran mejores que los fascistas.
El defecto más flagrante de Berman, desde la perspectiva del propio Stalin, era que él mismo era de origen judío (aunque en su documentación figuraba la nacionalidad polaca). Esto no era exactamente un secreto: se había casado bajo una khuppah [“palio”] según el rito judío. En julio de 1949, el embajador soviético se quejó en una nota a Moscú de que el gobierno polaco estaba dominado por judíos como Berman, y de que los judíos dirigían el aparato de seguridad, afirmaciones exageradas aunque no carentes de base. En el periodo de 1944-1954, 167 de 450 altos funcionarios del ministerio de Seguridad del Estado eran judíos y así lo reconocían, es decir, en torno al treinta y siete por ciento en un país donde los judíos eran menos del uno por ciento de la población. No todas las personas de origen judío en las alturas del servicio de seguridad se definían como polacas en sus documentos de identidad, y eso podía reflejar (o no) el modo en que se veían a sí mismos; estas cuestiones rara vez eran simples. Pero la identidad del pasaporte, incluso aunque reflejara, como sucedía a menudo, una sincera identificación con el Estado y la nación polacos, no impedía que buena parte de la población polaca, así como los líderes soviéticos, consideraran judíos a las personas de origen judío.[26]
Berman, el comunista de origen judío más importante de Polonia, era un objetivo obvio de cualquier posible juicio farsa antisemita, y él era perfectamente consciente de ello. Para empeorar las cosas, podían relacionarlo con los protagonistas del drama más importante de los inicios de la Guerra Fría, los hermanos Field. Los norteamericanos Noel y Hermann Field estaban presos por aquel entonces en Checoslovaquia y Polonia como espías de Estados Unidos. Noel Field era un diplomático estadounidense y también un agente de la inteligencia soviética; era amigo de Alien Dulles, el jefe de la inteligencia estadounidense que había dirigido la oficina de servicios estratégicos (OSS) en Berna, Suiza; también dirigió una organización de ayuda a los comunistas después de la guerra. Field llegó a Praga en 1949, probablemente pensando que los soviéticos requerían de nuevo sus servicios, y fue detenido. Su hermano Hermann acudió a buscarlo y fue también arrestado, en Varsovia. Ambos confesaron bajo tortura haber establecido una vasta organización de espionaje en Europa del Este.[27]
Aunque ellos nunca fueron juzgados, las supuestas actividades de los hermanos Field ofrecieron un argumento para varios de los juicios farsa que se llevaban a cabo en la Europa del Este comunista. Por ejemplo, en Hungría, en septiembre de 1949 Lászlo Rájk fue juzgado y ejecutado como agente de Noel Field. Se suponía que la investigación húngara había descubierto células de la organización de los Field también en países comunistas hermanos. En realidad, Hermann Field conocía al secretario de Berman y una vez le había dado una carta para él. Los Field eran peligrosos precisamente porque de hecho conocían a muchos comunistas, podían asociarlos con la inteligencia de Estados Unidos y, podía esperarse que dijeran cualquier cosa bajo tortura. En cierto momento, el propio Stalin le preguntó a Berman sobre Field.[28]
Jakub Berman también podía ser vinculado con un tipo de política judía que ya no estaba permitida. Conocía a los miembros del Comité Antifascista Judío desde que estuvo con Mijoels y Fefer, antes de la visita de estos a Estados Unidos en 1943. Procedía de una familia que tenía representantes en ámbitos de la política judía de Polonia. Uno de sus hermanos (muerto en Treblinka) había sido miembro de Polaei-Zion Right, una rama del sionismo socialista. Otro hermano, Adolf, que sobrevivió al gueto de Varsovia, era miembro de Polaei-Zion Left, rama del sionismo de izquierdas. Adolf Berman había organizado servicios sociales para niños en el gueto de Varsovia y dirigió el comité central de los judíos polacos después de la guerra. Cuando Polonia se hizo comunista, continuó siendo un sionista de izquierdas, en la convicción de que ambas posturas políticas podían conciliarse de algún modo.[29]
En 19451 empezaba a quedar claro que las personas como Adolf Berman no tendrían sitio en la Polonia de posguerra. De hecho, las duras palabras de Smolar sobre el carácter reacciónario del sionismo y la necesidad de suprimir de la sociedad a los judíos cobardes iban dirigidas a él. Al hablar así, Smolar creaba una especie de defensa estalinista frente al propio Stalin: si los comunistas judíos de Polonia ostentaban actitudes antisionistas y propolacas podían eludir las acusaciones de sionismo y cosmopolitismo. Pero no estaba nada claro que ni siquiera este enfoque categórico pudiera salvar a Jakub Berman de la conexión con su hermano. El antisemitismo estalinista no podía contrarrestarse tan fácilmente mediante la lealtad y la entrega.
Jakub Berman sobrevivió gracias a la defensa de su amigo y aliado Boleslaw Bierut, secretario general del partido polaco y cara amable del triunvirato que lo gobernaba. Una vez, Stalin le preguntó a quién necesitaba más, si a Berman o a Mine. Bierut era demasiado astuto para caer en la trampa: se interpuso entre Stalin y Berman, lo cual era arriesgado. En general, los comunistas polacos nunca se entregaron a la brutalidad entre compañeros que era evidente en Checoslovaquia, Rumanía o Hungría. Ni siquiera el desdichado Gomułka fue obligado a firmar una confesión humillante ni a enfrentarse a un juicio. Los comunistas polacos que estaban en el poder a finales de la década de 1940 sabían en general, por propia experiencia, lo que les había pasado a sus camaradas en los años treinta. En esa época, Stalin había enviado una señal y los comunistas polacos se habían denunciado unos a otros como era de esperar, lo que condujo a asesinatos en masa y al final del propio partido. Aunque todos los comunistas extranjeros sufrieron el Gran Terror, la experiencia polaca fue única, y acaso creara un cierto sentimiento de preocupación por las vidas de los camaradas más cercanos.[30]
En 1950, cuando la presión de la Unión Soviética se hizo más intensa, Berman terminó por permitir a los servicios de seguridad seguir la línea antijudía. Los judíos polacos se convirtieron en sospechosos de ser espías estadounidenses o israelíes. El proceso no estuvo exento de complicaciones, puesto que los que montaban las acusaciones contra los judíos polacos a veces lo eran también ellos mismos. El propio aparato de seguridad polaco fue purgado de algunos de sus altos cargos judíos. Como ello suponía a menudo que unos judíos purgaran a otros, el departamento del aparato de seguridad encargado de estos casos era jocosamente apodado la oficina de «autoexterminio». Estaba dirigido por Józef Swiatlo, cuya propia hermana se había marchado a Israel en 1947.[31]
Aún así, Berman, Mine y Bierut se mantenían, afirmando que ellos eran los buenos polacos, los buenos comunistas y los buenos patriotas, frente a una sociedad incrédula y un Stalin dudoso. Aunque judíos, comunistas y el resto de la población fueron obligados a sofocar el recuerdo del Holocausto, en esos años no hubo ninguna campaña pública contra sionistas o cosmopolitas. A base de hacer concesiones, y apoyándose en la lealtad de su amigo Bierut, Berman fue capaz de mantener la noción de que en Polonia el principal peligro procedía de la desviación nacionalista polaca y no de la judía. Cuando, en julio de 1951, Gomułka fue finalmente arrestado, los dos agentes de seguridad que fueron a detenerle, como él quizá advirtió, eran de origen judío.
Entre 1950 y 1952, mientras los polacos ganaban tiempo, la Guerra Fría se transformó en una confrontación bélica. La guerra de Corea agudizó la preocupación de Stalin por el poder de Estados Unidos.
A principios de la década de 1950 la Unión Soviética parecía encontrarse en una posición mucho más sólida que antes de la guerra. Las tres potencias que habían cercado a la URSS, Alemania, Polonia y Japón, estaban todas ellas sustancialmente debilitadas. Polonia era un satélite soviético con un militar soviético como ministro de defensa. Las tropas soviéticas habían llegado a Berlín y permanecían allí. En octubre de 1949 la zona de ocupación soviética en Alemania había sido transformada en la república Democrática Alemana, un satélite de la URSS gobernado por comunistas alemanes. Prusia del Este, antiguo distrito alemán en el mar Báltico, había sido dividido entre la Polonia comunista y la propia URSS. Japón, la gran amenaza de los años treinta, había sido derrotada y desarmada, aunque en este caso la Unión Soviética no contribuyó a la victoria y, por tanto, participó poco en su ocupación. Los estadounidenses estaban construyendo bases militares en Japón y enseñando a jugar al béisbol a los japoneses.[32]
Incluso derrotado, Japón había modificado la política en Extremo Oriente. La incursión japonesa en China de 1937 había ayudado en definitiva a los comunistas chinos. En 1944 los japoneses habían organizado con éxito una ofensiva terrestre contra el gobierno nacionalista chino, que no afectó al resultado de la guerra pero que debilitó fatalmente al régimen nacionalista. Una vez que los japoneses se rindieron, sus fuerzas se retiraron del territorio chino. Fue la ocasión para los comunistas chinos, semejante a la que aprovecharon los comunistas rusos treinta años antes. En la Segunda Guerra Mundial, Japón desempeñó el mismo papel que Alemania en la Gran Guerra: tras fracasar en el intento de conquistar un gran imperio, le sirvió en bandeja una revolución a un vecino comunista. La República Popular China fue proclamada en octubre de 1949.[33]
Aunque Washington percibió el comunismo chino como la continuación de una revolución comunista mundial, para Stalin fue una noticia ambivalente. Mao Zedong, líder de los comunistas chinos, no era un acólito personal de Stalin como la mayoría de los comunistas de Europa del Este. Aunque los comunistas chinos aceptaban la visión estalinista del marxismo, Stalin nunca había ejercido un control personal de su partido. Stalin sabía que Mao sería un rival ambicioso e impredecible. «La batalla de China —dijo— aún no ha terminado». En su política en Extremo Oriente Stalin quería asegurarse de que la Unión Soviética mantendría su posición de líder del mundo comunista. La misma preocupación surgió con respecto a Corea, donde acababa de establecerse un estado comunista. Japón, que había gobernado Corea desde 1905, se retiró después de la guerra. La península de Corea fue ocupada entonces por la Unión Soviética en el norte y por Estados Unidos en el sur. Los comunistas norcoreanos establecieron una república popular en Corea del Norte en 1948.[34]
En primavera de 1950 Stalin tuvo que decidir qué respuesta le daría a Kim Il-Sung, el líder comunista norcoreano, que deseaba invadir la parte sur de la península. Stalin sabía que los americanos consideraban que Corea se encontraba dentro del «perímetro defensivo «que estaban construyendo en Japón y en el Pacífico, porque el secretario de Estado así lo había manifestado en enero. El ejército de EE UU se había retirado de la península en 1949. Kim Il-Sung le dijo a Stalin que sus fuerzas derrotarían rápidamente al ejército surcoreano. Stalin dio su bendición a la guerra de Kim Il-Sung y envió armas soviéticas a los norcoreanos, que invadieron el sur el 25 de junio de 1950. Stalin incluso envió a unos cientos de coreanos soviéticos del Asia central para luchar en el bando norcoreano; los mismos que habían sido deportados por orden suya sólo trece años antes.[35]
La guerra de Corea se parecía mucho a una confrontación armada entre los mundos comunista y capitalista. Los estadounidenses respondieron con celeridad y firmeza enviando tropas desde Japón y otros puntos del Pacífico, y lograron hacer retroceder a los norcoreanos hasta la frontera original. En septiembre, Truman aprobó el NSC-68, confirmación oficial secreta de la amplia estrategia de Estados Unidos de contención del comunismo en el mundo, una idea formulada por George Kennan. En octubre, los chinos intervinieron del lado de los norcoreanos. Hasta 1952, Estados Unidos y sus aliados estuvieron en guerra con Corea del Norte y la China comunista. Los tanques de Estados Unidos se enfrentaban a los tanques soviéticos, y la aviación estadounidense combatía con los cazas de la URSS.
Al parecer, Stalin temía la posibilidad de que la guerra se ampliara, quizá con dos frentes. En enero de 1951, reunió a los líderes de sus satélites europeos del Este y les ordenó que prepararan sus ejércitos para una guerra en Europa. Entre 1951 y 1952 las tropas del Ejército Rojo se duplicaron.[36]
Precisamente durante estos años, 1951 y 1952, la idea de que los judíos soviéticos fueran agentes secretos de Estados Unidos pareció consolidarse en la mente de Stalin. Desafiado en Berlín, frustrado en Polonia y combatido en Corea, Stalin se enfrentaba de nuevo, al menos en su imaginación cada vez más inquieta, al cerco enemigo. Como en los años treinta, en los cincuenta era posible pensar que la Unión Soviética era objeto de una trama internacional controlada ya no desde Berlín, Varsovia y Tokio (con Londres en la trastienda) sino desde Washington (de nuevo con Londres en la trastienda). Al parecer, Stalin creía que la Tercera Guerra Mundial era inevitable, y reacciónó ante la amenaza que preveía igual que lo había hecho a finales de la década de 1930.
En algunos aspectos, la situación internacional podía parecer más peligrosa que entonces, cuando por lo menos la Gran Depresión había llevado la pobreza al mundo capitalista. En cambio, a principios de los cincuenta todo indicaba que los países liberados por las potencias occidentales vivirían una rápida recuperación económica. En los años treinta, las potencias capitalistas estaban divididas, pero en abril de 1949 las más importantes de ellas estaban unidas en una nueva alianza militar, la Organización del Atlántico Norte (OTAN).[37]
Finalmente, en julio de 1951, Stalin encontró el modo de dirigir a sus servicios de seguridad contra una trama judía imaginaria dentro de la Unión Soviética. El relato de la trama, tal como se presentó en la segunda parte de ese año, tenía dos partes: unos rusos considerados antijudíos habían sido asesinados; y sus asesinatos fueron ocultados por el aparato soviético de seguridad.
Una de las presuntas víctimas era Aleksandr Shcherbakov, el propagandista de la época de guerra que había afirmado que los rusos llevaban «el peso principal» de la guerra. Había supervisado al Comité Judío Antifascista y había purgado en la prensa a los periodistas judíos por orden de Stalin. Otra víctima fue Andréi Zhdánov, el purificador de la cultura soviética, que había impedido la publicación del Libro Negro del Judaísmo Soviético. Se suponía que estas muertes eran el principio de una ola de terrorismo judío ejercida a través de los médicos, pagada por la tesorería de Estados Unidos y cuyo objetivo final era asesinar a los líderes soviéticos.
Uno de los asesinos evidentes era el doctor judío Yakov Etinger, que había muerto bajo custodia policial en marzo de 1951. Viktor Abakúmov, director del Ministerio de Seguridad del Estado (MGB), supuestamente no había informado de la trama porque él mismo estaba implicado en ella. Con el fin de evitar que se conociera su participación, había asesinado a Etinger. Y como Abakúmov lo había matado, Etínger no podría confesar el alcance de sus crímenes.[38]
Un primer esbozo de estas extraordinarias acusaciones se presentó en una denuncia a Abakúmov enviada a Stalin por el subordinado del primero, Mikhail Riumin. La elección de Etinger daba en el blanco de las preocupaciones de Stalin. Etinger había sido arrestado no como parte de una trama de terrorismo médico, sino como nacionalista judío. Riumin, con su astuta iniciativa, vinculó el nacionalismo judío, reciente inquietud de Stalin, con los asesinatos médicos, una de sus preocupaciones de siempre. Desde luego, ninguna de las acusaciones de Riumin tenía sentido. Shcherbakov había muerto al día siguiente de haberse empeñado, contra las órdenes de los médicos, en tomar parte en el desfile del Día de la Victoria. Zdhánov, por su parte, había ignorado las órdenes de los médicos de que descansara. En cuanto a Etinger, el médico judío en cuestión, no lo había asesinado Abakúmov, sino el propio Riumin en marzo de 1951. Riumin lo había llevado al agotamiento con los incesantes interrogatorios conocidos como el sistema de la correa, aunque los médicos le habían advertido que eso pondría en peligro su vida.[39]
Pero Riumin acertó al crear una conexión que creía que atraería a Stalin: médicos judíos terroristas que mataban a comunistas (rusos) relevantes. El rumbo de la investigación estaba claro a partir de ahí: purgar el MGB de los judíos y sus lacayos y encontrar más médicos asesinos judíos. Abakúmov fue arrestado el 4 de julio de 1951 y reemplazado por Riumin, que empezó una purga antijudía en el MGB. El comité central ordenó después, el 11 de julio, investigar las «actividades terroristas de Etinger», Cinco días más tarde, el MGB arrestaba a la especialista en electrocardiogramas Sofía Karpai. La doctora era sumamente importante para el conjunto de la investigación: era la única médico aún viva que podía ser vinculada de alguna manera a la muerte de un líder soviético, puesto que había tomado e interpretado dos lecturas del corazón de Zhdánov. Pero una vez arrestada rehusó corroborar la historia del asesinato médico y se negó a implicar a nadie más.[40]
El caso era débil. Pero sería posible generar otras evidencias de tramas judías en alguna otra parte.
Otro satélite soviético, la Checoslovaquia comunista, iba a proporcionar el juicio farsa antisemita que no prosperó en Polonia. Una semana después del arresto de Sofía Karpai, el 23 de julio de 1951, Stalin le indicó a Klement Gottwald, el presidente comunista de Checoslovaquia, que debía librarse de su cercano colaborador Rudolf Slánsky, quien representaba de manera ostensible el «nacionalismo judío burgués». El 6 de septiembre, Slánsky fue destituido de su puesto de secretario general.[41]
La evidente hostilidad de Moscú provocó una trama de espionaje real, o al menos un intento chapucero de organizaría. Los checos que trabajaban para la inteligencia estadounidense notaron que Moscú no había felicitado a Slánsky con ocasión de su cincuenta aniversario (el 31 de julio de 1951). Decidieron animar a Slánsky a escapar de Checoslovaquia. A principios de noviembre le enviaron una carta en la que le ofrecían refugio en Occidente. El mensajero que debía entregar la misiva era en realidad un agente doble que trabajaba para los servicios de seguridad checoslovacos. El hombre entregó la carta a sus superiores, quienes se la mostraron a los soviéticos. El 11 de noviembre de 1951 Stalin le envió a Gottwald un emisario personal para pedirle el arresto inmediato de Slánsky. Aunque ni Slánsky ni Gottwald habían visto aún la carta, Gottwald debió de pensar que no tenía opción. Slánsky fue arrestado el 24 de noviembre y sometido a interrogatorios durante todo un año.[42]
El resultado final del caso Slánsky fue espectacular: un juicio farsa estalinista checoslovaco según el modelo soviético de 1936 revestido de antisemitismo descarado. Aunque algunas de las víctimas destacadas de los juicios farsa de Moscú de 1936 habían sido judíos, no se los juzgó por esta condición. En Praga, once de los catorce acusados eran de origen judío y fueron identificados como tales en las actas del juicio. La palabra cosmopolita se empleó como si fuera un término legal de significado conocido por todos. El 20 de noviembre de 1952, Slánsky marcó el tono de la sesión política al invocar los espíritus de los comunistas que habían ido a la muerte antes que él: «Reconozco mi culpa plenamente y deseo honradamente describir todo lo que he hecho y los crímenes que he cometido». Era evidente que seguía un guión previamente ensayado. En un momento del juicio respondió a una pregunta que el fiscal se había olvidado de formular.[43]
Slánsky confesó una conspiración que recorría toda la gama de obsesiones obligadas del momento, con partidarios de Tito, sionistas, masones y agentes de la inteligencia estadounidense que reclutaban solamente a judíos. Entre sus supuestos crímenes estaba el asesinato médico de Gottwald. Rudolf Margolius, otro de los acusados, tuvo que denunciar a sus padres, ambos muertos en Auschwitz. Como durante el Gran Terror, las diversas tramas resultaban estar coordinadas por un «centro», en este caso el «Centro de Conspiración Antiestatal». Los catorce acusados pidieron la pena de muerte, y once de ellos la obtuvieron. Cuando le pusieron la soga al cuello a Slánsky, el 3 de diciembre de 1952, le dio las gracias al verdugo y dijo: «Tengo lo que merezco». Los cuerpos de los once acusados ejecutados fueron incinerados y sus cenizas empleadas para rellenar las grietas de un camino.[44]
En aquellos momentos no parecía nada improbable que a continuación se realizara un juicio público de judíos soviéticos. Trece ciudadanos soviéticos habían sido ejecutados en Moscú en agosto de 1952, acusados de espionaje para Estados Unidos, sobre la base de acusaciones de cosmopolitismo y sionismo y no de informes fiables. Eran personas incriminadas como nacionalistas judíos y espías norteamericanos a partir de pruebas generadas bajo tortura y que fueron juzgados en secreto. En diciembre de 1952 once ciudadanos checoslovacos fueron ejecutados en Praga, sobre premisas similares, pero tras un juicio farsa que recordaba el Gran Terror. Por entonces, incluso el régimen polaco empezó a arrestar a personas como espías israelíes.[45]
En otoño de 1952, varios médicos soviéticos más estaban siendo investigados. Ninguno de ellos tema nada que ver con Zhdánov ni con Shcherbakov, pero habían tratado a otros dignatarios soviéticos y comunistas antes de que estos murieran. Uno de ellos era el médico personal de Stalin, quien a principios de 1952 le había aconsejado retirarse. Siguiendo órdenes expresas y reiteradas de Stalin, estas personas fueron terriblemente golpeadas, y algunos de ellos pronunciaron el tipo de confesión esperado. Mirón Vovsi, que era primo de Solomón Mijoels, confesó en el lenguaje robótico del estalinismo: «Al pensar en todo ello, llego a la conclusión de que a pesar de la podredumbre de mis crímenes, debo revelar a la investigación la terrible verdad de mi abyecto trabajo destinado a destruir la salud y acortar la vida de determinados líderes trabajadores del Estado de la Unión Soviética».[46]
Con estas confesiones en la mano, aquel hombre que estaba envejeciendo debió de pensar que no había tiempo que perder. Stalin solía planear sus golpes con bastante anticipación antes de asestarlos, pero en aquellos momentos parecía tener prisa. El 4 de diciembre de 1952, el día después de la ejecución de Slánsky, el comité central de los soviets tuvo noticia de una «trama médica» en la que «nacionales judíos» desempeñaban un papel dirigente. Uno de los implicados era, presuntamente, el médico de Stalin, que era ruso; la lista de participantes en el complot indicaba el origen de los que eran judíos. Stalin se las había arreglado para condenar a su médico, el hombre que le había aconsejado que pusiera fin a su carrera política, y mostraba otros signos de que sus preocupaciones políticas iban unidas a sus temores personales. En la fiesta de su setenta y tres cumpleaños, el 21 de diciembre de 1952, se aferraba literalmente a su hija Svetlana mientras bailaba con ella.[47]
Era como si aquel diciembre Stalin deseara purgar su propia muerte. Un comunista no puede creer en la inmortalidad del alma, pero sí en la Historia: la que se revela en los cambios en los modos de producción, la que se refleja en el ascenso del proletariado, la que representa el partido comunista en la concepción de Stalin y, por lo tanto, la Historia configurada por su voluntad. Si la vida no era más que una construcción social, quizá la muerte también lo fuera, y pudiera invertirse mediante el ejercicio de una dialéctica valiente y voluntariosa. Los médicos causaban la muerte en lugar de retrasarla; el hombre que le advertía de un fin próximo era un asesino y no un consejero. Lo que se necesitaba era una actuación adecuada. Solomón Mijoels fue un perfecto rey Lear, un mandatario que entregó tontamente el poder, demasiado pronto y a los sucesores equivocados. Ahora Mijoels se había desvanecido como un espectro de impotencia. Sin duda debía ser posible hacer que se desvanecieran también los judíos y todo lo que representaban: el riesgo de degradación de la Unión Soviética, el riesgo de que se reescribiera la historia de la Segunda Guerra Mundial, el riesgo de un futuro equivocado.[48]
Stalin, un hombre enfermo de setenta y tres años que no escuchaba otra opinión que la suya, siguió adelante. En diciembre de 1952 afirmó que «todos los judíos son nacionalistas y agentes de la inteligencia estadounidense», una formulación paranoica incluso para sus esquemas. Los judíos, añadió ese mismo mes, «creían que Estados Unidos había salvado a su nación». Había en esto una leyenda que ni siquiera había surgido todavía, pero Stalin no estaba errado del todo. Con su perspicacia característica, anticipaba correctamente uno de los grandes mitos de la Guerra Fría e incluso de décadas posteriores. Ninguno de los aliados hizo gran cosa por rescatar a los judíos: los estadounidenses ni siquiera llegaron a ver los centros de exterminio importantes.[49]
El 13 de enero de 1953, periódico del partido, Pravda revelaba una trama estadounidense para asesinar a los líderes soviéticos por medios médicos. Los doctores, se daba por supuesto, eran judíos. La agencia de noticias TASS caracterizaba al «grupo terrorista de médicos» como «monstruos con forma humana». Pero, pese al lenguaje vitriólico tan reminiscente del Gran Terror, no todo estaba preparado. Las personas nombradas en el artículo aún no habían confesado sus supuestos crímenes, condición previa de todo juicio farsa. Los acusados debían confesar en privado antes de hacerlo en público: era el requisito mínimo de la escenografía del estalinismo. No se podía esperar que el acusado se sometiera a un juicio farsa sin que todo estuviera previamente acordado entre las paredes de una sala de interrogatorios.[50]
Sofía Karpai, la cardióloga que era la principal acusada, no había confesado nada en absoluto. Era judía y mujer, quizá los interrogadores supusieron que sería la primera en hundirse. Al final, fue la única de los acusados que tuvo la fortaleza de mantener su versión y defender su inocencia. En el último interrogatorio, el 18 de febrero de 1953, se mantuvo firme y negó de forma explícita las acusaciones que pesaban sobre ella. Como Stalin, estaba enferma y moribunda; a diferencia de él, probablemente era consciente de su estado. Al parecer, creía que decir la verdad era importante; al hacerlo así, retrasó la investigación. Aunque sólo por unos días, sobrevivió a Stalin, y probablemente hizo que otros lo sobrevivieran también.[51]
En febrero de 1953, los líderes soviéticos redactaban y volvían a redactar una autodenuncia judía colectiva, con frases que bien podrían haber sido extraídas de la propaganda nazi. Debía ser firmada por judíos soviéticos destacados y publicada en Pravda. Vasili Grossman estaba entre, los que fueron intimidados para firmarla. Ataques insidiosos de la prensa daban a entender, de forma inesperada, que su novela sobre la guerra, Por una causa justa recientemente publicada, no era lo bastante patriótica. Por una causa justa era una vasta novela sobre la batalla de Stalingrado. La perspectiva de Grossman cambió a partir de este momento. En la secuela de su novela, su obra maestra Vida y destino, Grossman presentaba a un interrogador nazi contemplando el futuro: «Hoy os espanta nuestro odio a los judíos. Mañana utilizaréis nuestra experiencia». En la última versión conocida de la carta de autodenuncia, del 20 de febrero de 1953, los firmantes aseguraban que entre los judíos había «dos bandos», el progresista y el reacciónario. Israel estaba en el bando reaccionario; sus líderes eran «millonarios judíos vinculados a los monopolistas americanos». Los judíos soviéticos también debían reconocer que «las naciones de la Unión Soviética y por encima de ellas la gran nación rusa», habían salvado a la humanidad y a los judíos.[52]
La carta condenaba al imperialismo en general y a los judíos de la trama médica en particular, citando sus nombres. En términos estalinistas debía leerse como una justificación, o incluso una invitación a purgas a gran escala de judíos soviéticos que no fueran lo bastante antiimperialistas. Los ciudadanos soviéticos que firmaran la carta tendrían que identificarse como judíos (no todos ellos eran vistos así ni se consideraban a sí mismos como tales) y como líderes de una comunidad que se encontraba en claro peligro. Ilya Ehrenburg, escritor soviético de origen judío como Grossman, había permitido a Stalin que firmara con su nombre artículos polémicos sobre Israel. En aquel momento, sin embargo, se resistía a avalar semejante documento. Le escribió a Stalin una carta hipócrita preguntándole qué debía hacer. En ella empleaba el mismo tipo de defensa que habían usado Berman y los comunistas judíos polacos unos años atrás: puesto que los judíos no son una nación, y nosotros somos comunistas leales, ¿cómo vamos a participar en una campaña contra nosotros mismos en la que se nos considera representantes de una supuesta entidad nacional colectiva conocida como judaismo?[53]
Stalin nunca contestó. Fue hallado en coma el 1 de marzo de 1953 y murió cuatro días después. En cuanto a sus deseos, solo cabía especular sobre cuáles eran: tal vez no había estado completamente decidido, quizá esperaba la respuesta de la sociedad soviética ante las acciones iniciales. Estragado por la enfermedad mortal y por las dudas sobre su sucesión, preocupado por la influencia de los judíos en el sistema soviético y enzarzado en la Guerra Fría contra un enemigo poderoso al que no entendía demasiado, había acudido a sus métodos de defensa tradicionales, los juicios y las purgas. A juzgar por los rumores que circulaban en la época, los ciudadanos soviéticos se imaginaban sin dificultad los posibles resultados: los médicos serían juzgados junto con los líderes soviéticos acusados de ser sus aliados; los judíos que quedaran serían purgados por la policía estatal y por las fuerzas armadas; los treinta y cinco mil médicos judíos soviéticos (y tal vez también los científicos) serían deportados a los campos; y quizá hasta el pueblo judío como tal sería sometido a traslados forzosos o incluso a ejecuciones masivas.[54]
Semejante acción, si hubiera ocurrido, habría sido una más dentro de una serie de operaciones antinacionalidades y deportaciones étnicas que había empezado en 1930 con los polacos y había continuado con el Gran Terror y después de la Segunda Guerra Mundial. Todo ello habría estado en consonancia con anteriores prácticas de Stalin y hubiera encajado en su lógica tradicional. Las minorías nacionales a temer y a castigar eran las que tenían conexiones aparentes con el mundo no soviético. Aunque había supuesto la muerte de cinco millones setecientos mil judíos, la guerra también había influido en el establecimiento de un territorio nacional judío fuera del alcance de Stalin. Como las naciones enemigas de los años treinta, los judíos tenían ahora motivos de queja dentro de la Unión Soviética (cuatro años de purgas y de antisemitismo oficial), un protector externo a la Unión Soviética (Israel), y un papel destacable en un enfrentamiento internacional (encabezado por Estados Unidos). Los precedentes eran claros y la lógica, conocida. Pero el estalinismo tocaba a su fin.
Teniendo en cuenta todos los juicios de la Unión Soviética y Europa del Este, así como todas las personas que murieron bajo custodia policial, Stalin no mató a más de unas docenas de judíos en los últimos años de su vida. Si deseaba en realidad una operación final de terror antinacionalidades, lo cual no está claro en absoluto, no pudo verla realizada. Es tentador imaginar que sólo su muerte impidió que ocurriera, que la Unión Soviética se precipitaba hacia otra purga nacional a la escala de las de los años treinta, pero las pruebas de ello son contradictorias. Las propias acciones de Stalin fueron sorprendentemente indecisas y las reacciones de sus órganos de poder, lentas.
En la década de 1950 Stalin no era el amo de su país del mismo modo en que lo había sido en la de 1930, y el país tampoco era el mismo. Más que en una personalidad, Stalin se había convertido en un culto. Desde la Segunda Guerra Mundial no había visitado fábricas, granjas ni dependencias gubernamentales, y entre 1946 y 1953 sólo pronunció tres discursos públicos. En los años cincuenta Stalin ya no dirigía la Unión Soviética como un tirano solitario del modo en que lo había hecho durante los quince años anteriores. En los años cincuenta, los miembros clave del politburó se reunían con regularidad durante sus largas ausencias de Moscú, y tenían sus propias redes de clientes en la burocracia soviética. Como ocurrió con el Gran Terror de 19371938, una purga masiva de judíos y la masacre subsiguiente habría creado posibilidades de movimientos hacia arriba en la sociedad soviética en general. Pero no estaba del todo claro que los ciudadanos soviéticos, aunque muchos de ellos fueran ciertamente antisemitas, hubieran deseado tal oportunidad a ese precio.[55]
Lo más chocante fue que el proceso se presentara engorroso. Durante el Gran Terror, las sugerencias de Stalin se convertían en órdenes, las órdenes en cupos, los cupos en cadáveres y los cadáveres en números. Nada parecido ocurrió en el caso judío. Aunque Stalin pasó buena parte de los últimos cinco años de su vida preocupado por los judíos soviéticos, fue incapaz de encontrar a un jefe de seguridad que realizara un montaje adecuado. En los viejos tiempos, Stalin se deshacía de los jefes de seguridad cuando completaban una acción masiva, acusándoles a ellos de los excesos cometidos. Ahora, para empezar, los funcionarios del ministerio de Seguridad del Estado —quizá por motivos lógicos— se mostraban reacios a cometer excesos. Primero Stalin puso a Abakúmov a trabajar en el caso, aunque Lavrenty Beria era el máximo responsable de la seguridad del Estado. Después, permitió que Abakúmov fuera denunciado por Riumin, quien cayó a su vez en noviembre de 1952. El sucesor de Riumin tuvo un ataque al corazón en su primer día de trabajo. Por último, S. A. Goglidze, un esbirro de Beria, se hizo cargo de la investigación.[56]
Stalin había perdido su poder, otrora infalible, de arrastrar a las personas a su mundo ficticio. Tenía que amenazar a los jefes de seguridad en lugar de darles instrucciones. Sus subordinados sabían que Stalin quería confesiones y coincidencias que pudieran presentarse como pruebas; pero se veían continuamente refrenados por una cierta atención al decoro burocrático e incluso, hasta cierto punto, a la ley. El juez que sentenció a los miembros del Comité Antifascista Judío informó a los acusados de su derecho a apelar. En las persecuciones a los judíos soviéticos, los jefes de seguridad a veces tenían problemas para hacer entender a sus subordinados —y, quizá más importante, a los acusados— lo que se esperaba de ellos. Los interrogatorios, aunque brutales, no siempre producían el tipo de pruebas que se necesitaban. La tortura, aunque se realizaba, era un último recurso en el que Stalin tenía que insistir personalmente.[57]
Stalin tenía razón al inquietarse por la influencia de la guerra y de Occidente y por la continuidad del sistema soviético tal como lo había conformado. En los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, no todos los ciudadanos soviéticos, ni mucho menos, estaban dispuestos a aceptar que los años cuarenta justificaban los treinta, ni que la victoria sobre Alemania disculpaba la represión sobre el pueblo. Esa había sido la lógica, desde luego, del Gran Terror en su momento: que se acercaba una guerra y había que eliminar a los elementos peligrosos. En la mente de Stalin, una futura guerra con Estados Unidos probablemente justificara otra ronda de represión preventiva en la década de 1950, pero no está tan claro que los ciudadanos soviéticos desearan que se diera ese paso. Aunque muchos persistían en la histeria antisemítica de principios de la década y se negaban, por ejemplo, a ser atendidos por médicos judíos y a aceptar medicinas de farmacéuticos judíos, ello no significaba que fueran a respaldar el regreso del terror masivo.
La Unión Soviética perduró casi cuatro décadas después de la muerte de Stalin, pero sus órganos de seguridad no volvieron a organizar hambrunas ni ejecuciones en masa. Los sucesores de Stalin, aunque brutales, abandonaron la práctica del terror de masas en el sentido estalinista. Nikita Jrushchov, que acabó por triunfar en la lucha por la sucesión de Stalin, liberó a la mayoría de los prisioneros enviados al Gulag una década antes. No era que Jrushchov fuera incapaz de perpetrar asesinatos masivos: se mostró sediento de sangre durante el Terror de 1937-1938 y en la reconquista de Ucrania occidental después de la Segunda Guerra Mundial. Se trataba más bien de que creía que ya no se podía seguir gobernando a la Unión Soviética de ese modo. Incluso reveló algunos crímenes de Stalin en un discurso ante el congreso del partido en febrero de 1956, aunque puso el énfasis en el sufrimiento de las élites del partido comunista y no en los grupos que habían padecido en proporciones mucho mayores: campesinos, trabajadores y miembros de minorías nacionales.
Los Estados de Europa del Este siguieron siendo satélites de la Unión Soviética, pero ninguno de ellos pasó de los juicios farsa (preludios del Gran Terror de finales de los años treinta) a los asesinatos en masa. La mayoría de ellos (Polonia fue una excepción) colectivizaron la agricultura, pero nunca negaron a los campesinos el derecho a las parcelas privadas. En los estados satélites no hubo hambrunas como las de la Unión Soviética. Bajo Jrushchov, la Unión Soviética invadió a su satélite comunista Hungría en 1956. Aunque la guerra civil que siguió mató a miles de personas y la intervención forzó un cambio de gobierno, no hubo purgas masivas sangrientas. Después de 1953 relativamente poca gente murió asesinada por razones políticas en la Europa comunista. Las cifras se redujeron de forma exponencial con respecto a las eras de los asesinatos en masa (1933-1945) y de la limpieza étnica (1945-1947).
El antisemitismo estalinista planeó sobre Europa del Este hasta mucho después de la muerte de Stalin. Rara vez fue una herramienta importante de gobierno, pero siempre estuvo disponible en momentos de tensiones políticas. Permitió a los líderes revisar la historia de los sufrimientos de la guerra (evocados como algo que sólo padecieron los eslavos) y también la historia del propio estalinismo (que se presentaba como una versión judía, deformada, del comunismo).
En 1968 en Polonia, quince años después de la muerte de Stalin, el Holocausto fue revisado a conveniencia del nacionalismo comunista. Por entonces Wladyslaw Gomulka había vuelto al poder. En febrero de 1956, cuando Jrushchev criticó algunos aspectos del mandato de Stalin, socavó la posición de los líderes comunistas de Europa oriental asociados con el estalinismo, y reforzó la posición de los que se llamaban a sí mismos reformistas. Fue el fin del triunvirato de Berman, Bierut y Mine. Gomułka fue excarcelado y rehabilitado, y tomó el poder en octubre. Para unos polacos, representaba las esperanzas de reforma del comunismo; para otros, la aspiración a un comunismo más nacionalista. Polonia ya había consumado la reconstrucción de la posguerra y la rápida industrialización, y los intentos de mejorar el sistema económico resultaron contraproducentes o políticamente arriesgados. Cuando los intentos de reforma económica fracasaron, el nacionalismo permaneció.[58]
En 1968, el régimen de Gomułka decretó una purga antisionista que recordaba la retórica de los últimos años de Stalin. Veinte años después de caer en desgracia en 1948, Gomułka se vengaba de los comunistas judíos polacos o, más bien, de algunos de sus hijos. Como en la Unión Soviética de 1952 y 1953, la cuestión sucesoria se cernía sobre Polonia. Gomułka llevaba largo tiempo en el poder. Como Stalin, deseaba desacreditar a sus rivales asociándolos con la cuestión judía y, en particular, acusándolos de blandura frente a la supuesta amenaza sionista.
El término sionismo volvió a la prensa comunista polaca tras la victoria israelí en la guerra de los Seis Días de junio de 1967. En la Unión Soviética, la guerra confirmó el estatus de Israel como satélite de Estados Unidos, un enfoque que seguirían los Estados comunistas de Europa Oriental. Pero los polacos a veces apoyaban a Israel («nuestros pequeños judíos», como decía la gente) frente a los árabes, que contaban con el respaldo de la Unión Soviética. Algunos polacos veían a Israel como se veían a sí mismos: como el paria perseguido, representante de la civilización occidental, mal visto por la Unión Soviética. Para ellos, la victoria de Israel sobre los estados árabes encarnaba la fantasía de Polonia derrotando a la Unión Soviética.[59]
La postura oficial del comunismo polaco era muy diferente. Sus líderes identificaban a Israel con la Alemania nazi, y al sionismo con el nacionalsocialismo. A menudo estas opiniones las sustentaban personas que habían vivido la Segunda Guerra Mundial e incluso habían luchado en ella. Pero estas comparaciones grotescas procedían de una cierta lógica política, por entonces común a los líderes comunistas de Polonia y de la Unión Soviética. En la visión comunista del mundo, no fueron los judíos, sino los eslavos (los rusos de la URSS, los polacos de Polonia) las figuras centrales (como víctimas y como vencedores) de la Segunda Guerra Mundial. Los judíos, siempre un enorme problema para la veracidad de esta historia, habían sido asimilados a ella en los años de posguerra, considerados, cuando era necesario, como «ciudadanos soviéticos» en la URSS y como «polacos» en Polonia. En esta última, los comunistas judíos habían hecho todo lo posible por eliminar a los judíos de la historia de la ocupación alemana de Polonia. Una vez realizada esta tarea, en 1956, los comunistas judíos perdieron poder. El comunista no judío Gomułka se encargó de explotar la leyenda de la inocencia étnica polaca.
Este relato de la Segunda Guerra Mundial fue también una postura propagandística durante la Guerra Fría. Los polacos y los rusos, víctimas eslavas de la última guerra alemana, seguían bajo la amenaza de Alemania, que ahora eran la República Federal de Alemania y su patrón, Estados Unidos. En el mundo de la Guerra Fría, esto no parecía del todo descabellado. El canciller de Alemania Occidental en aquella época era un antiguo nazi. Los mapas de Alemania en los libros escolares alemanes incluían los territorios perdidos en favor de Polonia en 1945 (marcados como «bajo administración polaca»). Alemania Occidental nunca había reconocido diplomáticamente a la Polonia de posguerra. En las democracias occidentales, lo mismo que en Alemania Occidental, no se hablaba demasiado de los crímenes de guerra alemanes. Al admitir en la OTAN a Alemania Occidental en 1955, Estados Unidos ignoró en la práctica las atrocidades de su reciente enemigo.
Igual que en los años cincuenta, el antisemitismo estalinista asignaba a Israel un papel maligno en la Guerra Fría. Recogiendo un tema de la prensa soviética de enero de 1953, los periódicos polacos de 1967 afirmaban que Alemania Occidental había transmitido la ideología nazi a Israel. Los humoristas gráficos retrataban al ejército israelí como si fuera la Wehrmacht. De este modo, se suponía, quedaba invertida la reivindicación de Israel de que su existencia estaba sancionada moralmente por la Segunda Guerra Mundial y por el Holocausto: en la versión del comunismo polaco, el capitalismo había llevado al imperialismo, del cual el nacionalsocialismo era un ejemplo. En aquellos momentos, el líder del bando imperialista era Estados Unidos, cuyos instrumentos eran Israel y Alemania Occidental. Israel era una instancia más del imperialismo, sustentadora de un orden mundial que generaba crímenes contra la humanidad, y no un pequeño Estado que reivindicaba una condición histórica de víctima. Los comunistas querían monopolizar para sí mismos esa condición.[60]
Estas comparaciones entre nazis y sionistas empezaron en la Polonia comunista con la guerra de los Seis Días, en junio de 1967, pero la primavera siguiente se trasladaron al interior cuando el régimen polaco reprimió a la oposición. Los estudiantes universitarios polacos, en protesta por la prohibición de una obra teatral, convocaron una marcha pacífica contra el régimen para el 8 de marzo de 1968. El régimen castigó a sus líderes como «sionistas». El año anterior, los judíos de Polonia habían sido calificados de «quinta columna» que apoyaba a los enemigos de Polonia en el extranjero. Ahora, se culpaba a los judíos de los problemas generales de Polonia, clasificados de nuevo, como en la URSS quince años atrás, de «sionistas» y «cosmopolitas». Y como en la Unión Soviética, la contradicción sólo era aparente: los «sionistas», se suponía, favorecían a Israel, y los «cosmopolitas» se sentían atraídos por Estados Unidos, pero ambos eran aliados del imperialismo y enemigos del Estado polaco. Eran marginales y traidores, indiferentes a Polonia y a la forma de ser polaca.[61]
En una ágil maniobra, los comunistas polacos se apoderaron de un antiguo argumento antisemita europeo para sus propios fines. El estereotipo nazi del «judeobolchevismo» —la propia idea de Hitler de que el comunismo era una conspiración judía— estaba bastante extendido en la Polonia de antes de la guerra. La relevancia de judíos polacos en los primeros tiempos del régimen comunista, aunque fruto de circunstancias históricas especiales, había hecho poco por disipar la creencia popular que asociaba judíos y comunismo. Ahora, en la primavera de 15168, los comunistas polacos la usaron al proclamar que el problema del estalinismo era su judaísmo. Si algo había ido mal en la Polonia comunista de las décadas de 1940 y 1950, había sido por culpa de los judíos que ejercieron demasiado poder en el partido y deformaron todo el sistema. Quizá algunos comunistas hubieran hecho daño a los polacos, pero se trataba de comunistas judíos. En consecuencia, el comunismo polaco podía librarse de esa gente, o al menos de sus hijos e hijas. De este modo, el régimen de Gomułka aspiraba a hacer que el comunismo fuera étnicamente polaco.
La solución sólo podía ser una purga de los judíos de la vida pública y de los cargos políticos relevantes. Pero ¿quiénes eran los judíos? En 1968, los estudiantes con apellidos judíos o con padres estalinistas recibieron una atención desproporcionada en la prensa. Las autoridades polacas emplearon el antisemitismo para separar a los estudiantes del resto de la población, organizando grandes concentraciones de trabajadores y soldados. En los pronunciamientos de los líderes del país la clase obrera polaca se convirtió en la clase obrera de etnia polaca. Pero las cosas no eran tan sencillas. El régimen de Gomułka empleaba de buena gana la etiqueta de judío para librarse de las críticas en general. Un judío, según la definición del partido, no siempre era alguien cuyos padres fueran judíos. Una cierta vaguedad respecto al judaísmo caracterizó la campaña: a menudo, un «sionista» era simplemente un intelectual o alguien no favorable al régimen.[62]
La campaña era calculadamente injusta, deliberadamente provocativa y absurda en su vacuidad histórica. Sin embargo, no fue letal. Las fuerzas antisemitas del comunismo judío recordaban al estalinismo tardío, con estereotipos que fueron familiares en la Alemania nazi. No obstante, nunca hubo ningún plan para asesinar judíos. Aunque al menos un suicidio puede relacionarse con la «campaña antisionista» y muchas personas fueron golpeadas por la policía, no hubo asesinatos reales. El régimen efectuó 2591 arrestos, trasladó a unos cientos de estudiantes a guarniciones alejadas de Varsovia y sentenció a prisión a algunos líderes estudiantiles. Unos diecisiete mil ciudadanos polacos (la mayoría, aunque no todos, de origen judío) aceptaron la oferta del régimen de expedirles pasaportes sin retorno y dejaron el país.[63]
Los residentes de Varsovia no podían dejar de notar que los exiliados abandonaban el país desde una estación de ferrocarril cercana a la Umschlagplatz, desde donde los judíos de Varsovia eran deportados por tren a Treblinka sólo veintiséis años atrás. Al menos tres millones de judíos habían vivido en Polonia antes de la Segunda Guerra Mundial. Después de este episodio de antisemitismo comunista, quedaron tal vez treinta mil. Para los comunistas polacos y la gente que les daba crédito, los judíos no fueron víctimas en 1968 ni en ningún momento del pasado cercano sino gente que conspiraba para privar a los polacos de sus legítimas reivindicaciones de inocencia y heroísmo.
El antisemitismo estalinista de Polonia en 1968 cambió las vidas de decenas de miles de personas y acabó con la fe en el marxismo de muchos hombres y mujeres inteligentes en Europa del Este. El marxismo, por supuesto, tenía otros problemas. Por aquella época, el potencial económico del modelo estalinista se había agotado en Polonia, lo mismo que en todo el bloque comunista. La colectivización no ayudaba demasiado a las economías agrarias. La industrialización forzada podía generar un crecimiento rápido hasta cierto punto. Después de una generación, estaba claro más o menos en todas partes que Europa Occidental era más próspera que el mundo comunista, y que la diferencia iba creciendo. Los líderes comunistas polacos, al abrazar el antisemitismo, estaban admitiendo de manera implícita que su sistema no podía mejorar. Alienaron a muchas de las personas que antes podían haber creído en una reforma del comunismo, y ellos mismos no tenían idea de cómo mejorar el sistema. En 1970 Gomułka tuvo que dejar el poder tras intentar subir los precios, y fue reemplazado por un sucesor completamente desprovisto de ideología que buscó la prosperidad del país a base de créditos externos. El fracaso de este esquema condujo a la emergencia del movimiento Solidaridad en 1980.[64]
Mientras los estudiantes polacos caían bajo las porras de la policía en marzo de 1968, los comunistas checoslovacos intentaban reformar el marxismo en Europa del Este. Durante la Primavera de Praga, el régimen comunista permitió un amplio margen de libertad de expresión pública con la esperanza de generar apoyo a la reforma económica. Como era de esperar, los debates tomaron direcciones distintas a las que el régimen había esperado. A pesar de la presión soviética, Aleksandr Dubcek, secretario general del partido checoslovaco, permitió que las reuniones y los debates continuaran. En agosto, las tropas soviéticas (junto con las polacas, las alemanas orientales, las búlgaras y las húngaras) invadieron Checoslovaquia y aplastaron la Primavera de Praga.
La propaganda soviética confirmó que el experimento con el antisemitismo de los líderes polacos no era una desviación. En la prensa soviética, se prestaba mucha atención a los orígenes judíos, reales o imaginarios, de los reformadores comunistas checoslovacos. En Polonia, en las décadas de 1970 y 1980, la policía secreta se esmeraba en subrayar los orígenes judíos de algunos miembros de la oposición. Cuando Mijaíl Gorbachov subió al poder en 1985 como reformador de la Unión Soviética, los que se oponían a sus reformas intentaron explotar el antisemitismo ruso en defensa del antiguo sistema.[65]
El estalinismo había desplazado a los judíos europeos de Europa del Este de su posición histórica como víctimas de los alemanes y los había insertado en una fábula de conspiración contra el comunismo. De ahí a presentarlos como parte de una conspiración intrínsecamente judía solo había un paso. Y, de este modo, la vacilación comunista para presentar y definir el mayor crimen de Hitler tendía, al paso de los años, a confirmar un aspecto de la visión del mundo de éste.
El antisemitismo estalinista en Moscú, Praga y Varsovia mató sólo a un puñado de personas, pero mistificó el pasado europeo. El Holocausto complicaba el relato estalinista del sufrimiento de los ciudadanos soviéticos como tales y restaba crédito a la versión de que los rusos y eslavos habían sido las mayores víctimas. Los comunistas y sus leales seguidores eslavos (y otros) tenían que ser vistos como víctimas y también vencedores de la Segunda Guerra Mundial. El esquema de la inocencia eslava y las agresiones occidentales debía aplicarse también a la Guerra Fría, incluso aunque eso significara que los judíos, asociados con Israel y Estados Unidos en el bando imperialista occidental, aparecieran como los agresores de la historia.
Mientras los comunistas gobernaran en gran parte de Europa, el Holocausto nunca sería reconocido como lo que fue. Precisamente porque muchos millones de europeos del Este no judíos habían muerto en los campos de batalla, en los Dulag y los Stalag, en ciudades sitiadas y en represalias en los pueblos y el campo, la insistencia comunista sobre el sufrimiento no judío tenía un fundamento histórico. Los líderes comunistas, desde Stalin hasta el último de ellos, podían decir con razón que poca gente en Occidente apreciaba el papel del Ejército Rojo en la derrota de la Wehrmacht ni el sufrimiento que los pueblos de Europa del Este soportaron bajo la ocupación alemana. Sólo hizo falta una modificación, diluir el Holocausto en un relato general de los sufrimientos, para dejar fuera algo que había sido central en Europa del Este, la civilización judía. Durante la Guerra Fría, la respuesta natural de Occidente era poner de relieve el enorme sufrimiento que el estalinismo había infligido a los ciudadanos de la Unión Soviética. Esto también era verdad; pero, como en el relato soviético, no era la única verdad ni toda la verdad. En esta competición por la memoria, el Holocausto, las otras políticas alemanas de asesinato en masa y las masacres estalinistas se convirtieron en tres historias diferentes, aunque compartieran tiempo y espacio en la realidad histórica.
Como la vasta mayoría de los asesinatos en masa de civiles por parte de los regímenes nazi y soviético, el Holocausto tuvo lugar en las Tierras de sangre. Después de la guerra, los territorios tradicionales de los judíos europeos quedaron dentro del mundo comunista, lo mismo que las factorías de la muerte y los campos de exterminio. Al introducir un nuevo tipo de antisemitismo en el mundo, Stalin restó importancia al Holocausto. Cuando la memoria colectiva internacional emergió en las décadas de 1970 y 1980, se apoyaba en la memoria de judíos alemanes y europeos occidentales, grupos reducidos de víctimas, y en Auschwitz, donde murió sólo uno de cada seis judíos del total de víctimas. Los historiadores y los organizadores de actos conmemorativos de Europa Occidental tendían a corregir la distorsión estalinista equivocándose en la dirección opuesta, olvidando rápidamente los casi cinco millones de judíos muertos al este de Auschwitz y los casi cinco millones de no judíos asesinados por los nazis. Privado de sus rasgos distintivos judíos en el Este, y despojado de su geografía en Occidente, el Holocausto nunca llegó a convertirse por completo en parte de la historia europea, incluso aunque los europeos y muchos otros estaban de acuerdo en que todos debían recordarlo.
El imperio de Stalin cubrió al de Hitler. El telón de acero cayó entre Occidente y Oriente y entre los supervivientes y los muertos. Ahora que ha desaparecido, podemos conocer, si lo deseamos, la historia de Europa entre Hitler y Stalin.