Capítulo 2

TERROR DE CLASES

La segunda revolución de Stalin en la Unión Soviética, con la colectivización y la hambruna consiguiente, quedó en segundo plano al subir Hitler al poder en Alemania. Muchos europeos, angustiados por la nazificación de Alemania, miraron con esperanza a Moscú como posible aliado. Gareth Jones fue uno de los pocos que pudo observar los dos sistemas a principios de 1933, cuando tanto Hitler como Stalin se consolidaban en el poder. El 25 de febrero de 1933, voló con Adolf Hitler de Berlín a Frankfurt y se convirtió en el primer periodista que viajaba por aire con el nuevo canciller alemán. «Si este avión se estrellara —escribió—, toda la historia de Europa cambiaría». Jones había leído Mein Kampf y vislumbraba las ambiciones de Hitler: el dominio de Alemania, la colonización de Europa oriental, la eliminación de los judíos. Hitler, que ya era canciller, había disuelto el Reichstag y estaba en medio de una campaña electoral orientada a conseguir un mandato más amplio para sí mismo y una mayor presencia de su partido en el parlamento alemán. Jones contempló la reacción de los alemanes ante su nuevo canciller, primero en Berlín y después en un mitin en Frankfurt; percibió «una pura adoración primitiva».[1]

Jones se dirigió a Moscú, en lo que él mismo definió como el viaje desde «una tierra donde acababa de empezar la dictadura» hasta «la dictadura de la clase obrera». El periodista veía una importante diferencia entre ambos regímenes. El ascenso de Hitler significaba el inicio de un nuevo poder en Alemania. Stalin estaba por entonces asegurándose el dominio de un estado unipartidista, con un poderoso aparato policial capaz de ejercer una violencia masiva y coordinada. Su política de colectivización había requerido la muerte por las armas de decenas de miles de ciudadanos y la deportación de cientos de miles de ellos, y había llevado a millones al borde de la muerte por inanición, como Jones vio y relató. Más avanzada la década de 1930, Stalin ordenaría pasar por las armas a cientos de miles de ciudadanos soviéticos más, en campañas organizadas por clases sociales y por nacionalidades étnicas. Todo esto quedaba fuera de las posibilidades —y probablemente de las intenciones— de Hitler.[2]

A algunos de los alemanes y otros europeos que apoyaron a Hitler y su empresa, la crueldad de la política soviética les parecía un argumento a favor del nacionalsocialismo. En sus apasionados discursos de la campaña electoral, Hitler retrataba a los comunistas y al Estado soviético como los grandes enemigos de Alemania y de Europa. Durante la primera crisis de su recién estrenado mandato, explotó el miedo al comunismo para obtener más poder para sí mismo y para su gabinete. El 27 de febrero de 1933, dos días después de que Hitler y Jones aterrizaran en Frankfurt, un holandés, en solitario, prendió fuego al edificio del Parlamento alemán. Aunque el pirómano fue sorprendido en el acto y confesó, Hitler aprovechó de inmediato la ocasión para demonizar a la oposición. En una exhibición teatral de ira, gritó que «todo el que se interponga en nuestro camino será destrozado». Hitler acusó del incendio del Reichstag a los comunistas alemanes, quienes, afirmó, estaban preparando nuevos ataques terroristas.[3]

Para Hitler, el incendio del Reichstag no pudo ser más oportuno. Como jefe del gobierno pudo actuar contra sus oponentes políticos; como candidato a las elecciones, utilizó el miedo en su provecho. El 28 de febrero de 1933, un decreto suspendía los derechos de los ciudadanos alemanes y permitía su «detención preventiva». En una atmósfera de inseguridad, los nazis obtuvieron un triunfo decisivo en las elecciones del 5 de marzo, con un 43,9 por ciento de los votos y 288 escaños en el Reichstag. En las semanas y meses que siguieron, Hitler se valió de la policía alemana y de los paramilitares nazis para aplastar a los dos partidos a los que agrupaba con la etiqueta de «marxistas»: los comunistas y los socialdemócratas. El 20 de marzo, Heinrich Himmler, estrecho colaborador de Hitler, estableció en Dachau el primer campo de concentración nazi. Las SS de Himmler, un cuerpo paramilitar convertido en guardia personal de Hitler, proporcionaron el personal. Aunque los campos de concentración no eran una institución novedosa, las SS de Himmler los emplearían para la intimidación y el terror. Como les dijo un oficial SS a los guardianes de Dachau: «Si algún camarada no soporta la sangre, tendrá que renunciar. Cuantos más malnacidos mueran, a menos tendremos que alimentar».[4]

Tras su victoria electoral, el canciller Hitler se convirtió rápidamente en el dictador Hitler. El 23 de marzo de 1933, con los primeros prisioneros ya en Dachau, el nuevo parlamento aprobó una ley de habilitación que permitía a Hitler gobernar por decreto en Alemania sin contar con el presidente ni con el Parlamento. Esta ley sería renovada y permanecería en vigor mientras Hitler viviera. Gareth Jones regresó a Berlín procedente de la Unión Soviética el 29 de marzo de 1933, un mes después de hacer el trayecto inverso, y dio una conferencia de prensa sobre el hambre en la Ucrania soviética. En la capital alemana, la peor hambruna de la historia parecía una noticia menor comparada con el establecimiento de una nueva dictadura. En realidad, el sufrimiento en la Unión Soviética ya se había convertido, durante la ausencia de Jones, en un elemento de la ascensión de Hitler al poder.[5]

Hitler había utilizado la hambruna ucraniana en su campaña electoral, convirtiendo el suceso en un asunto de furiosa política ideológica aún antes de que quedara establecido como un hecho histórico. Cuando atacaba con ira a los «marxistas», Hitler empleaba el hambre en Ucrania como acusación contra la aplicación del marxismo en la práctica. Ante una concentración en el Sportpalast de Berlín, el 2 de marzo de 1933, Hitler proclamó que «millones de personas se mueren de hambre en un lugar que podría ser el granero del mundo». Con una sola palabra, marxista, Hitler vinculaba las muertes masivas en la Unión Soviética con los socialdemócratas alemanes, que eran el baluarte de la República de Weimar. Para la mayoría, era más fácil aceptar (o rechazar) esta perspectiva como un todo que separar la verdad de la falsedad. Para quienes no estaban familiarizados con la política soviética, es decir, para casi todos, aceptar la valoración que hizo Hitler de la hambruna significaba un paso adelante hacia la aceptación de su condena de la política de izquierdas, una condena que, en su retórica, se mezclaba con el rechazo de la democracia como tal.[6]

Las propias políticas de Stalin facilitaron a Hitler la elaboración de sus argumentos, porque ambos poseían una visión binaria del mundo político. Stalin, concentrado en la colectivización y el hambre, realizó sin pensarlo gran parte del trabajo ideológico que ayudó a Hitler a llegar al poder. Cuando Stalin empezó a colectivizar la agricultura en la Unión Soviética, la Internacional Comunista dio instrucciones a los partidos comunistas hermanos de que siguieran la línea de «clase contra clase». Los comunistas debían mantener su pureza ideológica y evitar alianzas con los socialdemócratas. Sólo los comunistas tenían un papel legítimo en el progreso humano, y los otros que decían hablar en nombre de los oprimidos eran estafadores y «socialfascistas». Había que agruparlos con los partidos de la derecha, entre los que incluían a los nazis. En Alemania, los comunistas debían considerar como sus peores enemigos a los socialdemócratas y no a los nazis.

En la segunda mitad de 1932 y los primeros meses de 1933, durante su larga gestación de la catástrofe, a Stalin le habría sido difícil abandonar la línea internacional de «clase contra clase». La lucha de clases contra los kulak era al fin y al cabo la explicación oficial de los terribles sufrimientos y las muertes en masa dentro de la Unión Soviética. En la política interior alemana, esta línea impidió a la izquierda del país unirse en contra de Hitler. Además, los meses cruciales de la hambruna fueron también críticos para el futuro de Alemania. La insistencia de los comunistas alemanes en la necesidad de una revolución de clases inmediata sirvió para que los nazis ganaran votos de las clases medias. También provocó que los empleados y los trabajadores autónomos prefirieran votar nazi antes que socialdemócrata. Aún así, los comunistas y los socialdemócratas juntos tenían más apoyo popular que los nazis; pero la línea de Stalin impidió que pudieran trabajar juntos. En todos estos aspectos, la postura inflexible de Stalin en política exterior durante la colectivización y el hambre en la Unión Soviética ayudó a Hitler a ganar las elecciones de julio de 1932 y de marzo de 1933.[7]


Mientras que las verdaderas consecuencias de las políticas económicas de Stalin fueron ocultadas a la prensa extranjera, Hitler llamaba adre de la atención hacia sus políticas de redistribución, que figuraron entre las primeras medidas que tomó como dictador. En el mismo periodo en que la hambruna llegaba a su punto culminante en la Unión Soviética, el estado alemán empezó a robar a sus ciudadanos judíos. Después de la victoria electoral del 5 de marzo de 1933, los nazis organizaron un boicot económico a los negocios judíos en Alemania. Al igual que la colectivización, los boicots mostraban qué sector de la sociedad perdería más con las futuras transformaciones sociales y económicas: no los campesinos, como en la URSS, sino los judíos. Los boicots, aunque dirigidos cuidadosamente por los líderes y los paramilitares nazis, se presentaban como resultado de la «ira espontánea» del pueblo ante la explotación judía.[8]

En este aspecto, las políticas de Hitler se parecían a las de Stalin. El líder soviético presentaba el desarraigo del campo soviético y la supresión de los kulaks como el resultado de una auténtica lucha de clases. La conclusión política fue la misma en Berlín que en Moscú: el Estado debía intervenir para garantizar que la necesaria redistribución fuera relativamente pacífica. Mientras que en 1933 Stalin había adquirido la autoridad y el poder de coerción para forzar la colectivización a escala masiva, Hitler tuvo que moverse mucho más despacio. El boicot tuvo un efecto limitado, y su consecuencia principal fue la emigración de unos 37 000 judíos alemanes en 1933. Hasta cinco años después no se produciría la transferencia de propiedades de los judíos a los alemanes no judíos, que los nazis llamaron «arianización».[9]

La Unión Soviética partió de una situación de aislamiento internacional y, con la ayuda de muchos simpatizantes extranjeros, consiguió controlar su imagen con cierto éxito. Muchos concedían a Stalin el beneficio de la duda, incluso cuando sus políticas cambiaron de los disparos a la deportación y el hambre. Hitler, por su parte, tuvo que contar con una opinión internacional entre la que había voces críticas y ataques. La Alemania de 1933 estaba llena de periodistas internacionales y otros viajeros, y Hitler necesitaba paz y comercio durante los años venideros. De modo que, aunque dio por terminado el boicot, utilizó los comentarios negativos de la prensa extranjera para fundamentar las razones de las políticas más radicales que preparaba. Los nazis insistían en que los periódicos europeos y norteamericanos estaban controlados por los judíos, y que cualquier crítica extranjera formaba parte de la conspiración judía internacional contra el pueblo alemán.[10]

A sí pues, un legado importante de los boicots de la primavera de 1933 fue de orden retórico. Hitler introdujo un argumento que ya nunca dejaría de usar, incluso mucho después, cuando sus ejércitos habían conquistado gran parte de Europa y sus instituciones estaban asesinando a millones de judíos: hicieran lo que hicieran Alemania y los alemanes, la razón era que se estaban defendiendo del judaísmo internacional. Los judíos siempre eran los agresores; los alemanes, las víctimas.


Al principio, el anticomunismo de Hitler fue más útil en política interior que su antisemitismo. Para controlar el Estado alemán tenía que deshacerse de comunistas y socialdemócratas. En el curso de 1933, unos doscientos mil alemanes fueron encarcelados, la mayoría de ellos hombres considerados opositores de izquierdas. El terror de Hitler en 1933 tenía por objeto la intimidación antes qué la eliminación: la mayoría de estas personas fueron liberadas después de pasar breves periodos bajo lo que los nazis llamaban eufemísticamente «custodia preventiva». Al partido comunista se le impidió ocupar los ochenta y un escaños que había ganado en las elecciones; pronto, todas sus propiedades fueron requisadas por el estado. En julio de 1933, en Alemania era ilegal pertenecer a cualquier partido político que no fuera el nazi. En noviembre, los nazis escenificaron unas elecciones parlamentarias en las que sólo sus candidatos podían participar y ganar. Hitler había convertido rápidamente Alemania en un estado unipartidista, y ciertamente no el estado unipartidista que Stalin hubiera esperado. El partido comunista alemán, que fue durante años el más importante en el exterior de la Unión Soviética, quedó disuelto en cuestión de pocos meses. Su derrota fue un serio golpe para el prestigio del movimiento comunista internacional.[11]

Al principio, Stalin parecía confiar en que las relaciones especiales germano-soviéticas podrían preservarse a pesar de la llegada de Hitler al poder. Desde 1922, los dos Estados habían mantenido acuerdos de colaboración militar y económica, en el entendimiento tácito de que ambos estaban interesados en la remodelación de Europa del Este a expensas de Polonia. El acuerdo de Rapallo de 1922 fue confirmado por el pacto de neutralidad expresado en el Tratado de Berlín, firmado en 1926 y prorrogado por cinco años más en 1931. La señal más clara de las buenas relaciones y los propósitos comunes eran las maniobras militares alemanas en suelo soviético. Pero éstas llegaron a su fin en 1933. En enero de 1934, la Alemania nazi firmó con Polonia una declaración de no agresión. Este movimiento sorpresa parecía marcar una reorientación de base en la política exterior germana. Daba la impresión de que Varsovia había reemplazado a Moscú como socio preferente en el Este. ¿Combatirían juntos alemanes y polacos contra la Unión Soviética?[12]

La nueva relación de Alemania con Polonia probablemente le importó a Stalin más que la opresión de los comunistas alemanes. El propio Stalin siempre dirigía la política exterior sobre dos planos, el diplomático y el ideológico, uno orientado a los Estados y el otro a las sociedades, incluida la suya. En el primero de los planos tenía al comisario para asuntos exteriores, Maxim Litvinov; en el segundo, a la Internacional Comunista. Probablemente suponía que el enfoque de Hitler era muy parecido y, por lo tanto, que su abierto anticomunismo no impediría las buenas relaciones entre Berlín y Moscú. Pero el acerca miento a Polonia añadía lo que parecía diplomacia antisoviética a la ideología anticomunista. Como Stalin había sospechado correctamente, Hitler intentaba reclutar a Polonia como aliado de menor entidad en una cruzada contra la Unión Soviética. Mientras se desarrollaban las negociaciones germano-polacas a finales de 1933, a los líderes soviéticos les preocupaba con razón que los alemanes estuvieran intentando obtener territorios polacos en el oeste a cambio de la promesa de que Polonia podría más tarde anexionarse territorios de la Ucrania soviética. Polonia, sin embargo, nunca mostró interés en las proposiciones alemanas de extender el acuerdo en ese sentido. La declaración germano-polaca no incluyó, de hecho, ningún protocolo secreto de cooperación militar contra la URSS, a pesar de lo que proclamaban la inteligencia y la propaganda soviéticas. Aún así, Hitler tenía intenciones de utilizar la declaración germano-polaca como principio de un acercamiento a Varsovia que culminaría en una alianza militar contra la URSS. En 1934 se preguntaba en voz alta qué incentivos serían necesarios.[13]


En enero de 1934, la Unión Soviética parecía encontrarse en una posición desastrosa. Su política interior había hecho morir de hambre a millones de ciudadanos; su política exterior había ayudado a llevar al poder a un peligroso dictador anticomunista, Hitler, quien había firmado la paz con el anterior enemigo común de alemanes y soviéticos, Polonia.

Stalin tomó la vía de escape retórica e ideológica. En el congreso del partido comunista soviético de enero-febrero de 1934, conocido como «El congreso de los vencedores», Stalin proclamó que se había completado una segunda revolución dentro de la Unión Soviética. Las hambrunas, la experiencia más inolvidable de los pueblos soviéticos, no fueron mencionadas; se difuminaron dentro de un relato general de cómo Stalin y su séquito de leales habían superado la resistencia de los enemigos para hacer realidad el Plan Quinquenal. Lázar Kaganóvich saludó a su señor, Stalin, como el creador de «la mayor revolución que la historia de la humanidad haya conocido jamás». El triunfo de Hitler, pese a las apariencias, era una señal de la cercana victoria del sistema comunista en el mundo. La brutalidad de los nazis revelaba que el capitalismo se hundiría pronto bajo sus propias contradicciones y que la revolución europea estaba a la vuelta de la esquina.[14]

Esta interpretación sólo tenía sentido para los revolucionarios convencidos, los comunistas ya ligados a su líder por la fe y por el miedo. Hacía falta una mentalidad especial para creer sinceramente que las cosas serían mejores cuanto peor fuera su aspecto. A tales razonamientos los llamaban «dialéctica», pero en este caso la palabra, a pesar de su ilustre origen desde los griegos a través de Hegel y Marx, significaba poco más que la capacidad psicológica de adaptar las propias percepciones a las cambiantes expresiones de la voluntad de Stalin.[15]

Por su parte, Stalin sabía que la retórica no bastaba. Incluso mientras proclamaba que la revolución de Hitler era una señal de la próxima victoria socialista, se apresuró a cambiar su política interior. No siguió vengándose año tras año de los campesinos ucranianos. Los campesinos tendrían que vivir, asustados e intimidados, pero produciendo los alimentos que necesitaba el Estado soviético. La política soviética permitía ahora que cada campesino cultivara una pequeña parcela, equivalente a un huerto particular, para su propio consumo. Los cupos de requisa y los objetivos de exportación detuvieron su escalada irracional. El hambre en la Unión Soviética llegó a su fin en 1934.[16]

El ascenso de Hitler fue una oportunidad para presentar a la Unión Soviética como la defensora de la civilización europea, y Stalin la aprovechó más de un año después, en junio de 1934. Según la nueva línea de la Internacional Comunista, difundida por entonces, la política ya no era una cuestión de «clase contra clase». Ahora, la Unión Soviética y los partidos comunistas de todo el mundo se unirían en una alianza de «antifascistas». Mejor que enzarzarse en una lucha inflexible de clases, los comunistas rescatarían a la civilización de la marea ascendente del fascismo. El fascismo, término popularizado por Mussolini en Italia, era interpretado por los soviéticos como una corrupción del capitalismo tardío. Aunque la expansión del fascismo auguraba el final del viejo orden capitalista, su odio maligno hacia la Unión Soviética —continuaba el razonamiento estalinista— justificaba los compromisos de soviéticos y comunistas con otras fuerzas capitalistas (en defensa de la Unión Soviética). Los comunistas europeos debían redefinirse como «antifascistas» y cooperar con los socialdemócratas y otros partidos de la izquierda. Se esperaba de los comunistas de Europa que formaran “frentes populares”, alianzas con los socialdemócratas y demás partidos de izquierdas para conseguir ganar en las elecciones. Por el momento, los comunistas trabajarían dentro de las democracias y no en pos de su destrucción.[17]

Desde luego, estas consignas llegaban demasiado tarde para los comunistas y socialdemócratas alemanes. Pero en la Europa occidental y del sur, las personas preocupadas por la expansión de Hitler y del fascismo celebraron el nuevo enfoque soviético. Al presentar a la Unión Soviética como la patria del «antifascismo», Stalin buscaba detentar el monopolio del bien. Sin duda, la gente razonable estaría del lado de los antifascistas y no de los fascistas. La conclusión era que cualquiera que estuviera en contra de la Unión Soviética probablemente sería un fascista, o por lo menos un simpatizante del fascismo. Durante el periodo del Frente Popular; de junio de 1934 a agosto de 1939, unos tres cuartos de millón de ciudadanos soviéticos serían fusilados por orden de Stalin, y una cantidad mayor deportados al Gulag. La mayor parte de las víctimas eran campesinos y obreros, la gente a la que se suponía que el sistema social soviético debía servir. El resto, en general, eran miembros de minorías étnicas. Igual que el ascenso de Hitler al poder había dejado en segundo plano el hambre soviética de 1933, la actual respuesta de Stalin distraería la atención del Gran Terror.[18]

El Frente Popular gozó de grandes posibilidades de éxito en las democracias occidentales europeas más distantes de la Unión Soviética, Francia y España. El mayor triunfo se produjo en París, donde un gobierno del Frente Popular llegó al poder en mayo de 1936. Los partidos de izquierda (incluidos los radicales de Herriot) ganaron las elecciones y el socialista Léon Blum se convirtió en primer ministro. Los comunistas franceses, parte de la coalición electoral victoriosa, no se sumaron formalmente al gobierno, pero aseguraron la mayoría parlamentaria e influyeron en la política. De este modo obtuvieron votos para las reformas, aunque lo que más les importaba a los comunistas era garantizar que la política exterior francesa fuera amistosa con la Unión Soviética. En París, el Frente Popular fue considerado un triunfo de la izquierda tradicional francesa; pero muchos, entre ellos los refugiados políticos de la Alemania nazi, lo vieron como un éxito de los soviéticos, e incluso como la confirmación de que estos apoyaban la democracia y la libertad. La presencia del Frente Popular en Francia hizo mucho más difícil que algunos de los intelectuales europeos más destacados criticaran a la Unión Soviética.[19]

En España, una coalición de partidos formó también un Frente Popular que ganó las elecciones de febrero de 1936. Los acontecimientos dieron un giro inesperado: en julio, oficiales del ejército apoyados por grupos de extrema derecha intentaron un golpe de estado para derrocar al gobierno electo. El gobierno resistió, y empezó la guerra civil española. Aunque para los españoles se trataba de una guerra interna, las ideologías confrontadas de la era del Frente Popular tomaron partido. La Unión Soviética empezó a suministrar armas a la acuciada República española en octubre de 1936, mientras que la Alemania nazi y la Italia fascista apoyaron a las fuerzas derechistas dirigidas por el general Francisco Franco. La guerra civil española estrechó las relaciones entre Berlín y Roma y centró la atención de la política soviética en Europa. Durante meses, España estuvo a diario en primera plana de los periódicos soviéticos más importantes.[20]

España se convirtió en una llamada a las armas para los socialistas europeos, que acudieron a combatir al lado de la República en peligro y muchos de los cuales daban por supuesto que la Unión Soviética estaba con la democracia. Uno de los socialistas europeos más perspicaces, George Orwell, se sintió desalentado al ver la lucha de los estalinistas por dominar la izquierda española dentro del Frente Popular. Desde su punto de vista, los soviéticos habían exportado sus prácticas políticas junto con sus armas. La ayuda de Stalin a la República española tenía un precio: el derecho a emprender luchas de facciones dentro del territorio español. El mayor rival de Stalin, Trotski, aún vivía, si bien en el lejano exilio mexicano, y muchos de los españoles defensores de la República se sentían más próximos a la persona de Trotski que a la Unión Soviética de Stalin. Pronto, la propaganda soviética pintaba a los trotskistas españoles como fascistas, y se envió a España a agentes del NKVD para matarlos por su «traición».[21]


Los enemigos del Frente Popular lo presentaban como una conspiración de la Internacional Comunista para dominar el mundo. El Frente Popular proporcionó a Japón y a Alemania un pretexto adecuado para consolidar sus relaciones. El 25 de noviembre de 1936, Alemania y Japón firmaron el Pacto Anticomintern, que obligaba a los dos Estados a consultarse mutuamente en caso de ataque. El acuerdo de mayo de 1936 entre los servicios de información alemán y japonés permitió el intercambio de inteligencia sobre la Unión Soviética e incluyó un plan para que ambos países utilizaran contra ella los movimientos nacionalistas de los territorios fronterizos de la URSS.[22]

Desde la perspectiva soviética, la amenaza japonesa era más inmediata que la alemana. Durante la primera mitad de 1937, Alemania parecía ser un peligro añadido al de Japón y no a la inversa. La política japonesa estaba dominada por dos expectativas contrapuestas de expansión imperial, una hacia el sur y otra hacia el norte. Una importan te camarilla del ejército japonés veía en los recursos de Siberia la llave para el futuro desarrollo económico del país. Manchukuo, el satélite de Japón en Manchuria, tenía una larga frontera con la Siberia soviética, y siempre había sido vista como una plataforma de lanzamiento para una invasión. Los japoneses jugaban con la idea de establecer un estado títere ucraniano en el territorio soviético de Siberia oriental, a partir del millón de ucranianos que vivían allí como deportados o colonos. Tokio pensaba que los ucranianos deportados al Gulag segura mente se opondrían al poder soviético si tuvieran asegurado el respaldo exterior. Los espías polacos que estaban al corriente de la idea la llamaban “Manchukuo número dos”.[23]

Los japoneses tenían ciertamente un interés a largo plazo en Siberia. Una academia especial japonesa de Manchukuo, en la ciudad de Harbin, ya había preparado una primera generación de jóvenes imperialistas que hablaban ruso, como Chiune Sugihara. Éste fue uno de los negociadores de un acuerdo por el cual los soviéticos, en 1935, vendieron a los japoneses sus derechos sobre el ferrocarril de Manchuria. Sugihara, además, estaba a cargo de la oficina de asuntos exteriores de Manchukuo. Convertido a la religión ortodoxa y casado con una mujer rusa, Sugihara se hacía llamar Sergei y pasaba la mayor parte del tiempo en el barrio ruso de Harbin, donde había hecho amistad con exiliados rusos a los que reclutaba para misiones de espionaje en la Unión Soviética. El drama del duelo soviético-japones en el Extremo Oriente atrajo la atención de Gareth Jones, quien viajó a Manchuria ese mismo año. El galés, con su instinto infalible para la noticia, acertaba al ver en esa región el escenario principal del conflicto global entre «fascismo» y «antifascismo». Pero Jones, en circunstancias algo misteriosas, fue secuestrado y asesinado por unos bandidos.[24]

Stalin debía preocuparse no sólo de un ataque japonés directo contra la Siberia soviética, sino también de la consolidación de un imperio japonés en Extremo Oriente. Manchukuo era una colonia japonesa arrebatada al territorio chino; quizá planearan crear otras. China tenía la frontera más extensa con la Unión Soviética y una política inestable. El gobierno nacionalista chino llevaba la delantera en la guerra civil que mantenía contra el partido comunista chino. En la Larga Marcha, las tropas comunistas chinas lideradas por Mao Zedong se habían visto obligadas a retirarse al norte y al oeste del país. Sin embargo, ninguno de los dos bandos parecía capaz de conseguir nada parecido a un monopolio de la fuerza en China. Incluso en las regiones que controlaban, los nacionalistas dependían de señores de la guerra locales. Y, lo que quizá era más importante para Stalin, los nacionalistas y los comunistas eran incapaces de unirse para frenar el avance japonés.

La política exterior soviética debía buscar el equilibrio entre el apoyo a los partidos hermanos (menos importante) y la seguridad del estado soviético (más importante). Aunque, en principio, la Internacional Comunista apoyaba a los comunistas chinos, Stalin dio armas y fondos al gobierno nacionalista con la esperanza de pacificar la frontera. En la provincia china de mayoría musulmana de Xinjiang, que tenía una extensa frontera con el Kazajistán soviético, Stalin adoptó también una postura ajena a la ideología. Apoyó al señor de la guerra local, Sheng Shicai, y envió ingenieros y mineros para explotar los recursos naturales y hombres del NKVD para garantizar la seguridad.[25]

En conjunto, el acercamiento germano-japonés puede verse como la consumación de un cerco al territorio de la Unión Soviética por par te de Japón, Alemania y Polonia. Estos eran los tres vecinos más importantes de la Unión Soviética; también eran tres Estados que la habían derrotado (a la URSS o al Imperio Ruso) en guerras libradas en vida de Stalin. Aunque Alemania perdió la Primera Guerra Mundial, sus tropas vencieron al ejército ruso en el frente oriental en 1917. Japón humilló al ejército y a la marina rusos en la guerra ruso-japonesa de 1904-1905. Polonia había derrotado al Ejército Rojo en fecha tan reciente como 1920. Y en aquellos momentos, después de los tratados germano-polaco y germano-japonés, las tres potencias parecían haberse aliado contra la Unión Soviética. Si el Pacto Anticomintern y la declaración de no agresión germano-polaca hubieran incluido realmente protocolos secretos relativos a una guerra contra la Unión Soviética, Stalin hubiera estado en lo cierto en cuanto al cerco. Pero en realidad no fue así, y una alianza ofensiva entre Tokio, Varsovia y Berlín era altamente improbable, si no imposible. Aunque las relaciones de Polonia con Japón eran buenas, Varsovia no quería dar ningún paso que pudiera interpretarse como hostil a la Unión Soviética. Polonia declinó la invitación alemana de unirse al Pacto Anticomintern.[26]


Parte del talento político de Stalin residía en su habilidad para asociar las amenazas exteriores con los fallos de su política interior, como si ambas cosas fueran la misma y él no fuera responsable de ninguna. Esto lo eximía de los fracasos políticos y le permitía definir a los que consideraba enemigos interiores como agentes de potencias extranjeras. En fecha tan temprana como 1930, cuando los problemas de la colectivización se hicieron evidentes, Stalin ya hablaba de conspiraciones internacionales con la participación de partidarios de Trotski y di versas potencias extranjeras. Era obvio, proclamó Stalin, que «mientras exista el cerco capitalista seguirá habiendo derrotistas, espías, saboteadores y asesinos entre nosotros». Cualquier problema de la política soviética era culpa de estados reacciónarios que querían ralentizar el curso de la historia. Todos los fallos aparentes del Plan Quinquenal procedían de una intervención extranjera: en consecuencia, las peores penalidades eran obra de traidores y la culpa siempre estaba en Varsovia, Tokio, Berlín, Londres o París.[27]

En aquellos años, el estalinismo contenía, por lo tanto, una especie de doble bluf. El éxito del Frente Popular dependía de una información sobre los avances del socialismo que era, en gran medida, pura propaganda. Por otra parte, la explicación del hambre y la miseria en casa residía en la subversión extranjera, una idea que, en esencia, carecía de fundamento. Stalin a la cabeza del aparato del partido soviético y de la Internacional Comunista, utilizaba ambas mentiras de forma simultánea, pero sabía bien cómo podrían volverse ciertas: con una intervención militar extranjera de un Estado lo bastante hábil para alistar a ciudadanos soviéticos que hubieran sufrido sus políticas. El poder de la combinación de guerra extranjera y oposición interna era, después de todo la primera lección de la historia de los soviets. El mismo Lenin había sido el arma secreta de Alemania en la Primera Guerra Mundial; la propia revolución bolchevique fue un efecto colateral de la política exterior alemana de 1917. Veinte años después, Stalin hubo de temer que sus oponentes dentro de la Unión Soviética utilizaran la inminencia de una guerra para derrocar su régimen. Trotski estaba en el exilio, igual que lo había estado Lenin en 1917. Durante una guerra, Trotski podía regresar y reunir a sus seguidores, como había hecho Lenin veinte años antes.[28]

En 1937 Stalin no tenía ninguna oposición política relevante dentro del partido comunista soviético; pero, al parecer, esto sólo le llevó a creer que sus enemigos habían aprendido a mantenerse invisibles. Igual que había hecho en el apogeo de la hambruna, aquel año sostuvo que los enemigos más peligrosos del Estado fingían ser inofensivos y leales. Todos los enemigos, incluso los invisibles, debían ser desenmascarados y erradicados. El 7 de noviembre de 1937, vigésimo aniversario de la revolución bolchevique (y el quinto del suicidio de su esposa), Stalin hizo un brindis: «Destruiremos sin piedad a todo aquel que, por sus hechos o por sus pensamientos —sí, ¡sus pensamientos!— amenace la unidad del estado socialista. ¡Por la completa destrucción de todos los enemigos, de ellos y de su estirpe!»[29]

A diferencia de Hitler, Stalin tenía a su disposición la herramienta para llevar a cabo semejante política: la policía estatal, antes conocida como Chelea y OGPU, y que por entonces se llamaba NKVD. La policía estatal soviética había surgido durante la revolución bolchevique, cuando era llamada Chelea. Su misión al principio había sido más política que legal: la eliminación de opositores a la revolución. Una vez establecida la Unión Soviética, la Chelea (OGPU, NKVD) se convirtió en una nutrida fuerza de policía estatal encargada de la defensa de la ley. En situaciones consideradas de excepción, como la colectivización de 1930, se suspendían los procedimientos legales y los agentes del OGPU (a la cabeza de troikas) actuaban en la práctica como jueces, jurados y ejecutores. Ello suponía un retorno a la tradición revolucionaria de la Cheka, y se justificaba por la existencia de una situación igualmente revolucionaria, ya fuera de avance hacia el socialismo o de amenaza para el mismo. Con el fin de estar en condiciones de aplastar a los que había elegido como enemigos en la segunda mitad de los años treinta, Stalin necesitaría que el NKVD reconociera que se estaba produciendo alguna suerte de crisis que requiriera ese tipo de medidas especiales.[30]

Un dramático asesinato le dio a Stalin la oportunidad de afianzar su poder sobre el NKVD. En diciembre de 1934 uno de los camaradas más cercanos a Stalin, Sergéi Kírov, fue asesinado en Leningrado. Stalin explotó el asesinato de Kírov de forma similar a como Hitler había usado el incendio del Reichstag el año anterior. Acusó del crimen a los opositores políticos internos y afirmó que estaban planeando otros ataques terroristas contra líderes soviéticos. Aunque el asesino, Leonid Nikolaev, fue arrestado el mismo día del atentado, Stalin no se contentaría con una simple acción policial. Hizo que se promulgara una ley especial que permitía la ejecución expeditiva de los «terroristas». Haciendo hincapié en la amenaza del terrorismo, declaró que los oponentes del ala izquierda de su anterior politburó planeaban asesinar a los líderes soviéticos y derrocar el poder de los soviets.[31]

La interpretación que hizo Stalin del asesinato de Leningrado constituía un desafío directo a la policía estatal soviética. La suya no era una teoría que el NKVD fuera proclive a aceptar, entre otras cosas porque no había pruebas. Cuando el jefe del NKVD, Genrikh Yagoda, se atrevió a elevar preguntas a Stalin, se le dijo que tuviera cuidado o podría ser «reprendido». Stalin encontró un cómplice, Nikolái Yezhov, dispuesto a propagar su versión de los acontecimientos. Yezhov, un hombre de diminuta estatura procedente de la frontera lituano-polaca, ya era conocido por su opinión de que la oposición estaba en sintonía con el terrorismo. En febrero de 1935 se hizo cargo de una «comisión de control» que recogía información comprometida sobre los miembros del comité central y la entregaba al politburó. Stalin y Yezhov veían conspiraciones por todas partes y se reforzaban mutuamente en sus sospechas. Stalin terminó por confiar en Yezhov e incluso, en un raro gesto de intimidad, llegó hasta expresar preocupación por su salud. Yezhov se convirtió en adjunto de Yagoda y después lo sustituyó. En septiembre de 1936 Yezhov fue nombrado comisario de asuntos interiores, al mando del NKVD. En cuanto a Yagoda, primero se le dio otro cargo y dos años después fue ejecutado.[32]

A partir de agosto de 1936, Yezhov acusó a los anteriores opositores políticos de Stalin de delitos imaginarios en juicios farsa. Las confesiones de estos hombres conocidos atrajeron la atención mundial. Lev Kámenev y Grigory Zinóviev, que habían sido en un tiempo aliados de Trotski y opositores de Stalin, fueron juzgados entre el 19 y el 24 de agosto. Confesaron haber participado en una trama terrorista para asesinar a Stalin y, junto con otros catorce hombres, fueron sentenciados a muerte y ejecutados. Aquellos viejos bolcheviques habían sido intimidados y golpeados, y estaban haciendo poco más que repetir los diálogos de un guión. Pero sus confesiones, a las que se dio amplio crédito, ofrecieron una especie de historia alternativa de la Unión Soviética, en la que Stalin había tenido razón desde siempre. En los siguientes juicios farsa, Stalin incluso siguió la misma cadencia de finales de los años veinte: después de deshacerse de sus antiguos opositores por la izquierda, Kámenev y Zinóviev, se volvió contra su antiguo oponente por la derecha, Nikolái Bujarin. Años atrás, en 1928, cuando el debate aún era posible, Bujarin había amenazado con denunciar a Stalin como organizador de la hambruna. Aunque nunca cumplió su amenaza, murió de todos modos. Trotski, que no podía ser sometido a juicio porque estaba en el extranjero, era el supuesto cabecilla. El periódico del partido, Pravda establecía una conexión clara en un titular de agosto de 1936: «Trotski-Zinóviev-Kámenev-Gestapo». ¿Podían ser estos tres bolcheviques, hombres que habían construido la Unión Soviética, agentes a sueldo de las potencias capitalistas? ¿Eran estos tres bolcheviques de origen judío probables agentes de la policía secreta estatal de la Alemania nazi? No lo eran, pero la acusación fue tomada en serio incluso fuera de la URSS.[33]

Para muchos europeos y norteamericanos, los juicios farsa eran sencillamente juicios, y las confesiones probaban la culpabilidad. Algunos observadores simpatizantes de la Unión Soviética los vieron como un resultado positivo: la socialista británica Beatrice Webb, por ejemplo, se congratulaba de que Stalin hubiera «cortado la madera muerta». Otros simpatizantes de los soviéticos sin duda sofocaron sus dudas sobre la base de que la URSS era el enemigo de la Alemania nazi y por lo tanto la esperanza de la civilización. La opinión pública euro pea estaba tan polarizada en 1936 que era muy difícil criticar al régimen soviético sin que ello pareciera un respaldo al nacionalsocialismo y a Hitler. Desde luego, se trataba de la lógica bipolar compartida por el nacionalsocialismo y el Frente Popular: Hitler llamaba «marxistas» a sus enemigos, y Stalin llamaba «fascistas» a los suyos.[34] Ambos coincidían en que no había término medio.

Stalin nombró a Yezhov al mismo tiempo que decidía intervenir en España; los juicios farsa y el Frente Popular eran, desde su punto de vista, la misma política. El Frente Popular aceptaba las definiciones de amigos y enemigos siguiendo, claro está, la línea cambiante de Moscú. Como toda apertura a fuerzas políticas no comunistas, exigía una in tensa vigilancia tanto en el interior como en el extranjero. Para Stalin, la guerra civil española era una guerra contra el fascismo armado de España y sus aliados exteriores y, al mismo tiempo, una lucha contra los enemigos del ala derecha e internos. Creía débil al gobierno español porque era incapaz de encontrar y matar a suficientes espías y traidores. La Unión Soviética era tanto un Estado como una visión, tanto un sistema político interno como una ideología internacionalista. Su política exterior fue siempre política interior, y a la inversa. Esas eran su fuerza y su debilidad.[35]

Como percibió Orwell, la versión de un enfrentamiento con el fascismo europeo que publicitaban los soviéticos coincidió con la purga sangrienta de opositores internos pasados o potenciales. Se instalaron comisiones soviéticas en Barcelona y Madrid justo cuando empezaban los juicios farsa en Moscú. El enfrentamiento con el fascismo en España justificaba la vigilancia en la Unión Soviética, y las purgas de la Unión Soviética justificaban la vigilancia en España. La guerra civil española reveló que Stalin estaba decidido, a pesar de la retórica de pluralismo del Frente Popular, a eliminar toda oposición a su versión del socialismo. Orwell fue testigo de cómo los comunistas provocaban choques en Barcelona en mayo de 1937 y, después, de cómo el gobierno español, en deuda con Moscú, prohibía el partido trotskista. Como escribió Orwell acerca de la escaramuza de Barcelona: «Esta escuálida reyerta en una ciudad lejana es más importante de lo que pueda parecer a primera vista». Tenía toda la razón. Stalin pensaba que en Barcelona se había revelado una quinta columna fascista. El suceso ponía de manifiesto la simple y poderosa lógica estalinista, por encima de la geografía y de la realidad política local. Fue el tema de un capítulo memorable de su Homenaje a Cataluña, las memorias de guerra que mostraron, por lo menos a algunos izquierdistas y demócratas, que el fascismo no era el único enemigo.[36]

Dentro de la Unión Soviética, las confesiones de los juicios farsa parecían evidenciar conspiraciones organizadas, a las que Yezhov llamaba «centros», respaldadas por agencias de espionaje extranjeras. A finales de junio de 1937, Yezhov informó al comité central del partido en Moscú de las conclusiones a las que había llegado. Había, comunicó Yezhov a la elite del partido, una conspiración principal, un «centro de centros» que abarcaba a todos los opositores políticos, a las fuerzas armadas e incluso al NKVD. Su finalidad era nada menos que la destrucción de la Unión Soviética y la restauración del capitalismo en sus territorios. Los agentes del «centro de centros» no se detendrían ante nada, ni ante la castración de los carneros sementales (un acto de sabotaje que Yezhov mencionó explícitamente). Todo ello justificaba purgas dentro del partido, el ejército y el NKVD. Ocho altos mandos de las fuerzas armadas fueron sometidos a juicios farsa ese mismo mes, y casi la mitad de los generales del Ejército Rojo serían ejecutados en los meses siguientes. De los 139 miembros del comité central que habían participado en el congreso del partido en 1934 (el Congreso de los Vencedores), 98 fueron pasados por las armas. En total, la depuración de las fuerzas armadas, de las instituciones del estado y del partido comunista se tradujo en unas cincuenta mil ejecuciones.[37]


Durante esos mismos años de 1934-1937, Hitler también empleaba la violencia para reforzar su control sobre las instituciones del poder: el partido, la policía y los ejércitos. Como Stalin, Hitler recreó su propio ascenso al poder y acabó con algunos de los que le habían ayudado. Aunque la escala de los asesinatos fue mucho menor, las purgas de Hitler dejaron claro que la ley, en Alemania, estaba sujeta a los caprichos del líder. A diferencia de Stalin, que había subordinado el NKVD a su propia autoridad, Hitler usó el terror como medio para desarrollar su cuerpo paramilitar favorito, las SS, y reafirmar la superioridad de éste por encima de las diversas fuerzas policiales del estado en Alemania. Mientras que Stalin empleaba sus purgas para intimidar a las fuerzas armadas soviéticas, Hitler se ganó las simpatías dé los genera les alemanes al eliminar a un nazi a quien el alto mando del ejército veía como una amenaza.

El objetivo más prominente de la purga de Hitler fue Ernst Rohm, el líder de uno de los cuerpos paramilitares, los camisas pardas de las SA. Las SA habían ayudado a Hitler a reforzar su autoridad personal, a intimidar a los opositores (y a los votantes) y a llegar el poder en 1933. La lucha callejera de las SA le resultaba menos útil al Hitler canciller de lo que lo había sido para el Hitler político. En 1933 y 1934 Rohm había hablado de la necesidad de una segunda revolución, una idea que Hitler rechazó. Además, Rohm alimentaba ambiciones personales que no encajaban con los planes de reconstrucción del ejército alemán de Hitler. Rohm sostenía que sus SA reflejaban mejor el espíritu nazi que las fuerzas armadas, a las que deseaba controlar personalmente. Sus tres millones de camisas pardas de las SA superaban con mucho a los trescientos mil soldados que el Tratado de Versalles permitía a las fuerzas armadas alemanas. Hitler quería romper con las obligaciones del tratado, pero reconstruyendo el ejército en lugar de reemplazarlo o fusionarlo con un cuerpo paramilitar.[38]

A finales de junio de 1934, Hitler ordenó a las SS el asesinato de Rohm y de varias docenas de sus asociados, así como de otros rivales dentro del movimiento y algunos otros políticos. El jefe de las SS era Heinrich Himmler; quien hacía hincapié en la pureza racial, la formación ideológica y la lealtad personal a Hitler. En la que fue conocida como «la noche de los cuchillos largos», Hitler empleó a uno de los cuerpos paramilitares, las SS, para dominar al otro, las SA, refrendó el trabajo de Himmler y acabó con Rohm y con docenas de personas más. El 14 de julio de 1935 comunicó al parlamento que habían sido ejecutados setenta y cuatro hombres; el verdadero número fue, al menos, de ochenta y cinco, varios de los cuales eran diputados parlamentarios nazis. Sostuvo, naturalmente, que Rohm y los demás habían planeado un golpe contra el gobierno legítimo y que tuvo que detener lo antes de que actuaran. Además de a la jefatura de las SA, la purga sangrienta de Hitler alcanzó a conservadores y anteriores jefes del gobierno. De los tres cancilleres que lo precedieron, uno fue asesinado, otro arrestado, y el tercero huyó.[39]

Como las SS habían sido el instrumento de la campaña de asesinatos, Himmler se acercó más al centro del poder. Las SS, ahora separa das de las SA, se convirtieron en la institución más poderosa dentro del Partido Nacionalsocialista. Tras la Noche de los Cuchillos Largos, su labor consistiría en subordinar las diversas instituciones policiales ale manas a la ideología nazi. Himmler procuraría mezclar sus SS con las fuerzas policiales alemanas normales mediante la rotación de personal y la centralización de las instituciones bajo su mando personal. En 1936, Hitler nombró a Himmler jefe de la policía alemana. Esto lo colocó a cargo de los hombres uniformados de la policía de orden, de los detectives de la policía criminal y de los efectivos de la policía secreta, la Gestapo. La policía era una institución del Estado (o, mejor dicho, abarcaba una serie de instituciones del Estado diversas) y las SS eran una institución del partido nazi; Himmler quería reunirías a ambas. En 1937, estableció el cargo de SS Obergruppenführer y Jefe de Policía, jefes regionales que en teoría lideraban tanto fuerzas de las SS como de la policía, y unificó la jerarquía de mando.[40]

Tan importante como la elevación de las SS sobre las SA fue la mejora de las relaciones entre Hitler y los generales. La ejecución de Rohm le valió a Hitler una deuda de gratitud por parte del alto mando militar. Hasta 1934, el ejército había sido la única institución estatal importante que Hitler no había dominado por completo. Una vez que el dictador demostró que su plan era reconstruir el ejército en lugar de aplastarlo con las SA, la situación cambió rápidamente. Cuando el presidente alemán murió, unas semanas después, los militares respaldaron la elevación de Hitler a la jefatura del Estado. Hitler nunca usó el título de presidente; prefería el de líder Desde agosto de 1934, los soldados alemanes harían un juramento incondicional de lealtad personal a Hitler, y desde entonces se dirigían a él como «mi líder». Ese mismo mes, los títulos de Hitler como «líder y canciller del Reich» fueron confirmados en un plebiscito nacional. En marzo de 1935, Hitler renunció públicamente a los compromisos de Alemania para con el Tratado de Versalles, reintrodujo el servicio militar obligatorio y empezó a reconstruir las fuerzas armadas alemanas.[41]

Como Stalin, Hitler demostraba su control de los órganos de poder presentándose como víctima de tramas y librándose a continuación de sus enemigos, reales o imaginarios. Al mismo tiempo, iba creando instrumentos de coerción similares a los que Stalin había heredado de Lenin y de la revolución bolchevique. Dentro de Alemania, las SS y la policía alemana no llegaron nunca a los niveles de terror organizado del NKVD en la Unión Soviética. La Noche de los Cuchillos Largos, con sus docenas de víctimas, quedaba muy por debajo de las purgas soviéticas del partido, las fuerzas armadas y el NKVD, en las que decenas de miles de personas fueron ejecutadas, muchas más de las que eliminó el régimen nazi antes de la Segunda Guerra Mundial. Las SS necesitarían tiempo y práctica antes de poder rivalizar con el NKVD. Himmler consideraba a sus mandos «soldados ideológicos», pero es tos solamente cumplirían su misión de conquista y dominio racial a la zaga de soldados auténticos: tras las líneas en Polonia después de 1939 o en la Unión Soviética después de 1941.[42]

La lógica del terror interno de Hitler se orientaba hacia una futura guerra ofensiva, que sería realizada y expandida por una Wehrmacht leal a Hitler y convertida en guerra de destrucción por las SS y la policía. Sólo en ese sentido estaban justificados los temores de Stalin acerca de una guerra. Sin embargo, los alemanes no contaban en sus planes con la posible ayuda de la población soviética en esa futura contienda. En este aspecto, el escenario de una unión de enemigos extranjeros con opositores internos que Stalin imaginaba era del todo inexistente. Por lo tanto, el terror aumentado que desató Stalin sobre su propia población en 1937 y 1938 fue totalmente infructuoso y, en realidad, contraproducente.


Las purgas soviéticas dentro del ejército, el partido y el NKVD fueron el preludio al Gran Terror de Stalin, que en 1937 y 1938 se llevó las vidas de cientos de miles de personas por motivos de clase o de nacionalidad. Los interrogatorios de decenas de miles de personas generaron una multitud de «organizaciones», «tramas» y «grupos», categorías en las que podían caber cada vez más ciudadanos soviéticos. Las ejecuciones de miembros del partido comunista provocaron, por supuesto, temores dentro del mismo partido, pero éste solía quedar exento siempre que sus miembros siguieran las directrices de Stalin del verano de 1937 y estuvieran de acuerdo en perseguir a los verdaderos enemigos dentro de la masa de la sociedad soviética. Las purgas también sirvieron para poner a prueba la lealtad del NKVD, ya que su jefatura fue cambiada a capricho de Stalin, y los agentes no tuvieron más remedio que mirar mientras purgaban a sus colegas. Sin embargo, en verano de 1937 la acosada NKVD fue lanzada contra grupos sociales que muchos de sus agentes sí podían considerar enemigos. Durante meses, la cúpula del poder en la Unión Soviética había estado planeando un golpe contra un grupo al que tal vez los agentes temían: los kulaks.[43]

Los kulaks eran campesinos, los tenaces supervivientes de la revolución de Stalin, que habían superado la colectivización, la hambruna y, muy a menudo, el Gulag. Como clase social, el kulak (campesino próspero) nunca existió en realidad; el término fue más bien una clasificación de los soviéticos que cobró vida propia. El intento de «liquidar a los kulaks» durante el primer Plan Quinquenal había acabado con una cantidad enorme de personas, pero en lugar de destruir una clase creó otra: la de los que habían sido estigmatizados y reprimidos, pero que habían sobrevivido. Los millones de personas que fueron deporta das o huyeron durante la colectivización fueron consideradas a partir de entonces como kulaks, y a veces aceptaban esa denominación. Los líderes soviéticos tuvieron que advertir que la revolución había creado sus propios opositores. En el pleno del comité central del partido comunista de febrero y marzo de 1937, algunos oradores extrajeron la conclusión lógica. Había «elementos ajenos» que corrompían al proletariado puro de las ciudades. Los kulaks eran «enemigos apasionados» del sistema soviético.[44]

Ser un kulak no sólo significaba haber sufrido, sino también haber sobrevivido a traslados a distancias enormes. La colectivización había empujado a millones de kulaks al Gulag o a las ciudades, en viajes de cientos o miles de kilómetros. Al menos tres millones de campesinos se habían convertido en trabajadores asalariados durante el primer Plan Quinquenal. Ese era el plan, después de todo: convertir la Unión Soviética de un país agrícola a un país industrial. Probablemente, doscientas mil personas que fueron marcadas como kulaks pudieron alcanzar las ciudades antes de que las ejecutaran o deportaran. Unos cuatrocientos mil kulaks habían logrado escapar de los asentamientos especiales, algunos a las ciudades, la mayoría al campo. Decenas de miles más habían cumplido sus condenas y habían abandonado los campos de concentración y los asentamientos. Las sentencias de cinco años al Gulag emitidas en 1930, 1931 y 1932 supusieron liberaciones masivas en 1935, 1936 y 1937.[45]

La previsión de los optimistas había sido que los desplazamientos y los castigos despojarían a los kulaks de sus nocivos orígenes sociales y los convertirían en ciudadanos soviéticos. Para la segunda mitad de la década de 1930, el estalinismo había abandonado tal esperanza. La misma movilidad social intrínseca a su política de industrialización se estaba desmoronando. Los kulaks regresaban y se incorporaban a las granjas colectivas: era posible que encabezaran rebeliones, como habían hecho otros campesinos en 1930. Los kulaks retornaban a un orden social que era tradicional de muchas maneras. Stalin sabía, por el censo de 1937 que él mismo suprimió, que una mayoría de adultos seguía desafiando el ateísmo del estado soviético y creía en Dios. Veinte años después de la revolución bolchevique, la pervivencia de la fe religiosa era sorprendente y quizá inquietante. ¿Reconstruirían los kulaks la sociedad tal como había sido?[46]

Los kulaks sentenciados más tarde o a penas más largas en el Gulag seguían deportados en Siberia o Kazajistán, en el este de la Unión Soviética o en Asia central: ¿no apoyaría esa gente una invasión japonesa? El NKVD informó en junio de 1937 que los kulaks exiliados en Siberia constituían «una amplia base para construir una rebelión». Sin duda, en el caso de que una potencia extranjera apoyara una guerra, los kulaks combatirían contra el poder soviético. Mientras tanto, eran el enemigo en casa. Una política represiva sentó las bases para otra: los kulaks exiliados no amaban a la Unión Soviética, y su residencia actual, tan lejos de sus hogares, estaba cerca de una amenaza extranjera, el imperio japonés en expansión.[47]

Los informes del NKVD sobre Extremo Oriente lo presentaban como el posible escenario de una alianza entre opositores internos y una potencia extranjera. En abril de 1937 habían estallado revueltas contra la presencia soviética en la provincia china de Xinjiang. En el estado títere japonés de Manchukuo, los japoneses reclutaban emigrados rusos que establecían contactos con los kulaks exiliados de Siberia. Según el NKVD, una «Unión General Militar Rusa» respaldada por Japón, planeaba incitar a los kulaks exiliados a rebelarse cuando se produjera la invasión japonesa. En junio de 1937, el NKVD regional recibió permiso para llevar a cabo arrestos masivos y ejecuciones de personas sospechosas de colaborar con la «Unión General Militar Rusa». Los objetivos de la operación deberían ser kulaks exiliados y antiguos oficiales del ejército imperial ruso que, se suponía, estaban al mando. Naturalmente, había muchos más de los primeros que de los segundos. Y así empezó el asesinato de los kulaks en su exilio siberiano.[48]

Los líderes soviéticos siempre consideraron la amenaza japonesa como la mitad oriental de un cerco capitalista en el que estaban implicadas Polonia y la Alemania nazi. Los preparativos para una guerra contra Japón en Asia eran también los preparativos de una guerra en Europa. Precisamente porque muchos kulaks estaban regresando a sus hogares en aquellos momentos desde Asia a Europa, era posible imaginarse redes de enemigos que se extendían de un extremo al otro de la Unión Soviética. Aunque las ejecuciones de campesinos empezaron en Siberia, al parecer Stalin decidió castigar a los kulaks no sólo en el exilio del este sino en toda la Unión Soviética.

En un telegrama del 2 de julio de 1937 titulado «Sobre los elementos antisoviéticos», Stalin y el politburó impartieron órdenes generales sobre acciones masivas de represión en todas las regiones de la URSS. La cúpula de los soviets responsabilizaba a los kulaks de las recientes oleadas de sabotajes y criminalidad, lo que en la práctica quería decir que en la Unión Soviética nada había ido mal. El politburó ordenó que las oficinas provinciales del NKVD llevaran un registro de todos los kulaks residentes en sus regiones respectivas y que recomendaran cupos de ejecuciones y deportaciones. La mayoría de los oficiales regionales del NKVD pidió que se les permitiera añadir a las listas a varios «elementos antisoviéticos». Para el 11 de julio, el politburó tenía ya una primera tanda de listas de personas a perseguir. A iniciativa de Stalin, estas cifras se redondearon añadiendo en cada caso «mil más». La importancia de la operación se puso de relieve con esta clara señal a la policía estatal: debía hacer algo más que sentenciar a quienes ya figuraban en sus archivos. Con el fin de demostrar su diligencia en aquel clima de amenazas y purgas, los oficiales del NKVD tendrían que encontrar aún más víctimas.[49]

Stalin y Yezhov querían «la liquidación física directa de la contrarrevolución al completo», es decir, la eliminación de los enemigos «de una vez por todas». Los cupos revisados se reenviaron de Moscú a las regiones como parte de la orden 00447, fechada el 30 de julio de 1937, titulada «Sobre las operaciones para reprimir a antiguos kulaks, criminales y otros elementos antisoviéticos». En ella, Stalin y Yezhov preveían la ejecución de 79 950 ciudadanos soviéticos y la sentencia de 193 000 más a penas de entre ocho y diez años en el Gulag. No es que el politburó o la oficina central del NKVD en Moscú tuvieran en mente a 172 950 personas determinadas, quedaba por ver qué ciudadanos soviéticos llenarían esos cupos: las ramas locales del NKVD lo decidirían.[50]

Los cupos de muerte y prisión se llamaban oficialmente «límites», aunque todos los implicados sabían que debían ser superados. Los miembros locales del NKVD debían explicar por qué no podían alcanzar un «límite», y se les animaba a excederlos. Ningún agente del NKVD deseaba dar la impresión de que le faltara energía para enfrentarse a la «contrarrevolución», en especial cuando la línea de Yezhov era «mejor excederse que quedarse cortos». No fueron 79 950 personas, sino cinco veces más, las ejecutadas en la acción contra los kulaks. A finales de 1938, el NKVD había ejecutado a 386 798 ciudadanos soviéticos en cumplimiento de la orden 00447.[51]

La orden 00447 debía ser puesta en práctica por la misma institución que había llevado el terror al campo soviético a principios de la década de 1930: la comisión de tres personas o troika. Compuestas por un jefe regional del NKVD, un líder regional del partido y un fiscal regional, las troikas eran las responsables de convertir los cupos en ejecuciones, los números en cadáveres. El cupo total para la Unión Soviética se dividió entre sesenta y cuatro regiones, cada una con su troika correspondiente. En la práctica, las troikas estaban dominadas por los jefes del NKVD, quienes generalmente presidían las reuniones. Los fiscales tenían órdenes de ignorar los procedimientos legales. Los jefes del partido y otros responsables no eran expertos en cuestiones de seguridad y temían convertirse ellos mismos en objetivos. Los jefes del NKVD se sentían en su elemento.[52]

El cumplimiento de la orden 00447 empezó por el vaciado de los archivos. El NKVD tenía ciertos materiales sobre los kulaks, ya que kulak era una categoría creada por el Estado. Los criminales, el segundo grupo mencionado en la orden, eran, por definición, gente que había tenido algún encuentro previo con el sistema judicial. En la práctica, los demás «elementos antisoviéticos» eran simplemente todos aquellos que estuvieran fichados por el NKVD local. Los agentes del NKVD, ayudados por la policía, llevaron a cabo investigaciones en «sectores operacionales» en cada una de las sesenta y cuatro zonas. Un «grupo operacional» reunía una lista de personas a interrogar, que eran arrestadas, obligadas a confesar e incitadas a implicar a otros.[53]

Las confesiones se obtenían bajo tortura. El NKVD y otros órganos policiales aplicaban el «método de la correa de transmisión», consistente en interrogatorios ininterrumpidos de día y de noche. Lo complementaba el «método de la permanencia», en el que los sospechosos eran obligados a permanecer de pie en fila cerca de una pared y los golpeaban si la tocaban o si se dormían. Con las prisas para cumplir los cupos, a menudo los agentes se limitaban a golpear a los prisioneros hasta que confesaban. Stalin lo autorizó el 2,1 de julio de 1937. En la Bielorrusia soviética, los interrogadores sumergían la cabeza del prisionero en una letrina y lo golpeaban cuando intentaba levantarse. Algunos interrogadores empleaban confesiones estándar a las que añadían los datos personales del prisionero y cambiaban algún detalle. Otros obligaban a los prisioneros a firmar páginas en blanco y las rellenaban después en sus ratos libres. Así era como los órganos del soviet de enmascaraban al enemigo y trasladaban su pensamiento a los archivos.[54]

Las cifras llegaban de la central, pero los cadáveres se hacían en destino. Las troikas que llevaban a la práctica la orden 00447 eran responsables de las sentencias a los prisioneros, sin necesidad de que se confirmaran en Moscú y sin posibilidad de apelación. Los tres miembros de la troika se reunían de noche con los agentes investigadores, escuchaban un breve informe de cada caso y la sentencia recomendada: o muerte o Gulag; muy pocos arrestados escapaban a una sentencia. Las troikas casi siempre aceptaban las recomendaciones. Manejaban cientos de casos a la vez, a un ritmo de sesenta por hora o más; la vida o la muerte de un ser humano se decidía en un minuto o menos. En una sola noche, la troika de Leningrado, por ejemplo, sentenció a muerte a 658 prisioneros del campo de concentración de Solovki.[55]

El terror prevalecía en el Gulag como en todas partes. Se hace difícil entender cómo podrían amenazar al Estado Soviético los internos de los campos; pero, como las regiones de la URSS, el sistema del Gulag tenía su propio cupo de muertes, que había que alcanzar o superar. Puesto que las personas definidas como kulaks podían ser peligrosas, también lo eran las que habían sido encarceladas como tales: ésa era la lógica. Los campos del kulak tuvieron un cupo inicial de diez mil ejecuciones, aunque al final fueron ejecutados 30 178 prisioneros. Omsk, una ciudad del suroeste de Siberia cuyos alrededores estaban llenos de colonos de los asentamientos especiales deportados durante la colectivización, fue escenario de una de las campañas más crueles. El jefe del NKVD en la zona había solicitado ya una cuota especial de ocho mil ejecuciones el 1 de agosto de 1937, antes de que la orden 00447 entrara en vigor. Sus hombres llegaron a sentenciar a 1301 personas en una sola noche.[56]

La operación contra los kulaks se llevaba en secreto. Nadie, ni siquiera el condenado, escuchaba las condenas. Los sentenciados simplemente eran llevados, primero a algún tipo de prisión y después a un camión de carga o al lugar de la ejecución. Estos lugares se elegían o se instalaban con gran discreción. Las muertes se ejecutaban siempre de noche y en sitios aislados, en habitaciones insonorizadas bajo tierra, en grandes edificios, como garajes en los que el ruido amortiguaba los disparos, o en bosques, lejos de lugares habitados. Los ejecutores eran siempre agentes del NKVD y solían usar pistolas Nagan. Dos hombres sujetaban al prisionero por los brazos y el ejecutor disparaba un solo tiro desde atrás en la base del cráneo y después, a menudo, otro «disparo de control» en la sien. «Tras la ejecución —especificaba un manual de instrucciones— los cuerpos se depositarán en una fosa cavada previamente. Después serán enterrados cuidadosamente y se camuflará la fosa». Cuando llegó el invierno de 1937 y la tierra se congeló, las fosas se hacían empleando explosivos. Todos cuantos tomaban parte en es tas operaciones debían jurar guardar secreto, y muy pocas personas estaban directamente implicadas. Un equipo de sólo quince hombres del NKVD de Moscú ejecutó a 20 761 personas en Butovo, a las afueras de Moscú, en 1937 y 1938.[57]

La operación contra los kulaks implicó ejecuciones de principio a fin. En septiembre de 1937 Yezhov informó a Stalin, con evidente orgullo, de que 35 454 personas habían sido pasadas por las armas. Durante el año 1937, no obstante, el número de condenas al Gulag excedió al de las sentencias de muerte. Con el tiempo, los nuevos asentamientos fueron dedicándose más a las ejecuciones que a albergar a exiliados. Al final, el número de personas ejecutadas en la operación contra los kulaks fue más o menos el mismo que el de las enviadas al Gulag (387 326 y 389 070 respectivamente). El cambio del exilio a la ejecución se hizo por razones prácticas: era más fácil matar que deportar, y los campos se llenaban rápidamente y no se consideraban de utilidad para muchos de los deportados. Una investigación en Leningrado condujo a la ejecución —no a la deportación— de treinta y cinco personas sordomudas. En la Ucrania soviética, el jefe del NKVD, Izrail Leplevskii, ordenó a sus oficiales que ejecutaran a los más viejos en lugar de deportarlos. En tales casos, los ciudadanos soviéticos eran ejecutados por ser quienes eran.[58]

La Ucrania soviética, donde la «resistencia kulak» había sido general durante la colectivización, fue uno de los centros importantes de la matanza. Leplevski amplió el marco de la orden 00447 Para Que incluyera a presuntos nacionalistas ucranianos, que desde la época de la hambruna habían sido tratados como una amenaza a la integridad territorial de la Unión Soviética. 40 530 personas fueron arrestadas en Ucrania acusadas de nacionalismo. En un caso, se arrestó a unos ucranianos acusándolos de haber solicitado alimentos a Alemania en 1933. Cuando los cupos (ya aumentados dos veces) para la Ucrania soviética se cubrieron en diciembre de 1937, Leplevski pidió más. En febrero de 1938, Yezhov aumentó en 23 650 personas el cupo de muertes para la república. En total, en 1937 y 1938 los hombres del NKVD ejecutaron a 70 868 habitantes de Ucrania en la operación kulak. El índice de ejecuciones por otras sentencias fue especialmente alto en la región durante 1938. Entre enero y agosto, 35 563 personas fueron ejecutadas, mientras que sólo 830 que fueron enviadas a los campos. La troika del distrito de Stalino, por ejemplo, se reunió siete veces entre julio y septiembre de 1938 y sentenció a muerte a todos y cada uno de los 1102 acusados a los que juzgó. Del mismo modo, la troika de Voroshilovgrad sentenció a muerte a las 1226 personas cuyos casos revisó en septiembre de 1938.[59]

Estas cifras espeluznantes significaron ejecuciones regulares y masivas junto a numerosas y grandes zanjas de la muerte. En las ciudades ucranianas, los trabajadores con antecedentes kulak reales o imaginarios eran sentenciados a muerte acusados de alguna suerte de sabotaje y solían ser ejecutados el mismo día. En Vinnitsa, los sentenciados a muerte eran maniatados, amordazados y conducidos a un túnel de lavado de coches. Allí los esperaba un camión con el motor encendido para amortiguar el sonido de los disparos. Después, cargaban los cuerpos en el camión y los llevaban a algún lugar de la ciudad: tal vez a un huerto, a un parque o a un cementerio. Para realizar su trabajo, los hombres del NKVD cavaron no menos de ochenta y siete fosas comunes en Vinnitsa y sus alrededores.[60]

Tanto los juicios farsa como la operación contra los kulaks le dieron a Stalin la ocasión de recrear los años de finales de la década de 1920 y principios de la de 1930, su periodo de mayor vulnerabilidad política, pero esta vez con resultados previsibles. Sus anteriores opositores políticos, que representaban la época del debate sobre la colectivización, fueron eliminados físicamente, lo mismo que los kulaks, que encarnaban la época de la resistencia masiva a la colectivización. Igual que la eliminación de las élites del partido confirma a Stalin como sucesor de Lenin, el asesinato de kulaks ratificaba su interpretación de las políticas de Lenin. Si la colectivización había conducido al hambre y la muerte masiva, la culpa había sido de los muertos y de los servicios de inteligencia extranjeros que de alguna manera lo habían organizado todo. Si la colectivización había creado resentimiento entre la población, también era culpa de la misma gente que la había sufrido y de sus supuestos apoyos extranjeros. Precisamente, y ante todo, porque la política de Stalin había sido tan desastrosa, su defensa exigía una lógica tan tortuosa y muertes masivas. Una vez tomadas aquellas medidas podía presentarlas como el veredicto de la historia.[61]

Pero aunque Stalin presentara sus políticas como inevitables, estaba abandonando (sin admitirlo) el marxismo que había permitido a los líderes debatir acerca del futuro y pretender conocerlo. En la medida en que el marxismo es una ciencia de la historia, su ámbito natural es la economía y el objeto de su investigación son las clases sociales. Incluso según las más toscas interpretaciones leninistas del marxismo, la gente se opone a la revolución debido a sus antecedentes de clase. Pero con el estalinismo algo estaba cambiando: los intereses convencionales de la seguridad del Estado se habían infiltrado en el lenguaje marxista y lo habían cambiado de forma inalterable. Los acusados en los juicios farsa habían traicionado a la Unión Soviética supuestamente en beneficio de intereses extranjeros. Conforme a la acusación, la suya era una lucha de clases sólo en el sentido más atenuado e indirecto: se suponía que habían ayudado a Estados que representaban a los imperialistas que cercaban a la patria del socialismo.

Aunque la acción contra los kulaks parecía a primera vista terror de clases, la matanza iba dirigida, como en la Ucrania soviética, contra «nacionalistas». También en este caso el estalinismo introducía algo nuevo. En la versión leninista del marxismo, se esperaba que las nacionalidades abrazaran el proyecto soviético a medida que su progreso social coincidiera con la construcción del Estado. Así pues, la cuestión de los campesinos estaba al principio ligada a la cuestión nacional dé forma positiva: las gentes que pasaran del campesinado a las clases trabajadoras, administrativas o profesionales adquirirían conciencia nacional como leales ciudadanos soviéticos. Ahora, con Stalin, la cuestión campesina estaba ligada a la cuestión nacional en sentido negativo. La toma de conciencia nacional ucraniana por los campesinos de Ucrania era peligrosa. La mayor parte de las víctimas de la orden 00447 en la Ucrania soviética fueron ucranianas, pero un porcentaje desproporcionado fueron polacas. En este caso, la conexión entre clase y nación era quizá más explícita. Los agentes del NKVD lo resumían en una frase: «Si es polaco, será kulak».[62]


El terror nazi de 1936-1939 se desarrolló sobre líneas parecidas, castigando usualmente a los miembros de grupos sociales políticamente definidos por ser quienes eran y no a personas por acciones individuales. Para los nazis, la categoría más importante era la de los «asociales», a los que consideraban contrarios a su visión del mundo, y que a veces lo eran realmente. Se trataba de los homosexuales, vagabundos y personas tenidas por alcohólicas, adictas a drogas o reacias a trabajar. También lo eran los Testigos de Jehová, que rechazaban las premisas de la visión nazi con mucha más firmeza que la mayoría de los otros cristianos alemanes. El gobierno nazi consideraba a estas personas como alemanes desde el punto de vista racial, pero corruptas y, por lo tanto, debían ser mejoradas mediante el confinamiento y el castigo. Como el NKDV soviético, la policía alemana realizó redadas organiza das por distritos en 1937 y 1938, con cupos numéricos para sectores específicos de la población y, también como el NKVD, solía sobrepasar esos cupos en su celo por demostrar su lealtad e impresionar a sus superiores. El resultado de los arrestos, sin embargo, era distinto: casi siempre el confinamiento, muy raramente la ejecución.[63]

La represión nazi de estos grupos sociales indeseables exigió la creación de una red de campos de concentración. A los campos de Dachau y Lichtenberg, ambos fundados en 1933, se añadieron los de Sachsenhausen (1936), Buchenwald (1937) y Flossenberg (1938). En comparación con el Gulag, estos cinco campos eran modestos. Mientras que un millón de ciudadanos soviéticos trabajaban en los campos de concentración y los asentamientos especiales soviéticos a finales de 193 8, el número de ciudadanos alemanes en los campos de concentración de su país era de unos veinte mil. Teniendo en cuenta la diferencia de población, el sistema soviético de campos de concentración era en aquella época unas veinticinco veces mayor que el alemán.[64]

En aquel momento, el terror soviético no sólo era mayor en dimensión, sino que también era incomparablemente más letal. Nada en la Alemania de Hitler se acercó ni remotamente a la ejecución de casi cuatrocientas mil personas en dieciocho meses realizada en la Unión Soviética bajo la orden 00447. En 1937 y 1938, 267 personas fueron sentenciadas a muerte en la Alemania nazi, en comparación con las 378 326 sentencias a muerte sólo en la operación contra los kulaks en la Unión Soviética. De nuevo, teniendo en cuenta la diferencia de población, las posibilidades que tenía un ciudadano soviético de ser ejecutado en la acción contra los kulaks eran unas siete veces mayores que las que tenía un ciudadano alemán de ser sentenciado a muerte en la Alemania nazi por cualquier delito.[65]

Tras la purga de las cúpulas y la reafirmación de su dominio sobre las instituciones clave, tanto Stalin como Hitler llevaron a cabo limpiezas sociales en 1937 y 1938. Pero la acción contra los kulaks no fue la totalidad del Gran Terror. Esta podía considerarse, o al menos presentar se, como una guerra de clases. Pero cuando la Unión Soviética mataba a enemigos de clase también estaba matando a enemigos étnicos.

A finales de la década de 1930, el régimen nacionalsocialista de Hitler era bien conocido por su racismo y su antisemitismo, pero fue la Unión Soviética de Stalin la que emprendió las primeras campañas de exterminio de nacionalidades enemigas internas.