LAS HAMBRUNAS SOVIÉTICAS
Mil novecientos treinta y tres fue un año de hambre en el mundo occidental. Las calles de las ciudades de Norteamérica y de Europa bullían de hombres y mujeres que se habían quedado sin trabajo y se habían acostumbrado a hacer cola para obtener comida. Un joven y emprendedor periodista galés, Gareth Jones, vio cómo los desempleados alemanes se congregaban para escuchar a Adolf Hitler. En Nueva York, le impresionó la indefensión de los trabajadores estadounidenses, que llevaban tres años sumidos en la Gran Depresión: «Vi a cientos y cientos de pobres hombres en fila india, algunos con ropas que habían sido buenas, todos esperando a que les dieran dos sándwiches, una rosquilla, una taza de café y un cigarrillo». En Moscú, donde Jones llegó en marzo de aquel año, el hambre de los países capitalistas era motivo de celebraciones. La Depresión parecía anunciar una revolución socialista mundial. Stalin y su círculo alardeaban del triunfo inevitable del sistema que habían construido en la Unión Soviética.[1]
Pero 1933 fue también un año de hambre en las ciudades soviéticas, en especial en las de Ucrania. En estas localidades (Jarkov, Kiev, Stalino, Dnepropetróvsk) cientos de miles de personas esperaban a diario por una simple barra de pan. En Járkov, capital de la república, Jones vio un nuevo tipo de miseria. La gente se presentaba a las dos de la mañana para hacer cola delante de tiendas que no abrían hasta las siete. Un día normal, cuarenta mil personas esperaban el pan. Los que hacían cola preservaban sus puestos con tal desesperación que muchos se agarraban al cinturón de los que les precedían. Algunos estaban tan debilitados por el hambre que no podían tenerse en pie y debían apoyarse en extraños. La espera duraba todo el día, a veces dos días. Las mujeres embarazadas y los veteranos de guerra lisiados habían perdido el derecho a saltarse el turno y tenían que hacer cola con los demás si querían comer. En algún punto de la cola, una mujer gemía, y su lamento se reproducía arriba y debajo de la hilera hasta que miles de personas gritaban como un solo animal asustado.[2]
Los habitantes de las ciudades de la Ucrania Soviética temían perder sus puestos en las colas del pan y les daba miedo morirse de hambre. Sabían que la ciudad era su única posibilidad de alimentarse. Las ciudades de Ucrania habían crecido con rapidez durante los cinco años anteriores, absorbiendo a los campesinos y convirtiéndolos en obreros y empleados. Los hijos e hijas de los campesinos ucranianos, junto con los judíos, polacos y rusos, que habían vivido mucho más tiempo en estas ciudades, dependían de la comida que obtenían en las tiendas. Sus familias del campo no tenían nada. Esto era inusual. Lo normal era que en tiempos de hambre los moradores de la ciudad se desplazaran al campo. En Alemania o Estados Unidos, los campesinos casi nunca pasaban hambre, ni siquiera durante la Gran Depresión, Los trabaja dores y profesionales de las ciudades se veían obligados a vender manzanas o a robarlas; pero siempre, en alguna parte, en el Altes Land o en Iowa, había un huerto, un silo, una despensa. La población urbana de Ucrania no tenía adonde ir ni podía buscar ayuda en las granjas. La mayoría tenían cupones de racionamiento que debían presentar para obtener algo de pan. Un trozo de papel era su única posibilidad de vivir, y ellos lo sabían.[3]
Las evidencias de esta situación se veían por todas partes: campesinos hambrientos mendigaban a lo largo de las colas de pan pidiendo unas migajas. Las amas de casa que hacían cola veían cómo las campesinas morían de hambre en las aceras. En una ciudad, una muchacha de quince años recorrió toda la cola mendigando hasta llegar al principio, sólo para que el tendero la matara a golpes. Una niña que iba y regresaba de la escuela cada día veía a los moribundos por la mañana y a los muertos por la tarde. Un joven comunista llamaba «esqueletos vivientes» a los niños campesinos que veía. Un miembro del partido de la industrial Stalino se sentía consternado ante los cadáveres de los muertos de hambre que encontraba en la puerta trasera de su casa. Las parejas que paseaban por los parques no podían dejar de advertir los carteles que prohibían cavar tumbas. Los médicos y enfermeras tenían prohibido tratar (o alimentar) a los hambrientos que llegaban a los hospitales. La policía de la ciudad retiraba de las calles a los famélicos niños vagabundos para ocultarlos de la vista. En las ciudades de la Ucrania soviética, la policía capturaba varios cientos de niños al día; un día de principios de 1933 la policía de Járkov tuvo que llenar un cupo de dos mil. En todo momento, unos veinte mil niños esperaban la muerte en los cuarteles de Járkov. Los niños rogaban a la policía que al menos les permitieran morir al aire libre: «Dejadme morir en paz, no quiero morir en los barracones de la muerte».[4]
El hambre en las ciudades de la Ucrania soviética fue mucho peor que en cualquier ciudad del mundo occidental. En 1933 en Ucrania murieron de hambre unas pocas decenas de miles de residentes de las ciudades, mientras que la gran mayoría de muertos y moribundos fueron campesinos, la misma gente cuyo trabajo había llevado a las ciudades el pan que tenían. Las ciudades ucranianas vivían, a duras penas, pero el campo ucraniano se estaba muriendo. Los habitantes de las ciudades no podían dejar de notar la indigencia de los campesinos, quienes, en contra de toda lógica, dejaban los campos en busca de comida. La estación del ferrocarril en Dnepropetróvsk estaba desbordada de campesinos hambrientos, demasiado débiles incluso para mendigar. Gareth Jones conoció en un tren a un campesino que había adquirido algo de pan solo para que la policía se lo confiscara. «Me han quitado mi pan», repetía una y otra vez, consciente de que decepcionaría a su hambrienta familia. En la estación de Stalino, un campesino se suicidó arrojándose al paso de un tren. Esta ciudad, el centro industrial del sudoeste de Ucrania, había sido fundada en la época imperial por John Hughes, un industrial galés para quien había trabajado la madre de Gareth Jones. En su origen, la ciudad había tomado su nombre de Hughes; ahora lo tomaba de Stalin (su nombre actual es Donetsk).[5]
El Plan Quinquenal de Stalin, que concluyó en 1932, había impulsado el desarrollo industrial a costa de la miseria del pueblo. Las muertes de campesinos en las vías del ferrocarril ofrecían un testimonio espantoso de los nuevos contrastes. Por toda la Ucrania soviética, los pasajeros de los trenes se convirtieron en testigos involuntarios de horribles accidentes. Los campesinos hambrientos caminaban hacia las ciudades siguiendo las vías y se desmayaban de debilidad sobre los raíles. En Khartsyszk, los campesinos expulsados de la estación se colgaban de los árboles cercanos. El escritor soviético Vasili Grossman, de regreso de una visita familiar a su ciudad natal, Berdíchev, encontró a una mujer que mendigaba pan por la ventana de su compartimento del tren. El emigrado político Arthur Koestler, que había acudido a la Unión Soviética para ayudar a construir el socialismo, tuvo una experiencia similar. Como recordaría mucho después, fuera de la estación de Járkov mujeres campesinas alzaban «a las ventanas del vagón horribles criaturas de enormes cabezas bamboleantes, miembros como palillos e hinchados vientres puntiagudos». Le pareció que los niños de Ucrania tenían el aspecto de «embriones sacados de frascos de alcohol». Pasarían muchos años antes de que estos hombres, hoy considerados dos de los testigos éticos del siglo XX, escribieran sobre lo que habían visto.[6]
Hasta entonces, los habitantes de las ciudades estaban acostumbrados a ver a los campesinos en la plaza del mercado, extendiendo los frutos de la tierra y vendiendo sus productos. En 1933, los campesinos acudían a los familiares mercados de las ciudades, pero esta vez para mendigar y no para vender. Las plazas, ahora vacías de productos y de consumidores, sólo contenían las discordancias de la muerte. A primera hora, el único sonido era la débil respiración de los agonizantes, acurrucados debajo de harapos que en otro tiempo habían sido ropas. Una mañana de primavera, entre las pilas de campesinos muertos en el mercado de Járkov, un niño mamaba del pecho de su madre, que tenía el rostro gris, sin vida. Los transeúntes ya habían visto antes eso mismo: no sólo los cadáveres en desorden, no sólo la madre muerta y la criatura viva, sino también esa precisa escena, la boca diminuta, las últimas gotas de leche, el pezón frío. Los ucranianos tenían una expresión para definirlo. Decían para sí, en voz baja, al pasar: «Éstos son los brotes de la primavera socialista».[7]
Las matanzas masivas por hambre de 1933 fueron el resultado del primer Plan Quinquenal de Stalin, implementado entre 1928 y 1932. En esos años Stalin, que había tomado el control de la cúpula del partido comunista, impuso una política de industrialización y colectivización y se convirtió en el padre temible de una población maltratada. Había transformado el mercado en plan, a los campesinos en esclavos y los páramos de Siberia y Kazajistán en una cadena de campos de concentración. Sus políticas habían asesinado a decenas de miles de personas en ejecuciones y a cientos de miles por agotamiento, y habían puesto a millones al borde de la muerte por inanición. Todavía le preocupaba, con razón, la oposición dentro del partido comunista, pero poseía inmensas prerrogativas políticas, le ayudaban sátrapas diligentes y mandaba en una burocracia que afirmaba ver y crear el futuro. El futuro era el comunismo, que requería industria pesada, que a su vez requería una agricultura colectivizada, que a su vez requería el control del grupo social más amplio de la Unión Soviética: el campesinado.[8]
Lo más probable era que el campesino, y especialmente el campesino ucraniano, no se viera a sí mismo como una herramienta de esa gran mecanización de la historia. Incluso aunque entendiera por completo los propósitos finales de la política soviética, cosa muy poco probable, difícilmente podía respaldarlos. No tenía más remedio que resistirse a una política diseñada para privarle de su tierra y de su libertad. La colectivización significaba por fuerza una gran confrontación entre el grupo más amplio de la sociedad soviética, el campesinado, y el estado soviético y su policía, por entonces llamada OGPU. Previendo esta lucha, Stalin había ordenado en 1929 el mayor despliegue de poderes del Estado en la historia soviética. La labor de construir el socialismo, dijo Stalin, sería como «levantar el océano». En diciembre de aquel año anunció que los kulak serían «liquidados como clase».[9]
Los bolcheviques presentaban la historia como una lucha de clases en la que los pobres hacían la revolución contra los ricos para hacer avanzar su propia historia. Por lo tanto, oficialmente, el plan para aniquilar a los kulaks no era la simple decisión de un tirano en ascenso y de su leal camarilla: era una necesidad histórica. El crudo ataque por parte de los órganos del poder estatal contra una clase de personas que no había cometido crimen alguno fue seguido de la propaganda más vulgar. Un cartel con el título «¡Destruiremos a los kulaks como clase!», retrataba a un kulak bajo las ruedas de un tractor, un segundo campesino caracterizado como un mono escondiendo grano y un ter cero bebiendo leche directamente de la ubre de una vaca. Aquellas personas eran inhumanas, eran bestias… ése era el mensaje.[10]
En la práctica, el estado decidía quién era un kulak y quién no. La policía deportaba a los campesinos prósperos, los que más tenían que perder con la colectivización. En enero de 1930 el politburó autorizó a la policía estatal a que investigara a la población campesina de toda la Unión Soviética. La orden a la OGPU del 2, de febrero especificaba las medidas necesarias para «la liquidación de los kulaks como clase». En cada localidad, un grupo de tres personas, o troika decidiría el destino de los campesinos. La troika, compuesta por un miembro de la policía estatal, un líder local del partido y un procurador del estado, tenía autoridad para emitir veredictos rápidos y severos (muerte, exilio) sin derecho a apelación. Los miembros locales del partido a menudo hacían recomendaciones: «En los plenos del soviet de la ciudad —dijo un líder local del partido— creamos kulaks a nuestro antojo». Aunque la Unión Soviética tenía leyes y tribunales, estos eran ignorados en virtud de las decisiones de tres individuos. Unos treinta mil ciudadanos soviéticos fueron ejecutados tras ser sentenciados por las troikas.[11]
Durante los primeros meses de 1930, 113 637 personas consideradas kulaks fueron desplazadas a la fuerza de la Ucrania soviética. Esta acción significó el desalojo de unas treinta mil viviendas de campesinos, una detrás de otra, con poco o ningún tiempo para que los sorprendidos habitantes se preparasen para lo desconocido. Significó miles de vagones de mercancías helados, llenos de una carga humana aterrorizada y enferma, con destino al norte de la Rusia europea, a los Urales, a Siberia o a Kazajistán. Significó disparos y gritos de terror en el último amanecer en que los campesinos verían su hogar; significó congelación y humillación en los trenes y angustia y resignación cuando los campesinos desembarcaban como trabajadores esclavos en la taiga o la estepa.[12]
Los campesinos ucranianos conocían las deportaciones a los campos de prisioneros, que les habían afectado desde mediados de los años veinte. Ahora cantaban un lamento que ya era tradicional:
¡Oh, Solovki, Solovki!
Largo es el camino.
El corazón no late,
el terror oprime el alma.
Solovki era un complejo de prisiones en una isla del mar Ártico. En la mente de los campesinos ucranianos, Solovki significaba todo lo que era ajeno, represivo y doloroso en el exilio de la tierra natal. Para los líderes comunistas de la Unión Soviética, Solovki fue el primer lugar donde el trabajo de los deportados se transformó en beneficios para el Estado. En 1929 Stalin había decidido aplicar el modelo de Solovki a toda la Unión Soviética, y ordenó la construcción de «asentamientos especiales» y campos de concentración. Estos últimos eran zonas de trabajo delimitadas, usualmente rodeadas de vallas y vigila das por patrullas de guardias. Los asentamientos especiales eran nuevas ciudades construidas ex profeso por los propios internos después de que los arrojaran a la estepa o la taiga desiertas. En total, hubo unos trescientos mil ucranianos entre el millón setecientos mil kulaks deportados a asentamientos especiales en Siberia, la Rusia europea y Kazajistán.[13]
Las deportaciones masivas de campesinos con fines punitivos coincidieron con el empleo masivo de trabajadores forzados en la economía soviética. En 1931, los asentamientos especiales y los campos de concentración se fusionaron en un sistema único, conocido como el Gulag. El Gulag, al que los propios soviéticos llamaban «sistema de campos de concentración», se inició al mismo tiempo que la colectivización de la agricultura y dependía de ella. Al final llegó a incluir 476 complejos a los que fueron condenados unos dieciocho millones de personas, de las cuales entre un millón y medio y tres millones murieron durante su encarcelamiento. El campesino libre se convirtió en trabajador esclavo, empleado en la construcción de los gigantescos canales, las minas y las fábricas que Stalin creía que modernizarían la Unión Soviética.[14]
Entre los distintos campos de trabajo, al que los campesinos ucranianos tenían más probabilidades de ser enviados era el Belomor, un canal entre el mar Blanco y el Báltico que constituía una obsesión particular de Stalin. Unas 170 000 personas excavaron el suelo congelado con picos y palas, y a veces con trozos de cerámica o con las manos, durante veintiún meses. Murieron a miles, de agotamiento o de enfermedad, y encontraron su fin en un canal seco que, cuando se terminó en 1933, resultó de poca utilidad para el transporte fluvial. La tasa de mortalidad también era alta en los asentamientos especiales. Las autoridades soviéticas preveían que moriría el cinco por ciento de los prisioneros de los asentamientos; en realidad, la cifra alcanzó el quince por ciento. Un habitante de Arjánguelsk, la mayor ciudad del mar Blanco, se quejaba de la inutilidad del trabajo: «Una cosa es destruir a los kulaks en el sentido económico; pero destruir físicamente a sus niños es pura barbarie». Los niños morían en el extremo norte en tales cantidades que llevaban «sus cuerpos al cementerio de tres en tres o de cuatro en cuatro, sin ataúdes». Un grupo de trabajadores de Vologda preguntaba por qué «el viaje hacia la revolución mundial» tenía que pasar «por encima de los cadáveres de estos niños».[15]
Las tasas de muerte en el Gulag eran altas, pero no mayores que las que pronto afectarían a algunas zonas del campo ucraniano. Los obre ros del Belormor recibían raciones de comida muy magras, unos seiscientos gramos de pan (en torno a 1300 calorías) diarios, pero su alimentación era mejor que la disponible en la Ucrania soviética por esa época. Los trabajadores forzados del Belormor tenían dos o tres o seis veces más de lo que recibían los campesinos que se quedaron en la Ucrania soviética en las granjas colectivas en 1932 y 1933, y eso cuando les daban algo.[16]
En las primeras semanas de 1930, la colectivización avanzó a pasos de gigante en Ucrania y en toda la Unión Soviética. Moscú solicitaba a las capitales de las repúblicas soviéticas cupos para los distritos a colectivizar, cupos que los líderes locales se comprometían a acrecentar. Los dirigentes de Ucrania prometieron colectivizar toda la república en un año. Después, los activistas locales del partido, con el deseo de impresionar a sus superiores inmediatos, actuaron aún más deprisa y prometieron la colectivización en cuestión de entre nueve y doce semanas. Amenazaban a los campesinos con la deportación para obligarlos a renunciar a sus derechos sobre la tierra y sumarse a la granja colectiva. Cuando era necesario, la policía del estado intervenía empleando la fuerza, a menudo una fuerza mortal. Se enviaron veinticinco mil trabajadores urbanos al campo para añadir peso a la fuerza policial y dominar al campesinado. Aleccionados con la idea de que los campesinos eran responsables de la escasez en las ciudades, los trabajadores prometieron «hacer jabón con los kulaks».[17]
A mediados de marzo de 1930, el setenta y uno por ciento de la tierra cultivable de la Unión Soviética había sido, al menos en principio, incorporada a las granjas colectivas. Esto significaba que la mayoría de los campesinos habían renunciado por escrito a sus granjas y se habían unido a una colectiva. Ya no tenían derechos formales a explotar la tierra para fines privados; como miembros de un colectivo, sus empleos, pagas y alimentación dependían de sus líderes. Habían perdido o estaban perdiendo sus animales y debían usar los equipos, usualmente inexistentes, de las Estaciones de Máquinas y Tractores. De lo que nunca andaban escasos estos almacenes, centros de control político en el campo, era de agentes del partido y de policías estatales.[18]
Quizá aún más que en la Rusia soviética, donde las granjas comunitarias eran tradicionales, en la Ucrania soviética los campesinos estaban aterrorizados por la pérdida de sus tierras. Toda su historia había sido una larga lucha contra los terratenientes, y durante la revolución bolchevique pareció que los campesinos finalmente la habían ganado. Pero en los años inmediatamente posteriores, entre 1918 y 1921, los bolcheviques habían requisado la comida a los campesinos durante las guerras civiles, de modo que estos tenían buenos motivos para temer al Estado soviético. La política de compromiso de Lenin de los años veinte había sido muy bien acogida, aunque los campesinos sospechaban, con razón, que la situación podría cambiar algún día. En 1930, la colectivización les pareció una «segunda servidumbre», el principio de una nueva sumisión, esta vez no a los ricos terratenientes como en el pasado cercano, sino al partido comunista. Los campesinos de la Ucrania soviética temían la pérdida de su penosamente conquistada independencia; pero también temían al hambre, y les preocupaba la suerte de sus almas inmortales.[19]
La sociedad rural de la Ucrania soviética seguía siendo en su mayor parte una sociedad religiosa. Muchos jóvenes ambiciosos, los más influidos por el ateísmo comunista oficial, se habían marchado a las grandes ciudades ucranianas, o a Moscú y Leningrado. Aunque la iglesia ortodoxa había sido suprimida por el régimen ateo comunista, los campesinos seguían siendo cristianos creyentes, y muchos veían el contrato con las granjas colectivas como un pacto con el diablo. Algunos creían que Satán había venido a la tierra adoptando la figura humana de un activista del partido, y muchos consideraban el registro de su granja colectiva como un libro del infierno, que prometía tormento y condenación. La nuevas Estaciones de Máquinas y Tractores les pare cían delegaciones del Gehena. Algunos campesinos polacos católicos de Ucrania también interpretaban la colectivización en términos apocalípticos. Un polaco le explicó a su hijo por qué no debían integrarse en la granja colectiva: «No quiero vender mi alma al diablo». Conscientes de esta religiosidad, los activistas del partido propagaron lo que llamaban el «primer mandamiento de Stalin»: las granjas colectivas proveerán primero al estado y sólo después al pueblo. Como sabían los campesinos, en la Biblia el primer mandamiento dice: «No tendrás otro Dios más que a mí».[20]
Los pueblos ucranianos habían sido privados de sus líderes natura les por las deportaciones de kulaks al Gulag. Aún sin los deportados, los campesinos intentaban salvarse a sí mismos y a sus comunidades. Procuraban preservar sus propias pequeñas parcelas, sus reductos de autonomía. Se esforzaban por mantener a sus familias apartadas del Estado, que ahora se había hecho tangible en las granjas colectivas y las Estaciones de Máquinas y Tractores. Prefirieron vender o sacrificar sus animales antes que librarlos al colectivo. Padres y esposos enviaban a sus esposas e hijas a luchar contra los activistas del partido y la policía, en la creencia de que era menos probables que las mujeres fueran deportadas. A veces, los hombres se disfrazaban de mujeres para intentar clavar una azada o hundir una pala en el cuerpo de un comunista local.[21]
Pero los campesinos tenían pocas armas y una pobre organización, carencias que fueron decisivas. El estado tenía prácticamente el monopolio de las armas de fuego y la logística. Las acciones de los campesinos eran registradas por el poderoso aparato policiaco estatal, que quizá no comprendiera sus motivos pero sí captaba su sentido general. La OGPU registró casi un millón de actos de resistencia individual en Ucrania en 1930. De las revueltas masivas de campesinos en la Unión Soviética de aquel año, casi la mitad correspondieron a la Ucrania soviética. Algunos campesinos ucranianos se manifestaron de otro modo: se marcharon caminando al oeste y cruzaron la frontera de la vecina Polonia. Poblaciones enteras siguieron su ejemplo y sé llevaron los estandartes de las iglesias, las cruces o, en ocasiones, simples banderas negras atadas a palos, y marcharon hacia la frontera occidental. Miles de ellos llegaron a Polonia, donde se esparció la noticia del hambre que asolaba a la Unión Soviética.[22]
La huida de campesinos a Polonia fue una vergüenza internacional y quizá fuera una fuente real de preocupación para Stalin y el politburó. Hizo que las autoridades polacas, que por entonces intentaban llevar a cabo un acercamiento político a su extensa minoría nacional residente en Ucrania, se enteraran del curso y las consecuencias de la colectivización. Los guardias de la frontera polaca interrogaban pacientemente a los refugiados y se informaban de la evolución y el fracaso de la colectivización. Algunos campesinos pedían una invasión polaca para poner fin a sus desgracias. La crisis de los refugiados también ofreció a Polonia una gran arma de propaganda contra la Unión Soviética. Bajo el mandato de Józef Pilsudski, Polonia jamás planeó iniciar una guerra contra la Unión Soviética, pero preparó planes de emergencia ante una posible disgregación de la URSS en nacionalidades, y dio algunos pasos para acelerar el curso de los acontecimientos. Mientras los ucranianos aún estaban huyendo de la Ucrania soviética, Polonia envió a sus propios espías en la dirección opuesta para incitar a la revuelta a los ucranianos. Sus carteles de propaganda definían a Stalin como el «zar del hambre» que exportaba grano mientras mataba de hambre a su pueblo. En marzo de 1930, algunos miembros del politburó temían que «el gobierno polaco pudiera intervenir».[23]
La Unión Soviética era un Estado muy extenso, la colectivización era una política general y la inestabilidad en una de sus fronteras debía estudiarse a la luz de diversos escenarios generales de guerra.
Stalin y los líderes soviéticos consideraban Polonia como la parte occidental de un asedio capitalista internacional, en el que Japón representaba la parte oriental. Las relaciones polaco-japonesas eran bastante buenas; en la primavera de 1930, Stalin parecía muy preocupado por el fantasma de una invasión conjunta por parte de Polonia y Japón. La Unión Soviética, con mucho el país más vasto del mundo, se extendía desde Europa hasta el océano Pacífico, y Stalin debía prestar atención no sólo a las potencias europeas sino también a las ambiciones de Japón con respecto a Asia.
Tokio se había ganado una reputación militar a expensas de Rusia. Japón había emergido como potencia mundial tras derrotar al imperio ruso en la guerra ruso-japonesa de 1904-1905, en la que se apoderó de los ferrocarriles construidos por los rusos para llegar a los puertos del Pacífico. Como Stalin sabía muy bien, tanto Polonia como Japón estaban interesados en Ucrania y en la cuestión de las nacionalidades en la Unión Soviética. Al parecer, Stalin sentía profundamente la humillación de Rusia en Asia. Le gustaba la canción En las colinas de Manchuria que prometía una venganza sangrienta contra los japoneses.[24]
Justo cuando el caos provocado por la colectivización en el oeste de la Unión Soviética despertaba el temor de una intervención polaca, los problemas en el este parecían favorecer a Japón. En el Asia central soviética, en especial en Kazajistán, de amplia mayoría musulmana, la colectivización desató un caos aún mayor que en Ucrania, porque exigía una transformación social aún más drástica. Las gentes de Kazajistán no eran agricultores, sino nómadas, y el primer paso de la modernización soviética era convertirlos en sedentarios. Para poder emprender la colectivización, las poblaciones nómadas debían convertirse en campesinas. La política de «sedentarización» privaba a los pastores de sus animales y, en consecuencia, de su medio de subsistencia. La gente cruzaba la frontera con sus camellos o caballos en dirección a la región china del Xinjiang musulmán (Turkestán), lo que hizo pensar a Stalin que se trataba de agentes de los japoneses, la potencia extranjera dominante en los conflictos internos chinos.[25]
Las cosas no iban según lo planeado. La colectivización, que se su ponía que iba a garantizar el orden soviético, estaba desestabilizando las fronteras. En la parte soviética de Asia, lo mismo que en la de Europa, el Plan Quinquenal que se proponía construir el socialismo no hacía más que provocar enormes sufrimientos; y un estado que pretendía representar la justicia respondía con las más tradicionales medidas de seguridad. Los polacos soviéticos de la zona de la frontera occidental fueron deportados, y la guardia fronteriza se reforzó en todas partes. La revolución mundial tendría que realizarse dentro de fronteras cerradas, y Stalin debería tomar medidas para proteger lo que llamó «socialismo en un solo país».[26]
Stalin tuvo que demorar la cuestión de los adversarios extranjeros y repensar su política interior. Les pidió a los diplomáticos soviéticos que iniciaran conversaciones con Polonia y Japón para negociar pactos de no agresión. Ordenó al Ejército Rojo que permaneciera en orden de batalla en el este de la Unión Soviética. Y suspendió la colectivización, lo cual es revelador. En un artículo con fecha del 2 de marzo de 1930 bajo el llamativo título de «Mareados por el éxito», Stalin sostenía que el problema de la colectivización era que había sido realizada con demasiado entusiasmo. Había sido un error, afirmaba ahora, obligar a los campesinos a unirse a las granjas colectivas. Éstas desaparecían ahora tan deprisa como habían sido creadas. Así, en la primavera de 1930, los campesinos de Ucrania recogieron la cosecha invernal de trigo y sembraron para la cosecha de otoño como si la tierra les perteneciera. Es comprensible que creyeran que habían ganado.[27]
Pero la retirada de Stalin era sólo táctica.
Stalin y el politburó querían ganar tiempo, repensar su estrategia y encontrar medios más efectivos de subordinar a los campesinos al estado. Al año siguiente, la política soviética en el campo se desplegó con mucha más habilidad. En 1931 la colectivización se consumó, porque los campesinos se quedaron sin opciones. Los cuadros inferiores de la rama ucraniana del partido comunista soviético fueron purgados, para garantizar que los que trabajaran en los pueblos fueran fieles a las directrices y supieran lo que les esperaba en caso contrario. Los granjeros independientes fueron gravados con impuestos hasta que la granja colectiva se convirtió en su único refugio. Mientras las granjas colectivas se iban reagrupando poco a poco, se les otorgaron poderes coercitivos indirectos sobre los granjeros independientes de su zona. Se les permitió, por ejemplo, que votaran para quitarles las semillas de siembra. Las semillas de siembra, es decir, el grano que se guarda para plantar la cosecha siguiente, son indispensables para una granja en activo. La selección y preservación de las semillas de siembra es la base de la agricultura. A lo largo de la historia de la humanidad, tener que comerse las semillas de siembra ha sido sinónimo de desesperación total. Quien perdía el control de las semillas de siembra en favor de la colectividad perdía la capacidad de vivir de su propio trabajo.[28]
Las deportaciones se reanudaron y la colectivización siguió adelante. A finales de 1930 y principios de 1931, 32 127 familias más fueron deportadas de la Ucrania soviética, más o menos las mismas que en la oleada de deportaciones del año anterior. Los campesinos vieron que morirían de agotamiento en el Gulag o bien de hambre cerca de sus hogares, y prefirieron esto último. Las cartas de amigos y familias exiliadas escapaban ocasionalmente a la censura; una de ellas contenía el siguiente consejo: «Pase lo que pase, no vengáis. Aquí nos estamos muriendo. Es mejor esconderse o morir allí, pero, pase lo que pase, no vengáis». Los campesinos ucranianos que cedieron a la colectivización prefirieron, como observa un activista del partido, «morirse de hambre en casa antes que ser desterrados hacia lo desconocido». Dado que la colectivización se realizó de manera más lenta en 1931, por familias en lugar de por poblaciones enteras, fue más difícil de resistir. No había ataques repentinos que provocaran defensas desesperadas. A finales de aquel año, el nuevo enfoque había triunfado. En torno al setenta por ciento del campo en la Ucrania soviética estaba ya colectivizado. Los niveles de marzo de 1930 se habían alcanzado de nuevo, y esta vez de forma duradera.[29]
Después del paso en falso de 1930, Stalin consiguió la victoria política en 1931. Pero el triunfo político no se extendió a la economía. Algo iba mal con las entregas de grano. La cosecha de 1930 había sido extraordinariamente abundante. Los granjeros deportados a principios de 1930 habían sembrado ya el trigo de invierno, y la cosecha sería recogida por otros en primavera. Los meses de enero y febrero, cuando, sobre el papel, casi todo el país había sido colectivizado, son un tiempo de inactividad para el campo. Después de marzo de 1930, cuando los colectivos fueron disueltos, los campesinos tuvieron tiempo de sembrar sus cosechas como hombres y mujeres libres. El tiempo fue inusualmente bueno aquel verano. Los niveles de la cosecha de 1930 en Ucrania no hubieran podido alcanzarse en 1931 ni aunque la agricultura colectivizada hubiera sido tan eficiente como la privada, que no lo era. Las cifras récord de la cosecha de 1930 fueron utilizadas como referencia para las requisas del partido en 1931. Moscú esperaba de Ucrania mucho más de lo que ésta podía dar en realidad.[30]
Para otoño de 1931, el fracaso de la primera cosecha colectivizada era evidente. Las razones eran muchas: el tiempo había sido malo; hubo plagas; el trabajo animal se vio limitado porque los campesinos habían vendido o sacrificado las bestias; la producción de tractores fue muy inferior a la prevista; los mejores granjeros habían sido deportados; la colectivización había entorpecido la siembra y la cosecha, y los campesinos que habían perdido sus tierras no veían motivos para trabajar demasiado. El líder del partido en Ucrania, Stanislaw Kosior, informó en agosto de 1931 de que los planes de requisa no eran realistas, dados los pobres resultados. Lazar Kaganóvich le dijo que los verdaderos problemas eran el robo y la ocultación. Kosior, aunque sabía que no era así, dio instrucciones a sus subordinados en ese sentido.[31]
Más de la mitad de la cosecha que no se había echado a perder fue sacada de la Ucrania soviética en 1931. Para poder cumplir los objetivos de la requisa, muchas granjas colectivas entregaron sus semillas de siembra. El 5 de diciembre, Stalin ordenó que las granjas colectivas que aún no hubieran cubierto los objetivos anuales entregaran las semillas de siembra. Tal vez creía que los campesinos habían escondido parte del grano y que la amenaza de quitarles las semillas de siembra les obligaría a entregar lo que tenían. Pero, esta vez, muchos de ellos realmente no tenían nada. A finales de 1931, muchos campesinos empezaban pasar hambre. Sin tierras propias y pocas posibilidades de resistirse a las requisas, sencillamente no tenían medios para aportar suficientes calorías a sus hogares. Y después, a principios de 1932, no tuvieron semillas para plantar la cosecha de otoño. La dirección del partido en Ucrania pidió semillas de siembra en marzo de 1932, pero para entonces la siembra ya era tardía, lo que significaba que la cosecha sería pobre.[32]
A principios de 1932, el pueblo pidió ayuda. Los comunistas ucranianos solicitaron a sus superiores del partido en Ucrania que pidieran a Stalin que llamara a la Cruz Roja. Miembros de las granjas colectivas escribieron cartas a las autoridades del Estado y del partido. Una de éstas, después de varios párrafos de prosa administrativa formal, ter minaba con un lastimero: «¡Dadnos pan! ¡Dadnos pan! ¡Dadnos pan!». Los miembros del partido en Ucrania pasaron por encima de Kosior y escribieron directamente a Stalin en tono agrio: «¿Cómo podemos construir la economía socialista cuando estamos todos condenados a morirnos de hambre?»[33]
La amenaza de una hambruna generalizada estaba meridianamente clara para las autoridades soviéticas de Ucrania, y también para Stalin. Los activistas del partido y los agentes de la policía secreta presentaron incontables informes de muertes por inanición. En junio de 1932 el jefe del partido en la región de Járkov escribió a Kosior que estaban recibiendo notificaciones de muertes de todos los distritos de la región. Kosior recibió una carta de un miembro de las Juventudes Comunistas, fechada el 18 de junio de 1932, con una descripción gráfica que probablemente ya sería más que familiar por entonces: «Los miembros de las granjas colectivas salen a los campos y desaparecen. Al cabo de unos días aparecen los cadáveres y son enterrados sin emoción, como si fuera algo normal. Al día siguiente no es raro encontrar el cuerpo de alguien que había estado cavando tumbas para otros». Aquel mismo día, 18 de junio de 1932, el propio Stalin admitió en privado que había hambruna en la Ucrania soviética. El día anterior, la jefatura del partido en Ucrania había solicitado alimentos. Stalin no los concedió. Su respuesta fue que todo el grano de la Ucrania soviética debía recolectarse tal y como estaba planificado. Él y Kaganóvich estaban de acuerdo en que era «imperativo exportar de inmediato y sin falta».[34]
Stalin sabía perfectamente, y por propia experiencia, lo que iba a ocurrir. Sabía que el hambre bajo el gobierno de los soviets era posible. El hambre había azotado Rusia y Ucrania durante las guerras civiles y después de ellas. Una combinación de malas cosechas y requisas había matado de hambre a cientos de miles de campesinos en Ucrania, especialmente en 1921. La escasez de comida había sido precisamente una de las razones por las que Lenin había llegado a un compromiso con los campesinos. Stalin conocía bien esa historia, en la que él mismo había participado. Que su política de colectivización podía causar muertes en masa también estaba claro. En verano de 1932, como sabía Stalin, más de un millón de personas habían muerto ya de hambre en el Kazajistán soviético. Stalin acusó al líder local del partido, Filip Goloshchekin, pero sin duda conocía algunos de los aspectos estructura les del desastre.[35]
Stalin, un maestro de la política personalista, presentó la hambruna de Ucrania en términos personales. Su primer impulso, y el que prevaleció, fue considerar las muertes de los campesinos ucranianos como una traición por parte de miembros del partido comunista ucraniano. No podía aceptar la posibilidad de que su propia política de colectivización tuviera la culpa; el problema tenía que estar en su implementación, en los líderes locales, en cualquier lugar menos en el propio concepto. Mientras impulsaba su transformación en la primera mitad de 1931, el problema que le preocupaba no era el sufrimiento de su pueblo, sino la posibilidad de que la imagen de su política de colectivización pudiera quedar empañada. Los campesinos ucranianos que morían de hambre, se quejaba, estaban abandonando su república natal y desmoralizando a otros ciudadanos soviéticos con sus «lloriqueos».[36]
Durante la primavera y el verano de 1932, Stalin parecía creer, de forma algo rudimentaria, que si se negaba la realidad de la hambruna ésta desaparecería. Razonaba tal vez que Ucrania estaba de todos modos superpoblada, y que las muertes de unos cientos de miles de personas tendrían poca importancia a largo plazo. Quería que los agentes locales de Ucrania cubrieran los objetivos de obtención de grano pese a la previsión inequívoca de que las cosechas serían inferiores. Los agentes locales del partido se encontraron entre el martillo rojo de Stalin y la hoz ominosa de los cosechadores. Los problemas que afrontaban eran objetivos y no podían resolverse mediante la ideología ni la retórica: falta de semillas de siembra, siembra tardía, mal tiempo, maquinaria insuficiente para reemplazar el trabajo animal, caos debido al último impulso hacia la colectivización de finales de 1931, y campesinos hambrientos incapaces de trabajar.[37]
El mundo que veían los activistas locales del partido en el campo ucraniano se describía mucho mejor en esta canción infantil que en las lacónicas órdenes y la engreída propaganda que llegaban de Moscú:
Padre Stalin, míralo,
las granjas colectivas son una bendición,
las casas en ruinas, los graneros hundidos,
los caballos agotados.
Y en casa la hoz y el martillo,
y en casa la muerte y el hambre.
No quedan vacas, ya no hay cerdos,
sólo tu foto en la pared.
Papá y mamá en el koljoz
y el pobre niño llorando abandonado.
Ya no hay pan, ya no hay carne,
el partido acabó con todo.
Ya no hay dulzura ni bondad,
el padre se come a sus hijos.
El hombre del partido golpea y aplasta
y nos manda a los campos de Siberia.[38]
Alrededor de los activistas del partido estaba la muerte; por encima de ellos, la negación. El hambre era una realidad brutal, indiferente a las palabras y las fórmulas, a las deportaciones y los disparos. Más allá de cierto punto, el campesino hambriento era incapaz de hacer un trabajo productivo, y no había coherencia ideológica ni compromiso personal que pudieran cambiar este hecho. Pero, a medida que ascendía por los canales institucionales, el mensaje perdía fuerza. Los informes verídicos sobre la hambruna que llegaban desde abajo chocaron con la presión política ejercida desde arriba en un pleno del comité central de partido en Ucrania celebrado del 6 al 9 de julio de 1932 en Járkov. Los portavoces ucranianos se quejaban de la imposibilidad de cumplir las exigencias anuales de requisas de grano, pero fueron silenciados por Lázar Kaganóvich y Viacheslav Mólotov, miembros del politburó y emisarios de Stalin venidos de Moscú. Stalin les había ordenado derrotar a los «desestabilizadores ucranianos».[39]
Mólotov y Kaganóvich eran aliados de confianza y leales a Stalin; junto con él, dominaban el politburó y por lo tanto la Unión Soviética. Stalin aún no era un dictador indiscutido, y el politburó estaba todavía en los comienzos de una especie de dictadura colectiva. Pero estos dos hombres, a diferencia de los anteriores aliados de Stalin en el politburó, eran incondicionalmente leales. Stalin los manipulaba sin cesar, pero en realidad no era necesario. Servían a la revolución sirviéndole a él, y tendían a no distinguir entre ambas cosas. Kaganóvich ya había empezado a llamar a Stalin «nuestro padre». En julio de 1932 en Járkov, les dijeron a los camaradas ucranianos que hablar de hambruna era sólo una excusa para justificar la holgazanería de los campesinos que no querían trabajar y de los activistas que no querían disciplinarlos ni requisar el grano.[40]
En aquellos momentos Stalin estaba de vacaciones y había viajado al sur, en un tren bien surtido de ricas provisiones, desde Moscú a través de la hambrienta Ucrania hasta la bonita ciudad turística de Sochi, en el mar Negro. Él y Kaganóvich se escribieron cartas en las que con firmaban su idea compartida de que el hambre era una confabulación dirigida contra ellos en persona. Stalin invertía graciosamente los términos y se imaginaba que eran los campesinos, y no él, los que usaban el hambre como un arma. Kaganóvich le confirmaba a Stalin que hablar de los ucranianos como «víctimas inocentes» era una «sucia tapadera» que usaba el partido de Ucrania. Stalin expresaba su temor de que pudieran «perder Ucrania». Había que convertir a Ucrania en una «fortaleza». Ambos coincidían en que el único enfoque razonable era mantenerse firmes en la política de requisas y exportar el grano lo antes posible. A esas alturas, Stalin parecía haber interpretado, al menos para su propia satisfacción, la conexión entre la hambruna y la deslealtad de los comunistas ucranianos: el hambre era el resultado del sabotaje, los activistas locales del partido eran los saboteadores, otros miembros superiores del partido protegían a sus subordinados, y todos estaban al servicio del espionaje polaco.[41]
Tal vez en 1931 Stalin había llegado a la conclusión de que las políticas polaca y japonesa anunciaban un cerco a la Unión Soviética. El año 1930 fue un momento álgido del espionaje polaco en la Unión Soviética. Polonia había fundado en secreto un ejército ucraniano en su territorio y estaba entrenando a docenas de ucranianos y polacos para misiones especiales dentro de la Unión Soviética. Japón era incluso más peligroso. En 1931, los soviéticos interceptaron una nota del embajador japonés en Moscú en la que éste sugería que se hicieran preparativos para una guerra ofensiva con vistas a la conquista de Siberia. Ese mismo año Japón había invadido Manchuria, una región del noreste de China que tenía una extensa frontera con la Unión Soviética.[42]
En otoño de 1931, según un informe de la inteligencia soviética, Polonia y Japón habían firmado un acuerdo secreto relativo a un ataque conjunto a la Unión Soviética. Sin embargo, no era así: aunque existió una incipiente alianza polaco-japonesa, había sido neutralizada por la hábil política exterior soviética. Si bien Japón se había negado a negociar un pacto de no agresión con Moscú, Polonia sí firmó un acuerdo. La Unión Soviética deseaba un tratado con el país vecino para poder continuar su transformación económica en paz; Polonia jamás había tenido intenciones de iniciar una guerra, y en aquellos momentos sufría una crisis económica. Su poco reformado sistema agrario no podía mantener un aumento de los gastos militares en una época de colapso económico. Los presupuestos militares soviéticos, durante muchos años comparables a los polacos, por entonces eran mucho mayores. El acuerdo polaco-soviético entró en vigor en enero de 1932.[43]
En 1932 y 1933, Polonia no era una amenaza para la URSS. El ejército polaco había sufrido grandes recortes presupuestarios. La policía y la guardia fronteriza soviéticas habían capturado a muchos espías polacos. Los agentes polacos no habían obstaculizado la colectivización durante el caos de 1930, y en 1932 no tenían recursos para levantar a la población hambrienta. Lo intentaron y fracasaron. Incluso los partidarios más entusiastas de una política agresiva consideraban que el verano de 1932 debía ser un tiempo de tranquilidad. Si los soviéticos prometían paz, parecía mejor no realizar movimientos provocadores. Los diplomáticos y los espías polacos fueron testigos de la hambruna. Sabían que el canibalismo se había convertido «casi en un hábito» y que «poblaciones enteras» se habían «extinguido». Pero no podían hacer nada con respecto a los orígenes del hambre ni estaban en condiciones de ayudar a las víctimas. Polonia no dio a conocer al mundo lo que sabían sus diplomáticos sobre la hambruna. En febrero de 1932, por ejemplo, al consulado polaco en Járkov llegó una carta anónima en la que se pedía a los polacos que informaran al mundo del hambre en Ucrania. Pero para entonces el pacto de no agresión con la Unión Soviética ya había entrado en vigor, y Varsovia no quiso dar semejante paso.[44]
Stalin había aumentado el margen de maniobra en sus fronteras occidentales que tenía en 1930. Al firmar el pacto de no agresión de julio de 1932, Polonia aceptaba el statu quo, y los campesinos ucranianos quedaron a merced del dirigente soviético. En agosto, Stalin, aún de vacaciones, presentaba a sus colaboradores más cercanos, con pedantesco entusiasmo, la teoría de que a la colectivización le faltaba tan sólo una base legal. El socialismo, afirmaba, igual que el capitalismo, necesitaba leyes para proteger la propiedad. El Estado se vería reforzado si toda la producción agrícola fuera declarada propiedad estatal, si toda recolección no autorizada de grano se considerara robo y si tal robo fuera penado con la ejecución inmediata. De este modo, un campesino hambriento podría ser ejecutado si era sorprendido cogiendo una piel de patata de un surco en la tierra que hasta hacía poco había sido suya. Quizá Stalin pensó realmente que aquello podía funcionar; el resultado, por supuesto, fue la supresión de toda protección legal que los campesinos pudieran tener frente a la violencia total del Estado triunfante. La simple posesión de comida constituía una posible prueba de un delito. La ley entró en vigor el 7 de agosto de 1932.[45]
Los jueces soviéticos, en general, ignoraron la letra de la ley, pero el resto del partido y el aparato estatal entendieron su espíritu. Los vale dores más entusiastas de la ley solían ser los más jóvenes, educados en las nuevas escuelas soviéticas, que creían en las promesas del nuevo sistema. A los miembros de la organización juvenil oficial se les decía que su «tarea principal» era «la lucha contra el robo y la ocultación de grano así como contra los sabotajes de los kulaks». Para las jóvenes generaciones de las ciudades, el comunismo representaba el avance social, y el mundo campesino, demonizado por la agitación, debía que dar atrás. El partido comunista en la Ucrania soviética, aunque con una presencia desproporcionada de rusos y de judíos entre sus miembros, incluía ahora a muchos jóvenes ucranianos que creían que el campo era reacciónario y estaban dispuestos a sumarse a las campañas contra los campesinos.[46]
Se erigieron torres de vigilancia en los campos para evitar que los campesinos se quedaran con productos. Sólo en la región de Odesa se construyeron más de setecientas de estas torres. Se formaron brigadas, entre cuyo personal había más de cinco mil miembros de las organizaciones juveniles, que iban de casa en casa apoderándose de todo lo que encontraban. Los activistas empleaban, recuerda un campesino, «varillas largas de metal para buscar por los establos, las porquerizas y las cocinas. Miraban por todas partes y se lo llevaban todo, hasta el último grano». Cayeron sobre el pueblo «como la peste negra», clamando: «¡Campesino! ¿dónde está tu grano? ¡Confiesa!». Las brigadas se llevaron todo lo que tuviera relación con la comida, incluida la cena que estaba al fuego y que se comían ellos.[47]
Como un ejército invasor, los activistas del partido vivían del territorio, tomando lo que podían y comiendo lo suficiente, y recogían pocos frutos de su labor y su entusiasmo aparte de la miseria y la muerte. Quizá por sentirse culpables, quizá embargados por sentimientos de triunfo, humillaban a los campesinos allá donde iban. Orinaban en barriles de pepinillos, obligaban a los campesinos hambrientos a boxear entre ellos para divertirse, los hacían arrastrarse y ladrar como perros, o arrodillarse en el barro y rezar. Las mujeres sorprendidas robando en las granjas colectivas eran despojadas de sus ropas, golpea das y paseadas desnudas por el pueblo. En un pueblo, la brigada se emborrachó en la cabaña de un campesino y violó en grupo a la hija de éste. Las mujeres que vivían solas eran violadas sistemáticamente por las noches con la excusa de confiscarles el grano, y también les quitaban la comida después de violarlas. Así triunfaban el Estado y la ley de Stalin.[48]
Redadas y decretos no podían crear comida donde no la había. Desde luego, los campesinos escondían comida y los hambrientos la robaban. Pero el problema del campo ucraniano no era el robo o el engaño, que se hubieran resuelto ciertamente con la aplicación de la violencia. Los problemas eran el hambre y la muerte. Los cupos de grano no se alcanzaban porque la colectivización había fracasado, porque la cosecha de otoño de 1932 fue mala, y porque las exigencias de requisa eran demasiado altas. Stalin envió a Mólotov a Ucrania para que instara a los camaradas a la «lucha por el grano». Pero el entusiasmo de los servidores de Stalin no podía cambiar lo que ya había ocurrido. Incluso Mólotov se vio obligado a recomendar, el 30 de octubre, que se redujeran las cuotas de Ucrania. Stalin aceptó la sugerencia, pero pronto se mostró más categórico que nunca. En noviembre de 1932 sólo se había cubierto aproximadamente un tercio del cupo anual.[49]
Cuando los informes sobre el fracaso de las requisas llegaron al Kremlin, la esposa de Stalin se suicidó. Escogió el 7 de noviembre de 1932, el día después del decimoquinto aniversario de la Revolución de Octubre, para dispararse un tiro en la cabeza. Lo que esto significó para Stalin nunca ha sido aclarado del todo, pero al parecer fue un duro golpe. Amenazó con suicidarse él también. Kaganóvich, que encontró a Stalin muy cambiado, tuvo que pronunciar la oración fúnebre.[50]
Al día siguiente, Stalin abordaba el problema del hambre con un grado más de insidia. Culpó de los problemas de Ucrania a los camaradas y a los campesinos. Dos telegramas del politburó enviados el 8 de noviembre de 1932 reflejaban el clima: los granjeros individuales y colectivos de la Ucrania soviética que no hubieran alcanzado los cupos de requisa no tendrían acceso al resto de los productos de la economía. Se creó una troika especial en Ucrania para acelerar las sentencias y ejecuciones de los activistas del partido y de los campesinos presuntamente responsables de sabotaje. Hasta 1623 miembros de los koljoses fueron arrestados ese mes. Las deportaciones se reanudaron: a finales de año, 30 400 personas más habían sido desplazadas. Los activistas les decían a los campesinos: «Abre o echamos la puerta abajo. Vamos a llevarnos lo que tengas, y tú vas a morir en un campo de concentración».[51]
Cuando, en las últimas semanas de 1932, interpretó el desastre de la colectivización, Stalin alcanzó nuevas cotas de osadía ideológica. La hambruna de Ucrania, cuya existencia había admitido antes, cuando su gravedad era menor, ahora era «un cuento de hadas», un rumor calumnioso esparcido por los enemigos. Stalin había desarrollado una nueva teoría interesante: que la resistencia al socialismo se incrementa a medida que crece su éxito, porque sus enemigos resisten con mayor desesperación al ver cercana la derrota final. De este modo, cualquier problema de la Unión Soviética podía definirse como una muestra de la insidia del enemigo, y la actuación enemiga podía contemplarse a su vez como una evidencia de progreso.[52]
La resistencia a sus políticas en la Ucrania soviética, afirmaba Stalin, era de un tipo especial, tal vez invisible para el observador poco perspicaz. La oposición ya no era abierta, porque los enemigos del socialismo estaban ahora «callados» e incluso «santificados». Los «kulaks de hoy», decía, eran «gente tranquila, amable, casi santa». Justamente los que parecían inocentes debían ser considerados culpables. El campesino que moría lentamente de hambre era, a pesar de las apariencias, un saboteador que trabajaba para las potencias capitalistas en su campaña de descrédito de la Unión Soviética. El hambre era resistencia, y la resistencia era una señal de que la victoria del socialismo estaba a la vuelta de la esquina. Estas no fueron meras meditaciones de Stalin en Moscú: se convirtieron en la línea ideológica promovida por Mólotov y Kaganóvich mientras viajaban por las regiones de las muertes en masa, a finales de 1932.[53]
Stalin nunca presenció personalmente las muertes que había explicado de este modo, pero los camaradas de la Ucrania soviética sí lo hicieron: de algún modo, tuvieron que reconciliar su línea ideológica con las evidencias que les presentaban sus sentidos. Forzados a interpretar los estómagos hinchados como oposición política, llegaron a la tortuosa conclusión de que los saboteadores odiaban tanto al socialismo que dejaban morir a sus familias a propósito. Así, los cuerpos consumidos de hijos e hijas, de padres y madres, no eran otra cosa que una fachada detrás de la cual los enemigos tramaban la destrucción del socialismo. Incluso los que estaban muriéndose de hambre fueron presentados algunas veces como propagandistas enemigos con un plan premeditado para minar el socialismo. A los jóvenes comunistas ucranianos de las ciudades se les decía que los hambrientos eran enemigos del pueblo «que arriesgan sus vidas para socavar nuestro optimismo».[54]
Los ucranianos de Polonia reunieron dinero para enviar alimentos, pero se les dijo que el gobierno soviético rechazaba categóricamente toda ayuda. Los comunistas ucranianos que habían pedido alimentos al extranjero —un tipo de ayuda que las autoridades soviéticas habían aceptado durante la hambruna anterior de principios de los años veinte— ni siquiera se enteraron del rechazo. Por razones políticas, Stalin no quería aceptar ayudas del mundo exterior. Tal vez pensó que reconocer que su primera decisión política de gran alcance había provocado el hambre podría perjudicar su posición al frente del partido. Aun así, Stalin podía haber salvado millones de vidas sin llamar la atención del extranjero. Podía haber suspendido las exportaciones de alimentos por unos meses, o haber liberado las reservas de grano (tres millones de toneladas) o, simplemente, haber permitido que los campesinos accedieran a los almacenes de grano locales. Estas sencillas medidas, que se habían mantenido hasta fecha tan avanzada como noviembre de 1932, habrían reducido las cifras de millones de muertes a cientos de miles. Stalin no quiso prolongarlas.[55]
En las últimas semanas de 1932, cuando no existían ni amenazas externas ni peligros internos, sin otra justificación concebible que la de demostrar que sus dictados eran inexorables, Stalin eligió matar a millones de personas en la Ucrania soviética. Adoptó una postura de pura mala fe, en la que el campesino ucraniano era el agresor y él, Stalin, la víctima. El hambre era una forma de agresión, para Kaganóvich dentro de la lucha de clases y para Stalin dentro de la lucha nacional ucraniana, contra la cual la única defensa era la muerte. Stalin estaba decidido a demostrar su dominio sobre el campesinado de Ucrania, e incluso parecía disfrutar con el profundo sufrimiento que provocaba su postura. Amartya Sen argumenta que la muerte de inanición «es una función de derecho y no de disponibilidad de alimentos como tal». No fue la escasez de comida, sino la distribución de la misma lo que mató a millones de personas en la Ucrania soviética, y fue Stalin quien decidió que tenía derecho a ello.[56]
Aunque la colectivización fue un desastre para toda la Unión Soviética, las pruebas de que hubo premeditación en el asesinato en masa de millones de personas son más evidentes en Ucrania. La colectivización había comportado ejecuciones y deportaciones masivas en todos los territorios de la Unión Soviética, y los campesinos y nómadas que constituyeron el grueso de la fuerza de trabajo del Gulag procedían de todas las repúblicas soviéticas. El hambre había azotado en 1932 regiones de la Rusia soviética igual que a casi toda Ucrania. Sin embargo, las respuestas políticas a Ucrania fueron especiales, y letales. A finales de 1932 y principios de 1933 se aplicaron siete normativas cruciales solamente, o principalmente, a la Ucrania soviética. Cada una de ellas puede parecer una medida administrativa anodina y, sin duda, fueron presentadas como tales, pero todas iban a provocar muertes.
1. El 18 de noviembre de 1932, se exigió a los campesinos de Ucrania que devolvieran los adelantos de grano que habían obtenido previamente al cumplir los objetivos de requisa. Esto supuso que las pocas poblaciones en las que los campesinos habían tenido buenas cosechas se vieran privadas del escaso premio que habían ganado. Las brigadas del partido y la policía estatal se desataron en estas regiones en una caza febril de comida. Dado que a los campesinos no les habían dado recibos por el grano que devolvieron, quedaron sujetos a interminables registros y abusos. La jefatura del partido en Ucrania intentó proteger las semillas de siembra, pero sin éxito.[57]
2. Dos días después, el 20 de noviembre de 1932, se estableció una penalización en carne. Los campesinos que no cumplieran las cuotas de grano, debían pagar una tasa especial en carne. Los campesinos que aún conservaban animales se vieron obligados a entregarlos al Estado. Las reses y los cerdos habían sido la última reserva frente al hambre. Como recuerda una campesina, «quien tenía una vaca no se moría de hambre». Una vaca da leche y, como último recurso, puede ser sacrificada. Otra campesina recuerda que se llevaron el único cerdo que tenía la familia, y después su única vaca. La joven se agarraba a sus cuernos mientras se la llevaban. Quizá por el cariño que sienten las muchachas granjeras por sus animales, pero también por desesperación. Incluso después de pagar la penalización de la carne, los campesinos debían cumplir la cuota de grano original. Pero si no habían podido cumplirla bajo la amenaza de perder sus animales, después todavía menos. Murieron de hambre.[58]
3. Ocho días más tarde, el 28 de noviembre de 1932, las autoridades soviéticas introdujeron la «lista negra». Según esta nueva norma, las granjas colectivas que no cubrieran el cupo de grano deberían, de forma inmediata, entregar quince veces la cantidad de grano correspondiente a todo un mes. En la práctica esto significaba, de nuevo, la llegada de hordas de activistas del partido y policías con la misión y el derecho legal de llevárselo todo. Ninguna población pudo responder a la cuota multiplicada, y comunidades enteras perdieron toda la comida que tenían. Las comunidades incluidas en la lista negra perdían además el derecho a comerciar y a recibir ningún tipo de envíos del resto del país. Las comunidades de la lista negra de la Ucrania soviética, a veces seleccionadas desde la lejana Moscú, se convirtieron en zonas de muerte.[59]
4. El 5 de diciembre de 1932, el jefe de seguridad en Ucrania nombrado a dedo por Stalin presentó la justificación para aterrorizar a los agentes del partido en Ucrania con el fin de que reunieran el grano. Vsevolod Balytskyi había hablado personalmente con Stalin en Moscú el 15 y el 24 de noviembre. El hambre en Ucrania debía interpretarse, según Balytskyi, como el resultado de una trama de los nacionalistas ucranianos, en particular de exiliados con conexiones en Polonia. Por lo tanto, cualquiera que dejara de cumplir sus obligaciones en las requisas era un traidor al Estado.[60]
Pero esta línea política tenía implicaciones aún más profundas. La conexión del nacionalismo ucraniano con la hambruna autorizaba el castigo de aquellos que hubieran participado en políticas soviéticas anteriores de apoyo al desarrollo de la nación Ucraniana. Stalin creía que la cuestión nacional era en esencia una cuestión campesina, y al deshacer el compromiso de Lenin con los campesinos deshizo también el compromiso de Lenin con las nacionalidades. El 14 de diciembre, Moscú autorizó la deportación de los comunistas locales ucranianos a campos de concentración, bajo la premisa de que habían abusado de las políticas soviéticas con la intención de extender el nacionalismo ucraniano, y por ello habían permitido que los nacionalistas sabotearan la recolección del grano. Balytskyi afirmó que había desenmascarado una «Organización Militar Ucraniana» así como grupos polacos rebeldes. En enero de 1933 informó del descubrimiento de más de mil organizaciones ilegales y, en febrero, comunicó los planes de los nacionalistas polacos y ucranianos para derribar el poder soviético en Ucrania.[61]
Las justificaciones eran inventos, pero la política tuvo consecuencias. Polonia había retirado a sus agentes de Ucrania y había abandonado toda esperanza de sacar partido del desastre de la colectivización. El gobierno polaco, con la intención de mantenerse leal al acuerdo polaco-soviético de no agresión firmado en julio de 1932, incluso había evitado llamar la atención internacional sobre la hambruna soviética, que iba a peor. Pero la política de Balytskyi, aunque basada en fantasmas, reforzó la obediencia local a las directrices de Moscú. Los arrestos y deportaciones masivos que ordenó transmitían un mensaje claro: cualquiera que defendiese a los campesinos sería condenado como enemigo. En aquellas semanas cruciales de finales de diciembre, mientras que el índice de mortalidad en Ucrania alcanzaba los cientos de miles, los activistas y administradores ucranianos dejaron de resistirse a la línea del partido. Si no llevaban a cabo las requisas acabarían, en el mejor de los casos, en el Gulag.[62]
5. El 21 de diciembre de 1932, Stalin (a través de Kaganóvich) confirmó la cuota anual de requisa de grano para la Ucrania soviética, que debía alcanzarse en enero de 1933. El 27 de noviembre el politburó había asignado a Ucrania un tercio de las recolecciones de toda la Unión Soviética. Ahora, después de cientos de miles de muertes por hambre, Stalin envió a Kaganóvich para que blandiera el látigo sobre la jefatura del partido ucraniano en Járkov. Justo después de su llega da, la tarde del 20 de diciembre, el politburó ucraniano fue convocado. En la reunión, que se prolongó hasta las cuatro de la mañana, se decidió que había que cumplir los objetivos de requisa. Era la sentencia de muerte para unos tres millones de personas. Como sabían todos los que estaban en la sala a aquellas horas previas al amanecer, el grano no podría arrebatársele a una población que ya estaba muriéndose de hambre sin que las consecuencias fueran horribles. Una simple suspensión de las requisas durante tres meses no hubiera dañado la economía soviética y habría salvado la mayoría de esos tres millones de vidas. Pero Stalin y Kaganóvich insistían exactamente en lo contrario. El estado tenía que luchar «ferozmente», como dijo Kaganóvich, para cumplir el plan.[63]
Tras realizar su cometido en Járkov, Kaganóvich viajó por la Ucrania soviética exigiendo que el plan se cumpliera «al cien por cien», sentenciando a funcionarios locales y ordenando deportaciones de familias a su paso. Regresó a Járkov el 29 de diciembre de 1932 para recordarles a los líderes ucranianos del partido que las semillas de siembra también debían recolectarse.[64]
6. Mientras el hambre asolaba Ucrania durante las primeras semanas de 1933, Stalin sellaba las fronteras de la república para que los campesinos no pudieran huir, y cerraba las ciudades para que no pudieran mendigar en ellas. Desde el 14 de enero de 1933, los ciudadanos soviéticos debían llevar pasaportes internos para residir legalmente en las ciudades. Los campesinos no recibían tales documentos. El 22 de enero de 1933, Balytskyi advirtió a Moscú que los campesinos ucranianos estaban huyendo de la república, y Stalin y Molotov ordenaron a la policía estatal que evitara las fugas. Al día siguiente, se prohibió la venta de billetes de ferrocarril de larga distancia a los campesinos. La justificación de Stalin era que los refugiados campesinos no estaban en realidad mendigando pan, sino participando en una «trama contrarrevolucionaria», al actuar como propaganda viviente para Polonia y otros estados capitalistas que deseaban desacreditar las granjas colectivas. A finales de febrero de 1933, unos 190 000 campesinos habían sido interceptados y devueltos a sus pueblos para que murieran en ellos.[65]
Stalin tema su «fortaleza» en Ucrania, pero era un castillo que parecía un gigantesco campo de concentración, con torres de vigilancia, fronteras selladas, trabajo inútil y penoso y muertes innumerables y previsibles.
7. Incluso después de que el objetivo de requisas para 1932 se cumpliera a finales de enero de 1933, la recolección de grano continuó. Las requisas siguieron en febrero y marzo, porque los miembros del partido buscaban grano para la siembra de primavera. A finales de diciembre de 1932, Stalin aprobó la propuesta de Kaganóvich de tomar las semillas destinadas a la siembra de primavera para completar el objetivo anual, por lo que las granjas colectivas se quedaron sin nada que plantar para la cosecha de otoño. Las semillas para la siembra de primavera podrían haber salido de los cargamentos de grano para la exportación, que estaban preparados en vagones de tren en aquel momento, o de los tres millones de toneladas de las reservas de la Unión Soviética. En lugar de eso, lo sacaron del poco que les quedaba a los campesinos de la Ucrania soviética. En muchos casos, era el único alimento que tenían para sobrevivir hasta la cosecha de primavera. 37 392 personas fueron arrestadas en los pueblos de la Ucrania soviética ese mes, muchos de los cuales seguramente pretendían salvar a sus familias de morirse de hambre.[66]
Esta recolección final fue un asesinato, aunque los que la llevaron a cabo, en general, creían hacer lo correcto. Como recuerda un activista, aquella primavera vio «gente morirse de hambre. Vi a mujeres y niños con los estómagos hinchados, poniéndose azules, que aún respiraban pero cuyos ojos estaban ausentes, sin vida». Aunque «veía todo aquello y no podía apartar de mi mente la idea de suicidarme», tenía fe: «como había hecho antes, creí porque quería creer». Otros activistas, sin duda, tenían menos fe y más miedo. Todos los niveles del partido en Ucrania habían sido depurados en los años anteriores; en enero de 1933, Stalin envió a sus propios hombres a controlar la cúpula. Alrededor de los comunistas que ya no expresaban su fe se formaba un «muro de silencio» que condenaba a los que quedaban encerrados en él. Aprendieron que resistir era ser purgado, y ser purgado significaba compartir el destino de aquellos cuyas muertes estaban provocando.[67]
Los activistas del partido comunista que se apoderaron del grano de la Ucrania soviética a principios de 1933 dejaron tras de sí un silencio mortal. El campo tenía sus propios sonidos, una música más lenta y suave que la de la ciudad, pero no menos predecible y reconfortante para los que habían nacido con ella. Ucrania se quedó muda.
Los campesinos habían sacrificado sus animales (o el Estado se los había arrebatado), habían matado las gallinas, los perros, los gatos. Habían espantado los pájaros con la caza. Los seres humanos, con suerte, habían huido; era más probable que estuvieran muertos o demasiado débiles para hacer ruido. Apartados de la atención del mundo por un Estado que controlaba la prensa y los movimientos de los periodistas extranjeros, privados de ayudas oficiales y de simpatía por una línea del partido que identificaba la muerte de hambre con el sabotaje, marginados de la economía por la intensa pobreza y la planificación injusta, separados del resto del país por normativas y cordones policiales, las personas morían solas, pueblos enteros morían solos. Dos décadas después, la filósofa política Hannah Arendt explicaba esta hambruna en Ucrania como el evento central de la creación de una sociedad moderna «atomizada», la alienación de todos para con todos.[68]
El hambre no llevó a la rebelión sino a la amoralidad, al crimen, a la indiferencia, a la locura, a la parálisis y, por fin, a la muerte. Los campesinos soportaron meses de sufrimientos indescriptibles, indescriptibles por su duración y su crueldad, pero también porque las personas estaban demasiado débiles y eran demasiado pobres y demasiado ignorantes para hacer la crónica de lo que les estaba ocurriendo. Pero los supervivientes recordarían. Como explica uno de ellos, hicieran lo que hicieran, los campesinos «seguían muriendo, muriendo, muriendo». La muerte era lenta, humillante, ubicua y genérica. Morir de hambre con cierta dignidad estaba fuera del alcance de casi todos. Petro Veldii mostró una rara fortaleza cuando se arrastró por su pueblo el día en el que esperaba morir. Los vecinos le preguntaban adónde iba: al cementerio, a morir. No quería que unos extraños arrastraran su cuerpo hasta una zanja, así que ya tenía cavada su propia tumba, pero cuando llegó al cementerio se encontró con que otro había ocupado la fosa. Se cavó una nueva, se tumbó dentro y esperó.[69]
Muy pocos testigos externos vieron y pudieron relatar lo ocurrido durante los meses más terribles. El periodista Gareth Jones había llegado a Moscú por sus propios medios y, violando la prohibición de viajar a Ucrania, tomó un tren a Járkov el 7 de marzo de 1933. Se bajó al azar en una pequeña estación y caminó por los campos con una mochila llena de alimentos. Encontró «hambre a una escala colosal». En todas partes escuchaba las mismas dos frases: «todo el mundo tiene el vientre hinchado por el hambre» y «estamos esperando la muerte». Durmió en suelos de tierra con niños hambrientos, y supo la verdad. Una vez compartió su comida con una niña que después exclamó: «Ahora que he comido cosas tan buenas ya puedo morir tranquila».[70]
Maria Lowinska viajó aquella primavera por la Ucrania soviética, acompañando a su esposo e intentando vender sus productos de artesanía. Los pueblos que conocían de visitas anteriores estaban ahora desiertos. El silencio interminable les daba miedo. Cuando escuchaban el canto de un gallo se alegraban tanto que su propia reacción les alarmaba. El músico ucraniano Yosyp Panasenko fue enviado por las autoridades centrales con su grupo de intérpretes de instrumentos tradicionales de cuerda para ofrecer cultura a los campesinos hambrientos. Aunque les había arrebatado hasta el último bocado de comida, el Estado tuvo la grotesca idea de elevar las mentes y los espíritus de los campesinos. Los músicos encontraban pueblos abandonados uno tras otro. Por fin, encontraron gente: dos muchachas muertas en una cama, las piernas de un hombre que asomaban de una estufa, y una anciana que deliraba y pasaba las uñas por el polvo. El agente del partido Viktor Kravchenko llegó una tarde a un pueblo para ayudar en la cosecha. Al día siguiente encontró diecisiete cadáveres en la plaza del mercado. Escenas semejantes se veían en los pueblos de toda la Ucrania soviética, donde aquella primavera la gente moría a un ritmo superior a las diez mil muertes al día.[71]
Los ucranianos que eligieron aceptar las granjas colectivas creyeron que de este modo al menos escaparían a la deportación. Pero ahora era posible que los deportaran, porque la colectivización de las granjas había fracasado. Unos quince mil campesinos fueron deportados de Ucrania entre febrero y abril de 1933. Al este y al sur de Ucrania, en regiones de la república soviética rusa habitadas por ucranianos, unas sesenta mil personas fueron deportadas por no poder cumplir las cuotas de grano. En 1933, otros 141 000 ciudadanos soviéticos fueron enviados al Gulag, la mayoría hambrientos o enfermos de tifus, muchos de ellos procedentes de la Ucrania soviética.[72]
En los campos del Gulag intentaban conseguir algo para comer; pero les resultaba tremendamente difícil, porque el Gulag tenía instrucciones de alimentar a los fuertes y privar a los débiles, y estos deportados llegaban ya debilitados por el hambre. Cuando los prisioneros hambrientos se envenenaban comiendo plantas silvestres y basura, los funcionarios de los campos los castigaban por vagancia. En 1933 al menos 67 297 personas murieron en los campos, de hambre y enfermedades asociadas, y otras 241 355 perecieron en los asentamientos especiales, muchas de ellas naturales de la Ucrania soviética. No se sabe cuántos miles más murieron en el largo viaje de Ucrania a Kazajistán o al extremo norte. Sacaban los cadáveres de los trenes y los enterraban allí mismo, sin anotar sus nombres ni las cifras de muertos.[73]
Los que ya estaban consumidos por el hambre cuando abandonaron sus hogares tenían pocas probabilidades de sobrevivir en un entorno extraño. Como anotó un funcionario estatal en mayo de 1933: «Cuando viajaba solía encontrarme exiliados administrativos vagando como sombras por los pueblos en busca de un trozo de pan o unas sobras. Comían carroña, perros y gatos muertos. Los vecinos cerraban sus casas. Los que lograban entrar en una casa caían de rodillas ante el dueño y, entre lágrimas, suplicaban un trozo de pan. Fui testigo de varias muertes en las carreteras entre los pueblos, en los baños públicos y en los graneros. Yo mismo vi personas hambrientas que se arrastraban por la acera agonizantes. La policía los recogía y morían unas horas después. En abril, un investigador y yo pasamos por delante de un granero y encontramos un cuerpo muerto. Enviamos a un policía y a un médico para recogerlo y ellos encontraron otro cadáver dentro del granero. Ambas personas habían muerto de hambre, no de forma vio lenta». El campo de Ucrania había exportado su comida al resto de la Unión Soviética; ahora exportaba parte de la hambruna resultante… al Gulag.[74]
Los niños nacidos en la Ucrania soviética a finales de los años veinte y principios de los treinta llegaron a un mundo de muerte, entre padres sin esperanza y autoridades hostiles. Un niño nacido en 1933 tenía una esperanza de vida de siete años. Incluso en aquellas circunstancias, algunos pequeños eran capaces de encontrar motivos de esperanza. Hanna Sobolewska, que perdió a su padre y a cinco hermanas y hermanos por el hambre, recordaba la dolorosa esperanza de su hermano menor, Józef. Incluso hinchado por el hambre seguía encontrando señales de vida. Un día creyó ver que la cosecha había brotado del suelo; otro día, pensó que había encontrado champiñones. «¡Ahora viviremos!», exclamaba, y repetía estas palabras cada noche antes de dormirse. Después, se despertó una mañana y dijo: «Todo se muere». Al principio, los escolares escribían a las autoridades con la esperanza de que el hambre fuera producto de un malentendido. Los alumnos de una clase de una escuela elemental, por ejemplo, enviaron una carta a las autoridades del partido pidiendo «su ayuda, porque nos estamos muriendo de hambre. Deberíamos estar estudiando, pero tenemos demasiada hambre para caminar».[75]
Pronto estas cosas dejaron de ser noticia. En la escuela a la que asistía Yurii Lysenko, de ocho años, en la región de Járkov, una niña se cayó en clase un día, como si se hubiera dormido de pronto. Los adultos corrieron hacia ella, pero Yurii sabía que ya no había esperanza, «que ella había muerto y que la enterrarían en el cementerio, como habían enterrado a otros el día anterior, y el anterior, y todos los días». Los niños de otra escuela sacaron de un estanque el cuerpo mutilado de un compañero de clase que encontraron cuando estaban pescando. Toda su familia había muerto: ¿Se lo habrían comido antes? ¿O había sobrevivido a sus parientes sólo para que un caníbal lo matara? Nadie lo supo; pero preguntas como éstas eran comunes entre los niños de Ucrania en 1933.[76]
Los padres no podían cumplir sus obligaciones. Los matrimonios se resentían cuando las esposas, a veces con el consentimiento angustiado de sus maridos, se prostituían con los líderes locales del partido a cambio de harina. Los padres, aunque ambos vivieran, estuvieran juntos y pusieran el mayor empeño, apenas podían cuidar de sus hijos. Un día, un padre de la región de Vynitsia fue a enterrar a uno de sus dos hijos y al regresar a casa se encontró al otro muerto. Algunos padres mostraban su amor por sus hijos protegiéndolos, y los encerraban en cabañas para mantenerlos a salvo de las bandas errantes de caníbales. Otros padres entregaban a sus hijos a familiares que vivían lejos o a forasteros, o los dejaban en las estaciones de ferrocarril. Los campesinos desesperados que alzaban a sus criaturas hasta las ventanillas de los trenes no necesariamente mendigaban comida: a menudo intentaban entregar a sus hijos a alguien que probablemente vendría de la ciudad y que, por lo tanto, no se moría de hambre. Padres y madres enviaban a sus hijos a las ciudades a mendigar, con resultados muy di versos. Algunos niños morían por el camino, o en su destino. A otros los detenía la policía de la ciudad e iban a morir en la oscuridad, en una metrópolis extraña donde eran enterrados en una fosa común con otros pequeños cuerpos. Incluso cuando los niños volvían, las noticias no solían ser buenas. Petro Savhira fue a Kiev a mendigar con uno de sus hermanos y a su regreso se encontró muertos a sus otros dos hermanos.[77]
La inanición dividía a algunas familias, los padres se volvían contra los hijos y los hijos unos contra otros. Como la policía estatal, la OGPU, se sintió obligada a constatar, en la Ucrania soviética «las familias matan a sus miembros más débiles, normalmente niños, y se comen su carne». Incontables padres mataron y se comieron a sus hijos, y más tarde murieron de hambre ellos también. Una madre cocinó a su hijo para ella y para su hija. Una niña de seis años vio por última vez a su padre mientras éste afilaba el cuchillo para sacrificarla, antes de que otros parientes la salvaran. Eran posibles muchas combinaciones. Una familia mató a su nuera, le dio su cabeza a los cerdos y asó el resto del cuerpo.[78]
En un sentido más amplio, fueron tanto la política como el hambre las que destruyeron familias y enfrentaron a la generación joven con la mayor. Los miembros de las Juventudes Comunistas servían en las brigadas que requisaban la comida. Pero, además, los niños integrados en los Pioneros debían ser «los ojos y los oídos del partido dentro de la familia». Los más sanos eran encargados de vigilar los campos para evitar robos. Medio millón de niños y niñas preadolescentes y adolescentes ocupaban las torres de vigilancia para observar a los adultos en el verano de 1933 en Ucrania. Se esperaba que todos los niños informaran acerca de sus padres.[79]
La supervivencia era una lucha moral además de física. Una doctora le escribía a una amiga, en junio de 1933: «aún no soy caníbal, pero no estoy segura de que cuando recibas esta carta no me haya convertido ya en una». Las buenas personas morían antes. Morían los que se negaban a robar o a prostituirse. Morían los que daban comida a otros. Morían los que rehusaban comer cadáveres humanos. Morían los que no querían matar a otros hombres. Morían los padres que no querían caer en el canibalismo, y sus hijos morían después. En 1933, Ucrania estaba llena de huérfanos y a veces la gente los acogía. Pero, sin comida, ni aún los forasteros más bondadosos podían hacer gran cosa por esos niños. Niños y niñas permanecían tendidos en sábanas y mantas, comiéndose sus propios excrementos y esperando la muerte.[80]
En un pueblo de la región de Járkov, unas mujeres hacían lo que podían para cuidar a los niños. Formaron, recuerda una de ellas «una especie de orfanato». Sus pupilos se encontraban en condiciones penosas: «Los niños tenían los estómagos abultados; estaban cubiertos de heridas y de costras, sus cuerpos parecían a punto de reventar. Los sacábamos afuera, los poníamos encima de sábanas y gemían. Un día, los niños se callaron de repente; fuimos a mirar lo que ocurría y vimos que se estaban comiendo a Petrus, el más pequeño. Le arrancaban tiras de carne y se las comían. Y Petrus hacía lo mismo, se arrancaba tiras y se comía todo lo que podía. Los otros niños ponían los labios en las heridas y se bebían la sangre. Apartamos al niño de las bocas hambrientas y nos echamos a llorar».[81]
El canibalismo es tabú tanto en la vida como en la literatura, y las comunidades procuran proteger su dignidad suprimiendo los documentos que registran este modo desesperado de supervivencia. Los ucranianos del exterior de la Ucrania soviética lo han considerado des de entonces un motivo de gran vergüenza. Pero aunque el canibalismo en Ucrania en 1933 dice mucho del sistema soviético, no dice nada de los ucranianos como pueblo. La hambruna conlleva el canibalismo. En Ucrania llegó un momento en el que había poco o nada de grano y la única carne era la humana. Se creó un mercado negro de carne humana; es posible incluso que la carne humana entrara en la economía oficial. La policía investigaba a todos los que vendían carne, y las autoridades estatales vigilaban de cerca los mataderos y las carnicerías. Un joven comunista de la región de Járkov informó a sus superiores de que sólo podría cubrir el cupo de carne si utilizaba seres humanos. En los pueblos, era sospechoso que saliera humo de una chimenea, porque constituía un indicio de que quizá unos caníbales estaban comiéndose a una víctima, o de que una familia estaba asando a uno de sus miembros. La policía seguía el humo y hacía arrestos. Al menos 2505 personas fueron sentenciadas por canibalismo durante los años 1932 y 1933 en Ucrania, pero la cifra real fue sin duda mucho mayor.[82]
El pueblo de Ucrania jamás consideró aceptable el canibalismo. Incluso en el punto álgido de la hambruna, para los vecinos de los pueblos constituía un ultraje descubrir que había caníbales entre ellos, hasta el punto de que los culpables eran golpeados e incluso quemados vivos de forma espontánea. La mayoría de las personas no sucumbió al canibalismo: un huérfano era un niño que no había sido devorado por sus padres. Y los motivos para comer carne humana eran diversos. Algunos caníbales eran sin duda criminales de la peor calaña. Bazylii Graniewicz, por ejemplo, perdió a su hermano Kolya a manos de un caníbal. Cuando éste fue arrestado por la milicia, encontraron la cabeza de Kolya entre las once que tenía en su casa. Pero, a veces, el canibalismo era un crimen sin víctimas. Algunos padres y madres mataban a sus hijos y se los comían, y en tales casos los niños eran sin duda las víctimas. Pero otros padres les pedían a sus hijos que se alimentaran de ellos sí morían, Más de un niño ucraniano tuvo que decirle a un hermano o hermana: «Madre dice que si se muere nos la comamos». Eso era previsión y amor.[83]
Uno de los últimos servicios que realizaba el Estado era la eliminación de los cadáveres. Como escribió en 1933 un estudiante ucraniano, la tarea era ardua: «No siempre es posible enterrar a los muertos, porque los hambrientos mueren en los campos mientras vagan de pueblo en pueblo». En las ciudades había carros que hacían rondas a primera hora de la mañana para recoger a los campesinos muertos la noche anterior. En el campo, los campesinos con mejor salud formaban brigadas para recoger los cadáveres y enterrarlos. Pocas veces tenían las ganas ni la fuerza para enterrarlos muy profundamente, por lo que brazos y manos asomaban por encima de la tierra. Los equipos de enterradores cobraban según el número de cadáveres recogidos, lo que daba pie a ciertos abusos. Los equipos se llevaban a los moribundos junto con los muertos y los enterraban vivos. Por el camino les decían que, de todos modos, iban a morir pronto, así que ¿qué más daba? En algunos casos, estas víctimas lograron salir escarbando de las poco profundas fosas. Los enterradores, por su parte, se debilitaban y morían, y sus cuerpos eran abandonados allí donde caían. Un técnico agrónomo recuerda que «devoraban los cadáveres los perros que nadie se había comido y que se habían vuelto salvajes».[84]
En septiembre de 1933, la cosecha de la Ucrania soviética fue recogida por soldados del Ejército Rojo, activistas del partido comunista, obreros y estudiantes. Obligados a trabajar incluso cuando se estaban muriendo, los hambrientos campesinos habían sembrado en primavera la cosecha que no vivirían para recoger. De la Rusia soviética llega ron colonos para ocupar las casas y los pueblos, y se encontraron con, que primero tendrían que recoger los cadáveres de los anteriores habitantes. A menudo, los cuerpos podridos se les deshacían entre las manos. En ocasiones, los recién llegados regresaban a sus casas al ver que el hedor no desaparecía del todo pese a los fregados y la pintura; pero otras veces se quedaban. El «material etnográfico» soviético (como le dijo un oficial soviético a un diplomático italiano) había sido alterado; Igual que antes en Kazajistán, donde el cambio fue aún más drástico, el equilibrio demográfico de la Ucrania soviética cambió a favor de los rusos.[85]
¿Cuántas personas murieron de hambre a principios de la década de 1930 en la Unión Soviética y en su república ucraniana? Nunca lo sabremos con exactitud. No se conservaron archivos completos. Los que existen confirman la escala masiva del suceso: las autoridades de la sanidad pública del óblast de Kiev, por ejemplo, constataron que 493 644 personas iban a sufrir hambre en la región sólo en el mes de abril de 1933. Las autoridades locales tenían miedo de registrar las muertes por inanición, y al cabo de un tiempo no estuvieron en condiciones de registrar nada en absoluto. Con mucha frecuencia, las únicas instancias del poder estatal que entraban en contacto con los muertos eran las brigadas de enterradores, y éstas no llevaban nada que se pareciera a un registro sistemático.[86]
El censo soviético de 1937 contabilizó ocho millones de personas menos de lo esperado: la mayoría eran víctimas de la hambruna en Ucrania, Kazajistán y Rusia, más los niños que no tuvieron. Stalin suprimió los datos e hizo ejecutar a los demógrafos responsables. En 1933, funcionarios soviéticos daban en privado una cifra estimada de cinco millones y medio de muertos por inanición, que parece correcta, aunque un poco baja, para la Unión Soviética a principios de los años treinta, incluyendo Ucrania, Kazajistán y Rusia.[87]
Un análisis demográfico retrospectivo sugiere unos dos millones y medio de muertos en Ucrania, una cifra demasiado cercana a los dos millones cuatrocientas mil muertes de más que reflejó el censo, cantidad que debía estar bastante rebajada, porque muchas muertes no fueron registradas. Otro cálculo demográfico, llevado a cabo por encargo de las autoridades de la Ucrania independiente, arroja la cifra de 3,9 millones de muertos. La verdad probablemente se encuentre entre ambos números, donde se sitúan las estimaciones de los estudiosos más respetados. Parece razonable proponer una cifra de unos 3,3 millones de muertos por inanición y por enfermedades relacionadas con el hambre en la Ucrania soviética en 1932-1933. De ellos, unos tres millones serían ucranianos y el resto rusos, polacos, alemanes, judíos y otros. Entre el aproximadamente un millón que murió en la república soviética de Rusia, probablemente había por lo menos doscientos mil ucranianos, ya que el hambre golpeó con fuerza en las regiones donde vivían. Quizá hasta cien mil ucranianos más se encontraron entre el millón trescientas mil personas que murieron en las primeras hambrunas de Kazajistán. En total, no menos de 3,3 millones de ciudadanos soviéticos murieron en Ucrania de inanición y enfermedades relacionadas con el hambre, y aproximadamente el mismo número de nacionales de Ucrania murió en el con junto de la Unión Soviética.[88]
Rafał Lemkin, el jurista internacional que inventó el término genocidio definió el caso ucraniano como «un ejemplo clásico de genocidio soviético». El tejido de la sociedad rural de Ucrania fue puesto a prueba, llevado al límite y desgarrado. Los campesinos ucranianos fueron muertos, humillados o repartidos por los campos a lo largo y a lo ancho de la Unión Soviética. Los supervivientes cargaron con sentimientos de culpa e impotencia y, a veces, con recuerdos de colaboración y de canibalismo. Cientos de miles de huérfanos crecerían para convertirse en ciudadanos soviéticos pero no ucranianos, al menos no del modo en que habrían crecido en una familia y en un país ucranianos intactos. Los intelectuales ucranianos que sobrevivieron a las calamidades perdieron la confianza en sí mismos. Tanto el escritor como el activista político más destacados de la Ucrania soviética se suicidaron, el primero en mayo y el segundo en julio de 1933. El estado soviético derrotó a todos los que deseaban alguna autonomía para la república de Ucrania, para sí mismos y para sus familias.[89]
Los comunistas extranjeros que estaban en la Unión Soviética y fueron testigos del hambre consiguieron de algún modo considerar la hambruna no como una tragedia nacional sino como un paso adelante para la humanidad. El escritor Arthur Koestler creía en aquella época que los hambrientos eran «enemigos del pueblo que prefieren mendigar a trabajar». Su compañero de casa en Járkov, el físico Alexander Weissberg, sabía que habían muerto millones de campesinos y, no obstante, conservó la fe. Koestler se quejaba ingenuamente ante Weissberg de que la prensa soviética no publicara que los ucranianos no tenían «nada que comer y por lo tanto se están muriendo como moscas». Él y Weissberg sabían que eso era cierto, como lo sabía cualquiera que tu viera algún contacto con el país. Pero escribir sobre la hambruna hubiera hecho imposible la fe. Los dos creían que la destrucción del campo podía admitirse como parte de una historia general del progreso humano. Las muertes de los campesinos ucranianos eran el precio a pagar por una civilización más elevada. Koestler abandonó la Unión Soviética en 1933. Weissberg lo acompañó a la estación del tren, y sus palabras de despedida fueron: «Pase lo que pase, mantén bien alta la bandera de la Unión Soviética».[90]
Pero el resultado final del hambre no fue el socialismo, en ningún sentido de la palabra excepto en el estalinista. En un pueblo de Ucrania, el arco triunfal erigido para celebrar el final del Plan Quinquenal estaba rodeado de cadáveres de los campesinos. Los funcionarios soviéticos que persiguieron a los kulaks tenían más dinero que sus víctimas, y los miembros del partido en las ciudades gozaban de perspectivas vitales mucho mejores. Los campesinos no tenían derecho a car tillas de racionamiento, mientras que las élites del partido adquirían alimentos selectos en tiendas especiales; aunque, si engordaban demasiado, debían tener cuidado con los «fabricantes de salchichas» que merodeaban, sobre todo por las noches. Las mujeres ricas de las ciudades de Ucrania, normalmente esposas de altos funcionarios, cambiaban sus raciones de comida por bordados campesinos y ornamentos robados de las iglesias rurales. De este modo, la colectivización robó también su identidad a los pueblos de Ucrania, igual que había destruido moral y físicamente a sus campesinos. El hambre llevó a los ucranianos y a otros a despojarse de todo y a desnudar también sus lugares de culto antes de conducirlos a la muerte.[91]
Aunque Stalin, Kaganóvich y Balytskyi explicaran la represión en Ucrania como una respuesta al nacionalismo ucraniano, la Ucrania soviética era una república plurinacional. La hambruna afectó a rusos, polacos, alemanes y muchos otros. Los judíos de Ucrania solían vivir en las ciudades, pero los del campo no fueron menos vulnerables que los demás. Un día de 1933, un redactor de la plantilla del diario del partido, Frauda que negaba el hambre, recibió una carta de su padre judío. «La presente es para comunicarte —escribía el padre— que tu madre ha muerto. Murió de hambre después de meses de sufrimiento». Su último deseo fue que su hijo rezara el kadish para ella. El episodio revela la diferencia generacional entre los padres anteriores a la revolución y los hijos que crecieron en ella. No sólo entre los judíos, sino también entre los ucranianos y otros, la generación educada en los años veinte era mucho más proclive a aceptar el sistema soviético que las generaciones que habían vivido en el Imperio Ruso.[92]
Los diplomáticos alemanes y judíos informaban a sus superiores del sufrimiento y la muerte de alemanes y polacos en la Ucrania soviética. El cónsul alemán en Járkov escribió que «casi siempre que me aventuro en las calles veo gente cayéndose de hambre». Los diplomáticos polacos se enfrentaban a largas colas de personas hambrientas des esperadas por conseguir un visado. Uno de los diplomáticos informaba: «Con frecuencia los que acuden, hombres hechos y derechos, lloran cuando hablan de sus esposas e hijos moribundos o hinchados por el hambre». Como sabían estos diplomáticos, muchos campesinos de Ucrania, no sólo los polacos y alemanes, esperaban una invasión exterior que los liberara de su agonía. Hasta mediados de 1932, su mayor esperanza fue Polonia. La propaganda de Stalin llevaba cinco años diciendo que Polonia planeaba invadir Ucrania y anexionársela. Cuando empezó la hambruna, muchos campesinos ucranianos desea ron que la propaganda se hiciera realidad. Como dijo un espía polaco, se aferraban a la esperanza de que «Polonia o cualquier otro Estado viniera a librarlos de la desgracia y la opresión».[93]
Cuando Polonia y la Unión Soviética firmaron su pacto de no agresión en julio de 1932, la esperanza se desvaneció. A partir de entonces, los campesinos sólo pudieron esperar un ataque alemán. Ocho años más tarde, los supervivientes estuvieron en condiciones de comparar el dominio soviético con el germano.
Los hechos básicos del hambre y las muertes en masa, aunque a veces aparecían en la prensa europea y norteamericana, nunca adquirieron la naturaleza de sucesos incontestables. Casi nadie afirmó que Stalin quisiera matar de hambre a los ucranianos; incluso Adolf Hitler prefirió acusar al sistema marxista. La simple afirmación de que la hambruna se estaba produciendo suscitaba controversias; Gareth Jones lo sostuvo en un puñado de artículos de prensa y al parecer fue el único que lo hizo en inglés y con su firma. Cuando, en otoño de 1933, el cardenal Theodor Innitzer de Viena intentó reunir ayuda para alimentos destinados a los hambrientos, las autoridades soviéticas lo rechazaron agriamente diciendo que la Unión Soviética no te nía «ni cardenales ni caníbales»: una afirmación que era verdad sólo a medias.[94]
Aunque los periodistas sabían menos que los diplomáticos, muchos de ellos eran conscientes de que millones de personas estaban muriendo de hambre. Walter Duranty, el prestigioso corresponsal del New York Times en Moscú, hizo todo lo posible para socavar el preciso in forme de Gareth Jones. Duranty, que ganó un premio Pulitzer en 1932, calificó el relato que hacía Jones de la hambruna de «gran cuento de terror». La afirmación de Duranty de que no había hambruna sino sólo «mortalidad causada por enfermedades derivadas de la mala nutrición» se hacía eco de los usos soviéticos y elevaba el eufemismo a la categoría de mendacidad, una distinción que hizo Orwell, quien ciertamente consideraba el hambre de 1933 en Ucrania como un ejemplo señero de esas negras verdades que los artistas del lenguaje recubrían con brillantes colores. Duranty sabía que millones de personas habían muerto de hambre; pero afirmaba en su periódico que el hambre servía a un propósito superior. Pensaba que no se podía «hacer una tortilla sin cascar los huevos». Además de Jones, el único periodista que aportó informes serios en lengua inglesa —publicados de forma anónima en el Manchester Guardian— fue Malcolm Muggeridge. Escribió que aquella hambruna era «uno de los crímenes más monstruosos de la historia, tan terrible que, en el futuro, la gente apenas podrá creer que esto haya ocurrido».[95]
Para ser justos, incluso los más interesados en los acontecimientos de la Ucrania soviética, los ucranianos residentes cerca de la frontera exterior de la Unión Soviética, necesitaron meses para comprender el alcance de la hambruna. Unos cinco millones de ucranianos vivían en la vecina Polonia, y sus líderes políticos se esforzaron por atraer la atención internacional sobre la muerte colectiva en la Unión Soviética; pero, aún así, sólo comprendieron la magnitud de la tragedia en mayo de 1933, cuando la mayoría de las víctimas ya había muerto. A lo largo del verano y el otoño siguientes, los periódicos ucranianos en Polonia cubrieron la hambruna y los políticos ucranianos del país organizaron marchas y manifestaciones. La líder de la organización feminista ucraniana intentó organizar un bloqueo internacional de los productos soviéticos en una llamada a las mujeres del mundo. Se hicieron varios intentos de llegar al presidente de Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt.[96]
Nada de eso dio resultado. Las leyes del mercado internacional permitieron que el grano tomado de Ucrania alimentara a otros países. Roosevelt, preocupado ante todo por la situación de los trabajadores estadounidenses durante la Gran Depresión, deseaba establecer relaciones diplomáticas con la Unión Soviética. Los telegramas de los activistas ucranianos le llegaron en otoño de 1933, justo cuando su iniciativa personal de entablar relaciones con los soviéticos empezaba a dar frutos. Estados Unidos reconoció a la Unión Soviética en noviembre de 1933.
El principal resultado de la campaña estival de los ucranianos de Polonia fue una hábil contrapropaganda soviética. El 27 de agosto de 1933, el político francés Édouard Herriot llegó a Kiev como invitado oficial. Herriot, líder del Partido Radical, había sido tres veces primer ministro, la más reciente en 1932. Era un hombre corpulento, célebre por su apetito, y él mismo comparaba su cuerpo con el de una embarazada de gemelos. En las recepciones en la Unión Soviética lo mantuvieron apartado de los diplomáticos alemanes y polacos, que podrían haber estropeado la diversión con menciones inconvenientes a la hambruna.[97]
El día anterior al fijado para la visita de Herriot a Kiev, la ciudad fue cerrada y se ordenó a la población que la limpiara y engalanara. Las vitrinas de las tiendas, vacías todo el año, se llenaron de pronto de comida, una comida que no estaba a la venta y sólo servía de decorado para que lo viera un único visitante extranjero. La policía, con uniformes nuevos, dispersaba a las multitudes. Todos los que vivían a lo largo del recorrido de Herriot fueron obligados a realizar un ensayo, vestidos para la visita, para comprobar que sabían dónde colocarse y qué ropas llevar. Condujeron a Herriot por la incomparable avenida principal de Kiev, la Kreschatík, animada por el tráfico de automóviles (recogidos en varias ciudades y conducidos por activistas del partido para crear la apariencia de bullicio y prosperidad). En la calle, una mujer murmuró: «Quizá este burgués le dirá al mundo lo que está pasando aquí». Se llevaría una desilusión. En lugar de eso, Herriot expresó su asombro por lo bien que la Unión Soviética había hecho honor tanto al «espíritu socialista» como al «sentimiento nacional ucraniano».[98]
El 30 de agosto de 1933, Herriot visitó la comuna infantil Feliks Dzierzynski de Járkov, una escuela bautizada con el nombre del fundador de la policía secreta soviética. Por aquel entonces, los niños seguían muriéndose de hambre en la región de Kiev; los que vio Herriot habían sido escogidos entre los más sanos y fuertes. Lo más probable es que las ropas que llevaban se las hubieran prestado aquella mañana. El cuadro, desde luego, no era falso del todo: los soviéticos habían construido escuelas para los niños ucranianos y estaban en camino de erradicar el analfabetismo. Los niños que vivían a finales de 1933 sabrían leer cuando fueran adultos, y eso era lo que los soviéticos que rían que viera Herriot. El francés preguntó, sin la menor ironía, qué habían almorzado los niños. De esta pregunta informal dependía la imagen de la Unión Soviética. Vasili Grossman recrearía la escena en su dos novelas mayores. Como recuerda el escritor, habían preparado a los niños para esa pregunta, y ellos dieron una respuesta plausible. Herriot creyó lo que había visto y oído, y siguió viaje a Moscú, donde fue agasajado con caviar en un palacio.[99]
Las granjas colectivas de la Unión Soviética, les dijo Herriot a los franceses a su regreso, eran huertos bien cuidados. El periódico oficial del partido, Pravda, reprodujo con placer las observaciones de Herriot. La historia había terminado. O, tal vez, la historia estaba en otra parte.