Nota del autor
Sé qué estás pensando: «¿Cómo te atreves tú, un escritor cómico estadounidense que habita en las profundidades más alejadas del genio, a meterte con el mayor artista de la lengua inglesa que haya vivido jamás?»
Sí, estás pensando que «Shakespeare escribe una tragedia de perfecta elegancia que funciona impecablemente y tú no puedes dejarla en paz; tienes que ponerle encima tus manazas grasientas, mancharla con tus fornicios de alimaña y tus corridas de mono. Cosas bonitas, no, de eso no nos das nada».
Está bien, está bien. En primer lugar, decirte que tu razonamiento es bueno. Y en segundo lugar, que no doy crédito a que pienses así…
Pero tienes razón, me he cargado la historia y la geografía inglesas, El rey Lear y la lengua inglesa en general. Pero, en mi defensa…, vaya, en realidad no tengo ninguna defensa, pero te contaré de dónde partí cuando intentaba recrear la historia del rey Lear.
Si uno trabaja con la lengua inglesa, y más si lo hace durante un tiempo tan rejodidamente largo como lo he hecho yo, acaba tropezándose, inevitablemente, con las obras de Will casi en cada esquina. No importa lo que uno pretenda decir, resulta que Will ya lo ha dicho de modo más elegante, más sucintamente, con mayor lirismo, y además en pentámetro yámbico, y por si fuera poco hace cuatrocientos años. Uno no puede hacer lo que hizo William, pero sí reconocer la genialidad que hace falta para hacerlo. Pero no, yo no empecé El bufón como homenaje a Shakespeare, sino a causa de la gran admiración que siento por la comedia inglesa.
La idea de escribir la historia de un bufón, de un bufón inglés, se me ocurrió porque me encanta escribir sobre granujas. Lancé el primer globo sonda hace ya varios años, durante un almuerzo en Nueva York con mi editora norteamericana Jennifer Brehl, tras una noche en la que había tomado demasiados somníferos. (Esa ciudad me estresa. Siempre me siento como una esponja que se dedica a secar la ansiedad de la frente de Nueva York).
—Jen, quiero escribir un libro sobre un bufón. Pero no sé si debería ser un bufón genérico, o el del rey Lear.
—No, no, tienes que escribir sobre el de Lear.
—Pues sobre el de Lear será —respondí yo, como si aquello no implicara mayor esfuerzo que el de decirlo.
Al momento, gradualmente, la editora se derritió en su silla y fue sustituida por un ciempiés fumador de narguile que sólo decía: «bah, bah, bah, bah», pero que pagó el almuerzo. Del resto de esa mañana no recuerdo nada. (Consejo para viajeros de negocios: si después de dos píldoras no os dormís, no os toméis una tercera).
Y así fue como me sumergí en las profundidades, y me pasé casi dos años inmerso en la obra de Shakespeare: representada en vivo, en su forma escrita, y en DVD. Debo de haber visto treinta representaciones distintas de El rey Lear y, francamente, hacia la mitad de mi investigación, tras escuchar a una docena de Lears encolerizarse bajo la tormenta y lamentarse por lo capullos integrales que habían sido, sentía deseos de subirme yo mismo al escenario y matar al viejo con mis propias manos. Pues aunque respeto y admiro el talento y la energía que un actor necesita para interpretar al rey shakespeariano, así como la elocuencia de los parlamentos, existe un límite de resistencia al quejido a partir del cual el ser humano desea hacerse socio del «Comité a favor de convertir el maltrato a los ancianos en deporte olímpico». A todas la atracciones existentes en Stratford-upon-Avon, creo que deberían añadir una en la que a los participantes se les permitiera empujar a reyes Lear desde lo alto de un precipicio. Sí, sí, algo así como el puenting, pero sin cuerda. Sólo: «Rabia, viento, empujón, caída de morros, ¡Aaaaaaaaah!, Chof». Y un bendito silencio. De acuerdo, tal vez no. (En Stratford está el Hospital de desahuciados de Shakespeare, por cierto, para aquellos que marcaron la casilla «O no ser»).
A partir del momento en que alguien decide recrear a Lear, el tiempo y el espacio se convierten en problemas que deben abordarse.
Según la historia de los monarcas británicos (Los reyes de Bretaña), recopilada en 1136 por el clérigo galés de Monmouth, el auténtico rey Leir, si en verdad existió, vivió en el año 400 a. C., es decir, a caballo entre las vidas de Platón y Aristóteles, durante el máximo esplendor del imperio griego, cuando en Inglaterra no existían grandes castillos, cuando a los condados a los que Shakespeare se refiere en su obra les faltaba mucho para establecerse y cuando, en el mejor de los casos, Leir habría sido una especie de jefe tribal, no el soberano de un vasto reino con autoridad sobre un complejo sistema sociopolítico de duques, condes y caballeros. Su castillo habría sido una fortaleza de adobe. En la obra, Shakespeare se refiere a algunos dioses griegos, y ciertamente, según la leyenda, el padre de Leir, Bladud, que era pastor de cerdos, leproso y rey de los britanos, viajó a Atenas en busca de guía espiritual, y a su regreso construyó, en Bath, un templo dedicado a la diosa Atenea, donde la veneraba y se dedicaba a la nigromancia. Leir llegó a ser rey un poco por defecto, cuando a Bladud empezaron a caérsele varios órganos y extremidades vitales. La batalla por las almas entre paganos y cristianos que yo describo en El bufón tal vez tuviera lugar entre los años 500 y 800 d. C., y no durante el siglo XIII imaginario de Bolsillo.
Así pues, el tiempo se convierte en un problema, no sólo en relación con la historia, sino también con el lenguaje. El espectro temporal de la obra parece jorobar al propio Shakespeare, pues en un determinado momento hace que el bufón suelte una larga lista de profecías, tras lo que añade: «Esta profecía la hará Merlín, porque yo vivo antes de su tiempo» (acto III, escena II). Es como si William lanzara la pluma al aire y dijera: «No tengo ni idea de qué diablos está pasando, y por tanto lanzo este gran pedazo de mierda a los espectadores del gallinero, a ver si se la tragan». Nadie parece saber qué clase de lengua se hablaba en el 400 a. C., pero sin duda inglés no era. Y si el inglés de Shakespeare es elegante y en muchos aspectos revolucionario, en su mayor parte resulta ajeno al lector del inglés moderno. De modo que, siguiendo la tradición shakesperiana de lanzar la pluma al aire, decidí situar la historia en una Edad Media más o menos mítica, pero con vestigios lingüísticos de la época isabelina, así como de argot inglés moderno, de cockney[19] (aunque el argot rimado siga siendo un absoluto misterio para mí), y de mis propias gilipolleces norteamericanas. (Así, Bolsillo se refiere a la perfección del «gadongo» de Regan, y Talía se refiere al milagro de santa Canela que expulsó todos los Mazdas de Swinden, y todo ello con absoluta impunidad histórica). Y para los quisquillosos que deseen señalar los anacronismos de El bufón, que se queden tranquilos, que el libro entero es un anacronismo. Obviamente. Aparecen incluso referencias a los «mericanos», raza extinguida desde hace mucho tiempo, lo que sitúa nuestro presente en un pasado más o menos distante («Hace mucho tiempo, en una galaxia muy lejana…», y esas cosas, ya me entiendes). Está hecho expresamente.
Al abordar la geografía de la obra, busqué las localizaciones modernas de lugares que se mencionan en el texto: Gloucester, Cornualles, Dover, etc., así como Londres. La única Albany que hallé se encuentra hoy, más o menos, en el perímetro del área metropolitana londinense, por lo que situé la de Goneril en Escocia, sobre todo para facilitar el acceso al bosque de Birnam y a las brujas de Macbeth. Lametón de Perro, Agua de Cachimba y Coyunda de Cabra sobre Cabeza de Lombriz existen en mi imaginación, aunque en Gales existe un lugar que sí se llama «Cabeza de Lombrices».
La trama de El rey Lear, de Shakespeare, está tomada de otra obra que se representó en Londres tal vez diez años antes, La tragedia del rey Leir, y cuya versión impresa se ha perdido. El rey Leir se representó en tiempos de Shakespeare, pero no hay modo de saber cómo era el texto, aunque sí que la historia debía de ser similar a la de el bardo, y puede afirmarse con ciertas garantías que él era consciente de ello. Se trata de algo que no resulta excepcional en Shakespeare. De hecho, de sus treinta y ocho obras, se cree que sólo tres surgieron de sus ideas originales.
Incluso el texto de El rey Lear que nosotros conocemos fue confeccionado por Alexander Pope en 1724 a partir de fragmentos y pedazos de ediciones impresas anteriores. Resulta interesante saber que, en contraste con la tragedia, el primer poeta laureado inglés, Nathan Tate, reescribió El rey Lear con un final feliz, en el que Lear y Cordelia acaban reconciliándose, Cordelia se casaba con Edgar y todos eran felices y comían perdices. La versión con «final feliz» de Tate se representó durante unos doscientos años antes de que la versión de Pope subiera a un escenario. Y, en efecto, en el Reyes de Britania, de Monmouth, Cordelia aparece como la monarca que sucedió a Leir, y que mantuvo la corona durante cinco años (aunque, de nuevo, no existen datos históricos que lo avalen).
Entre quienes han leído El bufón, hay quien ha expresado su deseo de «desempolvar» su rey Lear y releerlo, para comparar, tal vez, el material del que bebe mi versión de la historia. (Lo del polvo con el árbol no lo recuerdo en el original, pero ha pasado ya mucho tiempo). Aunque sin duda se me ocurren formas peores de pasar el rato, sospecho que «por ahí queda la locura». En El bufón cito y parafraseo fragmentos de no menos de una docena de obras, y a estas alturas ya no estoy seguro de qué pertenece a qué. Esto lo he hecho fundamentalmente para asustar a los críticos, que se mostrarán reacios a citar pasajes de mi obra por miedo a que les replique el propio bardo en persona. (En una ocasión, un crítico me llamó a capítulo por escribir con prosa forzada, y el fragmento que citó era de La desobediencia civil de Thoreau. En la vida no se dan muchos grandes momentos; ponerle en evidencia su error a aquel crítico fue uno de los míos).
Unas líneas sobre los prejuicios de Bolsillo: sé que el término «malditos franceses» parece abundar más de la cuenta en el discurso del bufón, pero ello no debe interpretarse en modo alguno como indicador de mis propios sentimientos hacia Francia o los franceses. Lo que quería era mostrar esa especie de resentimiento a flor de piel que los ingleses parecen albergar hacia los franceses, y por ser justos, el que se da en sentido inverso. Como un amigo inglés me explicó en una ocasión: «Sí, claro, nosotros odiamos a los franceses, pero no queremos que nadie más los odie. Son nuestros. Lucharemos hasta la muerte para preservarlos y poder seguir odiándolos». No me importa si eso es cierto o no; el caso es que me pareció gracioso. O, como dice un conocido francés: «Todos los ingleses son gays, lo que pasa es que algunos no lo saben y se acuestan con mujeres». Yo estoy bastante seguro de que eso no es cierto, pero me pareció gracioso. Esos malditos franceses son geniales, ¿verdad?
Y, por último, deseo dar las gracias a todos los que me han ayudado en mis investigaciones para la escritura de El bufón. A los actores y el personal de los muchos festivales sobre Shakespeare a los que asistí en Carolina del Norte, que mantienen viva la obra del bardo para aquellos de nosotros que vivimos en lugares remotos de las Colonias; y a todas las personas inteligentes y amables del Reino Unido y Francia que me han ayudado a encontrar lugares y artefactos medievales, para que luego yo pudiera ignorar por completo la coherencia histórica al escribir El bufón. Y, finalmente, a los grandes escritores de comedia británica que inspiraron mi incursión en su arte, aunque fuera por su parte más baja: Shakespeare, Oscar Wilde, G. B. Shaw, P. G. Woodhouse, H. H. Munro (Sa-ki), Evelyn Waugh, Los Goons, Tom Stoppard, Monthy Python, Douglas Adams, Nick Hornby, Ben Elton, Jennifer Saunders, Dawn French, Richard Curtis, Eddie Izzard y Mil Millington (que me advirtió de que, si bien era loable que yo escribiera un libro en el que pretendía llamar «mastuerzos, pajilleros y gilipollas» a los personajes, habría sido mezquino y poco auténtico no llamarlos también «capullos».
También quiero dar las gracias a Charlee Rodgers por su paciencia al organizar los aspectos logísticos y viajeros de mi investigación; a Nick Ellison y a sus muchachos por el manejo de los temas comerciales; a Jennifer Brehl por sus manos limpias y su aplomo en las labores de maquetación y edición; a Jack Womack por presentarme ante mis lectores. Y también a Mike Spradlin, a Lisa Gallagher, a Debbie Stier, a Lynn Grady y a Michael Morrison por dedicarse a la sucia labor de publicar libros. Y sí, a mis amigos, que han soportado mi naturaleza obsesiva y mi exceso de lloriqueos mientras trabajaba en El bufón. Gracias por no empujarme desde lo alto de un precipicio.
Hasta la próxima, adieu.
CHRISTOPHER MOORE,
San Francisco, abril de 2008