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El resurgir de Boudicca

Todos aquellos años viviendo como huérfano para terminar descubriendo que tuve madre, pero que se suicidó por culpa de la crueldad del rey, el único padre al que yo había conocido…

Saber que tenía padre, pero que a él también lo había matado el rey.

Enterarme de que la mejor amiga que había tenido nunca, y que había sido asesinada del modo más horrible por orden del rey, y por culpa de lo que yo había hecho con ella…, era la madre de la mujer a la que adoraba.

Pasar de bufón huérfano a príncipe bastardo, de príncipe bastardo a vengador sanguinario por encargo de fantasmas y brujas en menos de una semana, de cuervo advenedizo a general estratega en cuestión de meses…

Pasar de contar historias picantes para el placer de una santa encarcelada a planear el derrocamiento de un reino…

Todo aquello me resultaba confuso, y no poco agotador. Además, me había dado hambre. Se imponía picar algo, tal vez comer como Dios manda, con vino y todo.

Desde las aspilleras de mi viejo aposento de la barbacana presencié la entrada al castillo de Cordelia. Llegó a lomos de un caballo blanco, imponente. Tanto ella como su montura iban cubiertos de armadura completa, confeccionada en negro con ribete dorado. Grabado en el escudo lucía el león de Inglaterra, también dorado, lo mismo que la flor de lis, emblema de Francia, que ocupaba la coraza. Tras ella cabalgaban dos columnas de caballeros que sujetaban los estandartes de Gales, Escocia, Irlanda, Normandía, Bélgica y España. ¿España? ¿Le había dado tiempo de conquistar España en sus ratos libres? ¡Pero si, antes del destierro, el ajedrez se le daba fatal! La guerra real debía de ser más fácil.

Cordelia tiró de las riendas de su caballo para que se detuviera en medio del puente levadizo y levantara las patas delanteras. Entonces se quitó el casco y agitó su larga cabellera rubia. Alzó la vista y sonrió en dirección de la puerta fortificada. Y yo me agazapé, para ocultarme. No sé por qué lo hice.

«Sí, ya lo sé, amor mío. Pero no son maneras, ¿no crees? Entrar con tu propio ejército apoderándote de lo que se te antoja. No es propio de una dama».

Estaba preciosa, maldita sea.

Sí, sí, me vendría muy bien un tentempié. Me reí un poco, yo solo, y me dirigí bailando al gran salón, dando alguna que otra voltereta por el camino.

Tal vez el acudir al gran salón en busca de comida no fue la mejor de las ideas, y tal vez no fuera siquiera mi verdadera intención, pero no importaba, pues en lugar de un almuerzo, encontré los cadáveres de Lear y sus dos hijas tendidos sobre tres altas mesas.

A Lear lo habían dispuesto sobre la tarima en la que se alzaba el trono, y Regan y Goneril yacían más abajo, sobre el suelo, una a cada lado. Cordelia se plantó frente a su padre, vestida aún con su armadura, el casco bajo el brazo. Como los cabellos le cubrían el rostro, me resultaba imposible saber si estaba llorando.

—Su aspecto es ahora bastante más agradable —dije yo—. Mucho más tranquilo. Aunque moverse, se mueve más o menos a la misma velocidad.

Ella alzó la mirada y sonrió, me dedicó una sonrisa franca, deslumbrante. Pero entonces pareció recordar que estaba de luto y agachó de nuevo la cabeza.

—Gracias por tus condolencias, Bolsillo. Veo que en mi ausencia has logrado mantenerte inmune a la cortesía.

—Si lo he logrado es porque os he tenido constantemente en mis pensamientos, niña.

—Te he echado de menos, Bolsillo.

—Y yo a vos, corderita.

Cordelia le acarició el pelo a su padre, que llevaba puesta la pesada corona que había arrojado a la mesa delante de Cornualles y Albany hacía tanto tiempo, o eso parecía.

—¿Ha sufrido?

Sopesé la respuesta, algo que casi nunca hago. Podría haber dado rienda suelta a mi ira, podría haber maldecido al anciano, dejar constancia de su vida de crueldad, de maldad, pero a Cordelia no le habría servido de nada, y a mí de muy poco. Con todo, necesitaba templar mi relato con algo de verdad.

—Sí, al final sufrió mucho en su corazón. A manos de vuestras hermanas, y por el pesar que le causaba haberos tratado injustamente a vos. Sufrió, pero no físicamente. El dolor lo llevaba en el alma, niña.

Ella asintió y se alejó del viejo.

—No deberías llamarme niña, Bolsillo. Ahora soy reina.

—Eso ya lo veo. Y bien bonita que es esa armadura, por cierto. Muy del estilo de san Jorge. ¿Ya viene con el dragón incorporado?

—Pues no. Pero con un ejército sí viene.

—Ya os advertí que vuestro carácter desagradable os vendría muy bien en Francia.

—Es cierto. Lo hiciste inmediatamente después de decirme que las princesas sólo servían…, ¿cómo fue que lo dijiste?…, como alimento de dragones y botín de los cazadores de recompensas, o algo así.

Y ahí estaba de nuevo, una vez más aquella sonrisa, que para mí era como el sol que me calentaba el corazón helado. Y, como una extremidad adormecida por el frío, sentí el cosquilleo y los pinchazos que indicaban que volvía a la vida. En ese instante, sin querer, me llevé la mano al cinto y rocé el monedero que me habían proporcionado las brujas y que contenía el hongo de los polvos mágicos.

—Sí, bueno, no puedo tener siempre razón, eso socavaría mi prestigio como bufón.

—Tu prestigio ya está más que cuestionado en ese aspecto. Kent me cuenta que si el reino se ha rendido a mí con tal facilidad ha sido gracias a tus intrigas.

—No sabía que erais vos, creía que era ese maldito Jeff. ¿Dónde está, por cierto?

—En Borgoña, con el duque…, es decir, con la reina de Borgoña. Los dos insisten en que les llamen reinas de Borgoña. Con ellos sí acertaste, debo reconocerlo, lo que, una vez más, mina tus pretensiones de seguir ejerciendo de bufón. Los pillé juntos en el palacio de París. Me confesaron que se gustaban desde niños. Jeff y yo llegamos a un arreglo.

—Sí, siempre suele haber un arreglo en estos casos: la cabeza de la reina por aquí, y el cuerpo de la reina por allá.

—No, en absoluto, Bolsillo. Jeff es un tipo decente. Yo no lo amaba, pero fue siempre bueno conmigo. Me salvó cuando mi padre me echó de aquí, ¿recuerdas? Y cuando descubrí aquello, yo ya me había ganado las simpatías de la guardia y de casi toda la corte. Si alguien tenía que quedarse sin cabeza, no iba a ser yo. Francia se quedó con algunos territorios, como Tolosa, Provenza y partes de los Pirineos, pero si tenemos en cuenta los que he conservado yo, creo que el acuerdo, en general, es más que aceptable. Los chicos viven en un palacio inmenso, en Borgoña, que se pasan la vida redecorando. Son bastante felices.

—¿Los chicos? ¿O sea que el maldito Borgoña se calza al maldito franchute? Por los ovarios colgantes de Odin, de ahí sale una canción, eso seguro.

Cordelia sonrió.

—Le he comprado el divorcio al papa. Y bastante caro me ha costado, por cierto. De haber sabido que Jeff iba a insistir en obtener la sanción de la Iglesia, habría presionado para reinstaurar el oficio del papa Descuento.

El crujido de los grandes portones al abrirse resonó en el salón, y Cordelia se volvió, con fuego en los ojos.

—¡He dicho que me dejaran sola!

Pero entonces Babas, que acababa de asomarse por ellos, se sobresaltó, como si hubiera visto un fantasma, y empezó a retroceder.

—Lo siento, pido disculpas. Bolsillo, te he traído a Jones, y aquí tienes también tu gorro. —Me mostró los dos objetos, pero recordó que acababan de regañarle y siguió retrocediendo.

—No, Babas, entra —le dijo Cordelia haciéndole señas para que no se ausentara. Los guardias volvieron a cerrar las puertas. Yo me preguntaba qué pensarían los caballeros y los demás nobles al ver que la reina guerrera sólo dejaba entrar en el salón a dos bufones. Seguramente ella era una más en la larga lista de chiflados de su familia.

Babas se detuvo al pasar junto al cuerpo de Regan, y se olvidó de su cometido. Dejó a Jones y mi gorro sobre la mesa, junto a la difunta, le sujetó los bajos del vestido y empezó a levantarle los faldones, para echar un vistazo.

—¡Babas! —le grité yo.

—Lo siento —dijo el idiota, que en ese momento se fijó en el cuerpo de Goneril y se desplazó a su lado. Permaneció en pie, mirando hacia abajo. Al cabo de un momento sus hombros empezaron a agitarse, y no tardó en estallar en desolados sollozos, empapando el pecho de la princesa con sus lágrimas.

Cordelia me miró con ojos implorantes, y yo a ella con algo que debía de ser parecido. Éramos los dos unos desalmados, no llorábamos por aquella gente, por aquella familia.

—Estaban buenas —dijo Babas, que se puso a acariciarle la mejilla a Goneril, y de ahí pasó al hombro, y de ahí a los dos hombros, y a los pechos, y entonces se subió a la mesa, se le puso encima y volvió a estallar en unos sollozos rítmicos y raros que, en su timbre, recordaban a los de un oso agitándose en una cuba de vino.

Yo recogí a Jones del lado de Regan y con él golpeé al mastuerzo en la cabeza y en los hombros, hasta que se separó de la hasta hacía poco duquesa de Albany, levantó el mantel y se escondió debajo de la mesa.

—Las amaba —dijo Babas.

Cordelia detuvo mi mano, se agachó y levantó una punta de la tela.

—Babas, muchacho —dijo—. Bolsillo no pretende ser cruel, él no entiende cómo te sientes. Pero debemos mantener la compostura. No está bien eso de ir fornicando con los difuntos.

—¿No?

—No. El duque llegará pronto, y se sentiría ofendido.

—¿Y la otra? Su duque está muerto.

—Da lo mismo. No está bien.

—Lo siento —dijo, y volvió a ocultar la cara tras el mantel.

Cordelia se levantó, me miró, se alejó de Babas y, poniendo los ojos en blanco, esbozó una sonrisa.

Tenía tanto que contarle… Que me lo había montado con su madre, que técnicamente éramos primos y que…, bueno, que las cosas podían complicarse. Como actor, mi impulso me llevaba a mantener siempre un tono de frivolidad, de modo que solté:

—He matado a vuestras hermanas, más o menos.

Cordelia dejó de sonreír. Dijo:

—El capitán Curan me ha contado que se envenenaron la una a la otra.

—Sí. Y el veneno se lo di yo.

—¿Sabían ellas que era veneno?

—Sí.

—Entonces no pudo evitarse, ¿verdad? Además, eran unas perras malvadas. Se pasaron toda mi infancia torturándome, o sea que me has ahorrado un trabajo.

—Ellas sólo deseaban que alguien las quisiera —las justifiqué yo.

—No las defiendas ahora, bufón, que tú eres quien las ha matado. Yo sólo pretendía arrebatarles las tierras y las propiedades. Y tal vez humillarlas en público.

—Pero si acabáis de decir que…

—Yo las quería —terció Babas.

—¡Cállate! —exclamamos al unísono Cordelia y yo.

Las puertas volvieron a abrirse con un chirrido, y el capitán Curan asomó la cabeza.

—Señora, ha llegado el duque de Albany —informó.

—Dadme un momento, y hacedlo entrar —le pidió Cordelia.

—Muy bien.

Curan cerró las puertas.

Cordelia se acercó a mí entonces. Era sólo ligeramente más alta que yo, pero con la armadura puesta resultaba más imponente de lo que recordaba, aunque no por ello menos hermosa.

—Bolsillo, me he instalado en los aposentos de mi viejo torreón. Me gustaría que vinieras a visitarme después de la cena.

Le dediqué una reverencia.

—¿Os apetece, mi señora, una chanza y un cuento antes de iros a dormir, para limpiar la mente de las tribulaciones del día?

—No, tonto. La reina Cordelia de Francia, Bretaña, Bélgica y España te va a cabalgar hasta que se te caigan esos malditos cascabeles.

—¿Cómo decís? —le pregunté, algo desconcertado. Pero ella me besó. Por segunda vez. Con gran sentimiento, antes de apartarme de su lado.

—He invadido un país por ti, capullo. Te he querido desde que era una niña. He regresado por ti, bueno, por ti y para vengarme de mis hermanas, pero sobre todo por ti. Sabía que me esperarías.

—¿Cómo? ¿Cómo lo sabíais?

—Un fantasma vino a verme al palacio de París hace unos meses. Jeff se asustó tanto que se le indigestó la salsa bearnesa. Desde entonces el espíritu no ha dejado de dictarme la estrategia.

Me pareció que ya habíamos hablado bastante de fantasmas. Debía descansar, así que volví a inclinarme ante ella.

—A vuestro maldito servicio, amor mío. Este humilde bufón está a vuestro servicio.