En lo más profundo de las mazmorras
—Mi bufón —dijo Lear cuando los guardias me introdujeron a rastras en la mazmorra—. Traedlo hasta aquí y quitadle las manos de encima. —El viejo parecía más fuerte, más alerta, más consciente, y mascullaba órdenes una vez más. Pero cuando terminó de darlas le sobrevino un acceso de tos que terminó con un hilo de sangre en su barba blanca. Babas le alargó el pellejo de agua para que bebiera un poco.
—Antes tenemos que darle unos azotes —dijo uno de los guardias—. Cuando terminemos os devolveremos a vuestro bufón a rayas, e incluso a cuadros.
—No si os apetece comeros estos bollos y beberos esta cerveza —terció Burbuja, que acababa de bajar por otra escalera y llevaba una cesta cubierta con un trapo, y que desprendía el más delicioso aroma a pan recién horneado. Con la otra mano sostenía una botella de cerveza, y bajo el brazo apretaba un ovillo de ropa para que no se le cayera.
—También podemos azotar al bufón y comernos tus bollos —retó el más joven de los guardias, secuaz de Edmundo y sin duda ignorante de la jerarquía vigente en la Torre Blanca. A Dios, a san Jorge e incluso al rey de barba blanca podías darles por el culo, si se terciaba, pero si te metías con aquella cocinera irascible llamada Burbuja, estabas listo, porque te echaría tierra y gusanos en la comida el resto de tu vida, hasta que el veneno acabara matándote.
—Mejor que no sigas por ahí, muchacho —le advertí yo.
—El bufón lleva el uniforme de uno de mis criados —prosiguió Burbuja—, y el muchacho está muerto de frío en la cocina. —La cocinera me arrojó un montón de ropa negra a través de los barrotes de la celda en la que se encontraban Babas y Lear—. Aquí está el traje de rombos de Bolsillo. Y ahora desnúdate, sinvergüenza, que tengo muchas cosas de las que ocuparme.
Los guardias habían empezado a reírse a carcajadas.
—Vamos, vamos, pequeñín, quítate el uniforme —secundó el mayor de ellos—. Que nos esperan unos bollos con cerveza.
Me desvestí delante de todos ellos. Lear protestaba de vez en cuando, aunque a nadie le importara ya un comino lo que opinara el viejo. Cuando estaba totalmente desnudo, los guardias abrieron la puerta y corrí hacia mis ropas. ¡Sí! En efecto, ahí estaban mis dagas, escondidas entre ellas. Con algo de destreza, y aprovechándome de la distracción que me brindaba Burbuja, entregada en ese instante a la tarea de repartir los bollos y la cerveza, logré escondérmelas en el jubón mientras me lo ponía.
Otros dos guardias se sumaron a los dos que se hallaban frente a nuestra celda, y compartieron con ellos la merienda. La cocinera inició el ascenso por la escalera, guiñándome un ojo antes de desaparecer.
—El rey está melancólico, Bolsillo —me dijo Babas—. Deberíamos cantarle alguna canción para animarlo.
—Que se vaya a la mierda este rey de mierda —repliqué yo, mirándolo fijamente a los ojos aguileños.
—Cuidado con lo que dices, muchacho —me advirtió Lear.
—¿Y si no lo tengo, qué me haréis? ¿Sujetaréis a mi madre para que la violen y luego la arrojaréis al río? ¿Y después haréis que maten a mi padre? Ah, no, esperad. Esas amenazas ya no sirven, ¿verdad, tío mío? Ésas ya las habéis cumplido.
—¿De qué hablas, muchacho? —El aspecto del anciano era temible, como si hubiera olvidado que lo habían tratado como a una cosa y lo habían encerrado en una jaula llena de payasos, como si se hallara ante una afrenta recién estrenada.
—De vos, Lear. ¿Ya no lo recordáis? Un puente de piedra en Yorkshire, hará unos veintisiete años… Ordenasteis a una muchacha que se acercara desde la orilla del río, una cosita muy bonita, sí, y la sujetasteis mientras obligabais a vuestro hermano a que la violara. ¿Lo recordáis, Lear, o habéis hecho tanto mal que todo se confunde en el gran sendero negro de vuestra memoria?
El rey abrió mucho los ojos, y supe que sí lo recordaba.
—Cano…
—Sí, vuestro maldito hermano me engendró, Lear. Y como nadie creía a mi madre cuando decía que su hijo era el bastardo de un príncipe, se tiró al mismo río en el que vos la arrojasteis aquel día, y se ahogó. Durante todo este tiempo os he llamado «tío mío». ¿Quién podía imaginar que era verdad?
—No es cierto —se defendió él con voz temblorosa.
—¡Sí lo es! ¡Y vos lo sabéis, decrépito viejo embustero! Lo que os mantiene en pie es una urdimbre de villanía y un hilo de avaricia, dragón disecado.
Los cuatro guardias se habían congregado junto a los barrotes, y observaban como si fueran ellos los encarcelados.
—¡Caramba! —exclamó uno de los guardias.
—Menudo caradura —dijo otro.
—Entonces, ¿no hay canción? —preguntó Babas.
Lear me apuntó entonces con dedo tembloroso, tan iracundo que a simple vista se distinguía la sangre que circulaba por las venas hinchadas de su frente.
—No te atrevas a hablarme así. Tú no eres nada, menos que nada. Yo te saqué de las cloacas, y si yo lo ordeno tu sangre volverá a correr por las cloacas antes del alba.
—¿De veras, tío mío? Tal vez corra por las cloacas, sí, pero no porque lo ordenéis vos. Tal vez vuestro hermano muriera por una orden vuestra. Tal vez vuestras reinas murieran por una orden vuestra. Pero este bastardo de sangre azul no, Lear. Vuestras palabras se las lleva el viento.
—Mis hijas os…
—Vuestras hijas están ahí arriba, luchando para hacerse con los restos de vuestro reino. Son vuestras carceleras, viejo chocho.
—¡No! Ellas…
—Cuando matasteis a su madre os encerrasteis vos mismo en esta celda. Eso acaban de decirme las dos.
—¿Las has visto? —De pronto, extrañamente, pareció recuperar la esperanza, como si yo me hubiera olvidado hasta entonces de contarle las buenas nuevas de sus hijas traidoras.
—¿Verlas? Me las he cepillado. —En realidad era una tontería que, después de tantas maldades, de tantas fechorías y crueldades, pudiera importar que un bufón se cepillara a sus hijas, pero le importaba, y para mí fue una manera de liberar parte de la rabia que él me despertaba.
—No es cierto —dijo Lear.
—¿Te las has cepillado? —me preguntó un guardia.
Entonces me puse en pie y me pavoneé un poco ante mi público, porque quería meterle el dedo en la llaga a Lear. Lo único que veía en ese instante era el agua cubriendo la cabeza de mi madre, y sólo oía sus gritos mientras el rey la sujetaba.
—Me las he cepillado a las dos, repetidamente y con ganas. Me las he cepillado hasta que han gritado, hasta que me han suplicado, hasta que han lloriqueado. Me las he cepillado en los parapetos que dan al Támesis, en los torreones, debajo de la mesa del gran salón, y una vez le eché un polvo a Regan sobre una fuente con lechones, en presencia de unos mahometanos. Me he cepillado a Goneril en vuestro propio lecho, en la capilla y en vuestro trono…, fue idea suya, por cierto. Me las he cepillado mientras nos miraban los criados, y por si os cabe alguna duda, ya que la concurrencia se lo pregunta, me las he cepillado simplemente por el sucio y dulce placer de cepillármelas, que es como hay que cepillarse a las princesas. En cuanto a ellas…, ellas lo han hecho porque os odian.
Lear no había dejado de vociferar mientras yo hablaba, tratando de obligarme al silencio. Y ahora masculló:
—¡No es cierto! Todas me aman. Me lo dijeron.
—¡Asesinasteis a su madre, viejo loco y decrépito! ¡Os han encerrado en una celda de vuestras propias mazmorras! ¿Qué más pruebas precisáis? ¿Un decreto por escrito? Yo he intentado quitarles a polvos el odio que sienten por vos, tío mío, pero hay curas que exceden los talentos de un juglar.
—Yo quería un hijo varón. Su madre no me dio ninguno.
—Estoy seguro de que si lo hubieran sabido no os habrían despreciado tan profundamente, y no se lo habrían hecho tan bien conmigo.
—Mis hijas no te han cabalgado. Y tú no te las has cepillado a ellas.
—Sí me las cepillé. Por la sangre de mi negro corazón, me las cepillé. Y al principio, cuando empezamos, todas gritaban «¡Padre!» cuando se corrían. Me pregunto por qué. Oh, sí, tío mío, sí, me las cepillé, eso es más que cierto. Y ellas querían que vos lo supierais, por eso me acusaron ante vos. He fornicado con las dos.
—¡No! —gritó Lear.
—Y yo también —soltó Babas, esbozando una sonrisa húmeda que hacía honor a su apodo—. Con perdón —añadió al instante.
—Pero hoy no —preguntó uno de los guardias—. ¿Verdad?
—No, hoy no, capullo. Hoy las he matado.
Los franceses avanzaban por tierra desde el sureste, y los barcos remontaban el Támesis desde el este. Los señores de Surrey, al sur, no presentaron resistencia, y como Dover pertenecía al condado de Kent, las fuerzas del conde desterrado no sólo no ofrecieron resistencia, sino que se sumaron a los franceses en el asalto a Londres.
Avanzaban tierra adentro, río arriba, sin disparar una sola flecha ni perder a uno solo de sus hombres. Desde la Torre Blanca los centinelas divisaban las hogueras de los franceses, que dibujaban una gran luna creciente en el cielo nocturno, que iba del este al sur.
Cuando el capitán, en el castillo, llamó a las armas, uno de los viejos caballeros de Lear, bajo el mando de Curan, acercó el filo de su espada al pescuezo de los hombres de Edmundo o de Regan, uno por uno, exigiéndoles que se rindieran o murieran. Todos los integrantes de la guardia personal habían sido drogados por los cocineros con un veneno misterioso, que no era mortal pero que provocaba los mismos síntomas que la muerte.
El capitán Curan envió un mensaje al duque de Albany, de parte de la reina francesa, en el que le informaba de que, si se rendía, es decir, si se aliaba con ella, podría regresar a Albany y mantendría todas sus tropas, sus tierras y sus títulos. Los soldados de Goneril, que eran los de Cornualles, y los de Edmundo, procedentes de Gloucester, habían acampado en el lado de poniente de la torre, y se encontraron rodeados por los franceses al este y al sur, y al norte por Albany. Se enviaron arqueros y ballesteros a lo alto de los muros de la Torre, por encima del ejército de Cornualles, y un heraldo se abrió paso a través de la aterrorizada tropa, y llegó hasta las posiciones de un comandante, al que transmitió el mensaje de que el ejército de Cornualles debía deponer las armas de inmediato, si no quería que sobre él cayera una lluvia de muerte como jamás se había visto.
Nadie estaba dispuesto a morir por la causa de Edmundo, bastardo de Gloucester, ni por el difunto duque de Cornualles. De modo que se rindieron y se alejaron tres leguas hacia el oeste, tal como se les había indicado.
En dos horas todo había terminado. De los casi treinta mil hombres que ocuparon el campo de batalla en la Torre Blanca, apenas murió una docena de ellos, todos miembros de la guardia personal de Edmundo que se negaron a entregarse.
Los cuatro guardias yacían en el suelo de la mazmorra, adoptando varias posturas raras. Parecían muertos.
—Maldito veneno —dije yo—. Babas, mira a ver si alcanzas al que tiene las llaves.
El mastuerzo alargó el brazo a través de los barrotes, pero el guardia se encontraba demasiado lejos.
—Espero que Curan sepa que estamos aquí.
Lear miró a su alrededor, de nuevo con la mirada extraviada, como si la locura hubiera vuelto a apoderarse de él.
—¿Qué es esto? ¿El capitán Curan está aquí? ¿Y mis caballeros?
—Pues claro que está aquí. Y por el sonido de las trompetas diría que ha tomado el castillo, como estaba planeado.
—¿Entonces? ¿Todo ese teatro tuyo ha sido para confundirme? —me preguntó el rey—. ¿No estás enfadado?
—Furioso, viejo necio, pero ya me estaba cansando de tanta bronca mientras esperaba a que ese maldito veneno surtiera efecto. Pero eso no quiere decir que seáis menos desalmado de lo que yo he afirmado.
—No —replicó el anciano, como si mi ira le importara de veras. Se puso a toser de nuevo, y volvió a escupir sangre. Babas se acercó a él y le secó la cara—. Yo soy el rey, y no consentiré que me juzgues tú, un bufón.
—No soy sólo un bufón, tío. Soy el hijo de vuestro hermano. ¿Ordenasteis a Kent que lo matara? El único tipo decente a vuestro servicio, y vais vos y lo convertís en asesino. ¿No es así?
—No, no fue Kent. Fue otro, que no era caballero siquiera. Un carterista que se presentó ante el magistrado. Fue a él a quien Kent mató; yo lo envié a que diera caza al asesino.
—Pues él todavía se siente vejado por ello. ¿Y también ordenasteis a un carterista que asesinara a vuestro padre?
—No, mi padre era leproso y nigromante. No soportaba que alguien tan deforme gobernara Britania.
—En lugar de vos, queréis decir.
—Sí, en mi lugar. Sí. Pero no envié a ningún asesino. Él se encontraba en una celda de su templo de Bath. Lejos de todo, donde nadie podía verlo siquiera. Pero yo no podía acceder al trono hasta que él muriera. No, yo no lo maté. Los sacerdotes, sencillamente, lo emparedaron. Fue el tiempo el que mató a mi padre.
—¿Lo emparedasteis? ¿Vivo?
Empecé a temblar. Me había parecido que tal vez podría perdonarlo, viendo su sufrimiento, pero en ese instante sentí que toda la sangre se agolpaba en mis oídos.
Los pasos de unas botas contra el suelo de piedra resonaron en las mazmorras, y vi que Edmundo, el bastardo, entraba sosteniendo una antorcha.
Dio un puntapié a uno de los guardias inconscientes y los miró a todos como si acabara de descubrir semen de mono en sus Weetabix.[17]
—Vaya, menudo engorro —dijo—. Supongo que tendré que matarte yo personalmente entonces.
Se agachó, recogió un arco del suelo, apoyó el pie en el estribo y tensó la cuerda.
Intermedio
(Al fondo del escenario, con los actores)
—Bolsillo, sinvergüenza, me has atrapado en una comedia.
—Bien, sí, para algunos lo es.
—Al ver el fantasma me ha parecido que la tragedia estaba asegurada.
—Sí, en las tragedias siempre hay un maldito fantasma.
—Pero por la confusión de identidades, la vulgaridad, la ligereza del tema y lo soez de las ideas, parece más una comedia. Y yo no voy vestido para la comedia. Voy todo de negro.
—Como yo. Y sin embargo, aquí estamos.
—Entonces, es una comedia.
—Una comedia negra…
—Lo sabía.
—Al menos para mí.
—¿Una tragedia, entonces?
—El fantasma así parece indicarlo.
—Pero, con tanto fornicio gratuito, con tanta paja…
—Un genial acto de distracción deliberada.
—Me estás tomando el pelo.
—No, lo siento. En la siguiente escena el lancero te da una sorpresa.
—¿Me matan, entonces?
—Para gran satisfacción del público.
—¡Cabrón!
—Pero también hay buenas noticias.
—¿De veras?
—Para mí sigue siendo una comedia.
—Qué capullo más desagradable puedes llegar a ser.
—Eh, tú, odia la obra, pero no al actor, tío. Y pasa por aquí, permíteme que te sostenga el telón. ¿Tienes algún plan para esa daga de plata? Una vez que pases a mejor vida, quiero decir.
—Con que una maldita comedia…
—Las tragedias siempre terminan en tragedia, Edmundo, pero la vida sigue, ¿o no? El invierno de nuestro descontento se convierte, inevitablemente, en la primavera de una nueva aventura. Para ti no, claro.
—Nunca he matado a un rey —dijo Edmundo—. ¿Crees que seré famoso por ello?
—No obtendrás el favor de tus duquesas por asesinar a su padre.
—Ah, esas dos. Me temo que, al igual que estos guardias, también están bastante muertas. Estaban compartiendo una copa de vino mientras consultaban mapas y planeaban estrategias para la batallas, y han caído al suelo echando espuma por la boca. Una lástima.
—Estos guardias no están muertos, sólo drogados. Despertarán en uno o dos días.
Edmundo bajó la ballesta.
—¿Entonces, mis señoras sólo están dormidas?
—Oh, no, ellas sí están muertas. Les administré dos tubos a cada una. Uno con veneno, y el otro con agua. Burbuja metió la adormidera en la comida de los guardias, así que el licor era nuestro sustituto letal. Si cualquiera de las dos hubiera demostrado algo de compasión por la otra, al menos una de ellas se habría salvado. Pero, como habéis dicho vos, una lástima.
—Muy bien jugado, bufón, vaya eso por delante. Pero ahora quedaré a la merced de la reina Cordelia, y deberé contarle que fui arrastrado hasta esta horrenda conspiración en contra de mi voluntad. Tal vez conserve el título y las tierras de Gloucester.
—¿Mis hijas? ¿Muertas? —preguntó Lear.
—Oh, cállate, viejo —dijo Edmundo.
—Estaban buenas —balbució Babas con voz triste.
—Pero ¿qué sucederá cuando Cordelia se entere de lo que en realidad habéis hecho? —le pregunté yo.
—Estamos llegando a la cúspide, ¿verdad? Tú no podrás contarle a Cordelia lo que ha acontecido.
—Cordelia, mi única hija verdadera —se lamentó Lear.
—¡Cállate, joder! —insistió Edmundo, que alzó la ballesta y apuntó a Lear a través de los barrotes. Pero entonces dio un paso atrás y pareció perder de vista el blanco cuando una de mis dagas le alcanzó el pecho con un chasquido seco.
Al momento bajó la ballesta y miró el mango del puñal.
—Pero si habéis dicho que la sorpresa me la daría un lancero…
—¡Sorpresa! —exclamé yo.
—Bastardo —masculló el bastardo, alzando de nuevo la ballesta, con intención de disparar, a mí esta vez. Fue entonces cuando le lancé la segunda daga, que fue a clavársele en el ojo derecho. La cuerda de su arma se destensó con una especie de maullido, y la pesada flecha cayó sobre una losa de piedra, al tiempo que Edmundo se tambaleaba y caía sobre los guardias.
—Qué genial —dijo Babas.
—Serás recompensado, bufón —proclamó el rey, con la voz empañada por la sangre. Tosió de nuevo.
—No tiene importancia, Lear —dije yo—. No es nada.
En ese instante se oyó la voz de una mujer en la cámara.
—Los cuervos gritan «cerdo» desde las murallas, el aire huele a cadáver de Edmundo, y el pico del ave arroja agua sobre el aroma del bribón.
El fantasma. Se alzó por sobre el cuerpo sin vida de Edmundo, fuera de la celda, bastante más etérea, menos maciza de lo que la había visto la última vez. Apartó entonces la mirada del bastardo muerto y esbozó una sonrisa de oreja a oreja. Babas se echó a lloriquear, y trató de ocultar la cabeza tras la cabellera blanca de Lear.
El rey intentó ahuyentarla agitando las manos, pero la muchacha fantasma flotó hasta plantarse frente a él, del otro lado de los barrotes de la celda.
—Ah, Lear. Emparedasteis a vuestro padre, ¿verdad? —preguntó el fantasma.
—Márchate, espíritu, no me vejes.
—Emparedasteis a la madre de vuestra hija, ¿verdad? —insistió el fantasma.
—¡Me había sido infiel! —exclamó el anciano.
—No —sostuvo el fantasma—. No os fue infiel.
Yo me senté en el suelo de la celda, algo aturdido. Matar a Edmundo me había mareado un poco, sí, pero aquello…
—¿La anacoreta de Lametón de Perro era vuestra reina? —le pregunté, y mi propia voz me llegó muy lejana.
—Era una hechicera —se justificó Lear—. Y frecuentaba mucho a mi hermano. Yo no la maté. No habría podido soportarlo. La mandé encarcelar en la abadía de York.
—¿Que no la asesinasteis? ¡Le quitasteis la vida cuando ordenasteis que la emparedaran!
Lear se acobardó al ver que me expresaba con seguridad.
—Me fue infiel, coqueteaba con un muchacho del lugar. No soportaba la idea de que estuviera con otro.
—Y por eso ordenasteis que la emparedaran.
—¡Sí, sí! Y que ahorcaran al muchacho. ¡Sí!
—Monstruo horrible.
—Ella tampoco me dio ningún varón. Yo quería un varón.
—Pero os dio a Cordelia, vuestra favorita.
—Que además fue sincera con vos —intervino el fantasma—. Hasta el momento mismo en que ordenasteis su destierro.
—¡No! —El rey trató de ahuyentar de nuevo al espíritu.
—Claro que sí. Y además sí tuvisteis un hijo varón. Durante años lo tuvisteis.
—No he tenido hijos varones.
—De otra granjera a la que poseísteis junto a otro campo de batalla, en este caso en Iberia.
—¿Un bastardo? ¿Tengo un hijo bastardo?
Vi que la esperanza asomaba a sus ojos de águila, y quise arrancárselos como Regan había hecho con los de Gloucester, así que desenvainé la última de mis dagas arrojadizas.
—Sí —reiteró el fantasma—. Durante muchos años tuvisteis un hijo varón, y ahora mismo estáis en sus brazos.
—¿Qué?
—El aprendiz de bufón, el bobo, es hijo vuestro —reveló el fantasma.
—¿Babas? —pregunté yo.
—¿Babas? —preguntó Lear.
—Babas —confirmó el fantasma.
—¡Pa! —dijo Babas, estrechando en sus brazos, con fuerza, a su padre recién hallado—. ¡Pa!
Se oyó un crujido de huesos, y el desagradable sonido del aire que escapaba de unos pulmones enfermos y aplastados. Pero Babas seguía, empeñado en concentrar en un solo instante el amor filial de toda una vida. Los ojos de Lear parecían a punto de salírsele de las órbitas, y su piel, seca como un pergamino, adquiría por momentos un tono azulado.
Cuando aquellos silbidos entrecortados dejaron de brotar del anciano, me acerqué a Babas, le bajé los brazos y apoyé la cabeza de Lear en el suelo.
—Suelta, muchacho. Suéltalo.
Y le cerré los ojos azules, cristalinos, al rey.
—Está muerto, Babas.
—¡Capullo! —exclamó el fantasma, antes de escupir una gotita de saliva fantasmal que se evaporó apenas abandonó su boca.
Entonces me levanté y me volví para dirigirme a ella:
—¿Quién eres? ¿Qué injusticia se ha hecho contigo que pueda deshacerse para que tu espíritu descanse al fin, o al menos logre que te largues de una vez?, pesada, que eres una pesada a pesar de lo etéreo de tus miembros.
—La injusticia acaba de deshacerse —respondió el espíritu—. Al fin.
—¿Quién eres?
—¿Que quién soy? ¿Que quién soy? Tu respuesta está en un golpe, buen Bolsillo. Golpéate con los nudillos el gorro de juglar y pregunta a esa perezosa máquina de pensar de dónde le viene el arte. Golpéate con los nudillos el braguero y pregúntale a su pequeño ocupante quién lo despierta por las noches. Golpéate con los nudillos el corazón y pregúntale al espíritu que habita en él quién aviva el fuego de su hogar, pregúntale a ese tierno fantasma quién es este fantasma que tienes delante.
—Talía —dije yo, pues al fin logré verla. Y me arrodillé ante ella.
—Así es, muchacho, así es. —Me puso una mano en la cabeza—. Levántate, señor Bolsillo de Lametón de Perro.
—Pero ¿por qué? ¿Por qué no me dijisteis nunca que erais reina? ¿Por qué?
—Él tenía a mi hija, a mi dulce Cordelia.
—¿Y siempre supisteis lo de mi madre?
—Había oído rumores, pero no supe quién era tu padre hasta después de mi muerte.
—¿Y por qué no me hablasteis de mi madre?
—Eras un niño. No era una historia muy propia para ti.
—No era tan niño. De hecho, me hacías tuyo a través de la aspillera.
—Eso fue después. Pensaba decírtelo, pero me emparedaron.
—¿Y fue porque nos pillaron?
La fantasma asintió.
—Él siempre tuvo problemas para aceptar la impureza de los demás. La suya propia no se los creó nunca.
—¿Y fue horrible?
Yo siempre había tratado de apartar de mi mente aquel pensamiento, de no imaginarla sola, a oscuras, muriendo de hambre y de sed.
—Fue solitario. Siempre estaba sola, Bolsillo. Menos cuando venías tú.
—Lo siento.
—Eres un amor, Bolsillo. Adiós.
Se acercó a los barrotes de la celda y me rozó la mejilla. Aquella caricia fue como el tacto ligerísimo de la seda.
—Cuida de ella.
—¿Qué?
Talía se acercó flotando al muro del fondo, junto al que yacía Edmundo, y al llegar a él dijo:
Tras gravísimas ofensas
a las tres hijas causar
pronto el rey bufón será.
—¡No! —gimoteó Babas—. Mi papa está muerto.
—No lo está —corrigió Talía—. Lear no era tu padre. Era broma.
Y, dicho esto, se esfumó.
Cuando estuve seguro de que ya no se encontraba entre nosotros, me eché a reír.
—No te rías, Bolsillo —dijo Babas—. Soy huérfano.
—Y ni siquiera nos ha entregado las malditas llaves —dije yo.
Oímos pasos decididos en la escalera, y el capitán Curan apareció en el pasadizo, flanqueado por dos caballeros.
—¡Bolsillo! Te estábamos buscando. Hemos obtenido la victoria, y Cordelia se aproxima desde el sur. ¿Qué ha sido del rey?
—Muerto —respondí yo—. El rey ha muerto.