En la Torre Blanca
—¡Pajillero! —graznó el cuervo.
Lo que no me fue de gran ayuda para entrar subrepticiamente en la Torre Blanca. Yo me había cubierto los cascabeles con barro, y también con barro me había oscurecido el rostro, pero ni todo el camuflaje del mundo me serviría de nada si aquel cuervo daba la voz de alarma. Debería haber ordenado a algún guardia que le disparara una flecha con la ballesta mucho antes de abandonar la fortaleza.
Yo me encontraba tendido sobre una gabarra chata que le había tomado prestada a un barquero. Estaba cubierta de telas y ramas para que pareciera uno más de los montones de desperdicios que flotaban sobre el Támesis. Remaba con la mano derecha, y el agua fría se me clavaba como una aguja en el brazo, hasta que se me entumeció del todo. Había bloques de hielo que iban a la deriva, a mi alrededor. Otra noche fría como ésa y, en vez de llegar remando a la Puerta del Traidor, haría mi aparición caminando sobre el hielo. Eran las aguas del río las que alimentaban el foso y éste, a través de un arco bajo, comunicaba con la puerta por donde la nobleza inglesa llevaba cientos de años conduciendo a sus miembros hasta el cadalso para ser decapitados.
Dos puertas de hierro encajaban a la perfección en el centro del arco, protegido además por una cadena que, bajo el agua, mecida ligeramente por la corriente, las atravesaba de lado a lado. En lo alto, donde las puertas se encontraban, había un hueco. No era lo bastante ancho como para que por él pasara un soldado portando armas, pero un gato, una rata o un bufón ágil y ligero tirando a flaco sí podía colarse sin dificultad. Y eso hice.
No había guardias en los peldaños de piedra, ya del otro lado, pero doce pies de agua me separaban de donde estaban, y no podía subir la gabarra hasta lo alto de la puerta, donde me hallaba colgado. Un bufón iba a tener que mojarse, no había otra salida. Pero me parecía que el agua era poco profunda, un pie o dos, a lo sumo. Tal vez lograra mantener los zapatos secos. Me los quité y me los metí en el jubón, antes de arrojarme desde la puerta al agua fría.
Qué fría estaba, coño. Sólo me llegaba a las rodillas, sí, pero fría del carajo. Y creo que habría logrado llegar sin ser descubierto de no haber susurrado, bastante enfáticamente, lo reconozco, un «¡Qué fría está, coño!». En lo alto de la escalera me aguardaba el extremo puntiagudo de una alabarda, alzada con maldad contra mi pecho.
—¡Joder! —maldije yo—. Haz todo lo malo que tengas que hacer, pero hazlo rápido y mete mi cuerpo dentro, que se está más calentito.
—¿Bolsillo? —aventuró el escudero desde el otro extremo de la lanza—. ¿Señor?
—Soy yo, sí.
—Hace meses que no te veía. ¿Qué es eso que llevas en la cara?
—Es barro. Vengo camuflado.
—Ah, de acuerdo. ¿Por qué no entras a calentarte un poco? Debes de estar helado, con esas medias tan mojadas.
—Bien pensado, muchacho —le agradecí yo. Se trataba del joven escudero con la cara llena de granos al que había regañado en la muralla cuando Regan y Goneril llegaron para obtener su herencia—. ¿Pero tú no deberías permanecer en tu puesto? Por aquello del deber y esas cosas.
Me condujo a través del patio empedrado, me introdujo por la entrada de servicio del castillo y me hizo bajar la escalera que llevaba a las cocinas.
—No hace falta. Es la Puerta del Traidor, ¿verdad? Tiene un cerrojo más grande que tu cabeza. Por ahí no se cuela nadie. Y no se está tan mal. Al menos queda resguardada del viento. No como la muralla. ¿Sabes que la duquesa Regan se ha instalado en la Torre? He seguido tu consejo de no hablar sobre su chingamenta,[16] aunque ahora el duque ya está muerto, y demás. Pero nunca se es lo bastante precavido. Aunque un día la vi en camisón, porque había salido así al parapeto de su torre. Tiene unos buenos flancos, la princesa, a pesar del peligro de muerte que entraña decirlo, señor.
—Sí, la dama es guapa, y tiene el gadongo más fino que el pelo de rana, pero incluso tu insobornable silencio te llevará a la horca si no dejas de pensar en voz alta.
—¡Bolsillo! ¡Rata inmunda infectada de peste por las pulgas!
—¡Burbuja! ¡Tesoro! —exclamé yo—. ¡Pedo con verruga y aliento de dragón! ¿Cómo estás?
La cocinera de trasero bovino trató de ocultar su alegría arrojándome una cebolla, pero no pudo evitar sonreír.
—No has comido un plato como Dios manda desde que saliste por última vez de esta cocina, ¿verdad?
—Se decía que habías muerto —intervino Chillidos, dedicándome una sonrisa de oreja a oreja desde detrás de sus pecas.
—Da de comer a esta plaga —dijo Burbuja—. Y límpiale la mugre que lleva en la cara. ¿Qué? ¿Ya has vuelto a revolcarte con los cerdos, Bolsillo?
—¿Celosa?
—Eso seguro que no —dijo Burbuja.
Chillidos me sentó en un taburete, junto al fuego, y mientras yo me calentaba los pies, ella me frotaba la cara y el pelo para quitarme el barro, golpeándome sin piedad con sus pechos mientras lo hacía.
Ah, hogar, dulce hogar.
—¿Ha visto alguien a Babas?
—Está en las mazmorras, con el rey —respondió Chillidos—. Aunque se supone que los guardias no deben saberlo.
Miró al joven escudero que seguía de pie a nuestro lado y le guiñó un ojo.
—Pues yo ya lo sabía —dijo él.
—¿Y qué hay de los hombres del rey, de sus caballeros y guardias? ¿Se encuentran en los cuarteles?
—No —dijo el escudero—. La guardia del castillo estaba hecha papilla hasta que el capitán Curan regresó de Gloucester. Él ha puesto a un caballero de noble cuna como capitán en cada guardia, y por cada viejo centinela hay un nuevo soldado. También ha desplegado grandes campamentos de soldados en el exterior de las murallas; las tropas de Cornualles al oeste, y las de Albany al norte. Se dice que el duque de Albany se aloja con sus hombres en el campamento. Que no quiere venir a la Torre.
—Sabia decisión, teniendo en cuenta la gran cantidad de víboras que circulan por el castillo. ¿Y qué hay de las princesas? —le pregunté a Burbuja, que, aunque parecía no abandonar jamás la cocina, sabía qué sucedía en todos los rincones de la fortaleza.
—No se hablan —explicó Burbuja—. Se hacen servir las comidas en los aposentos que ocupaban de niñas. Goneril en la torre de levante de la muralla principal. Y Regan en la suya, la de la muralla exterior, a mediodía. El almuerzo sí lo comen juntas, pero sólo si el bastardo de Gloucester está presente.
—¿Podrías llevarme con ellas, Burbuja? Sin que me vea nadie.
—Podría meterte dentro de un lechón, coserlo y enviarte con ellas.
—¡Qué bien!, perfecto, pero esperaba regresar también sin que me viera nadie, y hacerlo dejando tras de mí un reguero de salsa tal vez llame la atención de los gatos y los perros del castillo. Por desgracia, tengo experiencia con esas cosas.
—También podríamos vestirte de niño criado —dijo Chillidos—. Regan nos ha ordenado que no le enviemos doncellas, sino muchachos. Le gusta meterse con ellos y amenazarlos hasta que se echan a llorar.
Miré a Burbuja con odio.
—¿Por qué no me lo has sugerido tú?
—Quería verte metido dentro de un lechón, sinvergüenza grasiento.
(Burbuja lleva años luchando contra el profundo afecto que me tiene).
—Pues muy bien, entonces. Niño criado seré.
—¿Sabes, Bolsillo? —me dijo Cordelia en una ocasión, cuando tenía dieciséis años—. Goneril y Regan dicen que mi madre era hechicera.
—Sí, ya lo había oído, tesoro.
—Si eso es cierto, estoy orgullosa de ello, porque significa que no le hacía falta contar con ningún hombre sarnoso para obtener poder. Ella tenía el suyo propio.
—Entonces la desterrarían, supongo —opiné.
—Bueno, sí. O la ahogaron…, nadie quiere decírmelo. Padre me prohíbe que lo pregunte. Pero lo que yo digo es que una mujer debe acceder al poder por sí misma. ¿Sabías que el mago Merlín le otorgó sus poderes a Vivían a cambio de sus favores, y que ella se convirtió en una gran hechicera y reina, y que embrujó a Merlín por lo que le había hecho, y que éste se pasó cien años dormido?
—Los hombres son así, corderita. Les das tus favores y, no sabes cómo, te los encuentras roncando como osos en su cueva. Así está hecho el mundo.
—Tú no hiciste eso cuando mis hermanas te entregaron sus favores.
—No me los entregaron.
—Sí te los entregaron. Te los han entregado muchas veces. En el castillo lo sabe todo el mundo.
—Rumores malintencionados —respondí.
—Está bien, pues. Pero cuando has gozado de los favores de mujeres que no nombraremos, ¿te has quedado dormido después?
—Bueno, no, pero tampoco les he entregado mis poderes mágicos ni mi reino.
—Pero lo habrías hecho, ¿no?
—Bueno, bueno, ya está bien de hablar de hechiceras y esas cosas. ¿Qué tal si bajamos a la capilla y nos convertimos de nuevo al cristianismo? Babas se bebió todo el vino de consagrar y se comió todas las hostias que sobraron cuando echaron al obispo, así que supongo que está lo bastante santificado como para devolvernos al redil sin necesidad de clérigo. Se pasó una semana eructando el cuerpo de Cristo.
—Intentas cambiar de tema.
—¡Maldición! ¡Nos ha descubierto! —exclamó Jones, el títere—. Eso te enseñará, víbora de alma negra. Haz que lo azoten, princesa.
Cordelia se echó a reír, liberó a Jones de mi mano y me dio con él en el pecho. Incluso de mayor, siempre sintió debilidad por las conspiraciones de títeres y la justicia de cachiporra.
—Y ahora, bufón, dime la verdad, si es que la verdad, en ti, no ha muerto de hambre de tanto descuidarla. ¿Entregarías tus poderes y tu reino a cambio de los favores de una dama?
—Eso dependería de la dama, ¿no?
—Si la dama fuera yo, pongamos por caso.
—Vous? —dije yo, arqueando las cejas en imitación perfecta de un maldito francés.
—Oui —respondió ella, también en el idioma del amor.
—Ni en broma —declaré—. Me pondría a roncar sin darte tiempo a declararme tu deidad personal, cosa que sin duda harías. Es una carga con la que he de convivir. Dormiría el sueño profundo de los inocentes, eso es lo que haría (o el sueño profundo de los inocentes que han fornicado profundamente). Sospecho que, cuando amaneciera, tendrías que recordarme cómo me llamo.
—No te quedaste dormido después de que mis hermanas te poseyeran, eso lo sé.
—Bueno, una amenaza de muerte poscoital suele mantenerte alerta, ¿no te parece?
Cordelia se arrastró por la alfombra, acercándose a mí.
—Eres un mentiroso.
—¿Cómo has dicho que te llamabas?
Ella volvió a darme con Jones, esta vez en la cabeza, y me besó, un beso rápido, pero con sentimiento. Fue la única vez que lo hizo.
—Pues yo me quedaría con tu poder, y también con tu reino, bufón.
—Devuélveme el títere, fulana sin nombre.
El torreón de Regan era mayor de lo que recordaba. Una estancia imponente, circular, con chimenea y mesa de comedor. Seis criados, incluido yo, le trajimos la cena y la dejamos sobre la mesa. Ella iba vestida de blanco de los pies a la cabeza, como de costumbre, los hombros níveos, el pelo negro como ala de cuervo, iluminado por los destellos del fuego.
—¿No preferirías espiar desde detrás de una cortina, Bolsillo?
Con un gesto de la mano, ordenó a los demás que salieran, y cerró la puerta.
—He mantenido la cabeza gacha en todo momento. ¿Cómo has sabido que era yo?
—Porque no has llorado cuando te he gritado.
—Mierda, ¿cómo se me ha pasado?
—Y, además, eras el único criado con braguero.
—Los talentos conviene mostrarlos, ¿no creéis? —La furia de Regan aumentaba por momentos. ¿Es que nada la sorprendía? Hablaba como si me hubiera ordenado comparecer y estuviera esperándome de un momento a otro. La verdad es que se te quitaban las ganas de ocultarte y disfrazarte. Estuve tentado de decirle que la habían engañado, que el que se la había cepillado había sido Babas, pero ah, todavía tenía guardias que le eran leales, y temía que fuera capaz de ordenarles que me mataran. (Yo no llevaba mis puñales; se los había dejado a Burbuja en la cocina, aunque, de todos modos, no me habrían sido de gran ayuda contra un pelotón de escuderos).
—Decidme, señora, ¿cómo lleváis el luto?
—Asombrosamente bien. El pesar no me sienta nada mal, creo. El pesar o la guerra, no sé cuál de las dos cosas me sienta mejor, pero el caso es que últimamente tengo una tez de lo más sonrosada. —Levantó un espejo de mano y se miró en él, pero entonces vio mi reflejo tras ella y se volvió—. Pero, Bolsillo, ¿qué estás haciendo aquí?
—Ah, lealtad a la causa y esas cosas. Con los franceses a las puertas, he pensado que debía venir para ayudar a defender el hogar y la patria. —Consideré mejor no pormenorizar los motivos que me habían llevado hasta allí, de modo que cambié de tema—. ¿Y cómo va la guerra?
—Complicada. Los asuntos de estado son complicados, Bolsillo. No creo que un bufón esté capacitado para comprenderlos.
—Pero es que yo ahora pertenezco a la realeza. ¿No lo sabíais?
Ella dejó el espejo en su sitio y me miró, a punto de echarse a reír.
—Qué bufón más tonto. Si la nobleza se pudiera adquirir por el tacto, haría años que serías caballero. ¿O no? Pero, ah, sigues siendo más plebeyo que la caca de gato.
—Oh, sí, lo he sido, lo he sido. Pero ahora, prima mía, la sangre azul corre por mis venas. De hecho, tengo en mente iniciar una guerra y joder con varios parientes, que según creo son los principales pasatiempos de la realeza.
—Tonterías. Y no me llames prima.
—Bueno, joder al país y matar a varios parientes, pues. Hace menos de una semana que soy noble, todavía no he memorizado todo el protocolo. Ah, y por cierto, es que resulta que somos primos, gatita. Nuestros padres eran hermanos.
—Imposible. —Regan picoteó unos frutos secos que Burbuja había dispuesto en la bandeja.
—Cano, el hermano de Lear, violó a mi madre sobre un puente de Yorkshire mientras el rey la sujetaba. Yo soy el producto de esa desagradable unión. Vuestro primo. —Le hice una reverencia—. A vuestro maldito servicio, joder.
—Un bastardo. Debería haberlo imaginado.
—Sí, pero los bastardos son receptáculos de promesa, ¿no es cierto? ¿O acaso no os vi matar al señor duque para correr en brazos de un bastardo que, según tengo entendido, es hoy el conde de Gloucester? Por cierto, ¿qué tal va el romance? Tórrido y censurable, espero.
Regan se sentó y se pasó los dedos por su mata de pelo negro como el azabache, como si tratara de extraer pensamientos de su cabeza.
—No, si gustarme me gusta bastante, aunque después de la primera vez ha sido algo decepcionante. Pero las intrigas resultan agotadoras, Goneril intenta irse a la cama con Edmundo, y él no ha podido mostrarme deferencia por miedo a perder el apoyo de Albany, y además a la maldita Francia le da por invadir precisamente ahora. De haber sabido a todo lo que mi esposo debería haberse enfrentado, habría esperado un poco más para matarlo.
—Tranquila, tranquila, gatita —le dije, acercándome por detrás y acariciándole los hombros—. Vuestra tez es rosada y tenéis buen apetito. Además, y como siempre, sois un verdadero festín de follabilidad. Cuando seáis reina podréis decapitar a todo el mundo y dormir una buena siesta.
—Precisamente a eso me refiero. No es que una pueda ponerse la corona y, hala, ya está, a disfrutar de la monarquía… Por Dios, está san Jorge, y todos esos perversos líos de la historia. Tengo que derrotar a los malditos franceses y luego matar a Albany, a Goneril, y supongo que tendré que encontrar a padre y conseguir que le caiga encima algún objeto pesado. De otro modo, el pueblo jamás me aceptará.
—Sobre eso traigo buenas noticias, cielo. Lear está en las mazmorras. Loco como una cabra, pero vivo.
—¿En serio?
—Sí. Edmundo acaba de regresar con él desde Dover. ¿No lo sabíais?
—¿Edmundo ha vuelto?
—No hace ni tres horas. Yo he venido siguiéndolo.
—¡Bastardo! Ni siquiera me ha enviado una línea para anunciar su regreso. Y eso que yo le envié una carta a Dover.
—¿Esta? —Le mostré la misiva que se le había caído a Oswaldo. Yo había abierto el lacre, claro, pero ella la reconoció y me la arrebató al instante.
—¿De dónde la has sacado? Yo se la envié con el hombre de Goneril, y le pedí a Oswaldo que se la entregara a Edmundo personalmente.
—Bueno, sí, pero es que yo lo envié al Valhalla antes de que pudiera cumplir con su mandato.
—¿Lo mataste?
—Ya te lo he dicho, gatita, ahora pertenezco a la nobleza, soy un cabroncete asesino, como todos vosotros. Pero casi mejor, porque esa carta es una cagarruta de mariposa, ¿no creéis? ¿Es que no tenéis asesores que os ayuden con esas cosas? No sé, un canciller, un chambelán, un maldito obispo, alguien.
—No tengo a nadie. Todo el mundo está en el palacio de Cornualles.
—Vamos, tesoro, dejad que os ayude vuestro primo Bolsillo.
—¿Lo harías?
—Por supuesto. En primer lugar, vayamos a ver a vuestra hermana. —Extraje dos tubos del monedero que llevaba al cinto—. El rojo es un veneno mortal. Pero el azul sólo es un veneno falso, que hace que quien lo ingiera presente los mismos síntomas que un muerto, cuando en realidad está dormido. El sueño dura un día por cada gota consumida. Podríais verter dos gotas en el vino de vuestra hermana, pongamos por caso, cuando estéis lista para atacar a los franceses, y durante dos días ella dormirá el sueño de los muertos mientras vos y Edmundo hacéis lo que se os antoje, y sin perder el apoyo de Albany en la guerra.
—¿Y el veneno?
—Bueno, gatita, tal vez el veneno no haga falta. Podríais derrotar a Francia, tomar a Edmundo para vos y llegar a algún acuerdo con vuestra hermana y Albany.
—Ya mantengo un acuerdo con ellos. El reino se divide como padre decretó.
—Lo único que digo es que podríais combatir a los franceses, quedaros con Edmundo y no tener que matar a vuestra hermana.
—¿Y si no derroto a Francia?
—Bueno, en ese caso os queda el veneno, ¿no?
—Menuda mierda de consejo, ¿no?
—Esperad, primita, que aún no os he hablado de la parte en la que me nombráis duque de Buckingham. Me encantaría disponer de ese palacio viejo y tronado, Hyde Park. Saint James Park. Y un mono.
—Estás chiflado.
—Se llamaría Jeff.
—¡Sal de aquí!
Antes de abandonar la estancia, agarré la carta de amor que reposaba en la mesa.
Recorrí a toda prisa los corredores, atravesé el patio y regresé a la cocina, donde me quité el braguero y me puse unos calzones de camarero. Una cosa era dejar a Jones y el gorro de juglar en la gabarra, otra entregarle los puñales a Burbuja para que los custodiara, y otra muy distinta desprenderme de mi braguero, sin el que me sentía como desnudo de personalidad.
—Su enormidad casi me cuesta la vida —le comenté a Chillidos, a la que entregué la guarida portátil de mi singularidad masculina.
—Sí, seguro, una familia de ardillas podría anidar en el espacio que sobra —observó ella, metiendo un puñado de las nueces que llevaba rato cascando en mi receptáculo de pitos.
—Es raro que no suenes como una calabaza seca cuando caminas —terció Burbuja.
—Como queráis. Podéis pronunciar escarnios sobre mi hombría si así lo deseáis, pero sabed que no os protegeré cuando lleguen los franceses, a quienes les encanta fornicar en lugares públicos, y además huelen a caracoles y a queso. Me carcajearé, ¡ja!, cuando a las dos se os cepillen unos bribones franchutes con olor a pies.
—Pues a mí no me suena tan mal —dijo Chillidos.
—Bolsillo, será mejor que te vayas ya, muchacho —me aconsejó Burbuja—. Ya le suben la cena a Goneril.
—Adieu —declamé, anticipándome con mi despedida al futuro afrancesado que aguardaba a mis ex amigas, ávidas por convertirse en furcias traidoras embestidas por franceses—. Adieu.
Les dediqué una reverencia exagerada, casi un desmayo, y me ausenté.
(Lo reconozco, a servidor le gusta ornamentar sus recurrentes entradas y salidas con algo de melodrama. El teatro lo es todo para el bufón).
Los aposentos de Goneril no eran tan imponentes como los de Regan, aunque sí más suntuosos, y la chimenea estaba encendida. Yo no había puesto el pie en ellos desde que ella había abandonado el castillo para casarse con Albany, pero a mi regreso descubrí que me sentía excitado al instante, y simultáneamente lleno de temor. Supongo que serían los recuerdos, agolpados bajo el manto de la conciencia.
La princesa llevaba un vestido cobalto con ribetes dorados, de corte atrevido. Debía de saber ya que Edmundo había vuelto.
—¡Calabacita mía!
—¿Bolsillo? ¿Qué estás haciendo aquí? —Hizo una seña a los demás sirvientes y a una dama joven que la peinaba, y todos abandonaron la estancia—. ¿Y por qué llevas un atuendo tan ridículo?
—Sé que lo es —respondí yo—. Calzones de moña. Sin el braguero me siento indefenso.
—Pues a mí me parece que te hace más alto —comentó ella.
Qué dilema. Más alto con calzones o arrebatadoramente viril con braguero. Ilusiones ambas, cada una con su ventaja.
—¿Qué creéis vos que causa mejor impresión en el sexo débil: ser alto o lucir un buen paquete?
—¿No es las dos cosas tu aprendiz?
—Pero es que él es…, oh…
—Sí. —Le dio un mordisco a una ciruela de invierno.
—Ya veo —dije yo—. ¿Y bien? ¿Qué pasó con Edmundo? ¿Con todo aquel atuendo negro?
Lo que había pasado era que ella estaba embrujada, eso era lo que había pasado.
—Edmundo —suspiró ella—. Creo que Edmundo no me ama.
Yo me senté entonces, delante de todos los platos del almuerzo dispuestos para ella. Se me pasó por la cabeza hundir la frente en el cuenco de caldo, para refrescármela. ¿Era el amor? ¿El amor maldito, jodido, rejodido, el maldito, rejodido y maldito amor? ¿El amor irrelevante, superfluo, maldito, el podrido, apestoso y doloroso amor? ¿Qué coño era? ¿Para qué? ¿Qué mierda? ¿Amor?
—¿Amor? —apunté.
—A mí no me ha amado nadie —declaró Goneril.
—¿Y vuestra madre? Seguro que vuestra madre…
—A mi madre no la recuerdo. Lear la hizo ejecutar cuando yo era niña.
—No lo sabía.
—No debía saberse.
—Jesús, entonces. ¿No cuentas con el consuelo de Jesús?
—¿Qué consuelo? Yo soy duquesa, Bolsillo, princesa, y tal vez sea reina. No se puede gobernar en Cristo. ¿Es que eres tonto? A Cristo hay que pedirle que abandone la sala. Tras tu primera guerra civil o ejecución, lo del perdón se pone un poco feo, ¿o no? Se produce la desaprobación jesusina, o una bronca, al menos, y tú tienes que hacer como que no lo ves.
—Pero Él es infinito en Su perdón —repliqué yo—. Lo pone en alguna parte.
—Como deberíamos serlo todos, que eso también lo pone. Pero yo no me lo creo. Nunca he perdonado a nuestro padre por matar a nuestra madre, y nunca lo perdonaré. Yo no soy creyente, Bolsillo. No hay consuelo ni amor ahí. Yo no creo.
—Yo tampoco, señora, así que al cuerno con Jesús. Sin duda Edmundo se enamorará de vos cuando intiméis con él y haya tenido ocasión de asesinar a vuestro esposo. El amor necesita espacio para crecer. Como una rosa. O un tumor.
—Apasionado lo es bastante, aunque nunca tan entusiasta como aquella primera noche en la torre.
—¿Le habéis dado a conocer…, esto…, vuestros gustos especiales?
—Con ellos no me ganaré su corazón.
—Tonterías, un príncipe como Edmundo, de oscuro corazón, arde en deseos de que le azote el culo una dulce damisela como sois vos. Seguramente se muere de ganas, pero su timidez le impide pedíroslo.
—Creo que otra mujer le ha entrado por el ojo. Me temo que se siente atraído por mi hermana.
«No, ha sido más bien su hermana la que le ha entrado por el ojo a su padre, literalmente, y se lo ha arrancado», pensé, pero entonces tuve una idea.
—Tal vez pueda ayudaros a resolver el conflicto, calabacita mía.
Y, dicho esto, me saqué del monedero los frasquitos rojo y azul. Le expliqué que uno proporcionaba un sueño idéntico a la muerte, y que el otro garantizaba el descanso eterno. Y, mientras lo hacía, palpé el monedero de seda, que aún contenía el último hongo que las brujas me habían entregado.
¿Y si lo usaba con Goneril? ¿Y si la hechizaba para que amara a su propio esposo? Seguro que Albany la perdonaría. Era un muchacho noblote, a pesar de pertenecer, precisamente, a la nobleza. De ese modo Regan podría quedarse para sí a aquel villano de Edmundo, el conflicto entre las dos hermanas se resolvería, Edmundo se sentiría satisfecho con su nuevo papel de duque de Cornualles y conde de Gloucester, y todo terminaría bien. Quedaban, claro está, asuntos como la invasión de Francia, el hecho de que Lear siguiera en las mazmorras, el destino incierto de un bufón sabio y atractivo…
—Calabacita mía —dije—. Tal vez si Regan y vos llegarais a algún acuerdo… Tal vez si ella se quedara dormida hasta que su ejército hubiera cumplido con su deber contra Francia… Tal vez la misericordia…
Y no pude seguir, pues en ese preciso instante Edmundo hizo su entrada.
—¿Qué es esto? —inquirió el bastardo.
—¿Es que no sabéis llamar a la puerta, coño? —dije yo—. ¡Maldito bastardo! ¡Qué ordinario!
Ahora que ya era medio noble, podría haber sucedido que mi desprecio por él hubiera disminuido. Pero, curiosamente, no fue así.
—¡Guardia! Llevaos a este gusano a las mazmorras hasta que tenga tiempo de ocuparme de él.
Cuatro guardias, que no pertenecían al viejo retén de la Torre, entraron y me persiguieron por el aposento un buen rato, antes de que la estrechez de mis calzones de camarero me hiciera caer. El muchacho para el que los habían confeccionado debía de ser más pequeño aún que yo. Una vez que me tuvieron en el suelo, me sujetaron los brazos a la espalda y me arrastraron fuera del torreón. Cuando ya me encontraba junto a la puerta, grité:
—¡Goneril!
Ella levantó la mano, y los guardias se detuvieron y me pusieron en pie.
—Sí os han amado —le dije.
—¡Bah! Lleváoslo de aquí y azotadlo.
—Está de broma —dije yo—. La señora está de broma.