21

En los blancos acantilados

Hace años…

—Bolsillo —dijo Cordelia—. ¿Has oído hablar de una reina guerrera llamada Boudicca?

Cordelia tenía unos quince años por aquel entonces, y me había mandado llamar porque quería conversar sobre política. Yo la encontré tendida en la cama, con un gran volumen encuadernado en cuero abierto junto a ella.

—No, corderita. ¿De quién era reina?

—Pues de los britanos paganos. Era reina nuestra.

Lear había regresado hacía poco a las creencias paganas, abriendo así un nuevo mundo de aprendizaje para Cordelia.

—Ah, claro, por eso será. Como me crie en un convento, tesoro, mis conocimientos sobre paganismo son muy superficiales, aunque debo admitir que sus fiestas me encantan. Los borrachos fornicando con guirnaldas de flores en la cabeza me parecen mucho mejor que las misas de medianoche y las auto-flagelaciones, aunque, claro, yo soy un bufón, un tonto.

—Bueno, pues aquí pone que dejó hechas mierda a las legiones romanas cuando nos invadieron.

—¿De veras pone eso? ¿Que las dejó «hechas mierda»?

—Estoy parafraseando. ¿Por qué crees que ya no tenemos a reinas guerreras?

—Bueno, corderita, la guerra requiere acciones rápidas y decididas.

—¿Estás diciendo que la mujer no es capaz de moverse con rápida decisión?

—No, yo no digo eso. Es capaz de moverse con rapidez y decisión, pero sólo después de haber escogido el modelito y los zapatos adecuados. Sospecho que ahí radica el punto débil de cualquier reina guerrera en potencia.

—Y una mierda —opinó Cordelia.

—Apuesto a que tu Boudicca vivió antes de que se inventara la ropa. Ésos eran tiempos fáciles para una reina guerrera. En esa época sólo tenían que recogerse las tetas y empezar a cortar cabezas. Pero ahora…, me atrevería a decir que, para cuando la mayoría de las mujeres hubieran decidido qué conjunto ponerse para las invasiones, la erosión ya habría acabado con el país.

—La mayoría de las mujeres. Pero ¿yo no?

—Claro que no, corderita. Ellas. Yo sólo me refiero a fulanas sin voluntad, como tus hermanas.

—Bolsillo, creo que quiero ser reina guerrera.

—¿Reina de qué? ¿Del zoo real de mascotas del condado de Folletilandia?

—Ya lo verás, Bolsillo. El cielo todo se oscurecerá con el humo de los fuegos de mis ejércitos, la tierra temblará bajo los cascos de sus caballos, y los reyes se arrodillarán ante las murallas de sus ciudades, con sus coronas en la mano, suplicando que acepte su rendición, para evitar que la ira de Cordelia recaiga sobre su pueblo. Pero no, yo seré misericordiosa.

—Eso está claro, no hay ni que decirlo.

—Y tú, bufón, ya no podrás comportarte tan mal como ahora.

—Miedo y temblor, cielo, eso es todo lo que obtendrás de mí. Miedo y temblor.

—Lo importante es que sigamos entendiéndonos.

—Por lo que se ve, parece que estás pensando en algo más que en conquistar un zoo de mascotas.

—Europa —aclaró la princesa, como quien proclama una verdad desnuda.

—¿Europa? —pregunté yo.

—Eso para empezar.

—Pues será mejor que no tardes en empezar, ¿no crees?

—Sí, supongo que sí —dijo Cordelia, esbozando una sonrisa tonta—. Querido Bolsillo, ¿me ayudas a escoger la ropa?

—Ya ha tomado Normandía, la Bretaña y Aquitania —dijo Edgar—. Y Bélgica se caga encima apenas oye su nombre.

—Cordelia puede ser muy pesada cuando se le mete algo en la cabeza —admití yo. Sonreí al imaginarla mascullando órdenes a las tropas, la furia y el fuego brotando de sus labios, pero siempre, a cada esquina, una risa a punto de escapar de ellos. La echaba de menos.

—¡Oh! Fui un traidor a su amor, y desgarré su dulce corazón por mi orgullo testarudo —dijo Lear, que parecía más loco y más débil que la última vez que lo había visto.

—¿Dónde está Kent? —le pregunté a Edgar, prescindiendo del anciano rey.

Babas y yo los habíamos encontrado sobre un acantilado, en Dover, dando la espalda a una gran roca de cal. Ahí estaban Gloucester, Edgar y Lear. El primero roncaba mansamente, con la cabeza apoyada en el hombro de su hijo. Desde allí se divisaba el humo del campamento francés, que se encontraba a menos de dos millas.

—Ha ido a ver a Cordelia, para pedirle que acepte a su padre en su campamento.

—¿Y por qué no habéis ido vos en persona? —le pregunté a Lear.

—Me da miedo —admitió el anciano, que ocultaba la cabeza bajo el brazo, como un pájaro que tratara de escapar, bajo su ala, de la luz del día.

Aquello no me gustaba nada. Yo lo prefería fuerte, porfiado, lleno de arrogancia y crueldad. Quería ver esas partes de él que yo sabía que se encontraban en su máximo esplendor cuando había arrojado a mi madre contra las piedras, hacía ya tantos años. Quise gritarle, humillarlo, hacerle daño en once lugares a la vez, ver cómo se arrastraba en su propia mierda, con su orgullo y sus agallas colgando tras de él, en la mugre. Pero ante aquel Lear tembloroso, ante aquella sombra de sí mismo, no había venganza que satisfacer.

Ni yo deseaba tomar parte en ella.

—Voy a dormir un rato tras esas piedras —anuncié—. Babas, mantente vigilante. Despiértame cuando regrese Kent.

—Sí, Bolsillo. —El mastuerzo se fue hasta el extremo de la roca en la que se encontraba Edgar, se sentó y miró el mar. Si nos atacaran por el agua, él estaría listo en un periquete.

Yo me tumbé y dormí tal vez una hora, hasta que oí unos gritos tras de mí. Al volverme, por encima de las piedras que me rodeaban, vi a Edgar que sostenía la cabeza de su padre, ayudándole a mantenerse en pie, pues éste se había subido a una roca, un pie por encima de la tierra.

—¿Estamos en el borde?

—Sí, hay pescadores en la playa de abajo: parecen ratones. Y los perros son como hormigas.

—¿Y los caballos? ¿A qué se parecen? —preguntó Gloucester.

—No hay caballos. Sólo hay pescadores y perros. ¿Es que no oís las olas que baten contra la playa?

—Sí, sí las oigo. ¡Adiós, Edgar, hijo mío! ¡Los dioses obran su voluntad!

Y, dicho esto, el anciano saltó desde el acantilado, con la esperanza de iniciar un descenso de centenares de pies que lo llevara a la muerte, supongo, por lo que pareció algo sorprendido al tocar tierra al instante.

—¡Oh, Señor! ¡Oh, Señor! —exclamó Edgar, tratando de fingir una voz distinta y fracasando estrepitosamente en el intento—. Señor, acabáis de caer desde los acantilados de arriba.

—¿Ah, sí?

—Sí, señor. ¿Es que no lo veis?

—Pues no, capullo, tengo los ojos vendados y ensangrentados. ¿Es que no lo ves tú?

—Lo siento. Lo que yo he visto es que caíais desde una gran altura y aterrizabais con la suavidad de una pluma.

—Eso quiere decir que estoy muerto —dijo Gloucester, que se hincó de rodillas y pareció quedar sin aliento—. Estoy muerto y sigo sufriendo, mi pesar es manifiesto, y me duelen los ojos, aunque no los tenga ya.

—Eso es porque os está tomando el pelo —tercié yo.

—¿Qué? —dijo Gloucester.

—Ssssst —chistó Edgar—. Ése es un mendigo loco, no le hagáis caso, buen señor.

—De acuerdo. Estáis muerto. Disfrutad —dije, tendiéndome en el suelo para resguardarme del viento, y cubriéndome los ojos con la gorra de bufón.

—Vamos, vamos, siéntate conmigo —me pidió Lear. Yo me incorporé y vi que el rey conducía al anciano hacia su nido, junto a las grandes rocas blancas—. Dejemos que las crueldades del mundo resbalen por nuestras espaldas encorvadas, amigo mío.

Lear le pasó el brazo por el hombro y lo atrajo hacia sí mientras le hablaba al cielo.

—Mi rey —dijo Gloucester—. En vuestra misericordia estoy a salvo, mi rey.

—Rey, sí, pero sin soldados y sin tierra. Ningún súbdito tiembla en mi presencia, ningún criado me atiende, e incluso tu vástago bastardo me trata mejor que mis propias hijas.

—Oh, no me jodáis —dije yo. Pero veía que el anciano al que habían arrancado los ojos sonreía y que, a pesar de todo su sufrimiento, hallaba consuelo en su amigo el rey, ciego sin duda a sus crueldades mucho antes de que Cornualles y Regan lo hubieran mutilado de ese modo. Cegado por la lealtad. Cegado por el título. Cegado por un patriotismo barato y una rectitud mal entendida. Adoraba a su rey loco y asesino. Yo me tendí de nuevo para seguir escuchando.

—Permitidme que os bese la mano —dijo Gloucester.

—Déjame que primero me la limpie. Huele a mortalidad —respondió Lear.

—Yo no huelo nada, y ya nunca veré nada. No soy digno.

—¿Estás loco? Ves con tus oídos, Gloucester. ¿Acaso no has visto nunca cómo ahuyenta a un mendigo el perro de un granjero con sus ladridos? ¿Es ese perro la voz de la autoridad? Para negarle a ese hombre que sacie su apetito, ¿es ese perro acaso mejor que otros? ¿Es recto el alguacil que azota a una ramera, cuando es para satisfacer su propia lujuria que lo hace? Ya ves, Gloucester, ¿quién es digno? Ahora nos vemos despojados de afeites, y los pequeños vicios se intuyen a través de las ropas descosidas, cuando todo se oculta bajo las pieles y los elaborados atuendos. Baña el pecado con oro y la dura lanza de la justicia se rompe al clavarse contra él. Bienaventurado eres tú que no ves, pues no puedes ver lo que soy: un ser malvado.

—No —dijo Edgar—. Vuestra impertinencia nace de la locura. No lloréis, buen rey.

—¿Que no llore? Lloramos al oler el aire por vez primera. Cuando nacemos, lloramos por haber llegado a este gran escenario de locos.

—No, todos volveremos a estar bien y…

En ese momento se oyó un golpe seco, seguido de otro, y después un grito ahogado.

—Muere, topo ciego.

Me incorporé a tiempo de ver a Oswaldo que, de pie sobre Gloucester, sostenía una piedra ensangrentada en una mano, y apuntaba el pecho del viejo conde con la espada.

—Ya no envenenarás más la causa de mi señora. —Le clavó la espada, y la sangre brotó del cuerpo del anciano, que no emitió ni un sonido. Estaba muerto. Oswaldo le desclavó la espada y de una patada lo envió junto a Lear, que, asustado, se apretaba contra la pared de piedra. Edgar se encontraba inconsciente a los pies de Oswaldo. El gusano se echó hacia atrás, como si quisiera clavarle el arma por la espalda.

—¡Oswaldo! —exclamé yo, que me había puesto en pie tras las piedras mientras desenvainaba los puñales que llevaba a la espalda. El mal bicho se volvió hacia mí, alzando el filo de su espada. Soltó la piedra ensangrentada que había usado para aplastarle los sesos a Edgar—. Hicimos un trato —le dije—. Y si sigues matando a mis acompañantes me obligarás a dudar de tu sinceridad.

—Piérdete, bufón. No hay trato entre nosotros. Eres una sabandija mentirosa.

Moi? —me asombré yo en perfecto francés—. Puedo ofrecerte el corazón de tu dama, y no en su forma desagradable, eviscerada, cadavérica.

—No tienes semejante poder. Y tampoco has hechizado el corazón de Regan. Es ella la que me ha enviado aquí a asesinar a este traidor ciego que vuelve las mentes en contra de nuestros ejércitos. Y también a entregar esto.

Se sacó del jubón una carta sellada.

—¿Qué es, una licencia por la que, en nombre de la duquesa de Cornualles, se otorga permiso para ser un gilipollas integral?

—Tu ingenio cansa, bufón. Se trata de una carta de amor dirigida a Edmundo de Gloucester. Ha partido hacia aquí con una avanzadilla para calibrar cuáles son las fuerzas con que cuentan los franceses.

—¿Que mi ingenio aburre? ¿Que mi ingenio aburre?

—Aburre, sí —reiteró Oswaldo—. Y ahora, en garde —me retó, en un francés apenas aceptable.

—Sí —dije yo, asintiendo exageradamente—. Sí.

En ese instante alguien agarró a Oswaldo por el cuello y lo estampó varias veces contra las rocas. El bribón no tardó en soltar la espada, la daga, la carta de amor y el monedero que llevaba. Babas (pues se trataba de él) levantó entonces al mayordomo por los aires, y le apretó el pescuezo, despacio pero con perseverancia, haciendo que de su apestosa garganta brotaran gárgaras y gorgoritos.

Aunque del todo intacto por mi afilado ingenio

un mastuerzo gigante te asfixia hasta la muerte,

así que os dejo solos, a ver quién se divierte

habiendo este bufón vencido en el proscenio.

Oswaldo pareció bastante sorprendido con el giro de los acontecimientos, tanto que los ojos y la lengua sobresalían mucho respecto del rostro, de un modo del todo enfermizo. Fue entonces cuando liberó varios de sus fluidos corporales, y Babas tuvo que apartarlo más de su lado para no mancharse.

—Suéltalo —dijo el rey, que seguía acurrucado contra las piedras, temeroso.

Babas me miró, y yo negué con la cabeza, aunque muy poco.

—Muere, mono repugnante —le dije.

Cuando Oswaldo dejó de patalear y quedó colgando, fláccido, goteando, le hice una seña a mi aprendiz, que arrojó el cuerpo del mayordomo por el acantilado con la misma facilidad con la que habría arrojado un carozo de manzana.

Babas clavó una rodilla en el suelo, junto a Gloucester.

—Yo quería enseñarle a ser bufón.

—Sí, muchacho, ya lo sé.

Permanecí junto a mis piedras, resistiendo mi impulso de consolar al bobo grandullón y asesino dándole una palmadita en el hombro. En lo alto del acantilado se oyó algo, y me pareció que se trataba del chasquido de un metal contra otro, traído por el viento.

—Ahora está ciego y está muerto —insistió mi aprendiz.

—Cabrón —musité yo entre dientes. Y al bobo—: Ocúltate, y no pelees, y no me llames.

Me eché al suelo justo en el momento en que el primer soldado llegaba a lo alto de la colina. «¡Cabrón, cabrón, cabrón! ¡Maldito cabronazo cabrón!», reflexioné serenamente.

Entonces oí la voz de Edmundo el bastardo:

—¡Mira! Si es mi bufón. Y ¿qué es esto? ¿El rey? ¡Qué gran suerte la mía! Seréis unos buenos rehenes para detener el avance de la reina de Francia y de sus tropas.

—¿Es que no tienes corazón? —preguntó Lear, acariciando la cabeza de Gloucester, su amigo muerto.

Yo espiaba entre mis rocas. Edmundo observaba a su padre muerto con la expresión de alguien que acaba de encontrarse con una cagarruta de ratón en las tostadas del desayuno.

—Bueno, sí, es trágico, supongo, pero una vez resuelto el tema de la sucesión de su título, y privado de visión, un oportuno mutis ha sido lo más discreto que ha podido hacer. ¿Quién es este otro muerto? —Edmundo dio un puntapié en el hombro a su hermanastro inconsciente.

—Un mendigo —respondió Babas—. Intentaba proteger al viejo.

—Esta no es la espada de un mendigo. Y tampoco es de mendigo este monedero. —Edmundo levantó el saquito de monedas de Oswaldo—. Esto pertenece al hombre de Goneril, Oswaldo.

—Así es, señor —admitió Babas.

—¿Y dónde está?

—En la playa.

—¿En la playa? ¿Ha bajado dejándose aquí el monedero y la espada?

—Era un memo, así que lo he tirado abajo. Ha matado a tu anciano papá.

—Ah, claro, sí. Bien hecho entonces. —Edmundo le arrojó el monedero a Babas—. Úsalo para sobornar a tu carcelero a cambio de un mendrugo de pan. Lleváoslos.

El bastardo hizo una seña a sus hombres para que apresaran a Babas y a Lear. El rey no lograba ponerse en pie, y Babas lo levantó y le ayudó a mantenerse derecho.

—¿Qué hacemos con los cadáveres? —preguntó el capitán de Edmundo.

—Que los entierren los franceses. Deprisa, a la Torre Blanca. Ya hemos visto bastante.

Lear tosió entonces, una tosecilla seca, débil, una especie de crujido en las bisagras de las puertas de la muerte, y yo temí que se desplomara. Uno de los hombres de Edmundo le ofreció un poco de agua, que pareció aplacar la tos, aunque no bastó para que dejara de tambalearse. Babas se lo cargó al hombro y lo llevó a lo alto de la colina; el trasero huesudo del anciano se mecía sobre el hombro del mastuerzo como si del almohadón de un palanquín se tratara. Cuando se fueron yo salí de mi escondrijo y me acerqué al cuerpo postrado de Edgar. La herida de la cabeza no era profunda, pero había sangrado copiosamente, como suele suceder en esos casos. Tal vez el charco abundante que se esparcía a su alrededor le hubiera salvado la vida. Lo levanté y lo apoyé en la pared de piedra blanca, y lo reanimé dándole unas palmaditas en la cara, y arrojándole el agua que llevaba en un pellejo.

—¿Qué sucede?

Edgar miró a su alrededor y agitó la cabeza para aclarar la vista, algo que lamentó al instante, pues no tardó en descubrir el cadáver de su padre. Se puso a gritar.

—Lo siento, Edgar —le dije—. Ha sido el mayordomo de Goneril, Oswaldo, quien os ha abatido y lo ha matado. Babas ha estrangulado a ese perro vil y lo ha lanzado por el acantilado.

—¿Dónde está Babas? ¿Y el rey?

—Los hombres de vuestro hermano bastardo se los han llevado. Escuchadme, Edgar, tengo que seguirlos. Id vos al campamento francés. Llevad este mensaje. —Edgar puso los ojos en blanco, y temí que volviera a desmayarse, por lo que le arrojé un poco más de agua a la cara—. Miradme, Edgar, debéis acudir al campamento. Hablad con Cordelia y decidle que debe atacar la Torre Blanca directamente. Decidle que envíe barcos al Támesis y que lleve un ejército por tierra hasta Londres. Kent sabrá cómo ejecutar el plan. Pedidle que haga sonar la trompeta tres veces antes de que ataque la fortaleza. ¿Entendéis?

—¿Tres veces, la Torre Blanca?

Desgarré la tela de la camisa del conde muerto, la enrollé y se la di a Edgar.

—Tomad, apretáosla contra la cabeza para detener la hemorragia… Y decidle a Cordelia que no deje de atacar por temor a que a su padre le suceda algo. Yo me encargaré de mantenerlo a salvo.

—De acuerdo —dijo Edgar—. No salvará al rey por negarse a atacar.