20

Qué cosita tan bonita

Babas y yo avanzamos durante un día entero bajo la lluvia, subiendo montes y descendiendo a valles, recorriendo páramos desiertos y caminos que eran poco más que roderas embarradas. Mi aprendiz presentaba un aspecto saludable, lo que constituía cierta proeza teniendo en cuenta las penalidades de las que acababa de escapar. Pero la alegría de espíritu es la bendición del idiota. Al pobre le dio por cantar y pisar los charcos durante el trayecto, y se mostraba encantado en todo momento. A mí, por el contrario, mi ingenio y mi conciencia me suponían una carga, y consideraba que el gesto adusto y el gruñido encajaban mejor con mi estado de ánimo. Lamentaba no haber robado unos caballos, no haber adquirido pieles enceradas, no haberme hecho con un kit para encender fuegos, y no haber asesinado a Edmundo antes de partir. Esto último, entre otras razones, porque, a causa de las palizas que el bastardo le había propinado a Babas, éste no podía montarme a caballito, pues aún tenía la espalda en carne viva.

Bastardo.

Creo que es momento de admitir que, tras algunos días expuesto a los elementos, los primeros que pasaba desde que iba de pueblo en pueblo a las órdenes de Belette, junto con la troupe de titiriteros, hacía ya muchos años, me había convencido de que yo soy un bufón de interior. Mi cuerpo esbelto no resiste bien el frío, ni parece responder mejor bajo el agua de lluvia. Me temo que resulto demasiado absorbente para ser un bufón de exterior. Mi voz cantarina se vuelve ronca con el frío, mis chanzas y bromas pierden su sutileza cuando se pronuncian contra el viento, y cuando el frío gélido me entumece los músculos, ni siquiera soy capaz de unos juegos malabares mínimamente dignos. No estoy hecho para la tempestad, la tormenta va en mi contra… A mí dadme una chimenea y un colchón de plumas. ¡Oh, vino tibio, corazón templado, fulana caliente!, ¿dónde estáis? ¡Qué frío tienes, pobre Bolsillo, que pareces una rata helada!

Avanzamos a oscuras durante millas hasta que el viento nos trajo un aroma de carne ahumada, y a lo lejos divisamos la luz rojiza de una ventana cubierta con pergamino encerado.

—Mira, Bolsillo, una casa —dijo Babas—. Podemos sentarnos junto al fuego y tal vez comer caliente.

—No tenemos dinero, ni nada con que pagar.

—Podemos pagar con una gracia, como hemos hecho otras veces.

—No se me ocurre nada gracioso que hacer, Babas. Las volteretas quedan descartadas, porque tengo los dedos tan agarrotados que no puedo ni mover el hilo que abre y cierra la boca de Jones, y estoy tan cansado que me siento incapaz de contar un cuento.

—Pues podemos pedirles algo. Tal vez sean amables.

—Eso es una patraña del tamaño de una boñiga gigante, lo sabes, ¿no?

—Tal vez lo sean —insistió el bobo—. Una vez Burbuja me dio un pastel sin que le contara nada gracioso. Me lo dio a cambio de nada, sólo porque tenía buen corazón.

—Sí, claro, claro. Contemos con su amabilidad, pero por si ésta fallara, vete preparando para aplastarles los sesos y llevarte su cena a la fuerza.

—¿Y si son muchos? ¿Tú no piensas ayudarme?

Me encogí de hombros y me señalé a mí mismo.

—Soy bajito y estoy cansado. Si me siento demasiado débil para representar un espectáculo de títeres, digo yo que eso de aplastar sesos es una tarea que, necesariamente, ha de recaer sobre ti. Busca un tronco bien gordo. Mira, ahí está la pila de leña.

—Pero yo no quiero aplastar ningún seso —dijo el necio testarudo.

—Está bien, toma, llévate una de mis dagas. —Se la alargué—. Aséstale una buena puñalada a quien lo merezca.

En ese momento la puerta se abrió y una figura flaca y arrugada apareció en el umbral, sosteniendo una lámpara.

—¿Quién anda ahí?

—Le pido disculpas, señor —balbució Babas—. Nos preguntábamos si le vendría bien una buena puñalada esta noche.

—Dame eso —le interrumpí yo, arrebatándole el arma y envainándomela a la espalda.

—Lo siento, señor, este pobre alelado bromea cuando no debe. Buscamos guarecernos de la tormenta y, tal vez, comer algo caliente. Sólo tenemos pan y un poco de queso, pero los compartiríamos con gusto a cambio de un techo.

—Somos bufones —apostilló Babas.

—Cállate, Babas, eso ya lo ve si se fija en mi atuendo y en tu mirada extraviada.

—Entra, entra, Bolsillo de Lametón de Perro —dijo la figura encorvada—. Cuidado, Babas, no te des en la cabeza con el quicio de la puerta.

—Estamos jodidos —susurré yo, empujando a Babas para que entrara antes que yo.

Las tres brujas estaban allí, Romero, Salvia y Perejil. No, no, no en el bosque de Birnam, donde residen habitualmente, donde uno podría cabalmente esperar encontrarlas, sino en una caldeada cabaña junto al camino que unía las aldeas de Capullo Mareado y Agua de Cachimba. En una casa voladora, tal vez, habría sido más normal, aunque se rumorea que a las brujas les asustan esos mecanismos.

—Creía que eras un hombre viejo, pero eres una mujer vieja —le comentó Babas a la arpía que nos había dejado entrar—. Lo siento.

—No necesitamos pruebas, gracias —me apresuré a añadir yo, temeroso de que alguna de las hechiceras deseara confirmar cuál era su sexo levantándose las faldas—. El muchacho ya ha sufrido bastante últimamente.

—Estofado —dijo Salvia, la de la verruga. Sobre el fuego colgaba una marmita pequeña.

—Ya he visto qué echáis a los estofados.

—Estofado liso y raspado —canturreó Perejil, la bruja más alta.

—Yo sí tomaré un poco, gracias —dijo Babas.

—Eso no es estofado —le advertí yo—. Lo llaman estofado porque rima con raspado, pero no lo es.

—Sí, es estofado —terció Romero—. De buey, zanahorias y demás.

—Por desgracia —añadió Salvia.

—Sin alas de murciélago, ojos de sátiro, menudillos de galápago y esas cosas.

—Tiene algo de cebolla —apostilló Perejil.

—Sí, claro. ¿Sin poderes mágicos? ¿Sin apariciones? ¿Sin maldición? ¿Aparecéis aquí, en medio de la nada, no, rectifico, en la goma de las bragas de la garrapata que le chupa el culo a la nada, y resulta que no tenéis más planes que darnos de comer a mi aprendiz y a mí, y brindarnos la ocasión de resguardarnos del frío?

—Pues sí, más o menos es eso —dijo Romero.

—¿Y por qué?

—No se nos ocurría nada que rimara con «cebolla» —aclaró Salvia.

—Así es, cuando las cebollas entraron en escena, lo de pronunciar hechizos se nos jodió del todo —abundó Perejil.

—A decir verdad, «buey» también nos puso un poco contra las cuerdas, ¿verdad? —se sinceró Romero.

—«Grey», supongo —aventuró Salvia, alzando la vista al cielo con su único ojo bueno—. Y «Hey», supongo, aunque estrictamente hablando, con ésa no se hace una rima.

—Exacto —coincidió Perejil—. Mejor no pensar en qué clase de aparición cutre conjuraríamos si pronunciáramos así la rima. Grey, Hey. En realidad, es patético.

—Estofado, por favor —insistió Babas.

Consentí que las arpías nos alimentaran. El estofado estaba caliente, espeso, y afortunadamente exento de pedazos de anfibios y cadáveres en general. Partimos el último pedazo de pan que Curan nos había proporcionado y lo compartimos con las brujas, que sacaron una jarra de vino espeso y nos los sirvieron.

Yo me calenté tanto por fuera como por dentro, y por primera vez en lo que me parecieron días enteros, sentí secos la ropa y los zapatos.

—¿Entonces? ¿Todo va bien? —preguntó Salvia, una vez hubimos dado cuenta de un par de vasos de vino.

Yo hice recuento de las calamidades ayudándome de los dedos.

—Lear ha sido despojado de sus caballeros, sus hijas se enfrentan en una guerra civil, Francia nos ha invadido, el duque de Cornualles ha sido asesinado, al conde de Gloucester le han arrancado los ojos y está ciego, aunque se ha unido de nuevo a su hijo, que está loco de atar, las hermanas están hechizadas, y enamoradas de Edmundo, el bastardo…

—Yo me las cepillé a las dos a base de bien —añadió Babas.

—Sí, Babas se las benefició a las dos hasta que apenas se tenían en pie, y, veamos qué más…, Lear vaga por los páramos en busca del refugio de los franceses en Dover.

Habían sucedido montones de cosas.

—¿Y Lear sufre? —se interesó Perejil.

—Grandemente —le respondí yo—. No le queda nada. Ha caído desde muy alto, siendo cabeza del reino y viéndose reducido a la condición de mendigo errante. El remordimiento por acciones que cometió hace muchos años le reconcome por dentro.

—¿Y tú te compadeces de él, Bolsillo? —me preguntó Romero, la bruja verde de pezuñas de gato.

—Me libró de un amo cruel, y me llevó a vivir a su castillo. Es difícil sentir odio con el estómago lleno y una cama caliente.

—Exacto —dijo Romero—. Bebe más vino.

Vertió algo más de aquel líquido oscuro en mi vaso. Yo di un sorbo. Su sabor era fuerte, y estaba más tibio que antes.

—Tenemos un regalo para ti, Bolsillo. —Romero se sacó una bolsita de cuero de la espalda y la abrió. Contenía cuatro diminutos frascos de piedra, dos de color rojo, y otros dos negros—. Vas a necesitarlos.

—¿Qué son? —pregunté, sintiendo que empezaba a nublárseme la vista. Oía las voces de las brujas, y los ronquidos de Babas, pero todo parecía distante, como si se encontrara al otro lado de un túnel.

—Veneno —dijo la bruja.

Y eso fue lo último que oí. El cuarto desapareció entonces, y me encontré sentado en lo alto de un árbol, cerca de un río tranquilo que atravesaba un puente. El color de las hojas de los árboles indicaba que era otoño. Río abajo, una muchacha de unos dieciséis años lavaba ropa en un cubo, junto a la orilla. Se trataba de una joven muy pequeña, y la habría tomado por una niña de no haber sido por sus curvas, propias de una mujer desarrollada. La muchacha era perfectamente proporcionada, pero de una talla inferior a la de la mayoría.

La joven alzó la vista, como si hubiera oído algo. Yo miré en su misma dirección, camino abajo, y divisé una columna de soldados a caballo, encabezada por dos caballeros, seguidos tal vez por doce hombres más. Pasaron bajo el roble en el que yo me encontraba encaramado, y detuvieron sus caballos sobre el puente.

—¡Mirad eso! —exclamó el caballero más corpulento, señalando a la joven. Oí su voz como si sonara dentro de mi cabeza—. Qué cosita tan bonita.

—Hazla tuya —dijo el otro. Yo reconocí la voz al momento, y con ella, el rostro con el que se correspondía. Lear, más joven, más fuerte, mucho menos canoso, pero Lear, sin duda alguna. La misma nariz aguileña, los mismos ojos azules, cristalinos. Era él.

—No —dijo el joven—. Debemos llegar a York al atardecer. No tenemos tiempo de buscar posada.

—Ven aquí, niña —dijo Lear a voz en cuello.

La muchacha abandonó el lecho del río y se acercó al camino, manteniendo en todo momento la cabeza gacha y los ojos clavados en el suelo.

—¡Ven! —masculló Lear. La joven cruzó el puente a la carrera y se detuvo muy cerca de él.

—¿Sabes quién soy, niña?

—Un caballero, señor.

—¿Un caballero? Yo soy tu rey, niña. Soy Lear.

La muchacha, sin aliento, se hincó de rodillas en el suelo.

—Y éste es Cano, duque de York, príncipe de Gales, hijo del rey Bladud, hermano del rey Lear. Y quiere poseerte.

—No, Lear —insistió el hermano—. Esto es una locura.

La joven se echó a temblar.

—Eres hermano del rey, y puedes poseer a quien te plazca, cuando te plazca —proclamó Lear, bajándose del caballo—. Ponte de pie, niña.

La joven obedeció, aunque muy rígida, como si estuviera preparándose para recibir un puñetazo. Lear le sujetó la barbilla y la levantó.

—Eres una cosita muy bonita. Es una cosita muy bonita, Cano, y es mía. Yo te la regalo.

El hermano del rey abrió mucho los ojos, excitado, pero dijo:

—No, no tenemos tiempo…

—¡Ahora! —exclamó Lear—. ¡La poseerás ahora!

Y dicho esto, Lear agarró el vestido de la muchacha y se lo desgarró, dejando a la vista sus pechos. Cuando ella trató de cubrírselos con los brazos, él se los retiró, la levantó a peso y se puso a mascullar órdenes mientras su hermano la violaba sobre la ancha barandilla de piedra del puente. Al terminar, Cano cayó rendido entre sus piernas, pero Lear lo apartó de un manotazo, levantó a la joven por la cintura y la arrojó al río.

—¡Lávate! —le ordenó, mientras daba unas palmadas en el hombro a su hermano—. Al menos ésta ya no se te aparecerá en sueños esta noche. Todos los súbditos son propiedad del rey, y por tanto puedo decidir a quién se los ofrezco, Cano. Puedes poseer a todas las mujeres que desees, excepto a una.

Montaron en los caballos y se alejaron. Lear ni siquiera volvió la vista atrás para ver si la muchacha sabía nadar.

Yo no podía moverme, no podía gritar. Mientras duró el asalto, me sentí en todo momento como si estuviera atado al árbol. Y ahora la veía arrastrarse, desnuda, hasta la orilla, la ropa hecha trizas. Una vez en tierra, se acurrucó, hecha un ovillo, y estalló en sollozos.

De pronto me vi saltando del árbol, como una hoja llevada por un viento errante, y fui a posarme sobre el tejado de una casa de dos plantas que se alzaba en una aldea. Era día de mercado y todo el mundo había salido a la calle, e iba de carromato en carromato, de mesa en mesa, regateando el precio de carnes, verduras, vasijas y herramientas.

Una muchacha avanzaba a trompicones calle abajo, una cosita muy bonita de tal vez dieciséis años, que llevaba un recién nacido en brazos. Se detenía ante todos los tenderetes y mostraba el bebé, y todos los aldeanos le dedicaban unas vulgares carcajadas y la enviaban al tenderete de al lado.

—Es un príncipe —decía ella—. Su padre era príncipe.

—Vete de aquí, niña. Estás loca. No me extraña que nadie te quiera, furcia.

—Pero si es verdad. Es príncipe.

—Pues a mí me parece más bien un cachorro ahogado, zorra. Tendrás suerte si sobrevive una semana.

De un extremo al otro de la aldea, la muchacha recibía las burlas y las risas de todos. Una mujer, que debía de ser su madre, se apartó al verla pasar y, avergonzada, se cubrió el rostro.

Volví a flotar cuando la muchacha alcanzaba el límite de la aldea y cruzaba el puente en el que había sido violada. Proseguía hasta llegar a un grupo de edificaciones de piedra, una de ellas con una torre rematada en un pináculo. Se trataba de una iglesia. Se acercaba a los inmensos portones y ahí dejaba al bebé, sobre el primer peldaño de la escalera. Yo reconocí aquellas puertas. Las había visto en miles de ocasiones. Aquella era la entrada a la abadía de Lametón de Perro. La joven salía corriendo, y minutos después yo vi que las puertas se abrían y que una monja ancha de hombros se inclinaba y levantaba al diminuto recién nacido, que lloriqueaba. Era la madre Basila.

De pronto me encontré de nuevo junto al río, y la muchacha, aquella cosita tan bonita, estaba de pie sobre la barandilla de piedra del puente. Tras santiguarse, se arrojó a él. Y no nadó. El agua verde la cubrió.

Era mi madre.

Al despertar, vi que las brujas formaban un corro a mi alrededor, como si yo fuera una deliciosa tarta recién sacada del horno, y ellas unas zorras impacientes por comérsela.

—De modo que eres bastardo —dijo Perejil.

—Y huérfano —añadió Salvia.

—Las dos cosas a la vez —observó Romero.

—¿Sorprendido? —me preguntó Perejil.

—Lear no es exactamente el viejecito adorable que tú creías, ¿verdad?

—Eres un bastardo real, eso es lo que eres.

Yo me atraganté un poco, reaccionando así al aliento colectivo que vertían sobre mí las brujas, y me incorporé.

—¿Por qué no apartáis un poco esos cadáveres repugnantes que tenéis por cuerpos?

—De hecho, hablando con propiedad, aquí la única cadáver es Romero —dijo Perejil, la más alta.

—Me habéis drogado, me habéis puesto esa visión espantosa en la mente.

—Te hemos drogado, es cierto. Pero tú has mirado a través de la ventana de tu pasado. Ahí no ha habido más visión que lo que sucedió.

—Has visto a tu querida madre, ¿verdad? —dijo Romero—. Cómo me alegro por ti.

—He tenido que ver cómo la violaban y la llevaban al suicidio, arpía loca.

—Debías saberlo, pequeño Bolsillo, antes de tu viaje a Dover.

—¿A Dover? Yo a Dover no voy. No me apetece lo más mínimo reunirme con Lear. —Mientras pronunciaba aquellas palabras, sentí que el miedo me descendía por la espalda como si fuera la punta de un chuzo. Sin Lear, dejaba de ser bufón. Mi vida carecía de propósito, y me quedaba sin casa. Con todo, después de lo que había hecho, yo tendría que buscarme otro medio de vida—. Puedo lograr que contraten a Babas para que are los campos y cargue balas de lana y esas cosas. Ya saldremos adelante.

—Tal vez él sí quiera seguir viaje hasta Dover.

Miré a mi aprendiz, al que creía durmiendo junto al fuego, pero al que descubrí sentado, observándome con los ojos muy abiertos, como si algo le hubiera asustado y se hubiera quedado sin palabras.

—¿No le habréis dado a él la misma poción?

—Estaba en el vino —dijo Salvia.

Me acerqué al idiota y le pasé el brazo por el hombro, o al menos hasta donde el brazo me dio.

—Babas, muchacho, eres un buen chico. —Si yo, con mi inteligencia superior y mi gran comprensión del mundo me había horrorizado al entrar en trance, ni imaginaba lo que podía estar pasándole por la cabeza a él—. ¿Qué le habéis mostrado, brujas malvadas?

—El también ha mirado a través de la ventana de su pasado.

El gran mastuerzo me miró entonces.

—Fui criado por lobos —me dijo.

—Ahora ya no puede hacerse nada. No estés triste. Todos tenemos cosas en nuestro pasado que es mejor no recordar.

Miré a las arpías con ojos asesinos.

—No estoy triste —dijo Babas, poniéndose en pie. Debía andar agachado para no darse con la cabeza en las vigas del techo—. Mi hermano me mordisqueaba porque yo no tenía pelo, pero él no tenía manos, de modo que yo lo arrojaba contra un árbol, y él no se levantaba.

—Eres un tonto patético —le dije yo—. Pero no es culpa tuya.

—Mi madre tenía ocho tetas, pero por suerte sólo éramos siete, y a mí me tocaban dos. Era delicioso.

Lo cierto es que la experiencia no parecía resultarle traumática.

—Y dime, Babas, ¿siempre has sabido que te criaron los lobos?

—Sí. Ahora quiero salir y orinar contra un árbol, Bolsillo. ¿Quieres acompañarme?

—No, tesoro, ve tú, yo me quedaré aquí a regañar a estas ancianas. —Una vez que mi aprendiz se ausentó, volví a la carga—. No pienso seguir siendo el instrumento de vuestros planes. No sé qué políticas pretendéis poner en práctica, pero yo no seguiré participando en ellas.

Las brujas se rieron de mí al unísono, luego tosieron y finalmente Romero tomó un sorbo de vino para calmarse.

—Nada de eso, muchacho, nada tan sórdido como la política. Lo nuestro es venganza pura y dura. A nosotras la política y la sucesión nos importan un comino.

—Pero vosotras sois el mal encarnado y triplicado, ¿no es cierto? —pregunté yo, respetuoso. Los méritos hay que reconocerlos.

—Sí, lo nuestro es el mal, pero no llegamos a tanto como para meternos en política. Mejor lanzar contra las piedras el cerebro de un recién nacido que hervir en esa caldera de ordinariez y vulgaridad.

—Eso —dijo Salvia—. ¿A alguien le apetece desayunar?

Revolvía algo en la caldera, y yo supuse que se trataba de las sobras del guisado alucinógeno de la noche anterior.

—Muy bien, venganza entonces. A mí ya no me quedan ganas de más.

—¿Ni siquiera para vengarte de Edmundo, el bastardo?

¿Edmundo? Qué tormenta de sufrimiento había desencadenado sobre el mundo aquel desalmado… Y sin embargo, si no volvía a verlo más, ¿no acabaría olvidando el daño que había causado?

—Edmundo encontrará su justa recompensa —respondí, sin creer en absoluto mis palabras.

—¿Y de Lear?

Estaba enfadado con el viejo, pero ¿a qué venganza podía someterlo a esas alturas? Ya lo había perdido todo. Y yo siempre había sabido de su crueldad, pero hasta que no se había mostrado cruel conmigo, había sido ciego a ella.

—No, de Lear tampoco.

—Está bien. ¿Adónde irás? —preguntó Salvia, que metió el cucharón en el líquido humeante y lo sopló para enfriarlo.

—Llevaré a mi aprendiz a Gales. Iremos por los castillos hasta que alguien nos contrate.

—¿Y dejaréis de ver a la reina de Francia en Dover?

—¿A Cordelia? Yo creía que en Dover estaba solo Jeff, el maldito gabacho. ¿Cordelia lo acompaña?

Las brujas graznaron sus carcajadas.

—No, no, Jeff se encuentra en Borgoña. Quien dirige las fuerzas francesas en Dover es la reina Cordelia.

—¡Mierda! —dije yo.

—Te harán falta los venenos que te hemos preparado —dijo Romero—. No te desprendas de ellos en ningún momento. Seguro que se te presenta la ocasión de usarlos.