Un loco habrá de alzarse
Gloucester vagaba por los alrededores del castillo, poco más allá del puente levadizo, y estaba a punto de precipitarse al foso. La tormenta seguía arreciando, y la maldita lluvia se le metía en las órbitas oculares y desde ahí descendía en cascadas por su rostro.
Babas agarró al viejo por la capa y lo levantó como si fuera un gatito. Gloucester forcejeó, y agitó las manos, horrorizado, como si quien lo elevara por los aires fuera un ave de presa, y no una enorme bestia humana.
—Ya está, ya está —dijo Babas, tratando de calmar al conde como quien calmara a un caballo asustado—. Ya te tengo.
—Aléjalo del borde y bájalo —le ordené yo—. Gloucester, señor, soy Bolsillo, el bufón del rey. Vamos a llevaros a cubierto y a vendaros las heridas. El rey Lear también estará ahí. Agarraos de la mano de Babas.
—Alejaos —dijo el conde—. Vuestras atenciones son vanas. Estoy perdido. Mis hijos son unos bribones, y mis tierras están empeñadas. Dejad que me caiga al foso y me ahogue.
—Pues muy bien —dijo Babas, soltando al anciano y señalando el foso—. Adelante, señor.
—¡Sujétalo, Babas, cabeza hueca!
—Pero si me ha dicho que lo deje, que quiere ahogarse, y es conde y tiene castillo y todo eso. Y tú sólo eres bufón, Bolsillo, así que yo voy a hacer lo que él me diga.
Di unos pasos al frente, sujeté a Gloucester y lo aparté del borde del foso.
—Éste ya no es conde, muchacho. No tiene más que la capa que lleva para protegerse de la lluvia, como nosotros.
—¿No tiene nada? —se asombró Babas—. Entonces puedo enseñarle malabarismos, y así al menos podrá ser bufón.
—Mejor lo llevamos al cobertizo y nos aseguramos antes de que se desangre hasta morir, y luego ya le darás clases de bufón.
—Vamos a hacer un payaso de ti —le comunicó Babas, dándole unas palmaditas en la espalda—. Será la hostia, ¿verdad, señor?
—Ahógame —dijo Gloucester.
—Ser bufón es muchísimo mejor que ser conde —insistió Babas, alegre en exceso para estar dirigiéndose a alguien al que acababan de arrancarle los ojos y que se encontraba perdido en medio de una tormenta—. Castillo no te dan, pero haces reír a la gente, y la gente te da manzanas y, a veces, alguna fulana, o alguna oveja, pasa un buen rato contigo. Es la rehostia, de verdad.
Me detuve y observé a mi aprendiz.
—¿Tú has pasado buenos ratos con alguna oveja?
Babas alzó la vista al cielo encapotado y los entornó.
—No… Yo… Y a veces nos dan pastel, cuando Burbuja lo prepara. Burbuja te va a caer bien, es genial.
A partir de ese instante, Gloucester pareció perder la poca voluntad que le quedaba, y me permitió llevarlo por la ciudad amurallada a paso muy lento. Al pasar junto a un edificio alargado, cubierto a medias por listones de madera, que me pareció que sería un barracón del ejército, alguien me llamó a voces. Al volverme vi a Curan, que se encontraba de pie bajo un toldo. El capitán del rey Lear nos hizo una seña, y nosotros nos apretamos mucho a la pared, tratando de escapar de la lluvia.
—¿Es éste el conde de Gloucester? —me preguntó.
—Así es —respondí yo, y pasé a relatarle lo que había sucedido en el castillo y en el monte desde la última vez que nos habíamos visto.
—Por la sangre de Cristo, dos guerras. Cornualles muerto. ¿Quién gobierna ahora sobre nuestro ejército?
—La señora —dije yo—. Manteneos fieles a Regan. El plan sigue como antes.
—No es así. Ni siquiera sabemos quién es su enemigo, si Albany o Francia.
—Sí, pero vuestra acción debe ser la misma.
—Pagaría un mes de mi soldada para hallarme tras la espada que abata a ese bastardo de Edmundo.
Al oír el nombre de su hijo, Gloucester empezó a mascullar de nuevo.
—¡Ahogadme! No quiero sufrir más. Dadme vuestra espada, que saltaré sobre ella para poner fin a mi vergüenza y a mi pena.
—Perdón —me disculpé ante Curan—. Desde que le han arrancado los ojos está quejica, llorón y un poco moñas.
—Tal vez deberías vendarlo. Tráelo. Cazador sigue con nosotros, y usa como nadie el hierro de cauterizar.
—¡Dejadme poner fin a mi sufrimiento! —suplicó Gloucester, lastimero—. Ya no puedo soportar por más tiempo las hondas y las flechas…
—Gloucester, mi señor, ¿seríais tan amable, y os lo pido por las pelotas chamuscadas de san Jorge, de callaros un poquito la boca, por favor?
—Ahí habéis estado un poco duro, ¿no? —opinó Curan.
—Pero si se lo he pedido por favor.
—Aun así…
—Lo siento, Gloucester, amigo. Qué sombrero tan bonito lleváis.
—Pero si no lleva sombrero.
—Pero es ciego, ¿a que sí? Si tú no hubieras dicho nada, tal vez habría estado tan contento con su maldito sombrero, ¿no?
El conde empezó a lamentarse de nuevo.
—¡Mis hijos son unos villanos y yo no tengo sombrero!
Abrió la boca para proseguir, pero Babas se la cubrió con su gran zarpa.
—Gracias, muchacho. Curan, ¿tienes algo de comida?
—Sí, Bolsillo, podemos entregarte tanto pan y tanto queso como te veas capaz de transportar, y uno de los hombres logrará distraer alguna botella de vino, supongo. Su excelencia ha sido de lo más generoso pagándonos la soldada —dijo Curan, refiriéndose a Gloucester, que ya forcejeaba para librarse del abrazo de Babas.
—¡Oh, Curan, otra vez no! Ya has vuelto a ponerlo en marcha. Debemos reunimos con Lear y dirigirnos a Dover.
—Ah, la cosa es en Dover, entonces. ¿Os encontraréis con el rey de Francia?
—Con Jeff, sí, con el franchute ese roba-mujeres de nombre simiesco.
—Se nota que te cae bien.
—Vete a la mierda, capitán. Tú ocúpate de que no nos dé alcance el ejército que Regan pueda enviar tras de nosotros. No os amotinéis. Es mejor que, para llegar a Dover, os dirijáis primero al este, y luego al sur. Yo, por mi parte, conduciré a Lear primero hacia el sur, y luego hacia el este.
—Déjame ir contigo, Bolsillo. Al rey le hace falta más protección de la que pueden brindarle dos bufones y un ciego.
—Cayo, el viejo caballero, se encuentra junto al rey. Tú lo servirás mejor si secundas su plan desde aquí.
Aquello no era estrictamente cierto, pero ¿habría cumplido con su deber de haber sabido que su comandante era un loco? Creo que no.
—De acuerdo entonces. Iré a por vuestros alimentos —dijo Curan.
Cuando llegamos al cobertizo, encontramos a Tom McNicomio en el exterior, desnudo, bajo la lluvia, ladrando.
—Ese tipo que ladra está desnudo —observó Babas— que con sus palabras, y por una vez, no rendía culto a san Obvio, dado que íbamos acompañados de un hombre privado de visión.
—Así es, pero la cuestión es saber si está desnudo porque ladra, o si ladra porque está desnudo —planteé yo.
—Tengo hambre —dijo Babas, superado mentalmente por el acertijo.
—El pobre Tom tiene frío y está maldito —dijo Tom entre dos ladridos, y por primera vez, al verlo ahí, a plena luz del día, y casi limpio, me impresionó. Sin su capa de lodo, Tom me sonaba de algo. Me sonaba mucho. Tom McNicomio era, de hecho, el mismísimo Edgar de Gloucester, el hijo legítimo del conde.
—Tom, ¿por qué has abandonado el cobertizo?
—Pobre Tom, ese viejo caballero, Cayo, le ha dicho que debía plantarse bajo la lluvia hasta que estuviera limpio y dejara de apestar.
—¿Y también te ha pedido que ladres y que hables en tercera persona?
—No, eso ha sido idea mía.
—Entra, Tom, y ayuda a Babas a acomodar a este pobre hombre.
Tom se fijó en Gloucester por primera vez, y al verlo abrió mucho los ojos y se arrodilló.
—Por la crueldad de los dioses —dijo—. Está ciego.
Le apoyé una mano en el hombro y le susurré:
—Daos prisa, Edgar, vuestro padre necesita vuestra ayuda.
En ese instante, una luz iluminó sus ojos, como si una chispa de cordura regresara a él. Asintiendo, se puso en pie y tomó al conde de la mano. «Un loco habrá de alzarse…, para guiar sin falta al cegatón».
—Venid, mi buen señor —dijo Edgar—. Tom está loco, pero no tanto como para no ayudar a un desconocido que sufre.
—¡Dejadme morir! —exclamó el conde, tratando de apartar a Edgar—. Dadme una soga para apretarme el pescuezo con ella hasta quedar sin aliento.
—Últimamente le ha dado por ahí —le comenté yo.
Abrí la puerta, esperando encontrar a Lear en el interior del cobertizo, pero lo hallé vacío, y el fuego reducido a rescoldos.
—Tom, ¿dónde está el rey?
—Su caballero y él han partido hacia Dover.
—¿Sin mí?
—El rey estaba impaciente por regresar a la tormenta. Ha sido el caballero el que me ha pedido que te informe de que se dirigían a Dover.
—Meted dentro al conde, por aquí. —Me aparté para dejar que Edgar condujera a su padre al interior del cobertizo—. Babas, echa más leña al fuego. Nos quedaremos sólo hasta que hayamos comido y estemos secos. Debemos partir a unirnos con el rey.
Babas se agachó para pasar por la puerta y descubrió a Jones sentado sobre un banco, junto al fuego, en el mismo lugar en el que yo lo había dejado.
—¡Jones, amigo! —lo saludó el mastuerzo, levantando el títere de palo y abrazándose a él.
Babas siempre ha tenido algunas dudas sobre el arte de la ventriloquia, y aunque yo le he explicado que Jones sólo habla a través de mí, ha desarrollado cierto apego al títere.
—Hola, Babas, bufón enorme, cabeza de serrín. Bájame y enciende el fuego —dijo Jones.
Babas se metió el títere en el cinto, y empezó a cortar ramas con un hacha pequeña, junto al fuego, mientras yo partía el pan y el queso que Curan nos había entregado. Edgar vendó lo mejor que pudo los ojos de su padre, y el anciano se serenó un poco, lo bastante como para aceptar un pedazo de queso y un trago de vino. Por desgracia, el alcohol, sumado a la sangre que había perdido, llevó al conde de sus lamentos inconsolables a una melancolía negra, desgarradora.
—Mi esposa murió creyéndome un putero, mi padre me consideró condenado por no seguir la senda de su fe, y mis hijos son unos villanos. Creía que tal vez Edmundo, para variar y redimir su bastardía, pudiera ser bueno y sincero, que acudiría a luchar contra el infiel en la Cruzada, pero es aún más traidor que su hermano legítimo.
—Edgar no es ningún traidor —le dije al anciano. Y, apenas hube pronunciado aquellas palabras, Edgar se llevó el índice a los labios conminándome a no añadir nada más. Yo asentí para darle a entender que sabía cuáles eran sus deseos, y que no revelaría su verdadera identidad. Por mí, que siguiera siendo Tom el tiempo que le hiciera falta, pero que se pusiera unos pantalones, por Dios—. Edgar siempre fue leal con vos, señor. Su traición fue toda inventada por Edmundo, el bastardo. Y así, la maldad de vuestros dos hijos la perpetró sólo uno de ellos. Tal vez Edgar no sea la flecha más afilada de la aljaba, pero traidor no es. —Edgar arqueó una ceja, interrogándome sin palabras—. No decís mucho a favor de vuestra inteligencia si os quedáis ahí desnudo, cuando tenéis cerca un fuego encendido, y mantas que podéis convertir en ropas de abrigo —observé yo.
El hijo del conde se puso en pie, dejó solo a su padre y se arrimó a la hoguera.
—En ese caso he sido yo quien ha traicionado a Edgar —se lamentó Gloucester—. ¡Oh! Los dioses han decidido regarme con sus desgracias por culpa de mi corazón veleidoso. He enviado al exilio a un buen hijo y he soltado a los perros para que le den caza, y dejo sólo a los gusanos como herederos de mi única posesión: este cuerpo ajado y ciego. ¡Oh!, no somos más que blandos sacos de mortalidad, que giran en un cubo de aciagas circunstancias, goteando vida hasta que, fláccidos, sucumbimos a nuestra desesperación.
El anciano empezó a agitar los brazos, azotándose a sí mismo con frenesí, y quitándose sin querer las vendas. Babas se acercó a él y le sujetó las manos con fuerza.
—Ya está, ya está, señor —dijo Babas—. Vos casi no goteáis nada.
—No impidáis que esta casa quede en ruinas, que se pudra en el frío eterno de la muerte. Dejad que me desprenda de este atavío mortal; mis hijos traicionados, mi rey destronado, mis posesiones requisadas. Dejadme poner fin a esta tortura.
Lo cierto es que los argumentos que daba eran muy buenos.
Y entonces el conde agarró a Jones y lo sacó del cinto de Babas.
—Dadme vuestra espada, buen caballero.
Edgar quiso abalanzarse sobre su padre para detenerlo, pero yo lo agarré del brazo, y con un movimiento de cabeza impedí que Babas intercediera.
El anciano se puso en pie, se llevó el palo del títere a las costillas y se arrojó con fuerza sobre el suelo de tierra. Expulsó todo el aire, y gimió de dolor. Yo había puesto mi vaso de vino junto al fuego, para que se calentara, y arrojé su contenido al pecho del conde.
—Soy hombre muerto —balbució Gloucester, casi sin aire—. La vida escapa de mis venas. Enterrad mi cuerpo sobre la colina desde la que se divisa el castillo. Y pedid perdón en mi nombre a mi hijo Edgar. He sido injusto con él.
Edgar trató una vez más de acudir junto a su padre, y yo volví a impedírselo. Babas se cubría la boca, haciendo esfuerzos por no reírse.
—Me enfrío, me enfrío, pero al menos me llevo a la tumba mis malas obras.
—No sé si lo sabéis, señor —intervine yo—. Pero el mal que los hombres hacen les sobrevive, y el bien, a menudo, sí queda enterrado junto a sus huesos. O eso dicen.
—Edgar, hijo mío, estés donde estés, perdóname, perdóname. —El anciano se revolcó en el suelo, y pareció sorprenderse algo cuando constató que la espada en la que creía que se había ensartado, caía a su lado—. ¡Lear! Perdonadme por no haberos servido mejor.
—¡Mirad eso! —dije yo—. Pero si se ve cómo el alma negra abandona su cuerpo.
—¿Dónde? —preguntó Babas.
Me llevé un dedo a los labios para silenciar al bobo.
—¡Ah, grandes aves carroñeras ya hacen picadillo el alma del pobre Gloucester! ¡Oh, la venganza del destino se cierne sobre él, y sufre!
—¡Sufro! —dijo Gloucester.
—¡Se dirige a las profundidades más tenebrosas del Hades! ¡Para no despertar jamás!
—Desciendo al abismo. Ajeno para siempre a la luz y el calor.
—¡Ah! ¡Se lo lleva la muerte fría y solitaria! —abundé yo—. En vida fue un cabrón de mucho cuidado, o sea que es probable que ahora le den por el culo un billón de demonios de pollas espinosas.
—La muerte fría y solitaria me posee —dijo el conde.
—No, no os posee —rectifiqué yo.
—¿Qué?
—Que no estáis muerto.
—Pero lo estaré pronto. Me he arrojado contra esta espada cruel, y la vida, húmeda y pegajosa, se escurre entre mis dedos.
—Os habéis arrojado contra un títere.
—No es cierto. Es una espada. Se la he quitado a un soldado.
—Le habéis quitado el títere a mi aprendiz. Os habéis arrojado contra un títere.
—Qué capullo eres, Bolsillo. No eres de fiar, y te burlarías de un hombre hasta en sus últimos estertores. ¿Dónde está ese hombre desnudo que me ayudaba hace un momento?
—Así es, os habéis arrojado contra un títere —corroboró Edgar.
—¿Entonces no estoy muerto?
—Exacto —insistí yo.
—¿Me he arrojado contra un títere?
—Llevo un buen rato diciéndooslo.
—Eres un enano malvado, Bolsillo.
—Y decid, señor, ¿cómo os sentís ahora que habéis regresado de entre los muertos?
El viejo se puso en pie, se llevó los dedos al pecho y luego a los labios. Notó el sabor del vino.
—Mejor —dijo.
—Muy bien, en ese caso, permitidme que os anuncie la presencia de Edgar de Gloucester, el hasta hace un momento loco desnudo, que os acompañará a vos y a vuestro rey hasta Dover.
—Hola, padre —dijo Edgar.
Se abrazaron. Hubo llantos y súplicas de perdón, y tocamientos filiales, y en general, todo el asunto tuvo algo de nauseabundo. Y se produjo un momento de llanto silencioso entre los dos hombres, antes de que el conde reanudara sus lamentos.
—¡Oh, Edgar! He sido injusto contigo, y ni siquiera tu perdón servirá para deshacer mi mala acción.
—¡Joder, ya basta! —dije yo—. Ven, Babas, vamos a ver si encontramos al rey y nos vamos a Dover, a reunimos con ese maldito gabacho.
—La tormenta todavía arrecia —observó Edgar.
—Llevo varios días vagando bajo la lluvia —dije—. Estoy tan mojado y tengo tanto frío que ya no puedo estar peor, y sin duda en cualquier momento me aparecerán las fiebres, e inundarán mi cuerpecillo delicado de calor, pero por Safo comefelpudos, no pienso pasar ni un minuto más escuchando a un ciego chalado lamentarse por sus fechorías cuando tengo un montón de cosas que hacer. Carpe diem, Edgar, carpe diem.
—¿Y eso qué es? ¿El pescado del día? —preguntó el heredero legítimo del condado de Gloucester.
—Sí, exacto, si os parece invoco al maldito pescado del día, imbécil. Me caíais mejor cuando comíais renacuajos y veíais demonios y demás. Babas, déjales la mitad de la comida y abrígate tanto como puedas. Nosotros nos vamos en busca del rey. Ya nos veremos en Dover.