Garras de gatita
Entramos furtivamente en el castillo de Gloucester, algo que, como habréis supuesto, no va conmigo. A mí se me da mejor acceder a un aposento dando unas cuantas volteretas, con una carraca en la mano, emitiendo algún ruido soez y proclamando: «Buenos días tengan ustedes, capullos», o algo por el estilo. A mí se me dan bien los cascabeles y los títeres, no lo otro. Tanto silencio y tanto arrastrarme por el suelo empezaba a pasarme factura. Seguí al conde por una trampilla secreta del establo que conducía a un túnel que pasaba bajo el foso. A oscuras, tuvimos que vadear dos palmos de agua helada, y al sonido de mis cascabeles sumé el chapoteo del lodo. Jamás lograría que Babas pasara por aquel lugar tan estrecho, ni siquiera si lograba iluminarlo con una antorcha. El túnel moría en otra trampilla que asomaba al suelo de una mazmorra. Y allí, en la misma cámara de tortura en la que me había encontrado con Regan, Gloucester se despidió de mí.
—Bufón, debo ocuparme del traslado a Dover de nuestro señor. Todavía cuento con algunos sirvientes que me son leales.
Me sentí en deuda con el noble por ayudarme a acceder al castillo, más aún considerando la animadversión que me profesaba.
—Manteneos a distancia del bastardo, excelencia. Sé que ahora es vuestro favorito, aunque sin motivos para que lo sea. Es un villano.
—No critiques a Edmundo, bufón. Ya conozco tus intrigas. Ayer mismo me dio la razón y protestó conmigo por el trato que Cornualles dispensa al rey.
Podría haber hablado a Gloucester de la carta que había escrito yo imitando la letra de Edgar, del plan del bastardo para usurpar el puesto de su hermano, pero ¿qué habría hecho él? Seguramente habría irrumpido hecho una furia en los aposentos de Edmundo, y éste lo habría matado en el acto.
—Está bien, pues —me limité a replicar—. Tened cuidado, señor. Cornualles y Regan son una sola víbora de cuatro colmillos, y si inoculan su veneno en Edmundo, deberéis libraros de él. No acudáis en su ayuda, no vayan a arañaros con sus garras venenosas.
—Es mi último hijo verdadero. Vergüenza debería darte, bufón —dijo el conde con desprecio, antes de abandonar la mazmorra a toda prisa y desaparecer escaleras arriba.
Pensé en encomendarme a algún dios para que protegiera al viejo conde, pero si los dioses obraban a mi favor, seguirían haciéndolo sin que se lo solicitara, y si se me oponían, entonces no había necesidad de convocarlos a mi causa. No sin pena, me quité los zapatos y el gorro y me los metí en el jubón para callar los cascabeles. Jones se había quedado en el cobertizo, con Lear.
La lavandería se encontraba en las plantas inferiores del castillo, de modo que me acerqué a ella en primer lugar. La lavandera de las portentosas tetas ya mencionada tendía unas sábanas junto al fuego cuando entré yo.
—¿Dónde está Babas, cielo? —le pregunté.
—Escondido —respondió ella.
—Ya sé que está escondido, maldita sea. Si no lo estuviera, no me habría hecho falta preguntártelo, ¿a que no?
—¿Y qué quieres? ¿Que te diga dónde está? ¿Y cómo sé que no quieres matarlo? Aquel viejo caballero que lo trajo me pidió que no le dijera a nadie dónde estaba.
—Pero yo he venido para sacarlo del castillo. Para rescatarlo, vaya.
—Sí, claro, eso es lo que dices ahora, pero…
—Escúchame bien, mala pécora, dime dónde está el mastuerzo.
—Me llamo Emma —puntualizó la lavandera.
Me senté junto al fuego y apoyé la cabeza en las manos.
—Tesoro, me he pasado la noche en plena tormenta, con una bruja y dos locos de atar. Tengo un montón de guerras que atender, así como la violación sumaria de dos princesas, que hará que un par de duques pasen a llevar más cuernos de los que llevan. Estoy desolado, triste por la pérdida de un amigo, y ese bobo baboso que es mi aprendiz se dedica sin duda a vagar por el castillo buscándose una herida mortal en el pecho. Apiádate de este pobre bufón, cielo; una conclusión más que no siga las premisas podría hacer añicos mi frágil salud mental.
—Me llamo Emma —insistió la lavandera.
—Estoy aquí mismo, Bolsillo —dijo Babas, asomándose a la gran caldera. Un montón de ropa mojada lo cubría y ocultaba su melón hueco—. Tetas me ha ocultado. Es un amor.
—Ya ves —dijo Emma—. No para de llamarme así.
—Tómatelo como un cumplido, cielo.
—Es una falta de respeto —sostuvo ella—. Me llamo Emma.
Nunca entenderé a las mujeres. Al parecer la lavandera se vestía de un modo que acentuaba, que ensalzaba claramente sus pechos (un corpiño tan apretado que se los levantaba hasta casi hacérselos salir por debajo del cuello), pero va un pobre muchacho y se fija en ellos, y ella se ofende. No lo entenderé jamás.
—Ya sabes que es un tonto rematado, ¿verdad, Emma?
—Da lo mismo.
—Bien. Babas, pídele disculpas a Emma por decir que tiene unas tetas de impresión.
—Siento lo de las tetas —dijo Babas, bajando tanto la cabeza que la pieza de ropa mojada que la cubría regresó a la caldera.
—¿Satisfecha, Emma? —le pregunté.
—Supongo que sí.
—Bien. Y ahora ¿sabes dónde puede estar el capitán Curan, el comandante de los caballeros del rey Lear?
—Sí, claro, cómo no —respondió Emma—. Edmundo y el duque me han consultado esta mañana sobre todos los aspectos militares, como tienen por costumbre, dado que yo, en tanto que lavandera, tengo acceso a las mejores tácticas y estrategias y todo eso.
—El sarcasmo hará que se te descuelguen las tetas —contraataqué yo.
—Eso no es verdad —dijo ella, levantando el brazo para sostenérselas.
—Es del dominio público —insistí yo, asintiendo con vehemencia, antes de mirar a Babas, que asentía también y que no tardó en repetir, imitando mi voz: «Es del dominio público».
—¡Ah, qué miedo me da eso! —Emma se estremeció—. Salid los dos de mi lavandería.
—Está bien —dije yo. Le hice una seña a Babas para que abandonara la caldera—. Gracias por cuidar del bobo, Emma. Ojalá pudiera hacer algo por…
—Mata a Edmundo —soltó.
—¿Cómo dices?
—El hijo de un cantero agremiado iba a casarse conmigo antes de que yo entrara a trabajar aquí. Edmundo me poseyó en contra de mi voluntad y fue alardeando de ello por todo el pueblo. Mi hombre ya no me quiso. Y nadie que valga algo me querrá nunca, excepto el bastardo, que me hace suya cuando le place. Ha sido él quien me ha ordenado que lleve este escote tan pronunciado. Dice que si no le presto mis servicios, me arrojará a los cerdos. Mátalo por mí.
—Pero, buena mujer, yo soy sólo un bufón. Un payaso. Y muy bajito, además.
—Tú no eres sólo eso, granuja de gorro negro. He visto las dagas que llevas a la espalda, y me he fijado en quién corta el bacalao en el castillo, y no son ni el duque ni el viejo rey. Mata a ese bastardo.
—Edmundo me dio una paliza a mí —terció Babas—. Y ella tiene unas tetas de impresión.
—¡Babas!
—Es la verdad.
—Está bien. En ese caso… —dije, tomando a la lavandera de la mano—. Pero cada cosa a su tiempo. Antes tengo asuntos que atender. —Me incliné sobre su mano, la besé, me di la media vuelta y, descalzo, abandoné la lavandería dispuesto a hacer historia.
—La jodienda, heroica —le susurró Babas a Emma, guiñándole un ojo.
Oculté a mi aprendiz en la puerta fortificada, entre las pesadas cadenas que había usado para escalar cuando fui tras Lear y me adentré en la tormenta. Lograr que el inútil subiera por la muralla y se encaramara a lo alto de la puerta sin ser visto no fue tarea fácil, pues fue dejando una estela de babas sobre las piedras hasta que alcanzamos el exterior del castillo, pero, afortunadamente, con la tormenta la guardia no era demasiado estricta, por lo que durante casi todo el trayecto avanzamos por lo alto de las murallas sin que nadie nos descubriera.
Cuando regresé junto a un fuego tenía los pies helados, pero no existía ninguna otra vía de escape. La compañía de Babas en el espacio reducido del túnel, con su miedo a la oscuridad, era algo que no le deseaba ni a mi peor enemigo. Encontré una manta de lana y cubrí con ella al bobo, pidiéndole que me esperara sin moverse de allí.
—Cuida de mis zapatos y de mi zurrón, Babas.
Seguí mi camino, sujetándome en grietas y ranuras, pasé por la cocina y, a través de la entrada del servicio llegué al gran salón, con la esperanza de encontrar allí a Regan y de poder intercambiar unas palabras con ella. La gran chimenea de la estancia debía de ser un buen reclamo para la princesa en un día tan gélido, pues, por más que se entregara a actividades que se desarrollaban en las mazmorras, le gustaba el calor más que a los gatos.
Como el castillo de Gloucester no contaba con muralla en todo su perímetro, había aspilleras incluso en aquel gran aposento, para que el edificio quedara defendido desde todos los niveles ante un ataque por el agua. Aquellas aspilleras, aunque cubiertas por celosías, dejaban pasar mucho aire, de modo que, para proteger la estancia del viento, frente a las alcobas colgaban gruesos tapices. Aquéllos eran los lugares más propicios para que un bufón se ocultara a escuchar, a calentarse y a esperar su momento.
Me colé en el gran salón detrás de un grupito de sirvientas, y me metí en la alcoba contigua a la chimenea. Y, en efecto, ahí estaba ella, junto al fuego, arrebujada bajo una gruesa capa de pieles con capucha, mostrando al mundo sólo el rostro.
Aparté el tapiz y estaba a punto de llamarla cuando los cerrojos del portón principal se descorrieron y entró el duque de Cornualles, ataviado con sus delicados ropajes de costumbre, incluido el emblema del león que lucía en la pechera. Con todo, lo que más llamaba la atención era que llevaba puesta la corona de Lear, la que el anciano había arrojado sobre la mesa aquella noche fatídica en la Torre Blanca. Incluso Regan pareció sorprenderse al ver coronada la testa de su esposo.
—Señor, ¿consideráis prudente que os toquéis con la corona de Bretaña mientras mi hermana permanece en el castillo?
—Tenéis razón, debemos guardar las apariencias, como si no supiéramos que Albany prepara un ejército contra nosotros. —Cornualles se quitó la corona y la ocultó bajo un cojín, junto al fuego—. Debo encontrarme aquí con Edmundo y urdir un plan para causar el fatal desenlace del duque. Espero que a vuestra hermana pueda evitársele todo daño.
Regan se encogió de hombros.
—Si ella misma se arroja bajo las pezuñas del destino, ¿quiénes somos nosotros para evitar que le revienten los sesos?
Cornualles la estrechó entre sus brazos y la besó apasionadamente.
«Oh, señora —pensé yo—, apartadlo de vos, no vaya a embrutecer vuestros hermosos labios de villanía». Pero entonces se me ocurrió, tal vez más tarde de lo debido, que a ella ya no le llegaba el sabor de la maldad, lo mismo que quien come ajo no nota el aliento de otros que también lo han comido. Aquella dama ya exudaba mal por todos sus poros.
Sin esperar a que el duque la soltara, ella le dio la espalda y se limpió la boca con la manga del vestido. Y cuando Edmundo entró en el salón, apartó a su esposo.
—Señor —dijo el bastardo, aunque saludando sólo a Regan—. Debemos posponer nuestros planes. Leed esta carta.
El duque le cogió el pergamino.
—¿Qué? —preguntó Regan, impaciente—. ¿Qué sucede? ¿Qué sucede?
—Francia ha enviado un ejército. Sabe del malestar que impera entre nosotros y Albany, y cuenta con tropas ocultas en ciudades costeras de toda Bretaña.
Regan le arrebató el pergamino a Cornualles y lo leyó.
—Esto va dirigido a Gloucester.
Edmundo le hizo una reverencia y compuso un gesto de falsa contrición.
—Así es, señora. Lo encontré en su armario y lo he traído apenas he tenido conocimiento de su contenido.
—¡Guardia! —llamó Cornualles. Los grandes portones se abrieron y un soldado asomó la cabeza—. Tráeme al conde de Gloucester. No tengas la menor consideración con él por mor de su título. Es un traidor.
Yo traté de encontrar una salida alternativa hacia la cocina, para ver si encontraba a Gloucester y lograba advertirlo de la traición del bastardo, pero Edmundo se hallaba frente a la alcoba en la que me ocultaba, y yo no tenía modo de salir de ella sin ser visto. Entreabrí la celosía de la aspillera y constaté que, aunque hubiera logrado pasar por ella, la caída hasta el lago era vertical, de modo que volví a dejar la celosía donde estaba y pasé el cerrojo.
Los portones del gran salón volvieron a abrirse, y yo regresé al espacio que quedaba entre el muro y el tapiz, desde donde observé que Goneril hacía su aparición, seguida de dos soldados que sujetaban a Gloucester por los brazos. El conde parecía haber abandonado ya toda esperanza, y colgaba de los soldados como un hombre ahogado.
—Que lo ahorquen —ordenó Regan, volviéndose para calentarse las manos en el fuego.
—¿Qué es todo esto? —preguntó Goneril.
Cornualles le entregó la carta y desde atrás la observó mientras la leía.
—Arrancadle los ojos —añadió, sin molestarse siquiera en mirar a Gloucester.
Cornualles le quitó la misiva con delicadeza y le apoyó la mano en el hombro, con gesto fraternal.
—Dejadnos a nosotros el mal trago, hermana. Edmundo, haced compañía a nuestra hermana, y velad por que llegue a casa sana y salva. Señora, informad a vuestro duque que debe unirse a nosotros en contra del ejército extranjero. Nos enviaremos despachos de inmediato. Y ahora, id, conde de Gloucester, es mejor que no veáis los tratos que cerramos con este traidor.
Edmundo no pudo disimular la sonrisa al oír que se dirigían a él empleando el título que había anhelado durante tantos años.
—Así lo haré —dijo Edmundo, ofreciéndole el brazo a Goneril, que lo aceptó. Y de ese modo, juntos, se encaminaron hacia la puerta.
—¡No! —exclamó Regan.
Todo el mundo se detuvo. Cornualles se interpuso entre Regan y su hermana.
—Señora, es hora de que estemos todos unidos en contra de las fuerzas invasoras.
Regan rechinó los dientes y regresó junto al fuego, haciendo un gesto con la mano para despacharlos.
—Id.
Edmundo y Goneril abandonaron el gran salón.
—Atadlo a esa silla, y luego dejadnos solos —ordenó Cornualles a los soldados.
Ellos así lo hicieron, antes de retirarse.
—Sois mis huéspedes —dijo Gloucester—. No juguéis sucio conmigo.
—Traidor repugnante —le espetó Regan, que le arrebató la carta a su esposo y la arrojó a la cara del anciano. Acto seguido, le retorció unos pelos de la barba y se los arrancó. El conde no pudo reprimir un grito de dolor—. Tan blanco y tan traidor.
—No soy traidor. Soy leal al rey.
Ella le arrancó otro mechón de la barba.
—¿Qué otras cartas habéis recibido últimamente de Francia? ¿Cuál es su plan?
Gloucester miró el pergamino que había terminado en el suelo.
—Sólo tengo ésa.
Cornualles se abalanzó sobre Gloucester y le echó la cabeza hacia atrás tirándole del pelo.
—Hablad ahora, ¿en qué manos habéis puesto al rey demente? Sabemos que le habéis enviado ayuda.
—A Dover. Lo he enviado a Dover. Hace apenas unas horas.
—¿Y por qué a Dover? —preguntó Regan.
—Porque no pienso consentir que le arranquéis los ojos seniles con vuestras crueles uñas, ni que vuestra hermana le arranque la piel con sus garras de jabalí. Porque ahí hay personas dispuestas a cuidar de él, y no a echarlo en plena tormenta.
—Miente —dijo Regan—. Hay una cámara de tortura magnífica en las mazmorras. ¿Vamos?
Pero Cornualles no esperó más. En un segundo se encontraba ya sentado a horcajadas sobre el viejo, metiéndole el pulgar en un ojo. Gloucester gritó hasta que se le quebró la voz, instante en que se escuchó una especie de chasquido.
Yo me llevé la mano a una de mis dagas.
La puerta principal se entreabrió y, desde la escalera de la cocina asomaron varias cabezas.
—¿Por qué a Dover? —insistió Regan.
—Ave carroñera —balbució Gloucester entre toses—. Arpía malvada, no pienso decíroslo.
—En ese caso no veréis la luz del nuevo día —dijo Cornualles, que volvió a abalanzarse sobre el anciano.
Yo ya no aguantaba más. Alcé el puñal para lanzarlo, pero antes de poder hacerlo, una mano que parecía de hielo me rodeó la muñeca, y al volverme vi a la muchacha fantasma junto a mí, deteniendo mi acción, paralizándome de hecho. Sólo podía mover los ojos, y con ellos contemplaba la espantosa escena que se desarrollaba en el gran salón.
De pronto, un niño que blandía un gran cuchillo salió corriendo desde la escalera de la cocina y se abalanzó sobre el duque. Cornualles se incorporó y trató de desenvainar su espada, pero no logró sacarla antes de que el muchacho se le viniera encima y le clavara el cuchillo en el costado. Cuando el pequeño se retiraba para clavárselo de nuevo, Regan se sacó un puñal de la manga y lo hundió en el cuello del niño, antes de apartarse para que el chorro de sangre no le manchara el vestido. Su víctima se llevó la mano a la garganta y cayó al suelo.
—¡Fuera! —gritó Regan, blandiendo el arma ante los sirvientes, que se agazapaban entre la escalera de la cocina y los portones. Y todos huyeron despavoridos, como ratones asustados.
Cornualles se puso en pie, tambaleante, y hundió la espada en el corazón del muchacho. Una vez lo hubo hecho, la envainó y se palpó el costado. La mano, al retirarla, estaba ensangrentada.
—Os está bien merecido, alimaña inmunda —dijo Gloucester.
Apenas el anciano pronunció aquellas palabras, Cornualles volvió a abalanzarse sobre él.
—Fuera tú también, gelatina putrefacta —exclamó, hincándole el dedo en el ojo que le quedaba al conde. Pero Regan acudió en su ayuda y se lo arrancó con la daga.
—No os molestéis, señor.
Gloucester se desmayó de dolor, y quedó inerte. Cornualles se levantó y le propinó un puntapié en el pecho, haciéndolo caer de espaldas. El duque observó entonces a Regan con expresión arrobada y los ojos llenos del amor y el afecto que, claro está, sólo se siente cuando tu esposa le arranca un ojo a alguien en tu nombre.
—¿Y vuestra herida? —preguntó Regan.
Cornualles extendió un brazo hacia su esposa, y ésta lo abrazó.
—Me ha atravesado las costillas. Sangraré un poco, y duele, pero si me vendo, no será mortal.
—Pues qué lástima —comentó Regan, antes de clavarle la daga en el esternón y mantenerla ahí mientras la sangre le cubría la mano blanca como la nieve.
El duque pareció algo sorprendido.
—Cabrona —enunció al fin, antes de desplomarse.
Regan limpió la daga en su túnica, que también usó para secarse las manos. Volvió a esconderse el arma bajo la manga y se acercó al cojín tras el que Cornualles había ocultado la corona de su padre. Se retiró la capucha y se la puso.
—Y bien, Bolsillo —dijo la duquesa, sin volverse siquiera en dirección a la alcoba en la que yo seguía agazapado—. ¿Cómo me queda?
A mí también me sorprendió un poco (aunque menos que al duque).
El fantasma me soltó entonces, y yo permanecí tras el tapiz, con mi puñal aún en posición de lanzamiento.
—Terminará por caberos, gatita —respondí.
Ella miró hacia mi alcoba y sonrió.
—¿Verdad que sí? Por cierto, ¿querías algo?
—Que sueltes al viejo. El rey Jeff de Francia ha desembarcado en Dover con su ejército, por eso Gloucester envía ahí a Lear. Vos haríais bien en montar vuestro campamento más al sur. Unid vuestras fuerzas con las de Edmundo y las de Albany en la Torre Blanca, tal vez.
Los grandes portones chirriaron y asomó la cabeza de un soldado con el casco puesto.
—Enviad un médico —gritó Regan, fingiendo apremio—. Han herido a mi señor. Arrojad a este atacante al estercolero, y echad a este traidor por la puerta. Que se guíe por el olfato si quiere llegar a Dover a reunirse con su decrépito rey.
Al instante la estancia se llenó de soldados y criados, y Regan la abandonó, dirigiendo una última sonrisa picara en dirección a mi escondite. Aún hoy no sé por qué me dejó vivir. Sospecho que porque todavía le gustaba.
Me metí disimuladamente en la cocina, y desde ahí regresé a la torre fortificada.
El fantasma se encontraba inclinado sobre Babas, que en un rincón, asustado, se cubría con una manta.
—Venga, bruto encantador, vamos a darnos un revolcón.
—Déjalo en paz, espectro —intervine yo, aunque su apariencia era casi tan corpórea como la de cualquier mortal.
—Te he jodido el asesinato del día, ¿verdad, bufón?
—Podría haberle salvado el segundo ojo al viejo.
—No lo habrías hecho.
—Podría haber hecho que Regan se reuniera con su duque en el infierno en el que habita.
—No, no lo habrías hecho. —Y entonces levantó un dedo fantasmagórico, carraspeó y pronunció la siguiente rima—:
Si una segunda hermana
con su desprecio infame
falsedades proclama
que nublan la visión
y contra su familia
la pequeña villana
destruye las cadenas
y rompe el eslabón,
un loco habrá de alzarse
contra la casquivana
para guiar sin falta
al cegatón.
—Ésa la has recitado ya.
—Lo sé, pero me anticipé más de la cuenta. Lo siento. Creo que ahora tendrá bastante más significado para ti. En este momento, hasta un majadero como tú podría resolver el enigma, digo yo.
—Otra opción sería que me explicaras tú lo que quieres decir, coño —dije yo.
—Lo siento, pero eso no puedo hacerlo. Es por lo del misterio de los fantasmas y demás. De nada.
Y, dicho esto, traspasó el muro de piedra y desapareció.
—No me he cepillado a la fantasma, Bolsillo —balbució Babas—. No me la he cepillado.
—Ya lo sé, muchacho. Ya se ha ido. Levántate, que tenemos que bajar las cadenas del puente levadizo y encontrar al conde ciego.