17

Lluvia de locos, granizo de chalados

—¡Sopla, viento, hincha tus carrillos hasta reventar! ¡Sopla! ¡Rabia! —atronaba Lear.

El anciano se había subido a lo alto de una colina, en las afueras de Gloucester, y gritaba al viento como un demente, a pesar de que los relámpagos rasgaban el cielo con sus garras de fuego, y los truenos retumbaban en mis costillas.

—Bajad de ahí, maldito loco decrépito —le dije yo, agazapado bajo un acebo cercano, empapado, muerto de frío, y con la paciencia casi agotada por completo—. Regresad a Gloucester y pedid cobijo a vuestras hijas.

—¡Dioses despiadados! ¡Disparad sobre mí rayos capaces de abatir robles enteros! ¡Quemadme con vuestros fuegos sulfurosos y letales! ¡Chamuscad mi testa plateada y reducidme a un montón de cenizas! ¡Matadme! ¡Que vuestra ira adopte formas fieras y fulminadme! ¡Tomadme sin ahorraros violencia alguna!

»¡No os culpo, pues no sois mis hijas! ¡No os he dado nada, y nada espero de vosotros! ¡Sed directos en la ejecución horrible y placentera de vuestros actos contra un pobre, enfermo y despreciado anciano! ¡Resquebrajad los cielos! ¡Haced que caiga muerto!

El viejo rey se detuvo cuando un rayo partió por la mitad un árbol que se alzaba en medio del monte, y que empezó a arder mientras un rugido aterrador habría hecho que hasta las estatuas se cagaran encima. Yo salí de debajo del acebo, y me acerqué a Lear.

—Vamos, hombre. Guareceos bajo algún arbusto, aunque sólo sea para quitarle hierro a la lluvia.

—No necesito guarida. ¡Que la naturaleza descarnada se vengue de mí!

—Pues vale —dije yo—. En ese caso no necesitaréis esto. —Le quité la capa al viejo, le puse la mía, de lana, y regresé a mi arbusto, algo más protegido por la piel del animal.

—¡Eh! —protestó Lear, perplejo.

—Vamos, seguid con lo vuestro. «Que se abra el cielo, que frían vuestra cabeza provecta, que os aplasten las pelotas, y etcétera, etcétera». Si perdéis comba ya os apuntaré yo.

Y, en efecto, el rey prosiguió.

—¡Poderoso Thor, que vuestras centellas pongan fin a los latidos de este corazón exhausto! ¡Que las olas de Neptuno descoyunten estas extremidades de sus articulaciones! ¡Que Hécate, con sus garras, me arranque el hígado y me devore el alma! ¡Que Baal me desgarre las entrañas! ¡Que Júpiter esparza mis músculos destrozados sobre la tierra!

El anciano interrumpió un instante su perorata, y miró a su alrededor con ojos de loco. Los posó en mí.

—Aquí fuera hace un frío del carajo.

—Parece que os ha abatido un rayo de obviedad camino de Damasco, ¿verdad, tío mío? —Retiré un poco la gran capa de piel para que el viejo se metiera también debajo del arbusto. Él se arrastró por la colina, tratando de no resbalar con los riachuelos de agua y lodo que descendían por su ladera, y vino a mi lado.

Lear se estremeció al pasarme un brazo esquelético por el hombro.

—Bastante más cerca de lo que tenemos por costumbre, ¿verdad, muchacho?

—Así es, tío. ¿Os he dicho alguna vez que sois un hombre muy atractivo? —dijo Jones, asomando su cabeza de títere.

Y el anciano se echó a reír, y se rio tanto que temblaba, la risa se le convirtió en una tos bronca, y tosió y tosió hasta que yo temí que fuera a expectorar algún órgano vital. Hice un cuenco con la mano, recogí un poco de agua de lluvia y se la di a beber.

—No me hagas reír, muchacho. Estoy loco, y sufro, y me encolerizo, y no estoy de humor para bromas. Será mejor que te alejes de mí, no vaya a ser que un rayo te abata cuando los dioses atiendan mi desafío.

—Mi tío, perdonadme que os lo diga, pero sois un capullo arrogante. Los dioses no os van a fulminar con un rayo sólo porque vos se lo pidáis. ¿Por qué iban a favoreceros con un rayo? Más probable es que os envíen una fístula, infectada y fatal, o tal vez uno o dos retoños desagradecidos, siendo los dioses, como son, amantes de la ironía.

—¡Qué cara! —dijo Lear.

—Cara es lo que tienen ellos —repliqué yo—. Y habéis nombrado a unos cuantos. Ahora, si caéis fulminado, no sabremos a cuál de ellos culpar, a menos que el rayo deje una firma en vuestro viejo manto de piel. Deberíais haber retado a uno, y luego esperar una hora, tal vez, en vez de desafiarlos a todos a la vez.

El rey se secó la lluvia de los ojos.

—He puesto a mil monjes y monjas a rezar por el perdón de mis pecados, y a los paganos a sacrificar enteros rebaños de cabras para alcanzar la salvación, pero me temo que no haya sido suficiente. Ni una sola vez actué en beneficio de mi pueblo, ni una vez actué en beneficio de mis esposas o las madres de mis hijas; he servido como si fuera un dios, y creo que soy poco misericordioso. Sé amable, Bolsillo, no sea que algún día te enfrentes a las mismas tinieblas a las que me enfrento yo. O, en ausencia de amabilidad, emborráchate.

—Pero, tío mío —le dije—. A mí no me hace falta ser prudente pensando en el día en que la fragilidad se apodere de mí, porque frágil ya soy. Y si buscamos el lado bueno del asunto, tal vez Dios no exista y las malas obras que habéis hecho sean en sí mismas recompensa.

—Quizá ni siquiera merezca un final sangriento como corresponde —sollozó Lear—. Los dioses me han enviado a estas hijas para que me chupen la sangre. Me castigan por el trato que yo di a mi padre. ¿Sabes cómo me convertí en rey?

—Lograsteis arrancar una espada encajada en una piedra y con ella matasteis a un dragón, ¿no?

—No, eso nunca sucedió.

—Maldita educación la que recibí en el convento. Que me aspen si lo sé entonces, mi tío. ¿Cómo os convertisteis en rey?

—Maté a mi propio padre. No merezco una muerte noble.

Me quedé mudo. Llevaba más de un decenio al servicio del rey, y nunca había oído hablar de ello. Lo que siempre se contaba era que el viejo rey Bladud le había entregado el reino a Lear y se había marchado a Atenas, donde había aprendido lo necesario para convertirse en nigromante. Después regresó a Bretaña, donde murió de peste al servicio de la diosa Minerva, en el templo de Bath. Pero no tuve tiempo de pensar en una réplica ingeniosa, pues en ese instante un relámpago cruzó el cielo, iluminando la silueta inmensa de una criatura que descendía por la colina, en dirección a donde nos encontrábamos.

—¿Qué es eso? —pregunté.

—Un demonio —respondió el anciano—. Los dioses me envían un monstruo para vengarse de mí.

Aquel ser estaba cubierto de lodo, y caminaba como si hubiera sido creado con la tierra que pisaba. Me llevé la mano a uno de los puñales que ocultaba en la riñonada, y lo desenvainé. Con el aguacero que estaba cayendo, me iba a ser imposible arrojárselo. Ni siquiera estaba seguro de poder mantener firme el filo.

—Vuestra espada, señor —dije yo—. Desenvainadla y defendeos.

Me puse en pie y abandoné el refugio del arbusto. Le di la vuelta a Jones para que el palo que lo sostenía quedara listo para el ataque, y con la daga realicé una floritura en el aire.

—¡Acércate, demonio! Bolsillo te va a devolver al más allá.

Me agazapé, presto a saltar de lado cuando aquella cosa se abalanzara sobre mí. Aunque tenía forma de hombre, veía que de él colgaban unas lianas largas y pegajosas, y que de su ser brotaba mucho lodo. Cuando tropezara, saltaría sobre su espalda y vería si lograba hacerle caer colina abajo, para alejarlo del rey.

—No, deja que venga a por mí y me lleve —dijo Lear. De pronto, el rey se quitó la capa y cargó contra el monstruo, con los brazos extendidos, como si quisiera ofrecer su corazón a la bestia—. ¡Mátame, dios despiadado, arranca este negro corazón del pecho de Bretaña!

No logré detenerlo, y el viejo acabó en brazos de la bestia. Pero, para mi sorpresa, ahí no hubo ni desgarro de miembros ni aplastamiento de sesos. Aquella cosa agarró al rey y con delicadeza lo dejó en el suelo.

Yo dejé de apuntarlo con la daga y me incliné hacia delante.

—Suéltalo, bestia.

La cosa se arrodilló junto al rey, que había puesto los ojos en blanco y se retorcía, como en trance. La bestia me miró, y yo vi franjas rosadas por entre el barro, y el blanco de sus ojos.

—Ayúdame —me dijo—. Ayúdame a guarecerlo.

Di un paso al frente y le limpié el barro que le cubría el rostro a aquella cosa. Se trataba de un hombre tan cubierto de lodo que llegaba a ocultarle incluso los labios y los dientes, pero de un hombre al fin y al cabo. No distinguía si lo que le cubría los brazos eran harapos o ramas de árbol.

—Ayuda al pobre Tom a sacarlo de este frío —insistió.

Envainé el puñal, recuperé la capa del anciano y ayudé a aquel tipo embarrado y desnudo a llevar a Lear al bosque.

Era una cabaña diminuta, sin apenas espacio para mantenerse de pie, pero el fuego calentaba y la anciana removía el contenido de una cazuela que olía a guiso de carne con cebolla, y que era como el aliento de las musas en aquella noche húmeda. Lear se agitó un poco. Hacía varias horas que lo habíamos llevado hasta allí para guarecerlo de la lluvia. El rey se reclinó sobre un jergón cubierto con paja y pieles. Su capa seguía secándose junto al hogar.

—¿Estoy muerto? —preguntó.

—No, mi tío, pero habéis estado a punto de lamer el hedor salado de la muerte —respondí yo.

—Atrás, demonio inmundo —dijo el hombre desnudo, dando manotazos al aire, frente a su rostro. Yo le había ayudado a limpiarse gran parte del barro que lo cubría, de modo que en ese instante ya sólo se veía sucio y demente; pero al menos había recuperado su forma.

—Oh, el pobre Tom tiene frío. Mucho frío.

—Sí, eso se nota —observé yo—. A menos que seas un tipo enorme que nació con un pito del tamaño de una uva pasa.

—El demonio obliga a Tom a comerse la rana que nada, el renacuajo, los lagartos, y a beber el agua estancada. Me preparo ensaladas con boñigas de vaca, y me trago ratas y pedazos de perros muertos. Bebo la espuma sucia de los estanques y en todas las aldeas me golpean y me meten en cepos. ¡Atrás, demonio, deja en paz al pobre Tom!

—Caramba —dije yo—. Cuánto majareta suelto esta noche.

—Le he ofrecido un poco de estofado de carnero —dijo la anciana, que seguía junto al fuego—, pero no, él tenía que tomarse sus ranas y sus tortas de boñiga. Para ser un chalado desnudo, es muy quisquilloso con la comida.

—Bolsillo —me llamó Lear, aferrándose a mi brazo—. ¿Quién es ese tipo grandullón que va sin ropa?

—Se hace llamar Tom, mi tío. Dice que el demonio lo persigue.

—Debe de tener hijas. Óyeme, Tom, ¿se lo has entregado todo a tus hijas? ¿Es eso lo que te ha llevado a la locura y a la pobreza, hasta el punto de ir desnudo por ahí?

Tom gateó por el suelo hasta situarse junto a Lear.

—Yo era un sirviente vanidoso y egoísta —declamó el loco—. Dormía con mi señora todas las noches, y despertaba pensando en volver a metérsela por la mañana. Bebía y me divertía, al tiempo que mi hermanastro combatía en la cruzada de una Iglesia en la que no creía. Lo tomaba todo sin pensar en quienes nada tenían. Y ahora soy yo el que no tiene nada, ni un harapo, ni una migaja de pan, ni una moneda, y el demonio me persigue hasta los confines de la tierra por mi egoísmo.

—Ya ves —dijo Lear—. Sólo las hijas crueles de un hombre pueden llevarlo a tal estado.

—Él no ha dicho eso, viejo chocho. Lo que ha dicho es que era un libertino egoísta, y que el diablo se llevó todo lo que era suyo.

La anciana se volvió en ese instante.

—Así es, el bufón está en lo cierto. El joven chalado no tiene hijas, es su propia crueldad la que lo condena. —Atravesó la cabaña con un cuenco humeante de guiso en cada mano, y los dejó en el suelo, frente a nosotros—. Y es vuestra propia maldad la que os persigue, Lear. No vuestras hijas.

Yo ya tenía vista a aquella anciana. Era una de las arpías del bosque de Birnam. Con otra ropa, sí, y no tan verde, pero sin duda se trataba de Romero, la bruja con pies de gato.

Lear se acercó más al suelo y agarró al pobre Tom de la mano.

—Yo he sido egoísta. No he pensado nunca en las consecuencias de mis acciones. A mi propio padre lo encarcelé en el templo de Bath porque era leproso, y más tarde ordené que lo mataran. A mi hermano lo maté al sospechar que se acostaba con mi hermana. Sin juicio, sin siquiera concederle el honor de un duelo. Hice que lo asesinaran mientras dormía, sin pruebas. Y mi reina también está muerta por culpa de mis celos. Mi reino es fruto de la traición, y traición es lo que he cosechado. No merezco siquiera llevar las ropas que me cubren la espalda. Tom, es cierto, no tienes nada. Y yo tampoco tendré nada, pues ésa es mi justa recompensa.

El anciano empezó a desgarrarse los ropajes; se arrancó el cuello de la camisa, aunque al hacerlo, más que tejido, se llevó pedazos de su piel apergaminada. Yo le detuve la mano, le sujeté la muñeca y traté de que me mirara a los ojos, para sacarlo de su enajenación.

—¡Oh, cómo maltraté a mi dulce Cordelia! —se lamentó—. La única que me amaba, y yo la maltraté. ¡A mi única hija verdadera! ¡Que los dioses me arranquen las ropas que visto, que me arranquen la carne que recubre mis huesos!

Y entonces noté que unas garras se aferraban también a mis muñecas, y algo me apartó de Lear con tal fuerza que fue como si me hubieran arrastrado con grilletes de hierro.

—Deja que sufra —susurró la bruja.

—Pero es que soy yo quien ha causado ese dolor.

—El sufrimiento de Lear se lo ha causado él solito, bufón —replicó ella. Al instante sentí que la cabaña empezaba a girar, y oí la voz de la muchacha fantasma que me ordenaba:

—Duérmete, dulce Bolsillo.

—¿Quién es ese tipo desnudo y embarrado que morrea el magín del rey? —preguntó Kent.

Desperté y vi que el viejo caballero se encontraba junto a la puerta, acompañado del conde de Gloucester. La tormenta arreciaba en el exterior de la cabaña, pero la luz del fuego me bastó para distinguir que Tom McNicomio, el loco desnudo, se había acurrucado junto a Lear y le besaba la calva como quien besa a un recién nacido.

—Oh, majestad —dijo Gloucester—. ¿Acaso no podéis hallar mejor compañía que ésta? ¿Quién es esa bestia parda?

—Un filósofo —respondió Lear—. Y voy a hablar con él.

—Pobre Tom McNicomio, pobrecito —dijo Tom—. Maldito y condenado por los demonios, comedor de renacuajos.

Kent me miró y se encogió de hombros.

—Los dos están locos como cabras —le comenté yo, que busqué a la bruja con la mirada para que corroborara mis palabras. Pero la mujer se había ausentado.

—Pues estad atento, majestad, os traigo noticias de Francia —informó Kent.

—¿Que los huevos combinan muy bien con la salsa holandesa? —inquirí yo.

—No —dijo Kent—. Es algo más urgente.

—¿Qué el vino y el queso resultan una combinación exquisita?

—No, sinvergüenza de lengua viperina. Francia ha enviado un ejército a Dover, y circula el rumor de que cuenta con tropas escondidas en otras ciudades de la costa de Bretaña, dispuestas a atacar.

—Sí, claro, y eso es más importante que la noticia del queso y el vino, ¿verdad?

Gloucester trataba de arrastrar a Tom para apartarlo del rey Lear, pero le resultaba difícil lograrlo sin mancharse la capa de barro.

—He mandado informar al campamento francés de Dover de que Lear se encuentra aquí —dijo el conde—. He solicitado a las hijas del rey que me permitan llevarlo al castillo hasta que pase la tormenta, pero ellas no ceden. Incluso mi propia casa y mi poder han sido usurpados por el duque de Cornualles. Regan y él se han hecho con el mando de los caballeros del rey y, con ellos, de mi castillo.

»Venimos a llevaros a un cobertizo pegado a las murallas de la ciudad —prosiguió Kent—. Cuando la tormenta amaine, Gloucester enviará una carreta para que traslade al rey al campamento de Dover.

—No —se negó Lear—. Dejadme hablar en privado con mi filósofo y amigo. —Le dio unas palmaditas al loco de Tom—. Él sabe mucho sobre cómo hay que vivir la vida. Dime, amigo mío, ¿por qué existe el trueno?

El caballero se volvió para mirar a Gloucester, y se encogió de hombros.

—No está en sus cabales.

—¿Y quién puede culparlo? —se preguntó Gloucester en voz alta—. Después de lo que le han hecho sus hijas, carne de su carne, que se han alzado en su contra. Yo tenía un hijo muy querido que conspiró para asesinarme, y sólo de pensarlo a punto estuve de enloquecer.

—¿Y vosotros, los nobles, tenéis alguna reacción ante la adversidad que no sea poneros a ladrar y a comer tierra? —comenté—. Sujetaos los cojones y aguantaos. Kent, ¿cómo está Babas?

—Lo dejé escondido en la lavandería, pero Edmundo lo encontrará en cuanto se ponga manos a la obra. Por el momento está distraído tratando de evitar a las hermanas y conspirando con Cornualles.

—Mi hijo Edmundo todavía me es fiel —declaró Gloucester.

—Sí, sí, claro, señor —dije yo—. Pero cuidado, no tropecéis con el dondiego que le ha nacido en el culo la próxima vez que lo veáis. ¿Podéis, de algún modo, introducirme en el castillo sin que Edmundo sepa que estoy ahí?

—Supongo, pero yo no recibo órdenes de ti, bufón. Sólo eres un esclavo, y un esclavo imprudente, además.

—Todavía estáis enfadado porque me burlé de la muerte de vuestra esposa, ¿verdad?

—¡Haced lo que os pide el bufón! —masculló el rey—. Su palabra vale tanto como la mía.

El asombro que se apoderó de mí fue tal que un soplo de brisa habría bastado para tumbarme. Sí, claro, en los ojos del anciano todavía brillaba la locura, pero también el fuego de su autoridad. Una piltrafa débil y balbuciente, y al instante un dragón que, desde lo más profundo de su ser, escupía fuego.

—Sí, majestad —acató Gloucester.

—Es un buen tipo —sentenció Kent, tratando de quitar aspereza a la orden de Lear.

—Señor, traed con vos a vuestro loco desnudo y dejadnos ir con Gloucester al cobertizo que se apoya en la muralla de la ciudad. Yo rescataré del castillo a mi aprendiz bobo, y luego, juntos, iremos a Dover, al encuentro de Jeff, el rey franchute.

Kent apoyó la mano en mi hombro.

—¿Quieres llevar a un espada de apoyo?

—No, gracias —le respondí—. Vos quedaos con el viejo y acompañadlo hasta Dover. —Acerqué a Kent al fuego y le pedí que se agachara para poder susurrarle al oído—. ¿Sabíais vos que Lear había asesinado a su hermano?

El anciano caballero abrió mucho los ojos, antes de entrecerrarlos con fuerza, como si le doliera algo.

—Él me dio la orden.

—Está bien, Kent. Sois de un leal que da asco.