16

Estalla la tormenta

La tormenta estalló durante la noche. Yo estaba desayunando en la cocina cuando en el patio se inició una discusión. Oí que Lear atronaba, y salí a atenderlo, dejándole mis gachas a Babas. Kent, que acudía a mi encuentro, dio conmigo en el pasillo.

—De modo que el viejo ha sobrevivido a la noche —comenté.

—Yo he dormido junto a su puerta —dijo Kent—. ¿Dónde estabas tú?

—Nada, tratando de cepillarme sin piedad a dos princesas y dando inicio a una guerra civil, por si os interesa saberlo, y además me quedé sin cenar como Dios manda.

—El banquete estuvo de lo mejor —dijo Kent—. Para evitar que envenenaran al rey, comí hasta reventar. Por cierto, ¿quién es ese san Esteban?

Fue entonces cuando vi que Oswaldo se acercaba por el corredor.

—Buen Kent, aseguraos de que las hijas no maten al rey, y de que Cornualles no mate a Edmundo, y de que las hermanas no se maten entre sí y, si podéis evitarlo, no matéis a nadie. Es demasiado temprano para las matanzas.

Kent partió a toda prisa, mientras Oswaldo se acercaba.

—Vaya —comentó él—. Veo que has sobrevivido a la noche.

—Por supuesto. ¿Y por qué no habría de haber sobrevivido?

—Pues porque le conté a Cornualles lo de tu cita con Regan, y esperaba que te asesinara.

—Joder, Oswaldo, un poquito más de astucia, por favor. El estado de la villanía, en este castillo, está por los suelos. Edmundo se muestra amable, y tú, directo. ¿Qué va a ser lo siguiente? ¿Cornualles va a empezar a alimentar a los huérfanos, mientras le salen jilgueros del culo, coño? Venga, vamos, inténtalo de nuevo, veamos si puedes al menos fingir algo de maldad. Vamos, vamos.

—Vaya, veo que has sobrevivido a la noche —repitió Oswaldo.

—Por supuesto ¿y por qué no habría de haber sobrevivido?

—Ah, no, por nada. Estaba preocupado por ti.

Le asesté un mamporrazo en la oreja con Jones.

—Pero ¡qué capullo eres! Yo no me creería nunca que te preocupa mi bienestar. Estás hecho todo un zorro, sí. —Oswaldo hizo ademán de llevar la mano a la espada, y yo le di otro golpe con el palo del títere. El villano se echó hacia atrás y se frotó la muñeca dolorida—. A pesar de tu incompetencia, nuestro acuerdo sigue vigente. Necesito que hables con Edmundo. Entrégale esta misiva de parte de Regan. —Le di la carta que había escrito con las primeras luces del alba. La letra de la princesa era fácil de imitar: remataba las íes con corazones—. No rompas el lacre. En ella le confiesa el amor que siente por él pero le insta a no demostrarle el menor afecto. Debes advertirle también que no lo demuestre ante tu señora, Goneril, en presencia de Regan. Y como me consta que la intriga te confunde, paso a exponerte resumidamente cuáles son tus intereses al respecto: Edmundo se va a cargar a Albany, liberando así a tu dama para que se entregue a nuevos afectos. Sólo entonces nosotros revelaremos a Cornualles que Regan le ha puesto los cuernos con Edmundo, y el duque se cargará al bastardo, momento a partir del cual yo obraré el hechizo de amor sobre Goneril, que caerá rendida en tus ávidos brazos.

—Podrías estar mintiendo. He intentado que te mataran. ¿Por qué habrías de ayudarme?

—Muy buena pregunta. En primer lugar yo, a diferencia de ti, no soy un villano y, por tanto, de mí puede esperarse que actúe con un mínimo de integridad. En segundo lugar, deseo vengarme de Goneril por cómo me ha tratado a mí, y por cómo ha tratado a su hermana menor, Cordelia, y al rey Lear. No se me ocurre mejor castigo que emparejarla con el montículo de mierda en forma de hombre que tú eres.

—Ah, claro, sí, parece razonable —dijo Oswaldo.

—Pues entonces ¡en marcha! Insiste mucho en que Edmundo no le muestre ningún afecto en público.

—Tal vez lo mate yo mismo, por haber violado a mi dama.

—No lo harás. Eres un cobarde. ¿O es que ya lo has olvidado?

Oswaldo empezó a temblar, encolerizado, pero en esta ocasión no hizo ademán de llevarse la mano a la espada.

—Parte ya, colega, que a Bolsillo le quedan aún un montón de intrigas por urdir.

La mano cachonda del viento sobó el patio, haciendo que los faldones de las hermanas se levantaran, y que los cabellos les cubrieran los rostros. Kent se agazapó, y agarró con fuerza su sombrero de ala ancha para que no saliera volando. El anciano rey se abrigó con el manto de pieles, y entrecerró los ojos para protegerlos del viento, mientras, el duque de Cornualles y el conde de Gloucester se arrimaban a la puerta principal para resguardarse —el duque satisfecho, al parecer, de que fuera su esposa la que llevara la voz cantante—. A mí me alivió constatar que Edmundo no estaba presente, y me puse a bailar en medio del patio, agitando los cascabeles, entusiasmado.

—¡Hola, hola! —exclamé—. Todos jodisteis a base de bien para celebrar la Saturnalia, ¿no?

Las dos hermanas me miraron desconcertadas, como si estuviera hablándoles en chino, o en el idioma de los perros, como si aquella misma noche ninguna de las dos hubiera fornicado varias veces con un tarado de miembro descomunal. Gloucester bajó la mirada, avergonzado, supongo por haber abandonado a sus dioses a favor de san Esteban y, al hacerlo, se hubiera quedado sin una celebración cojonuda. Cornualles no pudo reprimir una sonrisa de oreja a oreja.

—Ah —proseguí—. Entonces habrá sido una noche de alegría junto a un niñito Jesús recién nacido, una Navidad con su noche de paz, sus camellos y sus Reyes Magos, rodeados de oro, «incesto» y mirra y esas cosas…

—Las malditas arpías cristianas quieren quitarme a mis caballeros —dijo Lear—. Tú, Goneril, ya me has arrebatado la mitad de mi ejército. No perderé la otra mitad.

—Claro, claro, señor —intervine yo—. Ahora resulta que el cristianismo es culpa suya. Olvidaba que hoy os habíais levantado pagano.

Regan se adelantó entonces, y al hacerlo constaté que, en efecto, caminaba con las piernas algo separadas.

—¿Para qué precisáis mantener cincuenta hombres, padre? Disponemos de un montón de criados que pueden atenderos.

—Además —prosiguió Goneril—, seguirán bajo nuestras órdenes, de modo que no habrá discordias en el interior de los muros de nuestros hogares.

—En esto coincido con mi hermana —dijo Regan.

—Tú siempre coincides con tu hermana —contraatacó Lear—. Si tuvieras una sola idea propia, el cráneo débil que tienes se te partiría en dos, como abatido por un rayo, buitre rastrero.

—Así, ése es el tono —comenté yo—. Tratadlas como papeleras de compresas usadas y ya veréis cómo se ponen. Asombra que hayan salido tan amables, con una educación de semejante calidad.

—¡Tomadlos, pues, arpías que desgarráis la carne de vuestras presas! Hacedlo, para que yo saque a vuestra madre de su tumba y la acuse del más indigno de los adulterios, pues ninguna de las dos puede ser fruto de mis entrañas y tratarme así.

Yo asentí, y apoyé la cabeza en el hombro de Goneril.

—Parece claro que eso del adulterio os viene de la rama materna, calabacita mía. Pero la mala leche y esos asombrosos pechos son de vuestro padre.

Ella me apartó, a pesar de mis sabias palabras.

Lear ya había perdido todo el control, temblaba y gritaba a sus hijas, impotente, pero más débil y más apagado a medida que hablaba.

—¡Oídme, dioses! Si sois vosotros los que movéis los corazones de estas hijas contra su padre, tocadme de noble ira, y no permitáis que armas femeniles, gotas de agua, manchen mis mejillas de hombre.

—Eso no son lágrimas, majestad, es que está lloviendo.

Gloucester y Cornualles apartaron la mirada, avergonzados del anciano. Kent le puso las manos en los hombros y trató de llevarlo a recaudo de la lluvia. Lear se zafó de él y volvió a cargar contra sus hijas.

—Zorras malignas. Me vengaré tanto de las dos que el mundo…, o sea…, os haré unas cosas tan espantosas que todavía no sé cuáles son, pero serán espantosas…, será el terror en la tierra. Mas no voy a llorar. Este corazón se romperá en cien mil pedazos antes de que llore yo. ¡Ah, bufón, voy a enloquecer!

—Vaya, vaya, esto sí que es un buen comienzo.

Traté de pasarle un brazo por el hombro, pero él me apartó de un codazo.

—Revocad vuestras órdenes, arpías, o abandonaré esta casa —declaró, dando unos pasos en dirección a la gran puerta.

—Es por vuestro bien, padre —insistió Goneril—. Y ahora, poned fin a vuestra pataleta y entrad.

—¡Os lo he dado todo! —farfulló Lear, alargando una mano rígida hacia Regan.

—¡Y bastante que has tardado en dárnoslo, cabrón senil! —soltó Regan.

—Eso se le ha ocurrido a ella solita —dije yo, siempre buscando el lado bueno.

—Me voy —amenazó Lear, dando un paso más en dirección a la puerta—. No pienso aceptarlo. Saldré ahora mismo por esa puerta.

—Qué lástima —opinó Goneril.

—Pues, sí, es una pena —coincidió Regan.

—Me marcho ahora mismo. Por esa puerta. Y no volveré jamás. Me voy solo.

—¡Pues gracias! —dijo Goneril.

Au revoir —la secundó Regan, con un acento gabacho casi perfecto.

—Lo estoy diciendo en serio —insistió el anciano, que ya había llegado al umbral de la puerta.

—Cerrad al salir —dijo Regan.

—Pero, señora, ése no es lugar ni para hombre ni para bestia —intervino Gloucester.

—¡Cerradla, joder! —insistió Goneril, que salió corriendo y tiró del gran pasador de hierro con todas sus fuerzas. El pesado rastrillo metálico descendió al instante, y sus púas, que no se clavaron en el anciano de milagro, se hundieron más de dos palmos en los huecos que, a tal efecto, se abrían en el suelo de piedra.

—Me voy —repitió el rey entre la reja—. No creáis que no me voy.

Las hermanas abandonaron el patio y buscaron el refugio del castillo. Cornualles las siguió y llamó a Gloucester.

—Pero, con esta tormenta… —dijo Gloucester, observando a su viejo amigo a través de los barrotes—. Nadie debería estar ahí fuera con esta tormenta.

—Él mismo se lo ha buscado —dijo Cornualles—. Entrad, buen Gloucester.

Gloucester se alejó de la puerta y siguió a Cornualles hasta el castillo, dejándonos solos a Kent y a mí de pie, bajo la lluvia, cubiertos por nuestras capas de lana. El destino del rey parecía torturar a Kent.

—Está solo, Bolsillo. No es ni siquiera mediodía, pero está tan oscuro que parece medianoche. Lear está ahí fuera, solo.

—No me jodáis —dije yo. Alcé la vista hacia las cadenas sujetas en lo alto de la puerta, hacia las vigas que sobresalían de los muros, hacia las almenas más altas tras las que se protegían los arqueros. ¡Malditas la anacoreta y Belette por enseñarme acrobacias!—. Está bien, iré con él. Pero vos debéis ocultar a Babas de las garras de Edmundo. Hablad con la lavandera esa de las tetas como cántaros, y ella os ayudará. Por más que lo niegue, ese muchacho le gusta.

—Iré a por ayuda para abrir la reja.

—No os preocupéis. Vos ocupaos del mastuerzo, y cuidado con Edmundo y con Oswaldo. Yo volveré con el viejo en cuanto pueda.

Dicho esto, me metí a Jones en el jubón, di un salto y me colgué de la inmensa cadena. Me encaramé por ella, llegué hasta una de las vigas que sobresalían de la piedra y fui saltando de viga en viga hasta que encontré un hueco para meter la mano entre las piedras. Trepé entonces hasta lo alto de la muralla.

—Menuda mierda de fortaleza —le grité a Kent, agitando la mano. En un abrir y cerrar de ojos ya había superado la muralla y, descolgándome por las cadenas del puente levadizo no tardé en alcanzar el suelo, del otro lado.

El viejo monarca se encontraba ya a las puertas de la ciudad amurallada, invisible casi entre la lluvia, adentrándose en el páramo, envuelto en su capa de pieles, semejante a una rata vieja y empapada.