A ojos de un amante
Un viento cálido soplaba del oeste, fastidiando por completo la celebración del Yule. A los druidas les gusta la nieve alrededor de Stonehenge durante la fiesta, y la quema del bosque resulta mucho más satisfactoria si el aire es gélido. Pero ese año se diría que, en todo caso, iba a llover. Las nubes que se acercaban por el horizonte parecían nacidas de una tormenta de verano.
—Se asemejan a nubes de tormenta estival —observó Kent. Nos hallábamos en la barbacana, ocultos sobre la puerta, contemplando la ciudad amurallada de Gloucester, y las colinas que se extendían más allá. Yo seguía escondido desde mi encuentro con Edmundo. Sin duda, el bastardo debía de estar algo enojado conmigo. Vimos a Goneril y a su séquito acceder al castillo por las puertas exteriores. Montaba a caballo, flanqueada por doce soldados y asistentes pero, extrañamente, el duque de Albany no venía con ella.
Un centinela, desde lo alto de la muralla, anunció la llegada de la duquesa de Albany. Gloucester y Edmundo salieron al patio, seguidos de Cornualles y Regan, que trataba de no mirar la oreja vendada del bastardo.
—Esto se pone interesante —comenté yo—. Se arremolinan como buitres alrededor de un cadáver.
—El cadáver es Bretaña —sentenció Kent—. Y nosotros la usamos como cebo para que la desgarren.
—Tonterías, Kent. El cadáver es Lear. Pero los carroñeros ambiciosos no aguardan a su muerte para dar comienzo a su festín.
—Tienes un lado muy perverso, Bolsillo.
—Es la verdad la que lo tiene, Kent.
—Ahí está el rey —dijo el conde—. Nadie cuida de él. Debería acudir a su lado.
Lear se asomó al patio tambaleante, cubierto con el manto de pieles.
—Es como observar un tablero de ajedrez lúbrico, ¿verdad? El rey avanza a pasitos, sin dirección aparente, como un borracho que tratara de evitar la flecha de un arquero. Los demás urden sus estrategias y esperan la caída del anciano. Carece de poder, más todo el poder gira en torno a su órbita, alrededor de sus locos caprichos. ¿Sabíais que en el ajedrez ninguna pieza representa al bufón, Kent?
—Parece que el bufón es el que juega, es la mente que dirige los movimientos.
—Menuda gilipollez. —Me volví hacia el viejo caballero—. Pero muy bien dicho. Id con Lear, pues. Edmundo no osará molestaros, y Cornualles fingirá sentirse compungido por haberos metido en el cepo. Las princesas sólo tendrán ojos para Edmundo, y Gloucester…, bien, Gloucester se muestra hospitalario con los mismísimos chacales, de modo que estará muy ocupado.
—¿Y tú qué harás?
—Parece que me he convertido en un indeseable, por más raro que suene. Debo hacerme con un espía, alguien más taimado, perverso y discreto que yo mismo.
—Pues buena suerte —dijo Kent.
—Te detesto, te desprecio, maldigo tu existencia y los demonios malignos que te engendraron. En tu presencia enfermo de ira y el odio me hace segregar bilis.
—¡Oswaldo! —exclamé yo—. Tienes un aspecto excelente. —Babas y yo acabábamos de interceptarlo en un pasillo.
Existe una ley no escrita según la cual, cuando uno negocia con un enemigo, finge desconocer los planes de éste, aun a riesgo de la propia muerte. Es una cuestión de honor, más o menos, pero a mí siempre me ha parecido una pantomima absurda, y no tenía la menor intención de respetarla con Oswaldo. Y, sin embargo, necesitaba de sus dones de araña, de modo que al menos cierta sutileza sí debía mostrar.
—Daría un brazo para verte ahorcado, bufón —dijo Oswaldo.
—Un inicio excelente, sí señor —observé yo—. ¿No te parece, Babas?
—Sí, Bolsillo —corroboró él, interpuesto entre Oswaldo y yo, sujetando una maciza pata de mesa que trataba de ocultar, sin éxito, tras la espalda. Oswaldo podía intentar desenfundar su espada, pero Babas habría hecho papilla su cerebro antes de que el filo abandonara la vaina. Eso estaba claro, aunque nadie dijo nada—. Un inicio genial.
—Muy bien, Oswaldo, partamos de ahí. Digamos que obtienes lo que quieres y a ti te cortan un brazo y a mí me ahorcan. ¿En qué mejoraría tu vida? ¿Tus aposentos serían más cómodos? ¿El vino sabría mejor?
—Poco probable, pero exploremos las posibilidades.
—Muy bien. Empieza tú. Córtate un brazo, y Babas me ahorcará a mí. Tienes mi palabra de honor.
—No me hagas perder más tiempo. Mi señora llega, y debo ir a su encuentro.
—Ah, ahí está el problema, Oswaldo. En lo que quieres. En lo que quieres de veras.
—Eso tú no puedes saberlo.
—¿La aprobación de tu señora?
—Ya la tengo.
—Ah, es cierto. El amor de tu señora.
Oswaldo quedó paralizado, como si le hubieran quitado todo el aire al pasillo en el que nos hallábamos. Para demostrar que no era así, seguí pinchándolo.
—Lo que quieres es el amor de tu señora, su respeto, su poder, su sumisión, su culo en pompa delante de ti, sus súplicas para que la satisfagas y te apiades de ella… ¿voy bien?
—Yo no soy tan rastrero como tú, bufón.
—Y, sin embargo, si me odias es precisamente porque yo he ocupado ese lugar.
—No. Ella no te ha amado, ni respetado, ni te ha cedido su poder. En el mejor de los casos, has sido un pasatiempo para ella.
—Pero sé cómo llegar hasta ahí, mi amigo de corazón ardiente. Sé cómo un sirviente podría obtener sus favores.
—Ella no consentiría jamás. Soy de sangre plebeya.
—No estoy diciendo que pueda hacerte duque, sólo que podría convertirte en su señor en cuerpo, corazón y mente. Ya conoces su debilidad por los sinvergüenzas, Oswaldo. ¿Acaso no se la ofreciste a Edmundo?
—No. Yo sólo le entregué un mensaje. Además, él es heredero de un condado.
—Sí, pero sólo desde esta misma semana. Y no finjas que no sabes qué ponía en ese mensaje. Oswaldo, tres brujas del bosque de Birnam me concedieron unos poderes que me permitirían realizar un hechizo para que tu señora te adore y te desee.
Oswaldo se echó a reír, algo que no hacía con frecuencia. Su rostro no estaba acostumbrado, y al hacerlo mostró unos dientes negros.
—¿Qué clase de necio crees que soy? Apártate de mi vista.
—Y todo lo que tienes que hacer es lo que tu señora te ordenaría de todos modos, satisfacer sus deseos —dije. No podía explayarme en la explicación, debía ir al grano—. Ella ya está embrujada, eso lo sabes, estabas ahí. —Oswaldo se había apartado algo de Babas, en busca de otra ruta que le permitiera llegar al patio y reunirse con Goneril. Pero en ese instante se detuvo—. Sí, estabas ahí, Oswaldo. En Albany. Goneril me estaba agarrando el mástil, y entonces entraste tú. Acababas de entrar por la puerta. Yo te oí. Y yo tenía este saquito en la mano. —Alcé la bolsa de seda que me habían entregado las brujas—. ¿Te acuerdas?
—Estaba ahí.
—Y yo le entregué a tu señora una carta, y le dije que era de Edmundo de Gloucester. ¿Te acuerdas?
—Sí. Y ella te dio una patada en el culo.
—Tienes razón. Y a ti te envió aquí, para que le entregaras un mensaje a Edmundo. ¿Alguna vez, hasta ese momento, le había prestado la menor atención al bastardo? Tú te pasas casi todo el día con ella. ¿Alguna vez se había fijado en él?
—No, ni una sola. En Edgar sí se había fijado un poco, pero en el bastardo no.
—Exacto. La hechicé para que amara a Edmundo, y contigo podría hacer lo mismo. Si no, morirás como un sapo frustrado, Oswaldo. Puedo obrar un hechizo más.
Oswaldo se alejaba de mí con pasos cautelosos, como si caminara por un alambre y no sobre el suelo de piedra de un castillo.
—¿Y por qué no lo usas para ti mismo?
—Bien, en primer lugar, porque tú lo sabrías, y supongo que no demorarías en informar al señor de Albany, que no tardaría en ahorcarme. Y, en segundo lugar, porque en mi poder había tres setas mágicas, y una ya la he consumido yo.
—¿No se la administraste a la duquesa de Cornualles? —Se notaba que a Oswaldo le escandalizaba aquella idea, pero había entusiasmo en su mirada.
Le dediqué una sonrisa breve, e hice sonar los cascabeles de mi gorro, y los de Jones.
—Esta misma noche he de reunirme con ella, después de las celebraciones del Yule. Será a las doce, en la torre abandonada de septentrión.
—¡Eres un monstruo diminuto y retorcido!
—No te enrolles, Oswaldo. ¿Quieres poseer a la princesa, sí o no?
—¿Qué tengo que hacer?
—Casi nada —respondí yo—. Pero te hará falta cierta presencia de ánimo para llevar a cabo el plan. En primer lugar, debes aconsejar a tu dama que mantenga la paz con su hermana, y convencerla para que desposea a Lear del resto de sus tropas. Luego, debes convencerla para que se reúna con Edmundo al segundo toque de la campana.
—Joder, ¿a las dos de la madrugada?
—Ya verás que la idea la entusiasma. Recuerda que está hechizada. Es fundamental que se alíe con la casa de Gloucester, aunque sea en secreto. Sé que eso va a resultarte difícil, pero debes soportarlo. Si vas a poseer a la dama y hacerte con su poder, alguien tendrá que despachar al duque de Albany… Alguien cuya pérdida no signifique nada cuando muera ahorcado. Y el bastardo Edmundo es el actor perfecto para representar el papel, ¿no crees?
Oswaldo asintió, sus ojos cada vez más abiertos. Se había pasado la vida llevando y trayendo recados y mensajes para Goneril, pero al fin veía recompensas a la vista por ser el peón de las intrigas. Afortunadamente, la oportunidad que se le presentaba le nublaba la razón.
—¿Cuándo será mía la señora?
—Cuando todo esté atado y bien atado, lameculos, cuando todo esté atado y bien atado. ¿Qué sabes de un ejército que se acerca desde Francia?
—Yo no sé nada.
—Pues entonces espía y entérate. Edmundo sí sabe algo, aunque tal vez haya sido él quien haya propagado el rumor. Averigua lo que puedas, pero no hables con Edmundo de su encuentro con tu señora, pues cree que es un secreto.
Oswaldo se enderezó (llevaba un rato agachado para ponerse a mi altura).
—¿Y qué ganas tú con todo esto, bufón?
Hasta ese momento, albergué la esperanza de que no me lo preguntara.
—Como tú, incluso en el amor, hay personas que se interponen en el camino de mi felicidad. Necesito que tú y quienes se vean afectados por tus obras contribuyan a allanarlo.
—¿Matarías al duque de Cornualles?
—A él, entre otros. Pero no importa quién me ame, yo me debo a Lear. Soy su esclavo.
—De modo que matarías también al rey. No te preocupes, bufón. Haré lo que me pides. Trato hecho.
—¡Cojones en calzones! —dije yo.
—Buen espectáculo, Bolsillo —dijo Kent—. Sales a buscar un mensajero y terminas organizando el asesinato del rey. Estás hecho un diplomático nato.
—El sarcasmo no sienta bien a los ancianos, Kent. No he podido disuadirlo, mi sinceridad se habría visto cuestionada.
—Pero si no estabas siendo sincero.
—Mi convicción, entonces. Quedaos junto al rey durante la celebración del Yule, y no le permitáis comer nada que no hayáis comido antes vos. Conociendo a Oswaldo como creo conocerlo, tratará de asesinar al rey recurriendo a los métodos más cobardes.
—O no empleará ninguno.
—¿Cómo decís?
—¿Qué te hace pensar que Oswaldo te decía la verdad más de lo que se la decías tú a él?
—Doy por sentado que él miente, pero sólo hasta cierto punto.
—Sí, pero ¿hasta qué punto?
Me puse a caminar en círculos alrededor de nuestro pequeño aposento.
—¿Pero qué patraña es todo esto? Prefiero hacer malabarismos con bolas de fuego y los ojos vendados. No estoy hecho para estos tejemanejes oscuros. Se me dan mejor la risa, los niños, los cumpleaños, los cachorritos y el fornicio consentido. Aquellas malditas brujas no escogieron bien.
—Y sin embargo, has iniciado una guerra civil y enviado a un asesino a por el rey —observó Kent—. No es poca ambición para un payaso de fiestas de cumpleaños, ¿no te parece?
—Os habéis vuelto amargo en vuestra senectud, ¿lo sabíais?
—Bien, tal vez mi misión como catador de alimentos ponga fin a mi amargura.
—Mantened con vida al anciano monarca. Como la fiesta del Yule todavía dura, supongo que la querida Regan todavía no habrá informado a Lear de que se lleva a sus caballeros.
—La señora ha tratado de que Goneril y su padre hagan las paces. Pero sólo ha logrado apaciguar algo al rey, que ha aceptado asistir a las celebraciones.
—Bien. Sin duda Regan no actuará hasta mañana. —Sonreí—. Si se encuentra lo bastante bien.
—Qué maldad —dijo Kent.
—Qué justicia —corregí yo.
Regan subió sola por la escalera de caracol. La única vela que llevaba, metida en una lámpara, alargaba mucho su sombra en la pared de piedra, y la convertía en el espectro de una muerte fornicable. Yo me planté frente a la puerta de la torre, con un candelabro en una mano, y la otra apoyada en el cerrojo.
—Feliz Navidad, gatita —le dije.
—La fiesta ha sido una mierda, ¿verdad? Va el maldito Gloucester, capullo pagano, y la llama san Esteban en vez de Navidad. En la fiesta del gilipollas de Esteban no se intercambian regalos. Y sin regalos, preferiría haber celebrado el solsticio de invierno con la fiesta del Yule. Al menos en ella se sacrifica un cerdo y se enciende una hoguera enorme.
—En realidad, Gloucester trataba de mostrarse respetuoso con vuestras creencias, cielo. Para él y para Edmundo, esta fiesta es una Saturnalia,[15] una verdadera orgía. De modo que tal vez todavía os quede algún regalito por desenvolver.
Sólo entonces Regan esbozó una sonrisa.
—Tal vez. Edmundo se ha mostrado tan tímido durante el banquete… Apenas me ha mirado. Supongo que teme a Cornualles. Pero tienes razón, lleva la oreja vendada.
—Así es, señora, y os diré que se avergüenza un poco de ello. Es normal que no quiera que lo vean.
—Pero yo lo vi en la cena.
—Sí, pero ha dado a entender que tal vez se haya infligido otros castigos en vuestro honor, y se muestra tímido al respecto.
De pronto, el rostro de Regan fue el de una niña feliz en Navidad, mientras su mente se poblaba de imágenes de un tío lesionándose.
—Oh, Bolsillo, déjame entrar.
Y eso hice. Abrí la puerta y, al franquearla ella, le quité la vela.
—Es que siempre es tan tímido…
Oí que, tras los cortinajes, la voz de Edmundo decía:
—Mi dulce señora, Regan, sois más blanca que la luz de la luna, más radiante que el sol, más gloriosa que las estrellas. He de haceros mía, o moriré.
Lentamente, cerré la puerta.
—No, mi diosa, desnudaos aquí. Dejadme que os vea.
Yo llevaba toda la tarde adiestrando a Babas en lo que debía decir, y en el modo exacto de hacerlo. A continuación le hablaría de sus encantos, y luego le pediría que apagara la única vela que ardía sobre la mesa y que se uniera a él tras los cortinajes, momento a partir del cual se la calzaría hasta dejarla inconsciente.
La cosa sonaba como supongo que sonarán un alce y un gato montés si aquél intenta ensartar a éste con un hierro al rojo vivo. Cuando vi que la segunda luz iluminaba la escalera, allí ya se habían oído bastantes gemidos, jadeos, gritos y chillidos. Por la sombra supe que quien portaba la vela avanzaba con una espada desenvainada. Parecía que Oswaldo, tal como yo ya había previsto, había sido fiel a su naturaleza traidora.
—Baja esa espada, que le vas a quitar el ojo a alguien.
El duque de Cornualles apareció en lo alto de la escalera con el arma baja y gesto de desconcierto.
—¿Y si un niño bajara en este instante por la escalera? —le pregunté—. Os sería difícil explicarle a Gloucester por qué su nietecito lleva una lengua de acero de Sheffield clavada en el buche.
—Gloucester no tiene nietos —replicó Cornualles, creo que sorprendido de que yo me enzarzara en aquella conversación con él.
—Ello no implica que debamos desatender la seguridad básica en lo concerniente a las armas.
—Pero es que yo he venido a matarte.
—Moi? —dije yo, con un acento francés impecable, joder—. ¿Y por qué, si puede saberse?
—Porque os estáis cepillando a mi señora.
Un gran rugido salió del torreón, seguido de un cachondo gritito femenino.
—¿Qué os parece? ¿Ha sido de dolor o de placer? —le pregunté a Cornualles.
—¿Quién está ahí? —quiso saber él, que volvió a poner la espada en alto.
—Pues la verdad es que es vuestra señora, y casi con toda seguridad se la está cepillando el bastardo Edmundo de Gloucester, pero la prudencia os dicta que detengáis el movimiento de la espada. —Acerqué a Jones a su muñeca y le bajé la mano que la empuñaba—. A menos que no os interese ser rey de Bretaña.
—¿Qué es lo que tramas, bufón? —El duque estaba impaciente por matar a alguien, pero su ambición podía más que su sed de sangre.
—¡Móntame, gran rinoceronte de verga inmensa como un tronco! —gritó Regan desde el aposento contiguo.
—¿Aún dice esas cosas? —pregunté.
—Bueno, por lo general es «semental de verga inmensa como un árbol» —puntualizó Cornualles.
—Le saca bastante partido a las metáforas, eso sí. —Le apoyé una mano en el hombro, para tranquilizarlo—. Supongo que esto será una sorpresa bastante triste para vos. Al menos, cuando un hombre, tras buscar en su alma, se agacha para joder a una serpiente, espera, como mínimo, no encontrarse con varios pares de botas ya alineados en el exterior de la madriguera.
El duque se zafó de mí.
—¡Lo mataré!
—Cornualles, estáis a punto de ser atacado. En este mismo instante Albany se prepara para hacer suya toda Britania. Edmundo, y las tropas de Gloucester, van a haceros falta para vencerlo, y cuando lo hagáis, seréis rey. Si entráis en ese aposento ahora, mataréis a una bestia, pero perderéis un reino.
—Por la Sangre de Cristo, ¿es eso cierto?
—Ganad la guerra, buen señor. Y luego matad al bastardo como mejor se os antoje, con todo el tiempo del mundo para hacerlo como Dios manda. El honor de Regan es bastante…, cómo decirlo…, maleable, ¿no?
—¿Y estás seguro de esta guerra?
—Sí. Por eso debéis llevaros los caballeros y escuderos que le quedan a Lear, lo mismo que Goneril y Albany se llevaron los otros. Y no debéis dejar que Goneril sepa que vos lo sabéis. En este preciso instante vuestra señora se está asegurando la lealtad de Gloucester para vuestra causa.
—¿De veras? ¿Es por eso por lo que se está cepillando a Edmundo?
Hasta que lo dije no se me había ocurrido, pero lo cierto es que todo vino bastante rodado.
—Sí, señor, su entusiasmo se lo inspira la inquebrantable lealtad que os profesa.
—Por supuesto —dijo Cornualles, envainando la espada—. Debí de haberlo supuesto.
—Ello no quiere decir que no matéis a Edmundo cuando todo haya terminado —recalqué yo.
—Claro, claro.
Cuando Cornualles ya se había ausentado, y un tiempo después de que la primera campana sonara en la torre, llamé a la puerta y asomé la cabeza.
—Señor Edmundo —le dije—. Veo movimiento en la torre del duque. Tal vez debierais despediros.
Mantuve alzada junto a la puerta entreabierta la lámpara de Regan, para que ésta encontrara la salida, y momentos después abandonó el torreón a trompicones, con el vestido del revés, el pelo enmarañado, y un río de baba entre los pechos. Toda ella, en general, se veía bastante escurridiza. Aturdida, cojeaba mucho, como si no supiera cuál de los dos lados favorecer, y arrastraba un zapato, que llevaba sujeto al tobillo por la correa.
—Señora, ¿os busco el otro zapato?
—A la mierda el zapato —me respondió, ahuyentándome con la mano, con voz ebria (o al menos así me lo pareció), y casi cayó escaleras abajo. La ayudé a mantenerse en pie, a ponerse bien el vestido, la limpié un poco con la falda, la agarré del brazo y la conduje escaleras abajo.
—Está bastante mejor dotado en las distancias cortas de lo que parece desde lejos.
—¿De veras?
—No podré sentarme en dos semanas.
—Ah, el amor… ¿Podéis llegar sola a vuestros aposentos, gatita?
—Creo que sí. Eres listo, Bolsillo… Empieza a pensar en alguna excusa que ofrecerle a Edmundo, por si mañana no logro salir de la cama.
—Así lo haré, gatita. Que durmáis bien.
Regresé arriba, donde encontré a Babas de pie, sin pantalones, junto a la luz de la vela, con una erección aún lo bastante dura como para dejar sin sentido a una ternera.
—Lo siento, Bolsillo, he salido. Estaba oscuro.
—No te preocupes, muchacho. Lo has hecho muy bien.
—Está buena.
—Sí. Bastante.
—¿Qué es un rinoceronte?
—Es como un unicornio con armadura en las pelotas. Es una cosa buena. Mastica estas hojas de menta, y vamos a lavarte un poco. Practica las frases de Edmundo mientras yo voy a por una toalla.
Cuando el reloj dio la segunda campanada, el escenario ya estaba dispuesto. Otra lámpara iluminó la escalera, proyectando una sombra pechugona en la pared.
—¡Calabacita mía!
—¿Qué estás haciendo tú aquí, gusano?
—Vigilar. Entrad, pero dejad aquí la lámpara. A Edmundo le da vergüenza que veáis la herida que se ha infligido en vuestro honor.
Goneril sonrió al pensar en el dolor del bastardo, y entró.
Pasaron unos minutos antes de que Oswaldo subiera los peldaños de puntillas.
—Bufón, ¿todavía estás vivo?
—Sí. —Me llevé una mano al oído—. Pero escucha a los hijos de la noche. ¡Qué música tocan!
—Parece una jineta tratando de cargarse a una familia entera de puercoespines —comentó el bribón.
—Sí, me gusta. Yo estaba pensando más en una vaca azotada con un ganso en llamas, pero tal vez sea más lo que tú dices. ¿Quién sabe? Deberíamos irnos, Oswaldo, y conceder cierta intimidad a los amantes.
—¿No te has encontrado con la princesa Regan?
—Hemos cambiado la hora de la cita, que no será hasta que suene la cuarta campanada. ¿Por qué?