14

En tiernos cuernos

—Me he cepillado a un fantasma —se lamentó Babas, desnudo y desesperado, metido en la gran caldera de la lavandería, a la sombra del castillo de Gloucester.

—Siempre tiene que haber un maldito fantasma —soltó la lavandera, que frotaba las ropas del bobo, sucísimas tras su paso por el foso. Habían sido necesarios cuatro hombres del séquito de Lear, además de yo mismo, para sacar al inmenso imbécil de aquel caldo apestoso.

—Eso no es excusa, en realidad —repliqué yo—. Hay lago en tres lados del castillo. Si el foso se comunicara con él, el hedor y la mugre se irían con la corriente. Apuesto a que un día descubrirán que las aguas estancadas son causa de enfermedades. Seguro que albergan duendecillos acuáticos hostiles.

—¡Caramba! Para ser tan pequeñito, hablas muy bien —dijo la lavandera.

—Es que tengo un don —le aclaré yo, gesticulando aparatosamente, ayudado por Jones. Yo también estaba desnudo, salvo por el gorro de bufón y el títere, pues mi atuendo también se había cubierto de una capa de roña de foso durante la operación de rescate.

—¡Haced sonar la alarma! —Kent bajó a la carrera los peldaños que conducían a la lavandería, empuñando su espada, y seguido de cerca por los dos jóvenes escuderos a los que había abatido hacía menos de una hora—. ¡Cerrad la puerta! ¡Desenvaina el arma, bufón!

—Hola —le dije yo.

—Estás desnudo —observó Kent, sintiendo, una vez más, la necesidad de expresar lo obvio.

—Así es.

—Muchachos, id a por las ropas del bufón y ponédselas. Hay lobos al acecho en el corral, y debemos defendernos.

—¡Deteneos! —dije yo. Los escuderos dejaron de rebuscar como locos por toda la lavandería y permanecieron atentos—. Eso es, perfecto. Y ahora, Cayo, ¿qué es lo que estás haciendo?

—Me he cepillado a un fantasma —dijo Babas a los jóvenes escuderos, que hicieron como si no lo hubieran oído.

Kent se retiró un poco, algo impresionado por el imponente alabastro de mi desnudez.

—Han encontrado a Edmundo con una daga clavada en la oreja, pegado a una silla de respaldo alto.

—Ese muchacho no sabe comer.

—Has sido tú quien lo ha puesto ahí, Bolsillo. Y lo sabes.

Moi? Mírame. Soy pequeño, débil y ordinario. Jamás habría podido…

—Ha pedido tu cabeza. En este preciso instante están rastreando todo el castillo en tu busca —dijo Kent—. Te juro que he visto cómo echaba humo por las narices.

—No pretenderá estropear la fiesta del Yule, supongo.

—¡Yule! ¡Yule! ¡Yule! —entonó Babas—. Bolsillo, ¿podemos ir a ver a Phyllis? ¿Podemos?

—Sí, muchacho, si es que existe alguna casa de empeños en Gloucester. Te llevaré tan pronto como se te seque la ropa.

Kent arqueó una ceja hirsuta.

—¿Qué es lo que quiere?

—Todos los años, por el Yule, llevo a Babas a la casa de empeños de Phyllis Stein, en Londres, y le dejo cantar cumpleaños feliz a Jesús, y luego sopla las velas en la menorah.

—Pero el Yule es una fiesta pagana —dijo uno de los escuderos.

—Cállate, imbécil. ¿Quieres quitarle una diversión al pobre tonto? Pero, bueno, y vosotros ¿qué estáis haciendo aquí? ¿No sois hombres de Edmundo?

—Se han cambiado de bando, y ahora están conmigo —dijo Kent—. Después de la paliza que les he dado.

—Cierto —corroboró uno de los escuderos—. Tenemos más que aprender de este buen caballero.

—Así es —dijo el escudero dos—. Y, en todo caso, éramos los hombres de Edgar. El señor Edmundo es un bribón, si me permite decirlo, señor.

—Y, querido Cayo —proseguí yo—, ¿saben que eres un plebeyo sin un penique y que, en realidad, no puedes mantener una tropa de combate como si fueras, pongamos por caso, el conde de Kent?

—Muy bien dicho, Bolsillo —dijo Kent—. Buenos señores, debo liberaros de vuestro servicio.

—Entonces ¿no vais a pagarnos?

—Lo siento mucho, pero no.

—En ese caso tendremos que irnos.

—Adiós pues, muchachos. Mantened la guardia bien alta —les aconsejó Kent—. El combate se libra con todo el cuerpo, no sólo con la espada.

Los dos escuderos abandonaron la lavandería tras dedicarle una reverencia.

—¿Le dirán a Edmundo dónde nos ocultamos? —pregunté yo.

—Creo que no, pero por si acaso, ponte la ropa.

—Lavandera, ¿en qué estado se encuentra mi traje de rombos?

—Humeante, metido en agua hirviendo, caballero. Aunque lo bastante seco para llevarlo en un lugar cerrado, supongo. ¿He oído bien? ¿Le has clavado una daga en la oreja a Edmundo?

—¿Yo? ¿Un simple bufón? No, yo soy inofensivo. Un puñetazo de ingenio, un golpe al orgullo, ésas son las únicas heridas que inflige un bufón.

—Qué lástima —opinó la lavandera—. Se merece eso y mucho más por el trato que le da a tu amigo… —apartó la vista—, y a otros.

—¿Por qué no has matado a ese sinvergüenza de una vez, Bolsillo? —preguntó Kent, dándole una patada a la sutileza, echándola por los suelos y enrollándola en una alfombra.

—Tú tranquilo, grita más, hombre, que te oiga todo el mundo. Eres majadero…

—Sí, claro, como si tú no lo hubieras hecho nunca: «Buenos días, claro que muy buenos no son, hace una mañana horrible. ¡He iniciado una maldita guerra!»

—Edmundo ha iniciado la suya propia.

—¿Lo ves? Has vuelto a hacerlo.

—Venía a comunicártelo cuando he encontrado a la muchacha fantasma en plena faena con Babas. Y entonces el muy bobo ha saltado por la ventana y hemos tenido que organizar su rescate. El fantasma ha dado a entender que quizá Francia acuda al rescate del bastardo. Tal vez se haya aliado con el maldito rey Jeff para iniciar una invasión.

—Los fantasmas no son de fiar, eso ya se sabe —sentenció Kent—. ¿Has pensado alguna vez que a lo mejor estás loco y sufres alucinaciones? Babas, ¿has visto tú al fantasma?

—Sí, he pasado un buen rato con él…, con ella…, antes de asustarme —respondió, compungido, contemplándose el aparato a través del agua humeante—. Creo que el pito se me ha quedado sordo.

—Lavandera, ¿puedes ayudar al muchacho, a ver si le resucita el pito?

—De ninguna manera —replicó ella.

Me sujeté la punta del gorro para mantener en silencio los cascabeles, y le hice una reverencia para demostrarle mi sinceridad.

—En serio, cariño, pregúntate: «¿Qué haría Jesús en tu caso?»

—Si tuviera esas ubres —añadió Babas.

—No ayudar.

—Lo siento.

—¿Guerra? ¿Asesinato? ¿Traición? —recordó Kent—. ¿Qué tal si hablamos de nuestro plan?

—Sí, tienes razón —admití yo—. Si Edmundo inicia su propia guerra nos desbaratará los planes de iniciar nosotros una lucha civil entre Albany y Cornualles.

—Sí, muy bien, pero no respondes a mi pregunta. ¿Por qué no has matado al bastardo?

—Se ha movido.

—¿Entonces? ¿Pretendías acabar con su vida?

—Bueno, no me lo había planteado del todo, pero cuando le lancé la daga al ojo pensé que tal vez la cosa terminara mal. Y, lo confieso, aunque no permanecí lo bastante como para recrearme en el momento, la experiencia me resultó de lo más satisfactoria. Lear dice que, con la edad, el asesinato sustituye a la jodienda. Tú que has matado a gran cantidad de personas, Kent, ¿estás de acuerdo con él?

—No. Me parece una idea repugnante.

—Y, sin embargo, Lear conserva tu lealtad.

—Empiezo a cuestionármela —respondió el conde, que se había sentado sobre un gran barreño de madera puesto del revés—. ¿A quién sirvo? ¿Por qué estoy aquí?

—Estás aquí porque, en la creciente ambigüedad ética de la situación, te mantienes firme en tu rectitud. Es a ti, desterrado amigo Cayo, a quien todos nosotros recurrimos; una luz en las tinieblas de la familia y la política. Vos, Kent, sois la columna moral sobre la que el resto de nosotros nos apoyamos. Sin vos, no somos más que amasijos temblorosos de deseo marchitándonos en nuestra propia bilis engañosa.

—¿De veras? —preguntó el caballero.

—Así es —corroboré yo.

—En ese caso, no estoy seguro de seguir queriendo frecuentar tu compañía.

—No creo que muchos otros quieran acogerte. Debo ver a Regan antes de que se entere de que le he agujereado la oreja al bastardo y nuestra causa se vea envenenada. ¿Le llevaréis un mensaje, Kent…, perdón…, Cayo, le llevarás el mensaje?

—¿Te pondrás tú los pantalones, o al menos el braguero?

—Ah, sí, supongo. Eso había formado siempre parte del plan.

—En ese caso, le llevaré tu mensaje a la duquesa.

—Dile, no…, pregúntale si todavía sostiene la vela que le prometió a Bolsillo. Y luego pregúntale si puedo reunirme con ella en privado.

—Parto ahora mismo, entonces. Y tú intenta que no te maten en mi ausencia, bufón.

—¡Gatita! —exclamé.

—¡Gusano inmundo y diminuto! —me espetó Regan, que iba de rojo glorioso—. ¿Qué quieres?

Kent me había conducido a una cámara alejada, sumergida en las tripas del castillo. Me costaba creer que Gloucester alojara a sus huéspedes reales en una mazmorra abandonada. Regan debía de haber llegado hasta allí por sus propios medios. Sentía predilección por aquella clase de lugares.

—¿Habéis recibido entonces la carta de Goneril? —le pregunté.

—Sí. ¿Qué tiene que ver eso contigo, bufón?

—La señora me confió su contenido —le respondí, arqueando las cejas y esbozando una sonrisa encantadora—. ¿Qué pensáis?

—¿Por qué habría de querer despedir a los caballeros de padre, y mucho menos tomarlos a mi servicio? En Cornualles contamos ya con un pequeño ejército.

—Pero en este momento no os encontráis en Cornualles, ¿verdad, cielo?

—¿Qué insinúas, bufón?

—Insinúo que vuestra hermana os pidió que acudierais a Gloucester para interceptar a Lear y a su séquito, y así impedirle llegar a Cornualles.

—Y mi señor y yo nos dimos prisa en llegar.

—Y con un ejército muy escaso, ¿no es cierto?

—Sí. El mensaje decía que era urgente. Debíamos movernos deprisa.

—Entonces, cuando Goneril y Albany lleguen, vos os encontraréis lejos de vuestro castillo, y casi sin defensas.

—Ella no se atrevería.

—Permitidme que os lo pregunte, señora, ¿hacia qué lado creéis que se inclinan las lealtades del conde de Gloucester?

—Es aliado nuestro. Nos ha abierto las puertas de su castillo.

—Gloucester, a quien su hijo mayor ha estado a punto de arrebatarle el título, ¿creéis que está de vuestra parte?

—Bueno, con padre…, pero es lo mismo.

—A menos que Lear se alíe con Goneril en contra de vos.

—Pero si ella lo ha despojado de sus caballeros. A su llegada, padre se ha pasado una hora entera maldiciendo por ello, insultando a Goneril de todas las maneras posibles, ensalzándome a mí por mi lealtad y mi dulzura, pasando por alto incluso que le hubiera puesto el cepo a su emisario.

Yo me mantuve en silencio. Me quité la gorra de bufón, me rasqué la cabeza y me senté sobre un polvoriento instrumento de tortura para observar a la dama a la luz de una antorcha, para mirarla a los ojos, mientras el óxido saltaba de los engranajes retorcidos de su mente. Era, sencillamente, una mujer adorable. Recordé lo que me había dicho la anacoreta en una ocasión: que los hombres sabios eran los que, en las cosas, sólo esperaban la perfección que les permitía su propia naturaleza. Y me parecía que, en efecto, podía hallarme ante la máquina perfecta. Regan abrió mucho los ojos cuando la idea se abrió paso en su mente.

—¡La muy puta!

—Exacto —dije yo.

—¿Se quedarán con todo, ella y padre?

—Así es —corroboré yo. Notaba que no estaba furiosa por la traición en sí misma, sino por no haberla previsto—. Vais a necesitar un aliado, señora, un aliado con más influencia de la que puede prestaros este humilde bufón. Decidme ¿qué pensáis de Edmundo, el bastardo?

—Que está bastante bueno, supongo. —Se mordió un uña, concentrándose—. Me lo cepillaría si mi señor no hubiera de matarlo después…, o, pensándolo mejor, tal vez precisamente porque eso es lo que haría.

—¡Perfecto! —exclamé.

Oh, Regan, santa patrona de Príapo,[14] la más escurridiza de las tres hermanas: preciosamente húmeda en su disposición, deliciosamente seca en su discurso. Mi virago venenos mi sensual encantadora de serpientes… Vos sois la verdadero perfección.

¿La amaba acaso? Por supuesto. Pues aunque me haya acusado de ser una egregia bestia con rabo y cuernos, los cuernos que pongo son tiernos, como los de los caracoles, jamás he izado los cuernos del deseo sin haber recibido también el pinchazo de las flechas de Cupido. Las he amado a todas, con todo mi corazón, y hasta he aprendido muchos de sus nombres.

Regan. Perfecta. Regan.

Oh, sí, la amaba.

Era bella, sin duda…, no había en todo el reino otra más hermosa que ella, un rostro que inspiraba poesía, un cuerpo que movía al deseo, al anhelo, al latrocinio, a la traición, tal vez incluso a la guerra. (No pierdo la esperanza). Los hombres se habían asesinado unos a otros por obtener sus favores; lo de su esposo, Cornualles, era un pasatiempo. Y a su favor había que decir que, aunque era capaz de sonreír cuando un hombre se desangraba hasta la muerte mientras pronunciaba su nombre, no era rácana prodigando sus encantos. No hacía más que añadir tensión a su alrededor el hecho de que fuera a cepillarse a alguien a conciencia, no importaba quién fuera, en un futuro próximo, y mucho más emocionante resultaba que la vida de ese alguien pendiera de un hilo mientras estaban en la labor. En realidad, la promesa de una muerte violenta era tal vez para la princesa Regan como el mismísimo néctar de Afrodita, ahora que lo pienso.

¿Por qué, si no, me habría amenazado con la muerte durante todos aquellos años, cuando yo la había servido con tal diligencia, una vez que Goneril abandonó la Torre Blanca para casarse con Albany? Al parecer, todo había empezado por los celos.

—Bolsillo —me había dicho Regan un día. En aquella época tendría unos dieciocho o diecinueve años, pero a diferencia de Goneril, llevaba bastantes explorando sus poderes femeninos ayudada por varios muchachos del castillo—. Me resulta ofensivo que hayas brindado consejo a mi hermana, y que, sin embargo, cuando yo te llamo a mis aposentos, lo único que obtenga sean volteretas y canciones.

—Cierto, pero una canción y una voltereta parecen ser todo lo que se requiere para levantar el ánimo a una dama, si me permitís que os lo diga.

—No te lo permito. ¿Acaso no soy bonita?

—Lo sois en grado sumo, señora. ¿Deseáis que componga un verso dedicado a vuestra belleza? «Una zorrilla hermosa de Nantucket…»

—¿Acaso no soy tan bonita como Goneril?

—A vuestro lado, ella resulta menos que invisible, apenas un temblor envidioso y vacío. Eso es lo que es.

—Pero tú, Bolsillo, ¿me encuentras atractiva en el sentido carnal del término, como encontrabas atractiva a mi hermana? ¿Me deseas?

—Por supuesto que sí, señora, desde la primera hora de la mañana, cuando despierto, en mí sólo hay un pensamiento, una visión: vos, deliciosa y bajo este humilde e indigno bufón, retorciéndoos desnuda y emitiendo gruñidos de mona.

—¿De veras? ¿Es en eso en lo único que piensas?

—Sí, y algunas veces en el desayuno, aunque sólo unos segundos, porque enseguida ya estoy otra vez con Regan retorciéndose, y con los gruñidos de mona. Por cierto, ¿no os gustaría tener un mono? Podríamos tener uno en el castillo, ¿no os parece?

—¿De modo que eso es lo único en lo que piensas? —volvió a preguntarme y, al hacerlo, se quitó el vestido, rojo, como siempre, y ahí se quedó, con sus cabellos negros como ala de cuervo, sus ojos violeta, blanca como la leche, bien torneada, como esculpida por los dioses a partir de un único bloque de deseo. Dio un paso al frente, abandonando el charco de terciopelo escarlata como la sangre, y me dijo:

—Suelta ya ese títere, bufón, y acércate.

Y yo, siempre sumiso, obedecí.

¡Ah! Aquello nos llevó a muchos meses de gruñidos furtivos de mono; gruñidos y jadeos, grititos y gemidos, risitas y nalgadas, y no pocos ladridos. (Lo que no hubo fue lanzamiento de caca, al que los simios son tan proclives. Sólo ruidos simiescos decentes, normales, de los que se emiten al fornicar). También puse todo mi corazón en el empeño, pero el amor sucumbió pronto, aplastado por su pie cruel y delicado. Supongo que no aprenderé nunca. Parece que a los bufones no se nos toma tanto como remedio para curar la melancolía como más bien para combatir el hastío, que es incurable y recurrente entre los privilegiados.

—Últimamente pasas mucho tiempo con Cordelia —me dijo Regan, retozando gloriosa en un tenue resplandor, después del fornicio. (Vuestro narrador, por su parte, en el suelo, junto a la cama, rodeado de un charco de sudor, expulsado sumariamente tras prestar su noble servicio.)—. Estoy celosa.

—Es una niña pequeña —dije yo.

—Pero cuando ella está contigo, yo no puedo tenerte. Y es menor que yo. Es algo inaceptable.

—Pero, señora, mi deber es hacer sonreír a la princesa, vuestro padre lo ha ordenado así. Además, cuando yo me ocupo de ese modo, vos podéis poseer a ese fornido muchacho del establo que tanto os gusta, o al joven hidalgo de la barba afilada, o a ese duque español, o lo que sea ese señor que lleva un mes en el castillo. ¿Sabe ese tipo decir algo en nuestro idioma? A veces creo que está perdido.

—No es lo mismo.

Sentí que el corazón me latía con más fuerza al oír sus palabras. ¿Podía tratarse de afecto verdadero?

—Bueno, sí, lo que vos y yo compartimos es…

—Todos esos hombres embisten como machos cabríos. No hay el menor arte en ellos, y estoy cansada de tener que darles órdenes, sobre todo al español. Creo que no habla ni una palabra de inglés.

—Lo siento, señora —dije—, pero, como os he comentado, debo ausentarme. —Me puse en pie y recogí el jubón, tirado bajo el armario, los calzones, que aguardaban junto a la chimenea, y el braguero, que colgaba de un candelabro—. Le he prometido a Cordelia que la instruiré sobre grifos y elfos mientras toma el té con sus muñecas.

—No lo harás —dijo Regan.

—Debo hacerlo —insistí.

—Quiero que te quedes.

—Ah, partir me causa una pena muy dulce —declamé, y le besé el hoyuelo que se le formaba donde la espalda pierde su nombre.

—¡Guardia! —gritó Regan.

—¿Cómo decís? —me sorprendí yo.

—¡Guardia! —La puerta de su torreón se abrió, y entró un escudero con gesto alarmado.

—Apresa a este sinvergüenza. Ha abusado de tu princesa.

A pesar del poco tiempo transcurrido, Regan había logrado que unas lágrimas asomaran a sus ojos. Aquella muchacha era todo un fenómeno.

—¡Cojones en calzones! —dije yo, mientras dos fornidos alabarderos me tomaban por los brazos y me llevaban a rastras hasta el gran salón, precedidos por una Regan sollozante, cuyo vestido, que llevaba abierto, ondeaba tras ella.

Todo aquello me resultaba familiar, y sin embargo no experimentaba la tranquilidad que nace de ensayar y repetir algo. Tal vez fuera porque Lear, cuando entramos en el gran salón, estaba celebrando audiencia pública. Una cola de campesinos, mercaderes e hidalgos aguardaba a que el monarca atendiera sus peticiones y emitiera veredictos. Aún en su fase cristiana, Lear llevaba cierto tiempo leyendo sobre la ecuanimidad de Salomón, y para distraerse le había dado por instaurar el imperio de la ley.

—Padre, insisto en que ahorquéis a este bufón de inmediato.

A Lear no sólo le impresionó la vehemencia de su hija en la formulación de su exigencia, sino también el hecho de que hubiera aparecido frontalmente desnuda ante todos los peticionarios, y no tuviera la menor intención de abrocharse el vestido rojo. (Más tarde circularían historias sobre ese día, en las que se relataba que más de un demandante, tras ver a la princesa de piel nívea en todo su esplendor, consideró insignificante su agravio, absurda su vida, y regresó a su casa a pegar a su esposa, o se ahogó en una alberca).

—Padre, vuestro bufón me ha violado.

—Eso es una patraña más asquerosa que la leche de murciélago —me defendí yo—. Con perdón.

—Hablas con dureza, hija mía, y pareces desquiciada. Serénate y expón tu agravio. ¿De qué modo te ha ofendido el bufón?

—Me ha montado salvajemente, en contra de mi voluntad, y ha terminado demasiado pronto.

—¿Por la fuerza? ¿Bolsillo? Pero si pesa menos que una pluma. Sería incapaz de montar a una gata.

—Eh…, eso no es cierto, señor —intervine yo—. Si la gata estuviera distraída pescando una trucha, entonces yo… En fin, no importa.

—Ha violado mi virtud y arruinado mi virginidad —prosiguió Regan—. Insisto en que lo ahorquéis. Ahorcadlo dos veces, la segunda antes de que haya terminado de asfixiarse del todo de la primera. Así se hará verdadera justicia.

—¿Qué es lo que ha llevado ese afán de venganza a vuestras venas, princesa? —inquirí—. Yo sólo iba a tomar el té con Cordelia.

Como la pequeña no estaba presente, esperaba que, invocando su nombre, tal vez ganara al rey para mi causa. Pero mi estrategia sólo sirvió par incendiar aún más a Regan.

—¡Me ha obligado a tumbarme, y me ha usado como si fuera una vulgar ramera! —se indignó Regan, acompañando sus palabras con gestos ilustrativos de una expresividad tal que algunos peticionarios, sin poder soportarlo, empezaron a darse puñetazos en la cara, o a sujetarse la entrepierna mientras caían postrados de rodillas.

—¡No! —me defendí yo—. He poseído a muchas furcias valiéndome de subterfugios, a algunas mediante la astucia, a varias gracias a mis encantos, a un puñado por error, a una o dos meretrices a cambio de unas monedas, y cuando todo ello me ha fallado, he recurrido a la súplica, pero por la fuerza jamás, a ninguna, ¡por la sangre de Cristo!

—Ya basta —zanjó Lear—. No quiero oír nada más. Regan, abróchate el vestido. Tal como he decretado, somos un reino que se rige por la ley. Se celebrará un juicio, y si el malhechor es declarado culpable, ya me encargaré yo mismo de ahorcarlo dos veces. Preparad el juicio.

—¿Ahora? —preguntó el escriba.

—Sí, ahora —respondió Lear—. ¿Qué necesitamos? A un par de tipos que hagan, respectivamente, de fiscal y defensor…, y coged a unos cuantos campesinos para que actúen de testigos, y con eso y un procedimiento legal, un hábeas corpus, un día soleado y lo que se tercie, antes de la hora del té ya tendremos a nuestro bufón colgando, con la lengua negra. ¿Con eso te conformas, hija?

Regan se abrochó el vestido y se volvió, tímida.

—Supongo que sí.

—¿Y tú, bufón? —me preguntó Lear, guiñándome el ojo descaradamente.

—Sí, majestad. Y un jurado, tal vez escogido de entre el mismo grupo de los testigos.

Debía velar por mis intereses. A juzgar por su reacción, estaba seguro de que me exculparían, movidos por el principio del «y quién no habría hecho lo mismo». Lo considerarían «fornicidio justificable». Pero no.

—No —dijo el rey—. Que el alguacil lea los cargos.

Pero el alguacil, obviamente, no había escrito nada, de modo que extendió un rollo en el que llevaba anotado algo que no tenía nada que ver con mi caso, y se dedicó a improvisar:

—La Corona afirma que en el día de hoy, catorce de octubre del año del Señor mil doscientos y ochenta y ocho, el bufón conocido como Bolsillo, con premeditación y alevosía, se ha cepillado a la princesa virgen Regan.

Desde la galería llegaron vítores y silbidos, y no pocas rechiflas.

—No hubo alevosía —me defendí yo.

—Sin alevosía entonces —corrigió el alguacil. Llegados a ese punto, el magistrado, que por lo general hacía las veces de mayordomo del castillo, le susurró algo al alguacil, que normalmente era el chambelán—. El magistrado desea saber cómo fue.

—Fue dulce y a la vez sucio, señoría.

—Que conste en acta que el acusado declara que fue dulce y sucio, por lo que admite su culpabilidad.

Más risas.

—Un momento, no estaba preparado —dije yo.

—Oledlo —pidió Regan—. Apesta a sexo, a esa mezcla de pescado, setas y sudor. ¿A que sí?

Uno de los campesinos que ejercía de testigo se acercó y me olisqueó las partes sin el menor pudor, antes de mirar al rey y asentir.

—Así es, señoría —admití yo—. Seguro que huelo. Confieso que hoy, en la cocina, me encontraba sin las calzas puestas, esperando a que se secara la colada, y que Burbuja había dejado una olla en el suelo para que se enfriara, y que yo tropecé y caí en ella hasta el fondo, y me sumergí en un guiso pegajoso…, pero en ese momento yo me dirigía a la capilla.

—¿Has metido tu polla en mi olla? —preguntó Lear y, dirigiéndose al alguacil, añadió—: ¿El bufón ha metido su polla en mi olla?

—No, en vuestra amada hija —corrigió Regan.

—¡Silencio, niña! —ladró el rey—. Capitán Curan, destina un guardia a la vigilancia del pan y el queso, antes de que el bufón dé con ellos.

Y así prosiguió el juicio. Las cosas pintaban muy negras para mí, pues las pruebas parecían incriminarme, y los campesinos aprovechaban la ocasión para describir los actos más lascivos que imaginaban que un bufón malvado era capaz de infligir a una princesa de aspecto inocente. El testimonio del mozo de cuadra resultó especialmente condenatorio al principio, pero fue el que, finalmente, condujo a mi absolución.

—Leedlo de nuevo, para que el rey conozca la verdadera naturaleza perversa del crimen —solicitó mi fiscal, que, según creo, ejercía de matarife del castillo.

El escriba reprodujo las palabras del mozo de cuadra:

—Sí, sí, sí, móntame, semental de rabo grueso como el tronco de un árbol.

—Eso no fue lo que dijo la princesa —le corregí yo.

—Sí. Eso es lo que dice siempre —repitió el escriba.

—Así es —dijo el mayordomo.

—En efecto —dijo el sacerdote.

—Sí —dijo el español, en español.

—Pues a mí nunca me lo dice —dije yo.

—Ah —intervino el mozo—. Entonces te diría: «Cabalga, poni de rabito fino como una rama», ¿no?

—Tal vez.

—A mí eso no me lo dice nunca —comentó el alabardero de la barba puntiaguda.

Se hizo un momento de silencio, mientras todos los que habían hablado se miraban los unos a los otros. Y entonces, simultáneamente, todos bajaron la vista y se dedicaron a observar el suelo con gran interés.

—Bien —dijo Regan, mordiéndose una uña mientras hablaba—, cabe la posibilidad de que todo fuera un sueño.

—Así pues, ¿el bufón no te ha quitado la virtud? —le preguntó Lear.

—Lo siento —insistió Regan, dócil—. Sólo ha sido un sueño. Ya no tomaré más vino con las comidas.

—¡Soltad al bufón! —ordenó Lear.

La multitud abucheó.

Y yo abandoné el gran salón junto a Regan.

—Podrían haberme ahorcado —susurré.

—Y yo habría derramado alguna lágrima —dijo ella, esbozando una sonrisa—. En serio.

—Ay de vos, princesa, si dejáis al descubierto ese asterisco, ese capullo de rosa que tenéis por culo en nuestro próximo encuentro. Cuando la sorpresa de un bufón llega sin lubricar, el placer de Bolsillo puede ser el castigo de la princesa.

—¡Oh, mira cómo tiemblo! ¿Quieres que encienda una vela en él, para que encuentres el camino?

—¡Arpía!

—¡Sinvergüenza!

—Bolsillo, ¿dónde estabas? —dijo Cordelia, que venía hacia nosotros por el pasillo—. Se te ha enfriado el té.

—Defendiendo el honor de vuestra hermana, tesoro —le respondí.

—Y una mierda —soltó Regan.

—Bolsillo se viste de bufón, pero siempre es nuestro héroe, ¿verdad, Regan? —dijo Cordelia.

—Creo que voy a vomitar —declaró la otra princesa.

—Así pues, tesoro —proseguí yo, levantándome del potro de tortura y acercando la mano al jubón—, me alegro de que sintáis eso por Edmundo, pues me ha enviado esta carta.

Se la alargué. El lacre era algo cutre, pero ella no estaba para fijarse en los materiales de papelería.

—Está loco por vos, Regan. Lo está hasta el punto de haberse cortado una oreja para entregárosla con esta misiva, para demostraros lo profundo de sus afectos.

—¿En serio? ¿Su oreja?

—No digáis nada durante la celebración del Yule esta noche, señora, pero le veréis el vendaje. Consideradlo un tributo de su amor.

—¿Lo viste tú mientras se la cortaba?

—Sí, y lo detuve antes de que culminara el trabajo.

—¿Y crees que le dolió?

—Ya lo creo, señora. Ya ha sufrido más que otros que os conocen desde hace meses.

—Qué tierno… ¿Y sabes tú qué dice la carta?

—Me hizo jurar que no la leería, so pena de muerte. Pero acercaos…

Regan se inclinó sobre mí y yo presioné la seta bajo sus narices, liberando su polvillo.

—Creo que habla de un encuentro a medianoche con Edmundo de Gloucester.