Un nido de villanos
Edmundo. Habría que ocuparse de Edmundo, un gran peso recaería sobre él, y tuve que vencer el impulso de ir en busca de aquel diablo de negro corazón para clavarle una de mis dagas entre las costillas. Pero mi plan ya estaba en marcha, o al menos algo que se le parecía, y yo aún conservaba el saquito con las dos setas que las brujas me habían entregado. De modo que me tragué mi ira y dejé que Babas me acompañara al interior del castillo.
—Vaya, Bolsillo, ¿eres tú? —dijo alguien con acento gales—. ¿Viene el rey contigo?
Me fijé en la coronilla de un hombre que sobresalía, metida dentro de un cepo. El pelo, negro y largo, le cubría el rostro. Me acerqué y me agaché para ver quién era.
—¿Kent? Veo que os habéis agenciado un collar muy cruel.
El pobre hombre no podía alzar la vista siquiera.
—Llámame Cayo —me recordó el anciano caballero—. ¿Viene contigo el rey?
—Sí, viene de camino. Los hombres están en la ciudad buscando establo para los caballos. ¿Cómo habéis acabado metido en este cepo?
—Me peleé con Oswaldo, ese hijo de puta, el mayordomo de Goneril. Cornualles consideró que la culpa era mía, y ordenó que me trajeran al cepo. Llevo aquí desde ayer noche.
—Babas, ve a buscar un poco de agua para este buen caballero —le pedí al gigante, que se alejó en busca de un cubo. Yo rodeé a Kent, me puse detrás de él y le di una palmadita en el trasero.
—¿Sabéis, Kent…, esto…, Cayo? Sois un hombre muy atractivo.
—No seas majadero, Bolsillo. No me dejaré sodomizar por ti.
Volví a golpearle el culo, y de sus pantalones ascendió una nube de polvo.
—No, no por mí. No sois mi tipo. Pero Babas…, él sí os pegaría un buen viaje si no temiera la oscuridad. Y bastante bien dotado está, la tiene como un buey. Sospecho que, una vez que Babas os dé por detrás, pasaréis dos semanas fabricando mojones sin punta. La cena saldrá tan pronto como haya entrado.
Babas regresaba ya cargando un cubo de madera y un cucharón.
—¡No! ¡Deteneos! —exclamó Kent—. ¡Villanía! ¡Violación! ¡Detened a estos demonios!
Los guardias empezaron a asomarse desde las murallas. Yo llené el cucharón de agua y la arrojé al rostro de Kent para apaciguarlo. Pero él se atragantó y forcejeó para librarse de los grilletes que lo oprimían.
—Tranquilo, buen Kent, sólo os tomaba el pelo. Vamos a sacaros de aquí tan pronto como llegue el rey.
Sostuve el cucharón, y el caballero bebió con avidez.
Al terminar, aspiró hondo.
—Por el braguero de Cristo, Bolsillo, ¿por qué me has hecho eso?
—Porque soy la encarnación del mal en estado puro, supongo.
—Bueno, pues no sigas por ahí, que no va contigo.
—Pues yo me esfuerzo para que sí.
En ese instante Lear apareció por la puerta fortificada, flanqueado por el capitán Curan y por otro caballero de más edad.
—¿Qué es esto? —preguntó el rey—. ¡Mi emisario en el cepo! ¿Quién te ha puesto ahí, hombre?
—Vuestra hija y vuestro yerno, señor —respondió Kent.
—No. Por la barba de Júpiter, digo que no —dijo Lear.
—Sí, por los pies escamosos de Cardomono[12] os digo que sí —insistió Kent.
—Por el prepucio ondeante de Freya, yo os digo: ¡Que os den a todos! —soltó Jones.
Y todos miraron al títere, que seguía ahí, sobre su estaca, muy seguro de sí mismo.
—Creía que se trataba de jurar por lo primero que se nos viniera a la cabeza —dijo el títere—. Seguid.
—Yo digo que no —insistió Lear—. Tratar de este modo al emisario del rey es peor que asesinarlo. ¿Dónde está mi hija?
El viejo rey franqueó la puerta como una exhalación, seguido de Curan y de un séquito de doce caballeros, que lo habían acompañado hasta el castillo.
Babas se sentó en el suelo, con las piernas separadas. Acercó mucho el rostro al de Kent y le dijo.
—¿Y bien? ¿Cómo os ha ido?
—Estoy metido en el cepo —respondió Kent—. Encerrado desde ayer noche.
Babas asintió, mientras un hilo del líquido del que tomaba su apodo le resbalaba por la barbilla.
—O sea, que no muy bien.
—No, muchacho —corroboró Kent.
—Por suerte ahora está aquí Bolsillo, que nos salvará, ¿verdad?
—Sí, claro, soy un rescate con patas. ¿No habrás visto ningunas llaves por ahí cuando has ido a por el agua?
—No. Ningunas llaves —dijo Babas—. Hay una lavandera que tiene unos melones enormes y que a veces se acerca al pozo, pero se niega a echarse unas risas contigo. Ya se lo he preguntado. Cinco veces.
—Babas, no debes ir preguntando esas cosas sin preludios de ninguna clase —le dije yo.
—Se lo he pedido por favor.
—Bien hecho, entonces, me alegro de que hayas mantenido tus buenos modales en medio de tanta villanía.
—Gracias, amable señor —dijo Babas con la voz de Edmundo, el bastardo, del que imitaba a la perfección aquel tono que rezumaba mal por todas partes.
—Qué inquietante —dijo Kent—. Bolsillo, ¿podrías hacer algo por liberarme? Desde hace una hora he perdido la sensibilidad en las manos, y si tienen que cortármelas por culpa de la gangrena, no me servirán de mucho cuando tenga que sostener la espada.
—Está bien, veré qué puedo hacer —le respondí—. Esperemos primero a que Regan le suelte el veneno a su padre, y después iré por la llave. Le gusto bastante, ¿sabéis?
—Os habéis meado encima, ¿verdad? —dijo Babas, de nuevo con su voz, aunque con un ligero acento gales, sin duda, para consolar a Kent disfrazado.
—Hace horas, y dos veces más desde entonces —confesó el caballero.
—A mí me pasa a veces, por las noches, cuando hace frío o las letrinas quedan demasiado lejos.
—Yo es que soy viejo, y tengo la vejiga del tamaño de una nuez.
—Pues yo he puesto en marcha una guerra —solté yo, ya que, al parecer, se trataba de compartir intimidades.
Kent se revolvió en el cepo para mirarme.
—¿Qué es esto? ¿Pasamos de las llaves a las meadas, y de las meadas al «he puesto en marcha una guerra», sin ni siquiera un triste «con su permiso»? Me desconciertas, Bolsillo.
—Pues no os creáis que no me preocupa. Vosotros dos sois mi ejército.
—¡Genial!
El conde de Gloucester acudió personalmente para soltar a Kent.
—Lo siento, buen hombre. Ya sabes que yo no lo habría consentido, pero cuando a Cornualles se le mete algo en la cabeza…
—Os oí intentarlo —dijo Kent. Los dos habían sido amigos en su vida anterior, pero ahora Kent, delgado, moreno, parecía más joven y mucho más peligroso, mientras que a Gloucester las semanas le habían pesado como años. Su aspecto era de extrema fragilidad, y hacía esfuerzos por abrir el cepo con la llave. Al percatarme de sus dificultades, se la quité con suavidad y la metí en el cerrojo.
—Y a ti, bufón, no te consentiré que te burles de Edmundo por ser bastardo.
—¡Ah! ¿Ya ha dejado de serlo? Os habéis casado con su madre. Enhorabuena, buen conde.
—No, su madre lleva muchos años muerta. Su legitimidad viene de la deslealtad de mi otro hijo, Edgar, que me ha traicionado.
—¿Y cómo es eso? —le pregunté, a pesar de saber bien cómo era eso.
—Planeaba arrebatarme las tierras y acelerar mi muerte.
Aquello no era lo que yo había escrito en la carta. Las tierras, claro está, serían prenda, pero en ella no había mención alguna al asesinato del anciano. Aquello era cosa de Edmundo.
—¿Qué habéis hecho para encolerizar a nuestro padre? —preguntó Babas, imitando a la perfección la voz y el tono del bastardo.
Todos nos volvimos a mirar al gran idiota, y constatamos que, en efecto, aquella voz que le iba pequeña brotaba de su boca cavernosa.
—Yo no he hecho nada —dijo entonces Babas, con otra voz.
—¿Edgar? —dijo Gloucester.
En efecto, se trataba de la voz de Edgar. Mis nervios iban en aumento, pensando en lo que venía a continuación.
—Armaos y ocultaos —dijo la voz del bastardo—. A padre se le ha metido en la cabeza que has cometido alguna ofensa, y ha ordenado a los guardias que te apresen.
—¿Qué? —dijo Gloucester—. ¿Qué magia barata es ésta?
Y entonces, de nuevo la voz de Edmundo:
—He consultado las constelaciones, y predicen que nuestro padre va a enloquecer y a darte caza…
Llegados a ese punto, alargué la mano y le tapé la boca a Babas.
—No es nada, señor —dije yo—. Este bufón no está bien de la sesera. Creo que ha pillado unas fiebres. Imita voces, pero sin sentido. Sus pensamientos son un lio.
—Pero esas voces eran las de mis hijos.
—Sí, pero sólo en sonido. Sólo en sonido. Este bufón es como un pájaro que habla. Si disponéis de algún aposento donde pueda alojarlo…
—Y al bufón favorito del rey, y a un sirviente del que se abusa —añadió Kent, frotándose las marcas que el cepo le había dejado en las muñecas.
Gloucester permaneció unos instantes pensativo y después dijo:
—Tú, buen hombre, has sido castigado injustamente. Oswaldo, el mayordomo de Goneril, carece por completo de honor. Y, por más que a mí me resulte incomprensible, el rey adora a su Bufón Negro. Existe un aposento en desuso en la torre de septentrión. Tiene goteras, pero al menos os resguardará del viento, y allí estaréis cerca de vuestro amo, que ha tomado habitaciones en la misma ala.
—Gracias, señor —dije yo—. Este bobo necesita atenciones. Lo envolveremos en mantas y luego me acercaré al boticario a por sanguijuelas.
Metimos a Babas en la torre a toda prisa, y Kent cerró la pesada puerta y pasó el cerrojo. En el interior había una vidriera con las contraventanas destartaladas, y dos troneras, cada una de ellas encajada en una pequeña alcoba, cubierta por cortinajes descorridos y atados para permitir la entrada de la escasa luz. Aun en aquel interior, el aire era tan frío que exhalábamos vaho al respirar.
—Corred esos cortinajes —dijo Kent.
—Id primero a por unas velas —respondí yo—. Si no, esto será más oscuro que el ojete de Nix.[13]
Kent abandonó la torre y regresó al cabo de unos minutos con un pesado candelabro de hierro sobre el que alumbraban tres velas encendidas.
—Una doncella va a traernos un brasero de carbón, además de pan y cerveza —dijo el caballero—. El viejo Gloucester es un buen tipo.
—Y ha vivido lo bastante como para no contarle al rey lo que piensa de sus hijas —dije yo.
—Yo también he aprendido algo —observó Kent.
—Así es. —Me volví hacia Babas, que jugaba con la cera que goteaba de las velas—. Babas, ¿qué era eso que decías? Eso de que Edmundo y Edgar tramaban algo.
—No lo sé, Bolsillo. Yo sólo lo he dicho, pero no sé qué he dicho. Pero Edmundo me pega cuando imito su voz. Soy un insulto para la naturaleza, y debo ser castigado, dice.
Kent meneó la cabeza como un gran perro que se sacudiera el agua de las orejas.
—¿Qué clase de perversión retorcida has puesto en marcha, Bolsillo?
—¿Yo? Esta villanía no tiene que ver conmigo, lleva el sello de ese retrasado de Edmundo. Pero de todos modos beneficiará nuestro plan. Las conversaciones entre Edgar y Edmundo perduran en los estantes que se alzan en la mente de Babas, como los volúmenes olvidados de una biblioteca. Y ahora, vamos al grano. Babas, dinos las palabras de Edgar cuando Edmundo le aconseja que se oculte.
Y, de ese modo, fuimos extrayendo hechos de la memoria de Babas, recurriendo a preguntas que eran como ganzúas y, cuando ya nos habíamos calentado alrededor del brasero y habíamos dado cuenta del pan, vimos las piezas de la traición de Edmundo representadas en las voces de sus actores originales.
—¿De modo que Edmundo se hirió a sí mismo y acusó a Edgar de haberle causado la herida? —preguntó Kent—. ¿Y por qué no se limitó a asesinar a su hermano?
—Primero necesita asegurarse la herencia, y un cuchillo en la espalda habría resultado ligeramente sospechoso —respondí yo—. Además, Edgar es un luchador extraordinario; no creo que Edmundo se atreviera a enfrentarse a él.
—Además de traidor, cobarde —comentó Kent.
—Esas son sus bazas —dije yo—. O así las usaremos nosotros. —Le di una palmadita en el hombro a Babas—. Buen muchacho, excelente bufón. Ahora quiero que intentes repetir, con la voz del bastardo, lo que yo voy a decirte.
—De acuerdo, Bolsillo, lo intentaré.
—Mi dulce Regan —dije—, sois más blanca que la luz de la luna, más radiante que el sol, más gloriosa que las estrellas. He de haceros mía, o moriré.
En un abrir y cerrar de ojos, Babas repitió mis palabras con la voz de Edmundo de Gloucester, entonando perfectamente, y adoptando una desesperación propicia para despertar los afectos de Regan, o eso me parecía a mí.
—¿Qué tal? —preguntó el bobo.
—Excelente —le respondí yo.
—Sobrenatural —opinó Kent—. ¿Cómo es que Edmundo mantiene con vida a este bufón? Debe de saber que es testigo de su traición.
—Esa es una buenísima pregunta. ¿Por qué no vamos a formulársela a él?
Mientras nos dirigíamos a los aposentos de Edmundo caí en la cuenta de que, desde la última vez que había visto al bastardo, la protección que me proporcionaba el rey Lear había menguado ligeramente, mientras que la influencia de Edmundo y, por tanto, la inmunidad de que gozaba, había aumentado al convertirse en heredero de Gloucester. Dicho en pocas palabras, que lo que impedía que el bastardo me asesinara había desaparecido. En mi defensa, ya sólo contaba con la espada de Kent y con el temor que Edmundo pudiera seguir sintiendo ante la venganza de un fantasma. Con todo, el saquito de hongos que me habían entregado las brujas constituía un arma poderosa.
Un lacayo me condujo a la antecámara del gran salón del palacio de Gloucester.
—El señor sólo te recibirá a ti, bufón —me dijo.
Kent hizo ademán de golpear al muchacho, pero yo alcé la mano para detenerlo.
—Me ocuparé de que la puerta quede entornada, mi buen Cayo. Si te llamo, por favor, deshazte del bastardo con vigor letal. —Sonreí al lacayo, que tenía el rostro cubierto de granos—. Muy poco probable —le dije—. Edmundo me tiene en gran estima, y yo a él. Vamos a dedicarnos tantos cumplidos el uno al otro que nos quedará poco tiempo para hablar de nuestros asuntos.
Y, dicho esto, pasé junto al joven y entré en la cámara en la que Edmundo, solo, se hallaba sentado a una mesa.
—Bribón rastrero, gusano que se alimenta de cadáveres putrefactos, dejad de daros un festín con los cuerpos de vuestros superiores y recibid al Bufón Negro antes de que los espíritus vengadores acudan a arrancaros el alma retorcida para llevársela a las profundidades más tenebrosas por vuestra traición.
—Muy bien dicho, bufón —dijo Edmundo.
—¿Eso creéis?
—Oh, sí, me has herido muy hondo. No creo que me recupere.
—Pues ha sido todo improvisado —me envanecí yo—. Con algo más de tiempo para pulirlo un poco…, esto…, podría salir y volver con un comentario aún más afilado.
—Olvídalo —zanjó el bastardo—. Dedica un momento a recobrar el aliento y a recrearte en tu dominio de la retórica.
Señaló una silla de alto respaldo, frente a la suya.
—Gracias, lo haré.
—Aunque veo que sigues siendo diminuto —comentó el bastardo.
—Pues sí, ya se sabe que la naturaleza es una capulla recalcitrante…
—Y aún débil, supongo.
—No de carácter.
—No, claro, me refería sólo a la escasa fuerza de tus endebles extremidades.
—Ah, en ese caso, soy algo así como un gatito blandengue.
—Espléndido. Has venido a que te asesinen, supongo.
—No inmediatamente. Esto…, Edmundo, espero que no os importe que os lo diga, pero hoy estáis siendo de un agradable que da asco.
—Gracias, he adoptado la amabilidad como estrategia. Resulta que pueden perpetrarse toda clase de atroces villanías bajo el disfraz de la cortesía y el buen humor. —Edmundo se inclinó sobre la mesa, como si quisiera compartir conmigo la más íntima de las confidencias—. Al parecer, los hombres son capaces de renunciar a sus más sensatos intereses si te muestras afable hasta el punto de compartir con ellos una jarra de cerveza.
—¿Entonces? ¿Estáis siendo amable?
—Sí.
—Pero eso es indecoroso.
—Por supuesto.
—¿Y bien? ¿Habéis recibido el despacho de Goneril?
—Oswaldo me lo entregó hace dos días.
—¿Y? —le pregunté.
—Parece claro que a la dama le gusto.
—¿Y cómo os sentís al respecto?
—Bien, ¿quién se atrevería a culparla? Y menos ahora, que además de mostrarme agradable, soy apuesto.
—Debí cortaros el pescuezo cuando tuve la ocasión —le dije.
—Ah, sí, claro, ¿cómo era aquello? Agua pasada no mueve molino, o algo así. Por cierto, un plan excelente el de la carta para desacreditar a mi hermano Edgar. Me ha ido genial. Claro que yo lo perfeccioné un poco. Improvisé, por así decirlo.
—Ya lo sé —repliqué—. Inducción al parricidio, y alguna que otra herida autoinfligida —añadí, señalando con la cabeza su brazo vendado.
—Ah, sí, el bufón bobo te cuenta las cosas, ¿verdad?
—Qué curioso. ¿Cómo es que ese mastuerzo gigante sigue vivito y coleando, conociendo, como conoce, cuáles son vuestros planes? Es por vuestro temor a los fantasmas, ¿verdad?
Por primera vez, a Edmundo le falló su sonrisa amable y falsa.
—Bueno, eso está ahí, pero la verdad es que me gusta bastante darle sus palizas. Y cuando no se las doy, tenerlo cerca me hace sentir más listo.
—Necio bastardo, hasta un yunque es más listo si se compara con Babas. Qué vulgar por vuestra parte.
Ésa fue la gota que colmó el vaso. Toda pretensión de amabilidad se derrumbó en cuanto surgió el tema de la clase, evidentemente. Edmundo ocultó la mano bajo la mesa y cuando volvió a mostrármela, empuñaba una larga daga. Pero, ah, yo ya blandía a Jones, y con el títere le di en el brazo vendado. El arma del bastardo salió disparada de tal modo que pude darle un puntapié cuando cayó al suelo y, levantándola por los aires, cazarla al vuelo con la mano que uso para cargar las armas. (Para ser sincero, ésta puede ser la derecha o la izquierda; ya sea por mi destreza con los malabarismos, ya sea por las prácticas de carterista que realicé con Belette, lo cierto es que soy ágil con ambas manos).
Le di la vuelta al puñal y, sosteniéndolo por la punta del filo, me dispuse a lanzárselo.
—¡Sentaos! Os encontráis, exactamente, a medio paso del infierno, Edmundo. Moved un pelo siquiera. Movedlo, por favor.
Él me había visto actuar con mis cuchillos en la corte, y sabía de mi destreza en su manejo.
El bastardo se sentó, acariciándose el brazo herido. La sangre empapaba ya los vendajes.
Trató de escupirme, pero erró el tiro.
—Haré que te…
—Eh, eh, eh —lo corté yo, blandiendo la daga—. Hemos quedado en que erais amable.
Edmundo gruñó, pero se detuvo al ver que Kent entraba en la sala, tras abrir la puerta con gran violencia. Empuñaba la espada, y dos lacayos jóvenes se llevaban la mano al cinto y lo seguían. Kent se volvió y golpeó la frente del primero de ellos con la empuñadura del arma, dejándolo casi inconsciente en el suelo. El caballero giró el torso y pasó el filo de la espada bajo los pies del otro, que aterrizó boca arriba, ahogando un grito. Kent, entonces, retrocedió dispuesto a atravesarle el corazón.
—¡Esperad! —exclamé yo—. ¡No lo matéis!
Kent se detuvo y alzó la vista, observando la escena por primera vez.
—He oído ruido de sables. Creía que el villano quería asesinarte.
—No. Me estaba regalando su preciosa daga con empuñadura de dragón, como símbolo de paz entre nosotros.
—Eso no es cierto —desmintió el bastardo.
—¿Entonces? —preguntó Kent, fijándose mucho en el arma que sostenía yo—. ¿Vas a matar al bastardo o no?
—Sólo estaba comprobando el peso del arma, buen caballero.
—Ah, lo siento.
—No os preocupéis. Gracias. Ya os llamaré si os necesito. Llevaos con vos a ese que está inconsciente, hacedme el favor. —Observé al otro, que seguía en el suelo, tembloroso—. Edmundo, ordenad a vuestros guardianes que sean amables con mi rufián. Os informo de que es un favorito del rey.
—Dejadlo tranquilo —farfulló Edmundo.
Kent y el escudero aún consciente se llevaron al otro a rastras fuera del aposento, y cerraron la puerta.
—Tenéis razón, Edmundo, esto de ser amable es un coñazo monumental. —Le di la vuelta a la daga, y la agarré por el filo, arqueando una ceja, sin dejar de mirarlo—. ¿Qué decíais sobre lo bien que había funcionado mi plan?
—A Edgar lo consideran traidor, e incluso los caballeros de mi padre le dan caza. Yo seré el señor de Gloucester.
—En serio, Edmundo, ¿os basta con eso?
—Exacto —dijo el bastardo.
—Eh… ¿exacto qué?
¿Tendría ya los ojos puestos en las tierras de Albany, antes incluso de hablar con Goneril? Yo dudaba más aún de lo que debía hacer. Mi plan para emparejar al bastardo con Goneril y perjudicar así el reino era lo único que me impedía arrojarle la daga al cuello, aunque cuando pensaba en las marcas de látigo que surcaban la espalda de Babas el pulso me temblaba, y sentía deseos imperiosos de clavársela. Pero ¿en qué habría puesto ahora su empeño?
—El botín de una guerra puede resultar tan apetecible como un reino —dijo Edmundo.
—¿Guerra? —¿Qué sabía él de guerra? ¿De mi guerra?
—Así es, bufón. Guerra.
—¡Cojones en calzones! —exclamé. Solté la daga y salí a la carrera del aposento, haciendo sonar mis cascabeles.
Cuando me acercaba a nuestro torreón, oí un ruido como de alce torturado en plena tormenta. Pensé que tal vez Edmundo lo hubiera pensado mejor y hubiera decidido asesinar a Babas, por lo que al llegar junto a la puerta me agaché, asiendo uno de mis puñales.
Vi a Babas tendido boca arriba, sobre una manta, y a una mujer de cabellos dorados, con un vestido blanco levantado por sobre las caderas, que lo cabalgaba como si compitiera en una carrera de obstáculos para imbéciles. Ya la había visto antes, aunque nunca tan bien. Los dos gemían, en pleno éxtasis.
—Babas, ¿qué estás haciendo?
—Guapa —respondió él, feliz, con una sonrisa de oreja a oreja.
—Sí, es toda una visión, muchacho, pero déjame decirte que te estás trajinando a un fantasma.
—No. —El gigante se detuvo en plena embestida, la levantó por la cintura y la miró con detenimiento, como quien observa una pulga que acaba de encontrarse en la cama.
—¿Eres un fantasma?
Ella asintió.
Al instante, Babas la echó a un lado y, emitiendo un grito largo y desgarrador, corrió hacia la vidriera y se arrojó por ella, destrozando las contraventanas en su huida. El grito se perdió en la distancia, y terminó en chapoteo.
El fantasma se bajó el vestido, se apartó los cabellos del rostro y sonrió.
—Hay agua en el foso —dijo—. No le pasará nada. Pero, de todos modos, creo que será mejor que me vaya con la cabeza gacha.
—Pues sí, pero me alegro de que hayas descansado un rato de tanto arrastrar cadenas y obrar siniestros portentos, y te hayas dedicado a cepillarte a un muchacho con el cerebro de mosquito.
—¿Y a ti? ¿No te apetecería un revolcón espiritual? —Hizo ademán de subirse las faldas por encima de las caderas una vez más.
—Vete a la mierda, enana, tengo que ir a sacar a ese asno del foso. No sabe nadar.
—¿Y lo de huir tampoco se le da muy bien, supongo?
No tenía tiempo para aquellas tonterías. Envainé la daga, di media vuelta y me dirigí a la puerta.
—No es tu guerra, bufón —dijo el fantasma.
Me detuve. Babas solía ser lento para casi todo, tal vez también lo fuera para ahogarse.
—¿El bastardo tiene su propia guerra?
—Así es.
El fantasma asintió, difuminándose cada vez más, mientras se alejaba.
En el azar, el bufón
su mejor plan tiene,
pero para el bastardo
la esperanza de Francia viene.
—Tú, neblina locuaz, tú, sombra parlanchína, tú, vapor charlatán, por amor a la verdad, habla claro, sin rimas.
Pero la aparición se desvaneció por completo.
—¿Quién eres? —pregunté al torreón vacío.