Un Camino Real
Habiendo puesto en marcha los acontecimientos, me pregunto si mi formación para convertirme en monja, y mis depuradas aptitudes para el chiste, los malabarismos y el canto me cualifican plenamente para iniciar una guerra. He sido con tanta frecuencia el instrumento de los caprichos de otros, he sido menos que un simple peón en la corte, he sido simplemente un complemento del rey o de sus hijas… Un adorno divertido. Un pequeño recordatorio de la conciencia y la humanidad, rebajadas con dosis de humor, para poder rechazarlas, reírse de ellas o ignorarlas.
Tal vez exista una razón por la que, en el tablero de ajedrez, no figure ningún bufón. ¿Qué acción podría corresponderle? ¿A un bufón? ¿Qué estrategia podría desplegar? ¿Un bufón? Ah, pero el bufón sí aparece en la baraja de cartas, como comodín. Y en ocasiones se encuentran dos. Sin valor alguno, claro. Sin propósito definido. Con apariencia de triunfo, pero sin poder real. Sencillamente, un instrumento del azar. Sólo el que reparte puede otorgar valor al comodín. Hacerlo atrevido. Hacerlo triunfador. ¿Es el Destino el que reparte los naipes? ¿Dios? ¿El rey? ¿Un fantasma? ¿Las brujas?
La anacoreta me hablaba de las cartas del tarot, por más paganas que fueran y prohibidas que estuvieran. Nosotros no disponíamos de ellas, pero me las describía minuciosamente, y yo dibujaba sus imágenes con carboncillo sobre las piedras de la antecámara.
—El número del bufón, que en el tarot se llama «el loco», es el cero —me contó en una ocasión—, pero eso es porque representa la posibilidad infinita de todo. Puede convertirse en cualquier cosa. Lleva todas sus posesiones en un hatillo que carga a la espalda. Está listo para lo que sea, para ir a donde sea, para convertirse en lo que haga falta. Así que, Bolsillo, no descartes al loco porque sea el cero.
¿Sabía hacia dónde me dirigía, o sus palabras sólo cobran significado para mí ahora, cuando yo, el cero, la nada, pretendo mover naciones enteras? ¿Guerra? No le veía la menor gracia al asunto.
Borracho, y sombrío de ánimo, Lear reflexionó sobre la guerra una noche en que yo le sugerí que lo que le hacía falta para quitarse de encima su mal humor era un buen revolcón.
—Ah, Bolsillo, ya soy demasiado viejo, y la alegría de la jodienda se me marchita, como se me marchita el cuerpo. Ya sólo una buena matanza es capaz de despertar apetito en mis venas. Y con una sola muerte no me basta. Matadme a cientos, a miles, a diez mil, bajo mis órdenes…, que ríos de sangre corran por los campos… Eso es lo que insufla fuego en la lanza de un hombre.
—Vaya, yo pensaba ir en busca de María Pústulas a la lavandería, pero me temo que diez mil muertos y ríos de sangre pueden exceder un poco las habilidades de la criada, majestad.
—No, gracias, buen Bolsillo. Me sentaré aquí y me deslizaré lenta y tristemente hacia el olvido.
—O, si queréis —le ofrecí yo—, también puedo ponerle un cubo en la cabeza a Babas y golpearlo con un saco de remolachas hasta que el suelo quede teñido de rojo, mientras María os da un repaso como Dios manda para que todo resulte aún más asqueroso.
—No, bufón, las guerras no pueden imitarse.
—¿Y qué está haciendo Gales, majestad? ¿Podríamos invadir a los galeses y perpetrar una matanza considerable, a ver si así os animáis un poco?. Podríais estar de regreso a la hora de la merienda, para el té con tostadas.
—Gales ya es nuestro, muchacho.
—Mierda. En ese caso ¿qué os parecería atacar el norte de Kensington?
—Kensington se encuentra a una milla escasa. Prácticamente en nuestro patio de armas.
—Así es, señor, y ésa es precisamente la gracia, que jamás lo imaginarían. Avanzaríamos como un cuchillo caliente avanza sobre la mantequilla. Y oiríamos a las viudas y los huérfanos desde los muros del castillo. Eso tendría que ser como una nana cachonda para vos.
—No creo. No pienso atacar ningún barrio de Londres para distraerme, Bolsillo. ¿Por qué clase de tirano me tomas?
—Ah, estáis por encima de la media, señor. Bastante por encima.
—No quiero que hables más de la guerra, bufón. Tu naturaleza es demasiado dulce para tales asuntos malignos.
¿Demasiado dulce? Moi? Creo que el arte de la guerra está hecho para los bufones, y éstos están hechos para ella. Kensington tembló esa noche.
Camino de Gloucester, dejé que mi ira menguara y traté de consolar al rey lo mejor que pude, prestándole un oído amigo, y las palabras amables que necesitaba.
—¡Pedazo de bruto resoplador! ¿Qué esperabais que sucediera cuando pusisteis el cuidado de vuestro cuerpo medio podrido en las garras de esa ave de presa que es vuestra hija? —Está bien, lo reconozco, tal vez me quedaba algo de ira residual.
—Pero si le di la mitad de mi reino.
—Y ella, a cambio, os dio la mitad de su verdad, cuando os dijo que os amaba.
El anciano ladeó la cabeza, y un mechón de cabello cano le cubrió el rostro. Estábamos sentados sobre piedras, junto al fuego. En el bosque cercano habían erigido una tienda para comodidad del monarca, pues en aquel país septentrional no había ninguna casa en la que pudiera guarecerse. El resto de nosotros dormiríamos al raso.
—Espera, bufón, a que nos encontremos en el castillo de mi segunda hija —dijo Lear—. Regan siempre fue la más dulce, y no se mostrará tan avara en su gratitud.
No me vi capaz de regañar más al anciano. Esperar bondad de Regan era como realizar un canto a la esperanza en clave de locura. ¿Siempre la más dulce? A mí nunca me lo pareció.
Durante mi segunda semana en el castillo, encontré a la joven Regan y a Goneril en uno de los torreones del rey, fastidiando a Cordelia, pasándose sobre su cabeza un gatito por el que la niña se había encaprichado, para chincharla.
—Ven, agarra el gatito —decía Regan—. Y ten cuidado, no sea que salga volando por la ventana.
Regan hizo ademán de arrojar al aterrorizado animal por la ventana, y mientras Cordelia corría, con los brazos extendidos para alcanzarlo, Regan la esquivó y le pasó el gato a Goneril, que lo asomó por otra ventana.
—Oh, mira, Cordy, también él se ahogará en el foso, como la traidora de tu madre —dijo Goneril.
—¡Noooo! —gritó Cordelia, casi sin aliento con tanta carrera de hermana en hermana, en pos de su gatito.
Yo seguía junto a la puerta, asombrado ante sus muestras de crueldad. El chambelán me había contado que la madre de Cordelia, la tercera esposa de Lear, había sido acusada de traición y desterrada hacía tres años. Nadie conocía con exactitud las circunstancias del delito, pero se decía que la habían descubierto practicando la antigua religión, o que había cometido adulterio. Lo único que el chambelán sabía a ciencia cierta era que a la reina la habían sacado de la torre en plena noche, y que desde ese momento y hasta mi llegada al castillo Cordelia no había articulado ni una sola sílaba.
—Ahogada, como una bruja —soltó Regan, agarrando al gatito al vuelo. Pero en esa ocasión las garras del animal se clavaron en carne real—. ¡Ah! ¡Eh, tú, mierdecilla! —Y, entonces sí, lo arrojó por la ventana. Cordelia emitió un grito ensordecedor.
Sin pensármelo dos veces, me lancé por la ventana, tras el gatito, y me sujeté por los pies a una soga. A escasos palmos del suelo, y con los tobillos quemados por la fricción de la cuerda, logré cazar al vuelo al cachorro, pero como había improvisado mi acción, no calculé cómo haría para sujetarme yo, con el gato en una mano. Y en ésas estaba cuando el impulso de la soga me devolvió al muro de la torre, y ésta se apretó contra mi tobillo. Recibí el impacto en un hombro, y reboté mientras veía caer mi gorra de cascabeles hasta el foso.
Me metí el gatito en el chaleco, y trepé por la cuerda hasta llegar a la ventana.
—Hace un día estupendo para practicar un poco de ejercicio, ¿no os parece, damas? —Las tres seguían allí, boquiabiertas, y la mayor había retrocedido hasta la pared del torreón—. Parece que no os vendría mal tomar un poco el aire —dije al verlas.
Extraje el gatito del chaleco y se lo entregué a Cordelia.
—Este gatito ha vivido toda una aventura. Tal vez deberíais llevarlo con su madre, para que duerma un poco.
Cordelia me lo quitó y salió corriendo del aposento.
—Podríamos hacer que te decapitaran, bufón —amenazó Regan, saliendo de su asombro.
—En cuanto quisiéramos —la secundó Goneril, con menos convicción que su hermana.
—¿Queréis que envíe a una doncella para que recoja de nuevo los cortinajes? —pregunté, señalando con grandilocuencia la tela que había soltado de la pared en el momento de saltar por la ventana.
—Mmmm, sí, hazlo —me ordenó Regan—. ¡Ahora mismo!
—¡Ahora mismo! —ladró Goneril.
—¡Ahora mismo, mamita!
Y, tras esbozar una sonrisa de oreja a oreja y hacer una reverencia, abandoné la estancia.
Descendí por la escalera de caracol muy pegado a la pared, por si el corazón me desequilibraba y me hacía caer rodando. Cordelia se encontraba al pie, acariciando el gatito, y observándome como si fuera Jesucristo, Zeus y san Jorge que acabaran de regresar de un entretenido día dedicado a la caza del dragón. Abría los ojos de un modo sobrenatural, y no parecía respirar. Supongo que todo aquello se lo causaba el respeto reverencial que sentía por mí.
—Gracias —dijo entre grandes sollozos que le hicieron sacudirse.
Yo le acaricié la cabeza.
—De nada, cielo. Y ahora me voy volando. Bolsillo tiene que ir a rescatar su gorra de cascabeles al foso, y después a la cocina, a beber hasta que dejen de temblarle las manos o se ahogue en su propio vómito, depende de lo que suceda primero.
Ella retrocedió para dejarme pasar, sin apartar en ningún momento sus ojos de los míos. Así había sido desde la noche de mi llegada al castillo, instante en el que su mente salió del lugar oscuro en el que había estado metida antes de mi aparición: aquellos ojos enormes, azules, cristalinos, me observaban asombrados, sin parpadear siquiera. Aquella niña podía dar bastante miedo, si se lo proponía.
—No os llevéis a engaño, tío mío —le dije yo. Sostenía las riendas de mi montura y las del caballo del rey mientras ambos bebían de un arroyo de aguas gélidas, unas cien millas al norte de Gloucester—. Regan es un amor, sin duda, pero puede compartir las ideas de su hermana. Aunque lo nieguen, suele ser así.
—No soy de tu opinión —dijo el rey—. Regan nos recibirá con los brazos abiertos. —Se oyó un traqueteo detrás de nosotros y el rey se volvió—. ¿Qué es esto?
Un carromato pintado con colores vivos surgió de entre el bosque, y vino hacia nosotros. Varios caballeros se llevaron la mano a las espadas y a las lanzas. El capitán Curan les hizo una seña para que estuvieran tranquilos.
—Son titiriteros, señor —informó el capitán.
—Claro —respondió Lear—. Me olvidaba de que se acercan las fiestas del Yule. Supongo que también se dirigen a Gloucester a actuar en las celebraciones. Bolsillo, ve a decirles que les garantizamos un viaje seguro, si nos siguen y desean contar con nuestra protección.
El carromato se detuvo entre chirridos. Encontrarse con un ejército de cincuenta caballeros, con sus respectivos asistentes, en medio del monte, habría bastado para despertar la desconfianza de cualquier cómico. El hombre que conducía el vehículo se mantuvo a las riendas y nos saludó. Llevaba un gran sombrero morado, con una pluma blanca atravesada en él.
Yo vencí de un salto el riachuelo y me acerqué al camino. Cuando el cochero me vio el traje de rombos, sonrió. Yo hice lo propio, aliviado: aquél no era el cruel maestro de mis días de mimo.
—Hola, bufón, ¿qué te lleva tan lejos de tu corte y tu castillo?
—Llevo la corte conmigo, y voy al encuentro de mi castillo, señor.
—¿Llevas contigo la corte? Entonces, ese anciano de pelo cano es…
—En efecto, el rey Lear en persona.
—En ese caso, eres el célebre Bufón Negro.
—A tu maldito servicio —dije yo, haciéndole una reverencia.
—Eres más pequeño de lo que se dice —comentó el hurón de gran sombrero.
—Sí, y tu gorro es un océano en el que tu ingenio vaga como un cordero perdido.
El cómico se echó a reír.
—Me concedes más de lo que merezco, señor. Nosotros no trabajamos con el ingenio. ¡Somos tespianos!
Una vez que lo hubo dicho, tres jóvenes y una muchacha se bajaron del carromato por detrás y me dedicaron una reverencia con mucha más ceremonia de la que la ocasión requería.
—Tespianos —dijeron todos a coro.
Yo me llevé la mano a mi gorra de cascabeles.
—Bueno, a mí también me gusta lamer el lirio de vez en cuando —dije—, pero no es precisamente algo que pintar en un costado de un carromato.
—Tespianos, no lesbianos —dijo la muchacha—. Somos actores.
—Ah —dije yo—. Eso es distinto.
—En efecto —intervino el del gorro enorme—. A nosotros no nos hace falta ingenio…, lo importante es la obra, ¿entiendes? Ni una sola palabra sale de nuestros labios si no ha sido mascada tres veces y escupida por un escriba.
—La originalidad no supone una carga para nosotros —corroboró uno de los actores, que llevaba un chaleco rojo.
—Aunque cargamos con el sambenito de tener un pelo muy brillante…
—Hojas en blanco, eso es lo que somos —terció otro de los actores.
—Somos meros apéndices de la pluma, por así decirlo —concluyó el del sombrero.
—Apéndices sí que sois —susurré yo en voz muy baja—. Bien, entonces sois actores. Qué genial. El rey me ha pedido que os informe de que os garantiza un viaje seguro hasta Gloucester, y os ofrece su protección.
—Oh, Dios mío. Nosotros sólo vamos hasta Birmingham, aunque supongo que podríamos seguir viaje hasta Gloucester, si su majestad desea que actuemos para él.
—No —dije yo—. Seguid vuestro rumbo y llegad a Birmingham. El rey nunca impediría el avance de los artistas.
—¿Estás seguro? —insistió el del gorro—. Llevamos un tiempo ensayando un clásico de la antigüedad, Huevos Verdes y Hamlet, la historia de un joven príncipe de Dinamarca que se vuelve loco, ahoga a su novia y, presa del remordimiento, le arroja el desayuno a todo el que se le pone por delante. Es una obra montada a partir de fragmentos de un manuscrito mericano muy antiguo.
—No —mantuve yo—. Creo que al rey le resultaría demasiado esotérico. Es viejo, y se duerme durante las representaciones largas.
—Una lástima —opinó el del sombrero—. Es una obra conmovedora. Permíteme que te recite unos pasajes.
—«Huevos Verdes o no Huevos Verdes. Ésa es la cuestión. ¿Es más noble para el ánimo comérselos en una caja, en una mortaja…»
—¡Basta! —lo interrumpí—. Seguid viaje ahora mismo. Y deprisa. La guerra ha llegado a nuestra tierra, y circula el rumor de que tan pronto como terminen con los abogados van a matar a los actores.
—¿De veras?
—De veras —asentí con la mayor seriedad—. Así que deprisa, a Birmingham antes de que os sacrifiquen.
—Todos al carro —ordenó el de la gorra grande, y los actores obedecieron—. ¡Buen viaje tengas, bufón!
Y, haciendo chasquear las riendas, emprendió la marcha. Las ruedas del carromato traqueteaban por culpa de los baches del camino.
El séquito de Lear retomó el viaje, al galope, y al poco dejó atrás a la compañía de actores.
—¿Quiénes eran? —me preguntó Lear cuando regresé a su lado.
—Un carro lleno de necios.
—¿Y por qué van con tanta prisa?
—Se lo he mandado yo, señor. La mitad de la troupe va enferma, con fiebres. No nos interesa en absoluto que se acerquen a nuestros hombres.
—Bien hecho entonces, muchacho. Temía que añoraras esa vida y fueras a unirte a ellos.
Me estremecí al pensarlo. Fue en un día frío de diciembre cuando entré por vez primera en la Torre Blanca, junto con mi grupo de cómicos. Tespianos no éramos, eso desde luego, sino más bien cantantes, malabaristas y acróbatas, y yo el comodín, pues podía actuar en las tres disciplinas. Nuestro patrón era un belga despiadado que respondía al nombre de Belette, y que me compró a la madre Basila por tres chelines, tras asumir el compromiso de alimentarme. Hablaba holandés y francés, pero su inglés era escaso, por lo que yo no entendía cómo había logrado que la Torre Blanca nos contratara para Navidad, aunque más tarde supe que la compañía que debía actuar cayó enferma con unos horribles dolores de estómago, de lo que deduje que Belette los había envenenado.
Llevaba ya varios meses a su cargo pero, exceptuando las palizas y las noches frías a la intemperie, durmiendo bajo el carromato, había recibido poco más que mi ración diaria de pan y algún que otro vaso de vino, además de aprender lanzamiento de cuchillos y adquirir una destreza con las manos que podía usar para rasgar y abrir monederos.
Nos condujeron al gran salón de la torre, que se encontraba llena de nobles entregados al jolgorio del banquete, rodeados de bandejas con una cantidad de comida que yo no había visto, junta, jamás en mi vida. El rey Lear estaba sentado en el centro de la mesa principal, flanqueada por dos hermosas muchachas de mi edad, que luego sabría que eran Regan y Goneril. Junto a Regan se encontraban Gloucester, su esposa y su hijo Edgar. El intrépido Kent estaba sentado al otro lado, junto a Goneril. Bajo la mesa, a los pies del rey, entreví a una niña de corta edad que observaba la celebración con los ojos muy abiertos, como un animalillo asustado, aferrada a una muñeca de trapo. He de confesar que pensé que la pequeña era sorda, o tal vez débil mental.
Actuamos durante un par de horas. Durante la cena entonamos canciones sobre santos, y una vez concluida pasamos a temas más procaces, pues el vino corría, y los invitados abandonaban el envaramiento. A última hora ya todos reían, los invitados bailaban con los actores, e incluso los plebeyos que vivían en el castillo se habían sumado a la fiesta. Pero la niña seguía escondida debajo de la mesa, sin pronunciar palabra, sin sonreír siquiera, sin alzar una ceja, movida por el asombro. Había luz en sus ojos azules, cristalinos —no se trataba de una boba—, pero parecía no usarlos para observar, como si se hallara muy lejos.
Me metí debajo de la mesa y me senté a su lado, pero la pequeña no se inmutó; me acerqué más a ella y, con la cabeza, le señalé a Belette, que se encontraba junto a una columna, en el centro del salón, acechando con lujuria a las jovencitas que se arremolinaban a su alrededor. Me había dado cuenta de que la pequeña también observaba al muy bribón. En voz muy baja le canté una cancioncilla que me había enseñado la anacoreta, a la que cambié la letra para que se adaptara a la situación:
Belette era una rata, una rata, una rata
Belette era una rata, una rata, una rata
Belette era una rata, que se comió su pata.
La niña alzó la cabeza y me miró, como para asegurarse de que hubiera cantado aquello de verdad. Yo proseguí:
Belette era una rata, una rata, una rata
Belette era una rata, una rata,
una rata Belette era una rata, que se ahogó en una lata.
La pequeña emitió una carcajada, un gritito infantil que era una risa, y que sonaba a inocencia, a alegría, a dicha.
Yo seguí cantando, siempre en voz muy baja, y ella se sumó al canto.
Belette era una rata, una rata, una rata,
Belette era una rata, una rata…
Y de pronto ya no estábamos solos debajo de la mesa. Había otro par de ojos azules, cristalinos, y tras ellos, un rey de pelo cano. El viejo rey sonrió, me estrujó un brazo, y sin dar tiempo a que nadie se percatara de que se encontraba debajo de la mesa, volvió a sentarse en su trono. A pesar de ello, bajó las manos, y una la posó sobre el hombro de su hija, y la otra sobre el mío. Aquella mano, aquel gesto, atravesaba un gran abismo de la realidad, iba desde la posición más alta del gobernante del reino hasta un huérfano de humilde cuna que dormía en el suelo, bajo un carromato. Y se me ocurrió que así debían de sentirse los caballeros cuando la espada del monarca rozaba sus hombros, elevándolos a la categoría de nobles.
—«Era una rata, una rata, una rata…» —cantábamos nosotros.
Cuando la celebración terminó y los nobles invitados dormitaban, ebrios, sobre las mesas, y los criados se amontonaban en el suelo, frente a la chimenea, Belette empezó a moverse entre los asistentes y a despertar a los miembros de su troupe, para que se congregaran todos junto a la puerta. Yo había sucumbido al sueño bajo la mesa, y la pequeña se había dormido apoyada en mi brazo. El patrón me tiró del pelo.
—¡No has hecho nada en toda la noche! Te he estado observando.
Yo sabía que me aguardaba una paliza cuando regresáramos al carromato, y estaba preparado para recibirla. Al menos había tomado algo de sopa durante el banquete.
Pero cuando Belette se volvió, dispuesto a arrastrarme, se detuvo de pronto, abruptamente. Yo alcé la vista para ver a mi dueño, congelado en el espacio, con la punta de una espada junto a su mejilla, un poco por debajo del ojo. Y me soltó el pelo.
—Bien pensado —dijo Kent, el toro viejo, retirando la espada, aunque manteniéndola en alto, a apenas un palmo del ojo de Belette.
Se oyó el ruido de una moneda sobre la mesa, y mi dueño no pudo evitar bajar la vista, aun a riesgo de perder la vida. Un saquito de piel del tamaño de un puño apareció ante sus ojos.
El chambelán, un hombre alto y severo que miraba siempre por encima del hombro, se plantó junto a Kent.
—Tus honorarios, más diez libras que aceptarás como pago por este muchacho —dijo.
—Pero… —objetó Belette.
—Estás sólo a una palabra de la muerte, señor —intervino Lear—. Sigue.
El monarca, sentado muy recto, regio, en su trono, acercó una mano a la mejilla de su hija, que se había despertado y se aferraba a su pierna.
Belette recogió el saquito, hizo una gran reverencia y se alejó por el salón. Los demás cómicos de la compañía lo imitaron, y se fueron tras él.
—¿Cómo te llamas, muchacho? —preguntó Lear.
—Bolsillo, majestad.
—De acuerdo, entonces, Bolsillo. ¿Ves a esta niña?
—Sí, majestad.
—Se llama Cordelia. Es nuestra hija menor, y de ahora en adelante será tu señora. Tienes un deber por encima de todos los demás, Bolsillo, y es hacerla feliz.
—Sí, majestad.
—Llevadlo con Burbuja —ordenó el rey—. Que le den de comer y lo bañen, y que le busquen luego ropa nueva.
De nuevo en el viaje hacia Gloucester, Lear me dijo:
—¿Y bien? ¿Cuál es tu voluntad, Bolsillo? ¿Preferirías volver a ser un cómico itinerante? ¿Cambiarías las comodidades del castillo por la aventura de los caminos?
—Parece ser que ya lo he hecho, señor —repliqué.
Acampamos junto a un arroyo, que se heló durante la noche. El viejo se sentó junto a la hoguera, envuelto en su manto de pieles; temblaba. La capa le venía tan grande, y él estaba tan delgado, que parecía como si una bestia lenta pero aplicada estuviera consumiéndolo vivo. Sólo la barba blanca y la nariz aguileña asomaban por sobre la prenda de abrigo, además de dos brasas candentes: sus ojos.
La nieve caía a nuestro alrededor en una orgía salvaje y húmeda de copos, y a mí se me había empapado ya la capa de lana que usaba para cubrirme la cabeza.
—¿He sido tan mal padre para que mis hijas me traten así? —se lamentó el rey.
¿Por qué sentía ahora la necesidad de escudriñar en los rincones más negros de su alma, cuando durante tantos años se había contentado con satisfacer sus deseos y dejar que las consecuencias de éstos se llevaran por delante a quien fuera? Mal momento para la introspección, una vez entregado ya a otros el techo que lo cobijaba. Pero eso no se lo dije.
—¿Qué sé yo de paternidades, señor? Yo no tuve ni padre ni madre. Me crio la Iglesia, y os aseguro que sus miembros me la traen floja.
—Pobre muchacho —dijo el rey—. Mientras yo viva, tendrás padre y familia.
Le habría recordado que, según sus propias palabras, su viaje hacia la tumba ya había dado inicio y que, dada su actuación ante sus hijas, más me valía seguir adelante como huérfano, pero el viejo me había salvado de una vida de esclavo y titiritero, y me había dado un hogar en palacio, con amigos y, supongo, una especie de familia. De modo que lo que le dije fue:
—Gracias, majestad.
El viejo suspiró con dificultad.
—Ninguna de mis tres reinas me quiso nunca.
—Vamos, hombre, no me jodáis, Lear, que yo soy bufón, no brujo. Si pensáis seguir hurgando en la mierda de vuestros reproches, lo mejor será que yo os sostenga la espada, y vos hacéis un esfuerzo, movéis el culo y os arrojáis contra la punta, a ver si os la claváis de una vez y los dos descansamos un poco, coño.
Lear se echó a reír (seguía siendo un retorcido), y me dio una palmadita en el hombro.
—No podría pedirle nada más a un hijo: que me hiciera reír en mis horas de desesperación. Voy a acostarme. Duerme en mi tienda esta noche, Bolsillo. A salvo del frío.
—De acuerdo, señor.
Reconozco que la amabilidad del rey me conmovió.
El anciano se fue hacia su tienda. Uno de los pajes llevaba una hora introduciendo piedras calientes en el interior, y cuando Lear se metió dentro, el calor se asomó a la puerta.
—Echo una meadita y entro —le dije.
Me alejé hasta donde moría el resplandor del fuego, y estaba aliviándome junto a un gran olmo desnudo cuando una luz azulada parpadeó en el bosque, frente a mí.
—Eso es una gilipollez como la copa de un pino —dijo una mujer justo en el instante en que la muchacha fantasma salía de detrás del árbol contra el que yo orinaba.
—Por dios, pequeña, casi te meo encima.
—Cuidado, bufón —dijo el fantasma, que ahora ya había adquirido un aspecto terroríficamente denso, con apenas un punto de transparencia, aunque los copos de nieve lo atravesaran. Yo, sin embargo, no estaba asustado.
Tu corazón agradecido puedes arrimar
a la familia del rey para calor hallar,
pero de no ser por las reales fechorías,
huérfano, bufón, tú no serías.
—¿Y ya está? —le pregunté—. ¿Otra vez con acertijos y rimas?
—Es todo lo que necesitas por el momento —dijo el fantasma.
—Vi a las brujas —le comenté—. Y parecían conocerte.
—Así es —admitió el fantasma—. Aguardan hechos oscuros en Gloucester, bufón. No pierdas punto.
—¿Punto de qué?
Pero ya se había ido, y yo me encontraba de pie en el bosque, con el pito en la mano, hablando con un árbol. Al día siguiente llegaríamos a Gloucester, y yo ya vería sobre qué debía permanecer alerta. O lo que fuera.
Las banderas de Regan y Cornualles ya ondeaban sobre el parapeto, junto a las de Gloucester, informando de que su llegada ya se había producido. El castillo de Gloucester estaba formado por una sucesión de torres rodeadas por un lago en tres de sus lados, y con un foso ancho delante. Carecía de muralla exterior, como el de la Torre Blanca, o el castillo de Albany, así como de patio de armas propiamente dicho, pues contaba sólo con uno pequeño, y con una puerta fortificada que protegía la entrada. Las murallas de la ciudad, en el lado del castillo que daba a la tierra, proporcionaban las defensas exteriores y los puntos de apoyo para establos y cuarteles.
Al acercarnos, oímos el sonido de una trompeta que, desde lo alto de la muralla, anunciaba nuestra presencia. Babas llegó corriendo, cruzó el puente levadizo y extendió mucho los brazos.
—¡Bolsillo! ¡Bolsillo! ¿Dónde estabas? ¡Amigo mío! ¡Amigo mío!
Sentí un gran alivio al verlo vivo, pero aquel oso enorme y simplón me arrancó de mi montura y me abrazó hasta dejarme casi sin aliento, y se puso a bailar en círculos, elevándome por los aires como si fuera un muñeco.
—Deja de lamerme, Babas, tonto, que me vas a arrancar el pelo.
Le di un golpe en la espalda al mastuerzo, valiéndome de Jones, y él dejó escapar un grito.
—¡Ah! No me pegues, Bolsillo.
Me soltó y se abrazó a sí mismo, como si fuera su propia madre consolándolo. Distinguí entonces unas manchas granates en la parte posterior de su camisa, y se la levanté para ver a qué se debían.
—¡Oh, muchacho! ¿Qué te ha sucedido? —Se me quebró la voz, las lágrimas asomaron a mis ojos y ahogué un grito. La espalda musculosa de Babas estaba casi por completo en carne viva. Lo habían azotado una y otra vez, sin dar tiempo a que las heridas cicatrizaran.
—Te he echado mucho de menos —dijo Babas.
—Sí, yo también, pero ¿cómo te has hecho estas marcas?
—Lord Edmundo dice que soy un insulto a la naturaleza, y que debo ser castigado por ello.
Edmundo. El muy bastardo.