Un bufón dulce y amargo
Goneril me soltó y caí al suelo, como si de pronto se hubiera encontrado con un saco de gatitos ahogados en el regazo.
Abrió la carta enseguida y empezó a leerla sin siquiera molestarse en meterse los pechos de nuevo en el vestido.
—Mi señora —insistió Oswaldo, que algo había aprendido desde aquella primera azotaina, y actuaba como si no me hubiera visto—. Vuestro padre se encuentra en el gran salón, y pregunta por su juglar.
Goneril alzó la vista, irritada.
—Bien, pues llévatelo. Llévatelo. Llévatelo.
Y nos despachó con un movimiento de mano, tal si fuéramos moscas.
—Muy bien, señora. —Oswaldo se volvió sobre sus talones y se puso en marcha—. Ven, bufón.
Yo me puse en pie y me froté el trasero, mientras abandonaba el torreón precedido de Oswaldo. Me escocía el culo, sí, pero también había dolor en mi corazón. Qué mala zorra, echándome de allí cuando todavía me dolía el trasero por los golpes de su pasión. Los cascabeles de mi gorro quedaron colgando, fláccidos, en señal de desconsuelo.
Kent vino hacia mí una vez me encontré en la sala.
—¿Y bien? ¿Está colada por ti?
—Por Edmundo de Gloucester —respondí yo.
Kent pareció desconcertado, y se echó hacia atrás el ala del sombrero para verme mejor.
—Pero tú la has hechizado para que sienta eso, ¿no?
—Sí, supongo que sí —dije. De modo que había logrado que fuera inmune a mis encantos, sí, pero para lograrlo había tenido que valerme de una magia oscura y poderosa. ¡Ja! Ya me sentía mejor—. En este preciso instante está leyendo la carta que yo mismo escribí imitando su letra.
—¡Vuestro bufón! —anunció Oswaldo cuando entramos en la gran estancia.
El viejo rey se encontraba presente, en compañía del capitán Curan y de una docena de caballeros que parecían recién llegados de una cacería (de cazarme a mí, sin duda).
—¡Mi muchacho! —exclamó Lear abriendo los brazos.
Yo acepté su abrazo, aunque sin devolvérselo. No sentí la menor ternura al verlo, pues la ira que me había causado seguía intacta.
—Alegría, alegría —dijo Oswaldo, con un desprecio en la voz que era como un veneno—. Regresa el imbécil pródigo.
—Ven aquí —ordenó Lear—. Mis hombres todavía no han recibido su soldada. Dile a mi hija que deseo verla.
Pero Oswaldo ignoró al anciano y siguió caminando.
—¡Eh, tú, señor! —rugió el rey—. ¿Me has oído?
Oswaldo se volvió, despacio, como si acabara de oír su nombre débilmente arrastrado por el viento.
—Sí, os he oído.
—¿Sabes quién soy?
Oswaldo se pasó la uña del meñique entre dos dientes.
—Así es, señor, el padre de mi señora.
Y sonrió. El bribón tenía arrestos, debía reconocérselo, o eso o un deseo irrefrenable de salir disparado hacia el más allá.
—¡El padre de tu señora! —Lear se quitó el pesado guante de caza y le golpeó con él en la cara.
—¡Capullo! ¡Hijo de perra! ¡Esclavo! ¡Sabandija!
Los clavos metálicos del guante de Lear hacían que brotara la sangre en el rostro de Oswaldo.
—No soy ninguna de esas cosas. Y no consentiré que sigáis golpeándome.
Oswaldo se retiraba en dirección al gran portón de doble hoja, mientras el rey le daba con el guante, pero cuando el mayordomo se dio la vuelta, presto a salir corriendo, Kent alargó la pierna y le hizo la zancadilla que dio con él en el suelo.
—Ni que os haga tropezar, gilipollas —dijo Kent.
Oswaldo rodó por el suelo hasta llegar a los pies de los guardias de Goneril, antes de ponerse en pie y salir corriendo. Los guardias fingieron no ver nada.
—Bien hecho, amigo —le dijo el rey a Kent—. ¿Eres tú uno de los que han traído de regreso a mi bufón?
—Así es, señor —intervine yo—. Me ha rescatado de lo más profundo del bosque, tras luchar con bandoleros, pigmeos y una manada de tigres. Y todo para traerme de vuelta aquí. Pero no dejéis que os hable en ese gales tan duro, que uno de los tigres se ha ahogado en un mar de babas, y se ha visto golpeado por todas esas consonantes.
Lear observó con atención a su viejo amigo, y se estremeció, invadido sin duda por el frío de la culpa.
—Bienvenido seas pues, señor, te doy las gracias —le dijo, entregándole un saquito con monedas—. Acepta este pago sincero por tus servicios.
—También yo os doy las gracias, y os entrego mi espada —dijo Kent, haciendo una reverencia.
—¿Cómo te llamas?
—Cayo —dijo Kent.
—¿Y de dónde sales?
—De Revolcón.
—Sí, claro, muchacho. Como todos —dijo Lear—. Pero yo te pregunto que de qué ciudad eres.
—De Revolcón con Cabra sobre Cabeza de Lombriz —me anticipé yo, encogiéndome de hombros—. Está en Gales.
—Muy bien, entonces —zanjó Lear—. Únete a mi séquito. Estás contratado.
—Ah, y permitidme que yo también os contrate —tercié yo, quitándome el gorro y entregándoselo a Kent, haciendo sonar los cascabeles.
—¿Qué es esto? —preguntó Kent.
—¿Quién, sino un bufón, trabajaría para un bufón?
—Cuida esa lengua —me advirtió Lear.
—Tendréis que conseguiros vuestro propio sombrero —le dije al rey—. El mío ya está apalabrado.
El capitán Curan se volvió para ocultar su sonrisa.
—¿Me estás llamando bufón?
—¿Acaso no debería llamároslo? Todos vuestros otros títulos los habéis entregado ya, junto con vuestras tierras. —Me froté el trasero—. Ése es el único legado que conserváis, señor.
—En tu ausencia te has convertido en un bufón amargo —dijo el rey.
—Y vos en el bufón dulce —contraataqué yo—. En el que convierte en chanza su propio destino.
—El muchacho no es necio del todo —musitó Kent.
Lear se volvió hacia el caballero anciano, sin ira.
—Tal vez —dijo débilmente, clavando la vista en el suelo, como si en sus piedras buscara la respuesta—. Tal vez.
—¡La señora Goneril, duquesa de Albany! —anunció uno de los guardias.
—Fulana indeseable —añadí yo, bastante seguro de que el guardia olvidaría anunciar esa parte.
Goneril entró sin dilación en la sala y, sin fijarse en mí, fue directamente hacia su padre. El viejo separó los brazos, pero ella se detuvo antes de que él pudiera abrazarla, a una distancia prudencial.
—¿Habéis golpeado a uno de mis hombres por reconvenir a vuestro bufón?
Yo volví a frotarme el trasero, y le lancé un beso.
Oswaldo observaba desde las puertas de la estancia, como si esperara una respuesta.
—Lo he abofeteado porque es un capullo, pero le he pedido que fuera a buscarte. Mi bufón se había perdido y acaba de llegar. No es momento de enfados, hija.
—Para vos no hay sonrisas, señor —dije yo—, ahora que no tenéis nada que ofrecer. La señora sólo ofrece bilis a los bufones y a aquellos que carecen de título.
—Cállate, muchacho —me advirtió el rey.
—Ya veis —intervino Goneril—. No sólo vuestro bufón tiene licencia para hacer lo que guste, todo vuestro séquito trata mi palacio como una taberna y un burdel. Pelean y comen todo el día, beben y retozan toda la noche, y a vos sólo os preocupa vuestro querido bufón.
—Como debe ser —terció Jones, aunque en voz muy baja: cuando la ira real aparece, incluso la saliva que escapa de sus labios puede matar a títeres y a personas corrientes.
—A mí me preocupan muchas cosas, y mis hombres son los mejores de esta tierra. Desde que partimos de Londres no han recibido sueldo alguno. Tal vez, si tú…
—¡Yo no pienso pagar por ellos! —exclamó Goneril, y de pronto todos los caballeros presentes en el salón hicieron silencio y le prestaron atención.
—Cuando te lo di todo, fue a condición de que mantuvieras a mi ejército, hija.
—Así es, padre, y recibirán su manutención, pero no si están a vuestro cargo, y no en su totalidad.
El rostro de Lear enrojecía por momentos, y todo su cuerpo temblaba de ira.
—Habla claro, hija, que estos oídos viejos me engañan a veces.
Goneril se acercó, ahora sí, a su padre, y le tomó la mano.
—Sí, padre, sois muy anciano. Mucho. Verdaderamente, extraordinariamente, abrumadoramente… —Se volvió hacia mí en busca de ayuda.
—Podridamente —le sugerí yo.
—Podridamente viejo —soltó la duquesa—. Sois débilmente, incontinentemente, disecadamente, apestosamente (a col hervida) viejo. Sois desesperantemente, rejodidamente…
—¡Sí, soy viejo, coño! —dijo Lear.
—Eso ha quedado claro —tercié yo.
—Y —prosiguió Goneril—, aunque vos, en la senectud, deberías ser respetado por vuestra sabiduría y gracia, os meáis en vuestro legado y en vuestra reputación manteniendo a este séquito de rufianes. Son demasiado para vos.
—Son mis hombres leales, y tú te comprometiste a mantenerlos.
—Y lo haré. Pagaré a vuestros hombres, pero la mitad de ellos permanecerán aquí, en Albany, a mi cargo y a mis órdenes, en los cuarteles de los soldados, y no consentiré que vaguen por la albacara como saqueadores.
—¡Rayos y centellas! ¡No pienso consentirlo! Curan, ensilla mis caballos, convoca al séquito. Tengo otra hija.
—Id con ella, pues —dijo Goneril—. Abofeteáis a mis sirvientes, y vuestra chusma toma como criados a sus superiores. Partid, pero la mitad de vuestro séquito se quedará aquí.
—¡Preparad mis caballos! —insistió Lear. Curan abandonó el salón precipitadamente, seguido de los demás caballeros, y se cruzaron con el duque de Albany, que entraba en ese momento con aire algo más que confuso.
—¿Qué hace el capitán del rey saliendo con tal urgencia? —preguntó.
—¿Conoces tú la pretensión de esta arpía, que quiere despojarme de mi ejército? —preguntó Lear al duque.
—Es la primera noticia —dijo Albany—. Os pido que seáis paciente, señor. ¿Mi señora?
Albany miró a Goneril. Ella dijo:
—No lo despojamos de sus caballeros. Le he ofrecido mantenerlos aquí, entre nuestras tropas, mientras padre se traslada al castillo de mi hermana. Trataremos a sus hombres como si fueran los nuestros, con disciplina, como soldados, no como invitados ni trasnochadores. Escapan al control del viejo.
Albany se volvió para mirar a Lear, y se encogió de hombros.
—¡Miente! —dijo Lear, agitando el índice bajo la nariz de Goneril—. Víbora detestable. Demonio ingrato. Odiosa…
—¡Buscona! —sugerí yo—. ¡Triste palillera! ¡Virago engreída! ¡Chupona de escrotos de perro de aliento infernal! Intervenid, Albany, que yo no puedo seguir indefinidamente, por más inspirado que esté. Sin duda vos habéis acumulado años de resentimiento, y ahora es el momento de airearlos. ¡Leprosa tragaleches! ¡Gusana…!
—Cállate, bufón —me ordenó Lear.
—Perdón, señor, me ha parecido que perdía impulso.
—¿Cómo puedo haber favorecido a esta villana y no a mi dulce Cordelia? —se preguntó Lear.
—Sin duda la pregunta se perdió más que yo en ese bosque, señor, pues veo que sólo ahora se os ocurre formulárosla. ¿Conviene que nos pongamos a cubierto, para protegernos del impacto de la revelación que nos dice que habéis entregado el reino a los más embusteros engendros de vuestra entrepierna?
Quién lo habría dicho… El caso era que sentía más compasión por el viejo antes de que se diera cuenta de su locura. Ahora…
Lear alzó los ojos al cielo y empezó a invocar a los dioses.
—Atendedme, Naturaleza, querida diosa, atendedme. Verted sobre esta criatura la esterilidad. Secad sus entrañas, y no permitáis que una nueva vida surja de su cuerpo para honrarla. Engendrad en ella un hijo del rencor y la bilis. Que la atormente y cubra de arrugas su frente juvenil. Convertid todas las dichas maternales en risa y desprecio, para que sienta cuánto más punzante que el diente de una serpiente es tener un hijo ingrato.
Dicho esto, el anciano escupió a los pies de Goneril y abandonó el salón.
—Creo que se lo ha tomado todo lo bien que cabía esperar —dije yo. Pero, a pesar de mi tono optimista y mi sonrisa de oreja a oreja, nadie me hizo el menor caso.
—¡Oswaldo! —llamó Goneril. El mayordomo pelota llegó hasta ella de inmediato—. Deprisa, lleva esta carta a mi hermana y a Cornualles. Ve con dos de los caballos más veloces, y altérnalos. No descanses hasta que la misiva esté en su mano. Y luego ve a ver a Gloucester y entrégale el otro mensaje.
—No me habéis entregado ningún otro mensaje, señora —dijo el gusano.
—Sí, tienes razón. Acompáñame. Juntos lo redactaremos.
Se llevó a Oswaldo del gran salón, dejando al duque de Albany desconcertado, mirándome en busca de una explicación.
Yo me encogí de hombros.
—Puede ser todo un torbellino de tetas y terror cuando se empecina en algo, ¿no es cierto, señor?
Albany no pareció oír mi comentario, aturdido como parecía estar. La barba le encanecía por momentos, teñida por las preocupaciones.
—No apruebo el trato que depara al rey. El anciano se ha ganado un mayor respeto. ¿Y qué hay de esos mensajes que envía a Cornualles y a Gloucester?
Yo hice ademán de hablar, considerando la ocasión inmejorable para exponer el nuevo afecto que su esposa sentía por Edmundo de Gloucester, así como para relatarle mi reciente sesión de ruda disciplina con la duquesa, y para ello pensé en valerme de media docena de metáforas con las que referirme al fornicio ilícito, que me habían venido a la mente mientras él permanecía meditabundo, pero en ese instante Jones intervino:
De sexo y de cornudos
dominas las chanzas que sean menester,
para burlas más altas
un nuevo lacre deberías romper.
—¿Qué? —pregunté yo. Hasta entonces, siempre que Jones había hablado lo había hecho con mi voz, amortiguada en ocasiones, a veces más aguda, pues mi arte consistía precisamente en ello, pero siempre era mi voz, excepto cuando Babas imitaba al títere. Soy yo, también, el que mueve la pequeña anilla y la cuerda que mueven la boca de Jones. Pero aquélla no era mi voz, ni yo había movido al títere. Aquélla era la voz de la muchacha fantasma que se me había aparecido en la Torre Blanca.
—No seas tedioso —me dijo Albany—. No tengo paciencia para títeres ni rimas.
Jones habló de nuevo:
—¿Mil noches de esfuerzos
para a la señora ramera llamar,
y basta la chanza de un bufón
para el país a la guerra arrastrar?
Y como si se tratara de una estrella fugaz, que atravesara con su brillo la noche ignorante de mi mente, comprendí qué pretendía decir el fantasma. Y dije:
—No sé qué es lo que la señora envía a Cornualles, buen duque, pero durante mi estancia en Gloucester, este mes pasado, oí a algunos soldados comentar que Cornualles y Regan congregaban ejércitos junto al mar.
—¿Congregaban ejércitos? ¿Y para qué? Con la dulce Cordelia y con Jeff en el trono de Francia, sería una locura cruzar el Canal. Contamos con un seguro aliado en la otra orilla.
—No, no congregan ejércitos contra Francia, sino contra vos, señor. Regan sería así reina de toda Britania. Eso oí decir.
—¿Y eso lo oíste a unos soldados? ¿Bajo qué bandera hablaban esos soldados?
—Eran mercenarios, señor. Para ellos no hay más bandera que la fortuna, y allí circulaba el rumor de que en Cornualles había mucho dinero que ganar para un guerrero a sueldo. Debo irme. El rey va a necesitar azotar a alguien después de los groseros anuncios de vuestra señora.
—Eso no me parece justo —dijo Albany, en el que habitaba una chispa de decencia que Goneril aún no había logrado sofocar. Eso por no hablar de que se había olvidado de ahorcarme accidentalmente.
—No os preocupéis por mí, buen duque, que con vuestras propias cuitas os basta. Si alguien debe recibir golpe en nombre de vuestra señora, que sea este humilde bufón. Cuando la veáis decidle que alguien siempre debe dar, y alguien recibir.
Y abandoné la sala con el trasero escocido, dispuesto a desatar los perros de la guerra. «¡Aiho!»
Encontré a Lear a lomos de su caballo, a las puertas del castillo de Albany, vociferando como un loco de remate.
—¡Que las ninfas de la Naturaleza hagan aparecer insectos del tamaño de langostas que infesten el nido putrefacto de su vientre, y que las serpientes claven sus colmillos en sus pezones y permanezcan en ellos hasta que sus ubres envenenadas se tornen negras y caigan al suelo como higos maduros!
Observé a Kent.
—Demasiado tiempo aguantando, y ahora es como una caldera, ¿verdad?
—¡Que Thor le aseste un martillazo en las tripas, y que sus flatulencias abrasadoras arrasen el bosque y la lancen por encima de las murallas y la hagan caer sobre un montón de estiércol!
—Parece que no se circunscribe a una sola fe, ¿no es cierto? —comentó Kent.
—¡Oh, Poseidón, envía a tu hijo tuerto a que le clave la mirada en el corazón bituminoso, para que lo encienda con las llamas del más descarnado sufrimiento!
—Pues la verdad es que —dije yo—, para alguien con un historial tan desafortunado con las brujas, veo que el rey recurre en exceso a las maldiciones.
—Cierto —convino Kent—. Y parece concentrar su ira en la hija mayor, si no me equivoco.
—¿De veras? —me asombré yo—. Seguro, seguro. Vaya, podría ser, supongo.
Oíamos caballos al galope, y yo aparté a Kent del puente levadizo poco antes de que dos jinetes, seguidos por una recua de seis caballos, lo cruzaran con estrépito.
—Es Oswaldo —dijo Kent.
—Con varios caballos —observé yo—. Se dirige a Cornualles.
Lear dejó sus maldiciones y observó a los jinetes alejarse por el páramo.
—¿Y qué va a hacer ese bribón en Cornualles?
—Lleva un mensaje, señor —respondí yo—. He oído a Goneril ordenarle que le cuente a su hermana lo que ella planea, y que pida a Regan y su esposo que acudan a Gloucester, y que no se encuentren en Cornualles a vuestra llegada.
—¡Goneril, monstruo rastrero! —exclamó el rey, dándose un golpe en la frente.
—Cierto —dije yo.
—¡Monstruo maligno!
—Sin duda —convino Kent.
—Monstruo pernicioso, perfecta en tu perfidia.
Kent y yo nos miramos, sin saber ya qué decir.
—He dicho —dijo Lear— monstruo pernicioso, perfecta en tu perfidia.
Kent se llevó las manos a unos senos imaginarios y arqueó una ceja como preguntando: «¿Tetas?»
Y yo me encogí de hombros también, como respondiendo: «Sí, por qué no, tetas suena bien».
—Sí, de lo más perniciosa y pérfida, señor —admití al fin.
—Sí, pérfida en sus meneos y sus cimbreos —dijo Kent.
Y entonces, como si saliera de un trance, Lear fijó su atención en su montura.
—Tú, Cayo, pídele a Curan que te ensille un caballo veloz. Debes acudir a Gloucester e informar a mi amigo el conde de que nos dirigimos hacia allí.
—Sí, mi señor —dijo Kent.
—Y, Cayo, ocúpate de que mi aprendiz, Babas, no sufra ningún daño —le pedí yo.
—¡Oh, mi buen bufón negro! —dijo Lear—, ¿en qué deberes paternos erré para que en Goneril surgiera una ingratitud tal que se asemeja a una locura febril?
—Yo soy sólo un bufón, señor, pero si tuviera que decir algo diría que, tal vez, a la señora, en los años delicados de su juventud, le habría venido bien algo más de disciplina que modelara su carácter.
—Habla más llano, Bolsillo, que no he de recriminarte tus palabras.
—Que deberíais haber dado más de un azote a la muy puta cuando era joven, señor. Y en cambio lo que habéis hecho es dar la vara a vuestras hijas y bajaros vos mismo los pantalones.
—Haré que te azoten a ti, bufón.
—Su palabra es como el rocío —habló Jones, el títere—. Sólo vale hasta que le da la luz del día.
Yo me eché a reír, simple como soy, sin pensar en absoluto que Lear se estaba volviendo inconstante como las mariposas.
—Debo ir a hablar con Curan y pedirle un caballo para el viaje, señor —dije yo—. Os traeré una capa.
Lear se hundió de hombros en su montura, cansado de tanto maldecir.
—Ve, buen Bolsillo. Que mis caballeros se apresten.
—Y yo también —dije yo—. Y yo también.
Y, dicho esto, dejé al anciano solo, a las puertas del castillo.