10

Todas vuestras temidas voluntades

El cielo amenazaba con un alba deprimente cuando llegamos al castillo de Albany. El puente levadizo estaba levantado.

—¿Quién va? —gritó el centinela.

—Soy Bolsillo, el bufón del rey, y éste es mi escudero, Cayo.

Cayo había sido el nombre que las brujas sugirieron a Kent para completar su disfraz. En efecto, lo habían revestido de glamour: su barba y cabellos eran ahora de un negro azabache, natural, y no producto del hollín; su rostro, anguloso y ajado, y sólo sus ojos, tan marrones y bondadosos como los de una vaca, delataban al verdadero Kent. Yo le aconsejé que se calara bien el sombrero de ala ancha, por si nos encontrábamos con viejos conocidos.

—¿Dónde diantres estabas? —me preguntó el centinela que ordenó, con una seña, que bajaran el puente—. El viejo rey ha estado a punto de poner todo el país patas arriba, buscándote. Ha acusado a nuestra señora de atarte una piedra al cuello y arrojarte al mar del Norte. Eso ha hecho.

—Parece demasiado molestia. Debo de haber empezado a ser de su agrado. Ayer noche sólo pensaba en ahorcarme.

—¿Ayer noche? Mastuerzo beodo, pero si llevamos buscándote un mes entero.

Miré a Kent, él me miró a mí, y los dos miramos al centinela.

—¿Un mes?

—Malditas brujas —masculló Kent.

—Si aparecéis, tenemos órdenes de llevaros de inmediato ante la señora —informó el centinela.

—Por favor, sí, hacedlo, gentil guardia, tu señora adora verme con las primeras luces del día.

El centinela se rascó la barba, con gesto pensativo.

—Bien dicho, bufón. Tal vez a los dos os vendría bien desayunar algo y adecentaros un poco antes de que os lleve en presencia de mi señora.

El puente levadizo encajó en su lugar. Yo conduje a Kent a través de él, y el centinela salió a nuestro encuentro junto a la puerta interior.

—Disculpe, señor —le dijo el centinela a Kent—. ¿Le importaría esperar hasta las ocho campanadas para anunciar el regreso del bufón?

—¿A esa hora libras, muchacho?

—Así es, señor, y no estoy seguro de querer ser el portador de la buena nueva que es el retorno del bufón. Los caballeros del rey llevan dos semanas llamando al levantamiento de la plebe por todo el castillo, y yo he oído a nuestra señora maldecir al Bufón Negro como parte responsable.

—¿Acusado incluso en mi ausencia? —me asombré—. Ya te lo he dicho, Cayo, me adora.

Kent dio unas palmadas en el hombro al centinela.

—No te preocupes, muchacho, que ya nos escoltaremos solos, y diremos a vuestra señora que hemos entrado junto a los mercaderes esta mañana. Y ahora, regresa a tu puesto.

—Gracias, buen señor. De no ser por los harapos que te cubren, diría que eres un caballero.

—De no ser por ellos, lo sería —replicó Kent, esbozando una sonrisa borrosa entre su barba recientemente ennegrecida.

—Oh, no me jodáis más y haceos una mamada mutua, así acabamos antes —dije yo.

Los dos soldados se apartaron como si el otro se hubiera prendido fuego.

—Perdón, era broma —dije, pasando entre los dos, camino del castillo—. Qué susceptibles son estos maricones…

—Yo no soy maricón —dijo Kent cuando nos acercábamos a los aposentos de Goneril.

Era media mañana. El tiempo transcurrido desde nuestra llegada nos había permitido comer algo, lavarnos, escribir un poco y constatar que, en efecto, llevábamos ausentes un mes, a pesar de que a nosotros nos parecía que había pasado sólo una noche. Tal vez ése fuera el pago que se habían cobrado las brujas, quitarnos un mes de vida a cambio de sus encantamientos, pócimas y adivinaciones. Parecía un precio justo, aunque redomadamente difícil de explicar.

Oswaldo estaba sentado ante el escritorio, junto a los aposentos de la duquesa. Al verlo, me eché a reír y agité a Jones bajo su nariz.

—¿Todavía custodiáis la puerta, como un vulgar lacayo, Oswaldo? Ah, los años os han tratado bien.

Oswaldo iba armado sólo con una daga al cinto, pero se puso en pie y llevó la mano a ella.

Kent acercó la suya a su espada, y meneó la cabeza, muy serio. Oswaldo se sentó en el taburete.

—Te diré que soy a la vez mayordomo y chambelán, así como apreciado consejero de la duquesa.

—Un verdadero abanico de títulos os ha otorgado, para que os columpiéis en él. Y decidme, ¿todavía respondéis a los de comemierda y sapo inmundo, o ésos ya son solamente honorarios?

—Soy mejor que un vulgar bufón —contraatacó Oswaldo.

—Cierto es que soy bufón, y cierto también que soy vulgar, pero lo que no soy es un vulgar bufón, comemierda. Soy el Bufón Negro. Me han mandado llamar, y tendré acceso a los aposentos de la señora, mientras que vos, necio, seguís sentado junto a la puerta. Anunciadme.

Creo que en ese momento Oswaldo gruñó. Un nuevo truco que había aprendido ya en los viejos tiempos. Siempre había intentado insultarme llamándome bufón, y le enfurecía que yo me lo tomara como un piropo. ¿Comprendería alguna vez que si gozaba del favor de Goneril no era por su sumisión devota, sino por lo fácil que resultaba humillarlo? Era lógico que hubiera aprendido a gruñir, pues no era más que un perro apaleado.

Abandonó el escritorio como una exhalación, y regresó al minuto.

—Mi señora te recibirá —informó sin mirarme a los ojos—. Pero sólo a ti. Este rufián tendrá que esperar en la cocina.

—Espera aquí, rufián —ordené a Kent—. Y trata de no darle por el culo al pobre Oswaldo, por más que te lo implore.

—No soy maricón —insistió Kent.

—Con este villano, te aseguro que no lo eres —proseguí yo—. Su trasero es propiedad de la princesa.

—Haré que te ahorquen, bufón —dijo Oswaldo.

—La idea te excita, ¿verdad, Oswaldo? No importa, mi rufián no va a ser tuyo. Adieu.

Y crucé el umbral que conducía a los aposentos de Goneril. La encontré sentada al fondo de una estancia inmensa, circular. Sus salones ocupaban una torre entera del castillo, que contaba con tres plantas: la sala en la que ahora nos encontrábamos, dedicada a las recepciones y los asuntos oficiales; la planta superior, en la que se situaban los aposentos de las damas, el guardarropa así como el cuarto de baño y el vestidor; y el último piso, en el que dormía y jugaba, si es que lo seguía haciendo.

—¿Todavía jugáis, calabacita? —le pregunté, dando unos pasos de baile, y haciéndole una reverencia.

Goneril ordenó a sus damas de compañía que se ausentaran.

—Bolsillo, haré que te…

—Sí, ya lo sé, que me ahorquen al amanecer, que claven mi cabeza en una estaca, que hagan ligueros con mis tripas, que me ahoguen y me cuarteen, que me empalen, que me destripen, que me apaleen, que me hagan picadillo… Todas vuestras temidas voluntades recaerán sobre mí con gloriosa crueldad…, todo está estipulado, señora, todo debidamente anotado y tenido por verdad. Y ahora, ¿cómo puede serviros un humilde bufón antes de que sobre él descienda vuestra condena?

Ella retiró el labio superior, como si quisiera morderme, pero lo que hizo fue echarse a reír, y rápidamente miró a su alrededor, para asegurarse de que nadie la veía.

—Sabes que lo haré, hombrecillo malvado y horrendo.

—¿Malvado? Moi? —dije yo, y en perfecto francés, joder.

—No se lo digas a nadie —prosiguió ella.

Siempre había sido así con Goneril. Sin embargo, según tuve ocasión de descubrir, aquel «no decírselo a nadie» sólo me afectaba a mí, no a ella.

—Bolsillo —me había dicho ella un día, mientras se cepillaba sus cabellos rojizos junto a una ventana. El sol se reflejaba en ellos, y parecían poseer un brillo propio. Por aquel entonces tal vez tuviera diecisiete años, y le había dado por llamarme a sus aposentos varias veces por semana, para interrogarme sin piedad.

—Bolsillo, pronto he de casarme, y las partes de los hombres me tienen desconcertada. Me las han descrito, pero no me ha sido de ayuda.

—Preguntadle a vuestra aya. ¿No se supone que ella debe ilustraros sobre esas cosas?

—Mi tía es monja, y está casada con Jesús. Es virgen.

—¿En serio? Pues se habrá equivocado de convento, entonces.

—Necesito hablar con un hombre, pero no con un hombre de verdad. Tú eres como uno de esos tipos que los sarracenos ponen en sus harenes para que los vigilen —manifestó ella.

—¿Un eunuco?

—Te lo pido porque eres un hombre de mundo, y sabes cosas. Necesito verte el pito.

—¿Cómo decís? ¿Qué? ¿Por qué?

—Porque nunca he visto ninguno, y no quiero pecar de ingenua en mi noche de bodas, cuando el bruto depravado me posea.

—¿Y cómo sabéis que es un bruto depravado?

—Me lo ha dicho mi aya. Todos los hombres lo son. Y ahora, sácate el pito, bufón.

—Pero ¿por qué el mío? Hay pitos a montones entre los que podéis escoger. ¿Qué hay de Oswaldo? Tal vez incluso él tenga uno, y si no, apuesto a que sabe dónde conseguirlo. (Oswaldo era su lacayo en aquella época).

—Ya lo sé, pero es la primera vez que veré uno, y el tuyo será pequeño y no me impresionará tanto. Es como cuando aprendía a montar a caballo y padre me regaló primero un poni, pero luego, al crecer…

—Está bien, está bien. Callaos. Aquí lo tenéis.

—Vaya, se hace mirar.

—¿Qué?

—¿Es así, entonces?

—Sí. ¿Qué?

—En realidad, no hay nada de lo que asustarse, ¿verdad? No sé por qué tanto revuelo. A mí me parece bastante insignificante.

—No lo es.

—¿Y todos son así de pequeños?

—La mayoría lo son más, de hecho.

—¿Puedo tocarlo?

—Si creéis que debéis…

—Vaya, se hace mirar.

—Es que ahora lo habéis enojado.

—¿Dónde has estado, por Dios? —me preguntó—. Padre se ha vuelto loco buscándote. Él y su capitán han salido a patrullar todos los días hasta bien entrada la tarde, dejando al resto de los caballeros en el castillo, a sus anchas, provocando el desorden. Mi señor ha enviado soldados hasta Edimburgo, para que preguntaran por ti. Debería hacer que te ahogaran por todos los contratiempos que has causado.

—Vaya, ya veo que me habéis echado mucho de menos, ¿verdad? —Me llevé la mano al bolsillo de seda, preguntándome cuál era el mejor momento para esparcir el encantamiento. Una vez que estuviera hechizada, ¿cómo usaría yo mis poderes?

—Se supone que debería estar ya al cuidado de Regan, pero cuando consiga trasladar hasta Cornualles a sus malditos caballeros, que son cien, ya volverá a tocarme a mí. No soporto a la chusma en mi palacio.

—¿Y qué dice el señor de Albany?

—El dice lo que yo le pido que diga. Esto es intolerable.

—Gloucester —dije yo, planteando un ejemplo paradigmático de non sequitur envuelto en un enigma.

—¿Gloucester? —preguntó la duquesa.

—El buen amigo del rey se encuentra ahí. Está a medio camino entre Cornualles y Albany, y el conde de Gloucester no osaría negarse a la petición conjunta de los duques de Albany y Cornualles. No dejaríais al rey desatendido, pero tampoco lo tendríais metido en casa.

La advertencia de las brujas sobre el peligro que corría Babas me había decidido a acercarme hasta Gloucester, por más que ello implicara sufrir.

Me senté en el suelo, a sus pies, me puse a Jones en las rodillas y esperé. Tanto yo como mi títere esbozábamos la mejor de nuestras sonrisas.

—Gloucester… —dijo Goneril, permitiendo también que una sonrisa fugaz asomara en sus labios. Lo cierto era que, cuando se olvidaba de ser cruel, podía resultar encantadora.

—Gloucester —repitió Jones—. Ahí, a poniente, donde el perro de la maldita Albión perdió sus pelotas.

—¿Y crees que aceptará? No es eso lo que dispuso en su legado.

—No aceptará lo de Gloucester, pero sí se avendrá a irse con Regan y, de camino, a pasar por Gloucester. El resto dependerá de vuestra hermana.

¿Debía sentirme como un traidor? No, el anciano se lo había ganado a pulso.

—Pero, con todos los hombres que lo acompañan, ¿qué haremos si se niega? —Me miró a los ojos—. Es demasiado poder en manos de los débiles.

—Hace apenas dos meses ostentaba todo el poder del reino.

—Tú no lo has visto, Bolsillo. Su abdicación, el destierro de Cordelia y de Kent fueron sólo el principio. Desde que te fuiste, no ha hecho sino empeorar. Sale en tu busca, caza, añora amargamente sus días como soldado de Cristo, y al momento invoca a los dioses de la Naturaleza. Con una fuerza de combate como la suya, si sintiera que lo hemos traicionado…

—Tomadlos para vos —dije yo entonces.

—¿Qué? No podría.

—¿Conocéis a mi aprendiz, Babas? Come con las manos, o a lo sumo con cuchara. No nos atrevemos a dejarle cuchillos ni tenedores, no vaya a ponernos en peligro a todos.

—No seas obtuso, Bolsillo. Háblame de los caballeros de padre.

—Vos les pagáis, ¿no es cierto? Pues tomadlos para vos. Por el propio bien del rey. Lear, con su séquito de caballeros, es como un niño que corriera blandiendo una espada. ¿Es crueldad despojarlo de su fuerza mortífera, cuando no es ya lo bastante fuerte ni lo bastante sensato para gobernarla? Decid a Lear que debe renunciar a cincuenta caballeros y asistentes de éstos, y mantenedlos aquí. Y aseguradle que acudirán a su llamada cuando llegue a su destino.

—¿Cincuenta? ¿Sólo cincuenta?

—Debéis dejar algunos para vuestra hermana. Enviad a Oswaldo a Cornualles para que exponga vuestro plan. Pedid a Regan y a Cornualles que acudan prestos a Gloucester, para que estén allí cuando llegue Lear. Tal vez logren convencer a Gloucester para que se sume al plan. Una vez que los caballeros hayan sido relevados, los dos viejos podrán recordar sus días de gloria y arrastrarse juntos hasta la tumba entre pacíficas nostalgias.

—¡Sí! —Goneril, cada vez más entusiasmada, respiraba con dificultad. Yo ya la había visto así otras veces, y no siempre era una buena señal.

—Deprisa —dije yo—. Enviad a Oswaldo a informar a Regan, ahora que el sol todavía está alto.

—¡No! —Goneril se echó hacia delante con brusquedad, y el pecho estuvo a punto de salírsele del vestido, lo que captó mi atención más que sus uñas al clavarse en mi brazo.

—¿Qué? —pregunté, y los cascabeles de mi gorro de bufón estuvieron a punto de sonar en su canalillo.

—No habrá paz para Lear en Gloucester. ¿No te has enterado? Edgar, el hijo del conde, es un traidor.

¿Que si me había enterado? Pues claro, el plan del bastardo estaba en marcha.

—Por supuesto, señora. ¿Dónde os creéis que he estado?

—¿Habéis llegado hasta Gloucester? —Goneril había empezado a jadear.

—Sí, señora. Y ya he vuelto. ¡Os he traído una cosa!

—¿Un regalo? —Volvió a abrir mucho sus ojos verdes, como cuando era una niña—. Tal vez no te mande ahorcar, después de todo. Pero de un castigo no te libras, Bolsillo.

Entonces la señora me agarró y me puso en su regazo, boca abajo. Jones cayó al suelo.

—Señora, tal vez…

¡Azote!

—Ahí va, bufón. Te doy, te doy, te doy. Toma, toma, toma.

Y con cada «toma», me daba un azote.

—Maldita sea, ramera loca —grité yo, con las nalgas rojas, marcadas con sus cinco dedos.

¡Azote!

—¡Qué bien! —exclamó Goneril—. ¡Ah, sí! —Y se rio.

¡Azote!

—¡Aaah! Que es una letra —dije.

—Ya me encargaré yo de que te quede el culito rojo como una rosa.

¡Azote!

Yo me revolví en su regazo, forcejeé, le agarré los pechos y me incorporé hasta sentarme entre sus piernas.

—¡Tomad! —le pedí, extrayendo el pergamino lacrado de mi chaleco y alargándoselo.

—¡Todavía no! —se resistió ella, tratando de darme la vuelta para seguir azotándome el trasero.

Y me palpó el braguero.

—Me habéis palpado el braguero.

—Sí, ríndete, ríndete, bufón —me dijo, intentando meter la mano bajo el braguero.

Yo me busqué el bolsillo de seda y saqué una de las setas, mientras trataba de mantener mi hombría fuera de su alcance. Oí que una puerta se abría.

—¡Entrégame el pito! —exclamó la duquesa.

Yo ya no podía hacer nada más, y se apoderó de él. Apreté el pedo de lobo para que el polvillo que desprendía le fuera directo a la nariz.

—¿Señora? —dijo Oswaldo, que estaba plantado en el quicio de la puerta.

—Déjame bajar, calabacita —dije yo—. A este comemierda hay que explicarle en qué consiste su misión.

Todo resonaba a historia.

El juego estaba bastante avanzado cuando Oswaldo nos interrumpió aquel día, por primera vez, hacía ya muchos años, pero había empezado, como siempre, con una de las sesiones de preguntas de Goneril.

—Bolsillo —dijo ella—. Como te criaste en una abadía, diría que has de saber bastante sobre castigos.

—Así es, señora. Recibí unos cuantos, y la cosa no terminó ahí. Todavía, en estos mismos aposentos, se me somete a la inquisición.

—Adorable Bolsillo, sin duda bromeas.

—En eso precisamente consiste mi trabajo, mamita.

Entonces se puso en pie, y echó a las damas de compañía con malos modos.

—A mí nunca me han castigado —dijo cuando nos quedamos solos.

—No os preocupéis, señora. Sois cristiana, siempre estáis a tiempo.

Yo había abandonado la Iglesia entre maldiciones después de que emparedaran a la anacoreta, y por aquel entonces era de un pagano subido.

—Como nadie está autorizado a pegarme, siempre hay una muchacha que recibe los castigos en mi lugar. Las azotainas.

—Claro, mamita, como debe ser. Por aquello de ahorrar sufrimientos a la realeza, y esas cosas.

—Y la verdad es que me siento algo rara al respecto. Hace apenas una semana, durante la misa, comenté que a lo mejor Regan era un poco coñazo, y la muchacha que recibe mis castigos fue azotada a conciencia por ello.

—Pues, ya puestos, podrían haberla azotado por que hubierais comentado que el cielo es azul. Azotada por decir la verdad…, no me extraña que os sintáis rara.

—No me refiero a eso, Bolsillo. Me refiero a rara como cuando me enseñasteis lo del botoncillo de la flor.

Sólo habían sido unas clases teóricas, que pronuncié poco después de que a ella le diera porque le enseñara mis partes. Pero, con altibajos, gracias a ello había conseguido mantenerla entretenida un par de semanas.

—Ah, claro —dije yo—. Rara. Sí.

—Necesito que me azoten —soltó Goneril.

—En eso estoy de acuerdo, señora, aunque eso es tanto como declarar que el cielo es azul, ¿verdad?

—Quiero que me azoten.

—Ah —dije yo, siempre tan elocuente e ingenioso—. Eso ya es distinto.

—Y quiero que lo hagas tú —declaró la princesa.

—¡Cojones en calzones! —exclamé, y al hacerlo pronuncié mi condena.

Pues bien, cuando Oswaldo entró en el aposento aquella primera vez, tanto la princesa como yo teníamos los culos tan colorados como monos de barbaría, e íbamos casi desnudos (salvo por mi gorra, que se había puesto Goneril), mientras, cara a cara, nos dedicábamos a darnos el uno al otro rítmicamente. Oswaldo, por desgracia, no consideró oportuno ser discreto al respecto.

—¡Auxilio! ¡Auxilio! ¡Un bufón está violando a mi señora! ¡Auxilio! —exclamó Oswaldo, desapareciendo al instante del aposento para dar la voz de alarma por todo el castillo.

Le di alcance cuando ya entraba en el gran salón, donde Lear se encontraba sentado en su trono, Regan, a sus pies, bordando, y Cordelia junto a ella, jugando con una muñeca.

—¡El bufón ha violado a la princesa! —anunció Oswaldo.

—¡Bolsillo! —dijo Cordelia, soltando la muñeca y corriendo a mi lado, con una sonrisa de oreja a oreja. Creo que por aquel entonces tendría unos ocho años.

Oswaldo se plantó frente a mí.

—¡He encontrado al bufón embistiendo a la princesa Goneril como un macho cabrío en celo, señor!

—Eso no es cierto, mi rey —me defendí yo—. La dama me ha llamado a su torreón para que, con mis chanzas, la sacara de su bajón matutino, que se le huele en el aliento, por si alguien tiene dudas.

En ese instante Goneril apareció corriendo en la sala, tratando de alisarse los faldones mientras avanzaba. Se detuvo a mi lado, y le hizo una reverencia a su padre. Iba descalza, le costaba respirar, y uno de sus pechos, ciclópeo, se le derramaba por sobre el corpiño del vestido. Yo le quité mi gorro cascabelero de la cabeza, y lo oculté a mi espalda.

—Aquí la tenéis, fresca como una rosa —dije yo.

—Hola, hermana —dijo Cordelia.

—Buenos días, corderita —respondió Goneril, guardándose el Cíclope de ojo rosado con gesto veloz.

Lear se rascó la barba y miró fijamente a su hija mayor.

—Qué zorra estás hecha, hija mía. ¿Has jodido con un bufón?

—Yo creo que toda mujer que haya jodido con un hombre, ha jodido con un bufón, padre.

—Con esa respuesta ha querido decir que no —tercié yo.

—¿Qué es «joder»? —preguntó Cordelia.

—Lo he visto con mis propios ojos —intervino Oswaldo.

—Joder con un hombre y joder con un bufón es lo mismo —insistió Goneril—. Pero esta mañana me he tirado a vuestro bufón sin piedad. Me lo he trajinado hasta que les ha suplicado a dioses y a caballos que me separaran de él.

¿Qué era todo aquello? ¿Acaso esperaba recibir más castigo?

—Es cierto —confirmó Oswaldo—. Yo he oído la súplica.

—¡Jodida, jodida, jodida! —dijo Goneril—. Pero ¿qué es esto que siento? Unos bufones bastardos, diminutos, que se agitan en mis entrañas. Creo oír sus cascabeles minúsculos.

—Seréis mentirosa, furcia —dije yo—. Si los bufones nacen ya con cascabeles, entonces las princesas nacen con garras. No, en los dos casos son cosas que hay que ganarse.

Lear habló entonces.

—Si todo esto es cierto, Bolsillo, haré que te metan una alabarda por el culo.

—No puedes matar a Bolsillo —dijo Cordelia—. Yo voy a necesitarlo para que me distraiga cuando me visite la maldición roja y me invada una horrible melancolía —dijo Cordelia.

—¿De qué hablas, criatura? —le pregunté yo.

—Les pasa a todas las mujeres —abundó Cordelia—. Es el castigo que pagan por la traición de Eva en el jardín del bien y del mal. Mi aya me dice que siempre te encuentras muy mal.

Le di una palmada en la cabeza a la pequeña.

—Joder, señor, tenéis que contratar a alguna institutriz que no sea monja.

—¡Merezco un castigo! —exclamó Goneril.

—Pues yo he sufrido mi maldición desde hace meses —dijo Regan, sin levantar siquiera la vista de la labor—. Y me da la sensación de que si voy a las mazmorras y torturo a algún prisionero, me siento mejor.

—No, yo quiero a mi Bolsillo —insistió Cordelia, que empezaba a alzar la voz.

—Pues no puede ser —dijo Goneril—. A él también hay que castigarlo. Después de lo que ha hecho…

Oswaldo hizo una reverencia sin motivo aparente.

—¿Me permitís sugerir que le corten la cabeza y la expongan sobre una lanza, en el Puente de Londres, para evitar más excesos?

—¡Silencio! —exclamó el rey Lear, poniéndose en pie. Descendió los peldaños, pasó junto a Oswaldo, que se hincó de rodillas, y se plantó ante mí, al tiempo que posaba la mano en la cabeza de Cordelia.

El viejo monarca clavó sus ojos de halcón en los míos.

—Antes de que llegaras, llevaba tres años sin hablar —dijo.

—Lo sé, señor —respondí, apartando la mirada.

El rey se volvió para contemplar a Goneril.

—Ve a tus aposentos. Y que tu aya atienda tus fantasías. Ella se ocupará de que de ahí no salga nada.

—Pero, padre, el bufón y yo…

—Tonterías. Eres doncella —insistió Lear—. Así hemos acordado entregarte al duque de Albany, y así ha de ser.

—Señor, han violado a la dama —dijo Oswaldo, cada vez más desesperado.

—¡Guardias! Llevaos a Oswaldo al patio de armas y azotadlo veinte veces por mentiroso.

—¡Pero señor! —imploró Oswaldo, mientras dos guardias lo sujetaban por los brazos.

—¡Veinte azotes que son prueba de mi misericordia! Si mencionas una sola palabra de todo esto, será tu cabeza la que adorne el Puente de Londres.

Y, atónitos, observamos a los guardias llevarse a Oswaldo, que lloraba en silencio y, muy colorado, hacía esfuerzos por morderse la lengua.

—¿Puedo ir a ver? —preguntó Goneril.

—Ve —consintió el rey—. Y, después, te reúnes con tu aya.

Regan se había puesto en pie, y se acercó a su padre. Lo miró suplicante, de puntillas, aplaudiendo nerviosa, anticipándose.

—De acuerdo, ve tú también —dijo Lear—. Pero sólo a mirar.

Regan abandonó el salón tras los pasos de su hermana mayor, el pelo negro azabache meciéndose tras ella como un cometa oscuro.

—Tú eres mi bufón, Bolsillo —dijo Cordelia, tomándome de la mano—. Ven a ayudarme. Le estoy enseñando a la muñequita a hablar francés.

La princesita me llevó consigo. El viejo rey no dijo nada más, y nos vio alejarnos con una ceja arqueada y el ojo de halcón debajo, fulgurante como una estrella helada, lejanísima.