Dobla, dobla tu trabajo
—¿Y para qué vamos al bosque de Birnam en busca de brujas? —preguntó Kent mientras atravesábamos el páramo. Soplaba apenas una brisa ligera, pero el frío era intenso, y se añadía a la neblina, la oscuridad y la desesperación que me habían causado las noticias del rey Jeff. Me ceñí la capa.
—Maldita Escocia —dije—. Albany es, seguramente, la grieta más húmeda y fría de toda Albión. ¡Malditos escoceses!
—¿Y las brujas? —me recordó Kent.
—El maldito fantasma me dijo que aquí encontraría mis respuestas.
—¿Fantasma?
—La muchacha fantasma de la Torre Blanca, enteraos, Kent. La de las rimas, los acertijos y esas cosas.
Le conté lo de «a las tres hijas ofenderá», y lo del «un loco habrá de alzarse/contra la casquivana/para guiar sin falta/al cegatón».
Kent asintió, como si entendiera algo.
—Ajá, y yo te acompaño porque…
—Porque está muy oscuro y soy pequeño.
—Podrías habérselo pedido a Curan, o a cualquier otro. A mí las brujas…
—Tonterías. Son como los médicos, pero sin las sangrías. No hay nada que temer —alegué.
—Hace tiempo, cuando Lear era aún cristiano, no tratábamos demasiado bien a las brujas. Y tengo un saco lleno de las maldiciones que me dedicaron.
—Pues no fueron demasiado eficaces, ¿verdad? Sois viejísimo, y seguís más fuerte que un toro.
—Sí, pero he sido desterrado, no tengo ni un penique y vivo amenazado de muerte —se lamentó Kent.
—Tenéis razón. En ese caso, que hayáis venido es todo un acto de valor.
—Gracias, muchacho, pero el valor no lo siento por ningún lado. ¿Qué es esa luz?
En efecto, se distinguía una hoguera encendida a lo lejos, en medio del bosque, y a su alrededor evolucionaban unas figuras.
—Silencio ahora, buen Kent. Avancemos con sigilo y veamos lo que se cuece antes de aparecer. Gatead, Kent, buey decrépito, gatead.
A los dos pasos, mi estrategia se reveló fallida.
—Tintineas como un monedero poseído por el diablo —observó Kent—. Hasta los sordos y los muertos se percatarían de tu presencia. Manda callar a tus malditos cascabeles, Bolsillo.
Dejé el gorro en el suelo.
—Puedo desprenderme del sombrero, pero no me descalzaré. Todo nuestro sigilo se irá al garete si con el pie desnudo piso un lagarto, una espina, un puercoespín, y esas cosas, y pego un grito.
—Toma entonces —dijo Kent, sacando del bolso las sobras de la espalda de cerdo—. Cubre los cascabeles con grasa.
Yo arqueé una ceja, desconcertado, un gesto sutil en exceso, y que pasó inadvertido en la oscuridad, antes de encogerme de hombros y empezar a untar con sebo los cascabeles que adornaban la punta y los talones de mis botines.
—¡Ya está! —susurré, moviendo una pierna y constatando que no se oía nada—. ¡Adelante!
Volvimos a arrastrarnos por el suelo, hasta quedar justo al borde del círculo de luz que proyectaba la hoguera. Tres arpías encorvadas avanzaban lentamente, en círculo, alrededor de una gran caldera, en la que arrojaban pedazos de esto y aquello mientras entonaban sus cánticos.
Dobla, dobla tu trabajo,
abrasen fuego y caldero.
—Brujas —susurró Kent, el muy jodido, rindiendo tributo al dios de todo lo obvio.
—Así es —dije yo, en vez de asestarle un mamporrazo con Jones (que se había quedado cuidando de mi gorro).
Ojo de tritón, de rana una aleta,
pelo de murciélago y de un perro la lengua,
otra lengua, de víbora, y de lagarto una pata,
de búho un ala y que la pócima
en la olla como en el infierno hierva.
Todas repitieron el coro, y ya nos disponíamos a escuchar otra estrofa con la receta cuando sentí que algo me rozaba la pierna. Estuve a punto de gritar, pero me contuve.
—Tranquilo, muchacho, es sólo un gato.
Sentí otro roce, y oí un maullido. Ya eran dos gatos, que me lamían los cascabeles y ronroneaban (dicho así, parece más agradable de lo que en realidad era).
—Es por la maldita grasa de cerdo —susurré.
Un tercer felino se sumó a la pandilla. Yo permanecía en equilibrio sobre un pie, tratando de sostener el otro por encima de sus cabezas, pero a pesar de ser un buen acróbata, el arte de la levitación todavía se me resiste; y así, el pie que tenía en el suelo se convirtió en mi talón de Aquiles, por decirlo de algún modo; uno de los diablos me clavó las garras en la pantorrilla.
—¡Cojones en calzones! —dije, algo enfático. Di un brinco, me volví y emití comentarios despectivos dirigidos a todas las criaturas de aspecto felino, que fueron seguidas de bufidos y agudos maullidos. Cuando, por fin, los gatos se retiraron, me encontré sentado junto al fuego, con las piernas separadas, y Kent estaba a mi lado, la espada desenvainada y lista. Frente a nosotros, las tres arpías, una junto a la otra, al otro lado de la caldera.
—¡Atrás, brujas! —dijo Kent—. Podréis maldecirme y convertirme en sapo, pero ésas serán las últimas palabras que broten de vuestras bocas con la cabeza pegada al cuerpo.
—¿Brujas? —dijo la primera bruja, que era la más verde de las tres—. ¿Qué brujas? Nosotras somos sólo unas humildes lavanderas, que al bosque nos dirigimos.
—Humildes y buenas somos, las coladas repartimos —dijo la segunda bruja, que era la más alta.
—El bien hacemos a nuestros «prójimos» —dijo la tercera, que tenía una verruga muy fea sobre el ojo derecho.
—¡Por los pezones negros de Hécate,[11] dejad ya de rimar! —intervine yo—. Si no sois brujas, ¿qué era esa pócima que preparabais?
—Un guisado —dijo la Verrugosa.
—Un guisado cocinado —dijo la Alta.
—Un guisado azulado —terció la Verde.
—No es azul —dijo Kent, echando un vistazo a la caldera—. Es más bien marrón.
—Lo sé —dijo la Verde—, pero es que con marrón no rima. ¿O sí, cielo?
—Estoy buscando brujas —proseguí yo.
—¿De veras? —se interesó la Alta.
—Me envía un fantasma.
Las arpías se miraron entre ellas, antes de clavar la vista en mí.
—El fantasma te dijo que trajeras aquí tu colada, ¿verdad? —dijo la Verrugosa.
—¡Vosotras no sois lavanderas! ¡Sois brujas, maldita sea! Y eso no es un guisado, y el maldito fantasma de la maldita Torre Blanca me dijo que acudiera a vosotras en busca de respuestas, de modo que ¿podemos ponernos ya manos a la obra, sarmientos retorcidos de vómito erecto?
—Ahora sí que nos convierten en sapos —se lamentó Kent.
—Siempre tiene que haber un maldito fantasma, ¿verdad? —dijo la Alta.
—¿Y cómo era ella? —preguntó la Verde.
—¿Quién? ¿El fantasma? Yo no he dicho que fuera «ella»…
—¿Cómo era ella, bufón? —graznó la Verrugosa.
—Supongo que me pasaré los días comiendo bichos y ocultándome bajo las hojas, hasta que alguna bruja me meta en una caldera —reflexionó Kent, apoyándose en la espada y observando las polillas que acudían a la hoguera y eran devoradas por ella.
—Era de una palidez fantasmagórica —dije yo—. Iba toda vestida de blanco, con ropa vaporosa, rubia y…
—Pero ¿estaba buena? —preguntó la Alta—. ¿Era incluso guapa, podríamos añadir?
—Demasiado transparente para mi gusto, pero sí, estaba buena.
—Ajá —dijo la Verrugosa, mirando a las otra dos, que se habían acercado mucho a ella y formaban un corro.
Cuando se separaron, la Verde dijo:
—Cuéntanos qué quieres, entonces, bufón. ¿Por qué te envió hasta aquí la aparición?
—Me dijo que podríais ayudarme. Soy bufón en la corte del rey Lear de Bretaña, que ha echado a su hija menor, Cordelia, por la que siento cierto afecto; y ha regalado a mi aprendiz, Babas, a Edmundo de Gloucester, el bastardo sinvergüenza. Además, a mi amigo Catador lo han envenenado, y está bastante muerto.
—Y no te olvides de que van a ahorcarte al amanecer —añadió Kent.
—No os preocupéis por eso, señoras —dije yo—. Estar a punto de ser ahorcado es mi statu quo, no una situación que precise de vuestras artes.
Las arpías volvieron a formar un corro. Hubo muchos susurros, y algún que otro silbido. Finalmente se separaron y la Verrugosa, que al parecer era la jefa del aquelarre, dijo:
—Ese Lear es una mala pieza de mucho cuidado.
—La última vez que se hizo cristiano se ahogaron veinte brujas —dijo la Alta.
Kent asintió, y se miró las puntas de los zapatos.
—La Petite Inquisition…, nada extraordinario.
—Así es. Nos pasamos diez años devolviéndolas a la vida, a modo de venganza —dijo la Verrugosa.
—Sí, y las carpas me comieron los dedos de los pies mientras caminaba por el fondo del lago —comentó la Verde.
—Y con los dedos ya convertidos en buñuelos de pescado, tuvimos que ir en busca de un lince encantado, y quitarle dos de los suyos para sustituírselos.
Romero (que era la Verde) asintió muy seria.
—Los zapatos los destroza en dos semanas, pero no hay mejor bruja persiguiendo ardillas por los árboles —dijo la Alta.
—Eso es verdad —corroboró Romero.
—Mejor eso y no que te quemen —dijo la Verrugosa.
—Sí, también es cierto —admitió la Alta—. Por más dedos de gato que tengas, no te servirán de nada si tienes todo el cuerpo chamuscado. Lear también ordenó quemas de brujas.
—No he venido de parte de Lear —dije yo—. Estoy aquí para corregir la locura que ha cometido.
—¿Y por qué no empezabas por ahí? —dijo Romero.
—Siempre hemos sido partidarias de enviarle a Lear algunas desgracias —dijo la Verrugosa—. ¿Lo maldecimos con la lepra?
—Con su permiso, señoras, no deseo ningún mal al anciano, sólo deshacer sus entuertos.
—Una maldición simple sería más fácil —dijo la Alta—. Un poco de saliva de murciélago en la caldera y lo ponemos a caminar sobre patas de pato antes del desayuno. Y si tienes un chelín, o un recién nacido al que acaben de estrangular y del que podamos servirnos, lo hacemos graznar también.
—Sólo deseo recuperar a mis amigos, y mi casa —insistí.
—Bien, si no hay modo de convencerte, iniciemos una consulta —dijo Romero—. Perejil, Salvia, venid un momento.
Convocó a las otras dos brujas junto a un viejo roble, donde parlamentaron entre cuchicheos.
—¿Perejil, Salvia y Romero? —se preguntó Kent—. ¿Y no hay tomillo?
Romero se volvió hacia él.
—Si vos contáis con la disposición, nosotras disponemos de tiempo, guapo.
—Muy bien dicho, arpía —intervine yo. Me caían bien aquellas brujas, poseían un humor afilado.
Romero le guiñó el ojo al conde, se levantó los faldones y le enseñó el culo ajado, antes de frotarse una nalga con la mano marchita.
—Redondas y firmes, buen caballero. Redondas y firmes.
Kent carraspeó un poco y retrocedió unos pasos.
—¡Que Dios nos proteja! Atrás, zorra horrenda y purulenta.
Yo habría apartado la mirada, debería haberlo hecho, en realidad, pero nunca había visto uno de color verde. Un hombre más débil se habría arrancado los ojos tras aquella visión, pero, siendo filósofo, sabía que una visión no podía no se, de modo que insistí.
—Vamos Kent, montadla —dije—. Joder con bestias es un oficio para el que sin duda habéis sido llamado.
Kent retrocedió hasta un árbol, a punto de desvanecerse. Aturdido, se apoyó en el tronco.
Romero se bajó las faldas.
—Sólo te tomaba el pelo.
Las arpías cacarearon sus risas, mientras volvían a parlamentar.
—Tenemos un hechizo como Dios manda para vos, que os propondremos cuando terminemos con el asunto del bufón. Un momento, por favor…
Las brujas susurraron un instante, y al poco regresaron a la caldera.
Nariz de turco, labios de tártaro,
esperma de grifo, caderas de mono,
mandrágora y de un tigre los huevos,
adivina a deshacer del rey loco los entuertos.
—Oh, mierda, se nos han terminado las caderas de mono —dijo Salvia.
Perejil observó la caldera y removió un poco la pócima.
—No es imprescindible. Puede sustituirse por un dedo de bufón.
—No —dije yo.
—Bien, en ese caso, cortémosle uno a ese apuesto pedazo de carne con la barba teñida de betún… Bufón no sé si es, pero loco parece un rato.
—No —dijo Kent, aún algo mareado—. Y no es betún, es un disfraz muy bien conseguido.
Las brujas me miraron.
—No podemos garantizar la fiabilidad sin caderas de mono ni dedo de bufón —anunció Romero.
Y yo le respondí:
—Sigamos con lo que tenemos y procedamos gentilmente, ¿no les parece, damas?
—De acuerdo —dijo Perejil—. Pero no te quejes si te jodemos el futuro.
Hubo más remover de pócima y más cánticos en lenguas muertas, y no pocos gemidos y lamentos, pero finalmente, cuando ya estaba a punto de quedarme transpuesto, una gran burbuja se elevó desde la caldera, y cuando estalló, liberó una nube de vapor que adoptó la apariencia de un rostro gigante, similar a las máscaras de tragedia que usaban los actores itinerantes. Su resplandor se recortaba en la neblina nocturna.
—Hola —dijo el rostro gigante, con cierto acento cockney, y algo beodo.
—Hola, rostro grande y vaporoso —dije yo.
—Bufón, bufón, a Babas debes salvar, parte presto hacia Gloucester, o la sangre se va a derramar.
—Me cago en todo, ¿a éste también le da por los ripios? ¿Tan difícil es encontrarse con una aparición que hable en prosa llana?
—Silencio, bufón —me regañó Salvia, a la que estuve a punto de confundir con la Verrugosa. Y, dirigiéndose al rostro, añadió—. Aparición del más oscuro poder, ya sabemos el dónde y el qué, pero este bufón esperaba averiguar algo en la línea del cómo.
—Ah, lo siento —se disculpó la gran cara humeante—. No es que sea torpe, ¿sabéis? Es que a la receta le faltaba cadera de mono.
—La próxima vez usaremos dos —dijo Salvia.
—Está bien, en ese caso…
Para la voluntad de un rey inconstante alterar
quitadle el séquito para sus alas cortar
a las hijas mayores, dote de caballeros entregar,
y pronto un bufón el poder ha de ostentar.
El rostro vaporoso sonrió.
Yo miré fijamente a las brujas.
—De modo que, no sé cómo, he de conseguir que Goneril y Regan le quiten los caballeros al rey, además de todo lo otro que ya le han arrebatado.
—Nunca miente —dijo Romero.
—Muchas veces es abiertamente inexacto —opinó Perejil—. Pero mentiroso no es.
—Insisto —me dirigí a la aparición—. Está bien saber qué hay que hacer y todo eso, pero un método para llevar a cabo la locura me sería de gran ayuda también. Una estrategia, vamos.
—Menuda cara dura tiene el cabroncete, ¿verdad? —dijo Vapores a las brujas.
—¿Quieres que lo maldigamos? —preguntó Salvia.
—No, no, el muchacho ya lo tiene bastante crudo sin necesidad de que una maldición se lo ponga más difícil.
La aparición carraspeó entonces (o emitió el ruido que se emite al carraspear pues, estrictamente hablando, carecía de garganta).
A tu antojo a princesa doblegarás
pues seducciones escritas le enviarás.
Y destinos reales dirigirás
pues con hechizos sus pasiones controlarás.
Dicho esto, la aparición se difuminó hasta desaparecer.
—¿Y eso es todo? —pregunté—. ¿Un par de rimas y ya está? No tengo ni idea de lo que debo hacer.
—Pues eres un poco zoquete, ¿no? —dijo Salvia—. Tienes que ir a Gloucester. Tienes que apartar a Lear de sus caballeros, y lograr que éstos queden bajo el poder de sus hijas. Luego tienes que escribir cartas de seducción a las princesas, y someter sus pasiones a un encantamiento. Ni rimándolo habría podido expresarlo con más claridad.
Kent asentía y se encogía de hombros, como si la obviedad de todo ello hubiera caído sobre el bosque en forma de diluvio iluminado, excluyéndome sólo a mí, que seguía seco.
—Iros un poco a la mierda, borrachuzo barbiblanco. ¿Y de dónde saco yo un encantamiento mágico que me dé el control de las pasiones de esas zorras?
—De ellas —respondió él, señalando a las brujas.
—De nosotras —declamaron las tres al unísono.
—Ah —balbucí yo, dejando que la inundación me cubriera de pies a cabeza—. Claro.
Romero se adelantó y me alargó tres bolas grises y arrugadas, del tamaño de ojos. Yo no las cogí, pues temía que fueran algo tan desagradable como lo que parecían ser: escrotos disecados de elfo, o algo por el estilo.
—Son pedos de lobo, una seta que crece en el corazón del bosque —aclaró Romero.
Debajo de la napia del amado
estas esporas libera
y gran atracción genera
—pasión más que duradera—
por aquel cuyo nombre has pronunciado.
—Bien, ¿puedes recapitular, pero con palabras llanas y sin versitos?
—Aprieta uno de estos hongos bajo la nariz de tu dama, y acto seguido pronuncia tu nombre. Ella te encontrará de pronto irresistible, y de ella se apoderará un deseo irrefrenable por ti —aclaró Salvia.
—Un poco redundante, ¿no? —me burlé yo, sonriente.
Las brujas hicieron un corro, entre carcajadas, y luego Romero metió las setas en un saquito de seda, que me entregó.
—Queda pendiente la cuestión del pago —dijo, mientras yo acercaba la mano al monedero.
—Soy un pobre bufón —dije yo—. Todo lo que llevo conmigo es mi títere, y una espalda de cerdo a medio comer. Supongo que podría esperar a que las tres os llevéis a Kent al pajar, si lo preferís.
—¡Eso no! —exclamó el conde.
La arpía levantó una mano.
—El precio se fijará más tarde —dijo—. Cuando nosotras digamos.
—Muy bien, entonces —acepté yo, apartando de ella el monedero.
—Júralo.
—Lo juro.
—Con sangre.
—Pero…
Rápida como un gato, me arañó la palma de la mano con su talón afilado.
—¡Ah!
La sangre se acumuló en mi mano.
—Suéltala en la caldera, y jura.
Hice lo que me pedía.
—Y, ya que estoy aquí, ¿tengo alguna posibilidad de hacerme con un mono?
—No —dijo Salvia.
—No —corroboró Perejil.
—No —zanjó Romero—. Se nos han terminado los monos, pero vamos a poner algo de glamour en tu compañero, para que su disfraz no resulte tan patético.
—Daos prisa —dije yo—. Tenemos que irnos.