Un viento que llega de la maldita Francia
Cazador tenía razón, claro, y no le fue posible alimentar a todo el séquito. Allá por donde pasábamos, imponíamos la ley de la cuarta parte, pero al norte de Leeds las aldeas habían tenido malas cosechas y no podían resistir nuestro apetito voraz sin morir ellas de hambre. Yo trataba de infundir buen humor a los caballeros, manteniéndome alejado del rey (no había perdonado al viejo por desheredar a mi Cordelia y alejarme de Babas). En secreto, me alegraba de las quejas de los soldados, que acusaban lo incómodo de las condiciones, y no me esforzaba lo más mínimo por aplacar su creciente ira hacia el anciano monarca.
Cuando llevábamos quince jornadas de marcha, a las puertas de Hilacha sobre Tweed, se comieron a mi yegua.
—«Rosa, Rosa, Rosa, ¿puede la carne de cualquier otro caballo saber tan deliciosa?» —cantaban los caballeros. Se creían muy listos al soltar aquellas perlas de su gracejo por las mismas bocas grasientas por las que escupían los pedazos asados de mi montura.
Los tontos siempre tratan de aparecer como listos a expensas de los bufones, para devolverles, de algún modo, los embates de su cortante ingenio, pero algunas veces se muestran inteligentes, y sí, a menudo, crueles. Ésa es la razón por la que tal vez nunca llegue a poseer nada, a preocuparme por nadie ni a desear nada, no vaya a ser que un rufián, creyéndose divertido, me lo arrebate. Tengo deseos secretos, anhelos y sueños, claro. Jones es un buen reclamo, pero algún día me gustaría tener un monito. Si me hiciera con uno, lo vestiría con un traje de bufón diminuto, de seda roja, creo. Lo llamaría Jeff, y tendría su propio títere, que se llamaría Pequeño Jeff. Sí, me gustaría mucho tener un mono. Sería mi amigo, y estaría prohibido asesinarlo, desterrarlo o comérselo. ¿Sueños vanos?
Salió a nuestro encuentro, a nuestra llegada al castillo de Albany, el mayordomo, consejero y adulador máximo Oswaldo, el capullo más maligno del lugar. Yo ya había conocido a aquel lameculos con cara de roedor cuando él no era más que un lacayo que trabajaba en la Torre Blanca, cuando Goneril todavía era princesa en nuestra corte y a mí, humilde juglar, me encontraron retozando desnudo entre sus orbes reales. Pero es mejor dejar ese relato para otra ocasión; el sinvergüenza que se halla junto a la puerta nos impide el paso.
Arácnido por su aspecto tanto como por su disposición, Oswaldo acecha incluso en campo abierto, pues acechar es su forma natural de moverse. Un fino bozo negro le cubre tanto el rostro como la cabeza, cuando se lleva la boina escocesa azul al corazón, lo que no hizo ese día, pues ni se la quitó ni le hizo la menor reverencia a Lear al acercarse éste.
Al viejo monarca no le gustó el gesto. Detuvo el séquito a un tiro de flecha del castillo, y me hizo una seña para que me acercara.
—Bolsillo, ve a ver qué quiere —me dijo Lear—. Y pregúntale por qué ninguna fanfarria anuncia mi llegada.
—Pero, señor —protesté yo—. ¿No debería ser el capitán de la guardia el que…?
—¡Ve, bufón! Debo darles una lección sobre el respeto. Envío a un bufón al encuentro de ese sinvergüenza, y lo pongo en su sitio. No escatimes modales, recuerda a ese perro que es un perro.
—Como digáis, majestad. —Puse los ojos en blanco y miré al capitán Curan, que, aunque estuvo a punto de soltar una risotada, se contuvo a tiempo, al constatar que el enfado del rey era auténtico.
Saqué a Jones del zurrón y me adelanté, apretando mucho los dientes, decidido como la proa de un barco de guerra.
—¡Ah, del castillo de Albany! ¡Ah, Albany! ¡Ah, Goneril!
Oswaldo no dijo nada, y ni siquiera se quitó la boina. Me ignoró con la mirada, que posó en el rey, a pesar de que me encontraba a menos de dos palmos de él.
—Ha llegado el rey de la jodida Britania, Oswaldo. Te aconsejo que le muestres el debido respeto —solté.
—No me rebajaré a hablar con un bufón.
—Menudo gilipollas relamido está hecho, ¿verdad? —dijo Jones, el títere.
—Pues sí. —En ese instante divisé a un guardia en la barbacana, que nos observaba desde su posición elevada—. Os saludo, capitán. Parece que alguien ha vaciado un orinal sobre vuestro puente levadizo, y la boñiga humeante impide el paso.
El guardia se rio. Oswaldo parecía furioso.
—Mi señora me ha pedido que os diga que los caballeros de su padre no son bienvenidos en el castillo.
—¿De veras? ¿De modo que os dirige la palabra?
—No pienso hablar con un bufón imprudente.
—No es imprudente —dijo Jones—. Con el estímulo adecuado, al muchacho se le pone más tiesa que un badajo. Preguntadle a vuestra señora.
Asentí, de acuerdo con el títere, pues, para tener el cerebro de serrín, es de lo más inteligente.
—¡Imprudente! ¡Imprudente! ¡No impotente! —exclamó Oswaldo, al que empezaba a salirle espuma por la boca.
—Ah, bueno, haberlo dicho antes —prosiguió Jones—. Imprudente sí es.
—Eso seguro —corroboré yo.
—Claro, claro —dijo Jones.
—Claro, claro —dije yo.
—La chusma del rey no tendrá acceso al castillo.
—Ajá. ¿Es eso cierto, Oswaldo? —Me puse de puntillas y le di una palmadita en la mejilla—. Deberías haber ordenado que sonaran las trompetas, y que cubrieran el suelo con pétalos de rosa a nuestro paso. —Me volví e hice un gesto a la columna de hombres para que se pusiera en marcha. Curan espoleó a su caballo, y todos avanzaron al galope—. Y ahora apártate del puente, si no quieres que te aplasten, soplagaitas, cara de rata.
Dejé atrás a Oswaldo y entré en el castillo, agitando a Jones en el aire como si marcara el ritmo de unos tambores de guerra. A veces creo que debería haber sido diplomático.
Cuando Lear pasó a caballo junto a Oswaldo, lo golpeó en la cabeza con la espada envainada, haciendo caer al foso al fatuo mayordomo. Al verlo, noté que la indignación que sentía por el viejo remitía un punto.
Kent, con su disfraz perfeccionado tras casi tres semanas pasando hambre y viviendo al raso, se sumó a la retaguardia del séquito, tal como yo le había indicado. Se veía flaco, apergaminado, y se parecía más a una versión añosa de Cazador que al viejo caballero sobrealimentado que había sido en la Torre Blanca. Yo permanecí junto a la puerta mientras el séquito entraba, y lo saludé con un movimiento de cabeza al verlo pasar.
—Tengo hambre, Bolsillo. Ayer sólo comí un búho.
—El plato perfecto para ir en busca de brujas, me parece a mí. Entonces ¿os venís conmigo al bosque de Birnam esta noche?
—Después de cenar.
—De acuerdo. Eso si Goneril no nos envenena a todos antes.
Ah, Goneril, Goneril, Goneril. El nombre es como un lejano canto de amor. No es que no avive recuerdos de orines calientes y excrementos pútridos, pero qué amor digno de tal nombre se ve exento de un sabor agridulce.
Cuando la conocí, Goneril contaba apenas diecisiete años, y aunque prometida con Albany desde los doce, jamás lo había visto. Curiosa, de trasero redondo, se había pasado toda la vida en las inmediaciones de la Torre Blanca, y había desarrollado un apetito colosal por conocer el mundo exterior, un apetito que, de algún modo, creía poder saciar asando a un humilde bufón. La cosa empezó cuando, algunas tardes, ella me llamaba a sus aposentos, y en presencia de sus damas de compañía, me formulaba toda clase de preguntas, las que sus tutores se negaban a responderle.
—Señora —le decía yo—, no soy más que un bufón. ¿No deberíais preguntar a alguien de más elevada posición?
—Madre está muerta, y padre nos trata como si fuéramos muñecas de porcelana. A todo el mundo le asusta hablarnos. Tú eres mi bufón, y es tu deber decir la verdad a los poderosos.
—Lógica impecable, señora, pero, a decir verdad, yo estoy aquí como bufón de la menor de las princesas.
Era nuevo en el castillo, y no quería que me acusaran de contar a Goneril algo que el rey no deseaba que ella supiera.
—Cordelia está durmiendo su siesta, de modo que, hasta que despierte, eres mi bufón. Lo decreto yo.
Las damas de compañía aplaudieron el decreto real.
—Lógica irrefutable una vez más —le dije a la princesa, que era boba, pero bonita—. Proceded.
—Bolsillo, tú que has viajado por el país, dime, ¿qué es ser campesino?
—Bien, mi señora, yo no lo he sido nunca, en sentido estricto, pero por lo que me han contado, en general consiste en levantarse temprano, trabajar mucho, pasar hambre, pillar la peste y morirse. Y en levantarse al día siguiente y vuelta a empezar.
—¿Todos los días?
—Bueno, si eres cristiano, los domingos también te levantas temprano para ir a la iglesia, pasas hambre hasta que te das un atracón de cebada y un brebaje infecto, pillas la peste y después te mueres.
—¿Hambre? ¿Es por eso por lo que parecen estar tan agotados y ser tan desgraciados?
—Ésa podría ser una de las razones, aunque también podrían influir el trabajo duro, la enfermedad, el simple sufrimiento y la ocasional quema de alguna bruja, o el sacrificio de alguna virgen, dependiendo de la fe de cada uno.
—Y si tienen hambre ¿por qué no comen?
—Ésa es una pregunta excelente, señora. Alguien debería sugerírselo.
—Ah, creo que voy a ser una duquesa fantástica. La gente ensalzará mi sabiduría.
—Sin duda, señora —dije yo—. Vuestro padre se casó con su propia hermana, ¿verdad, tesoro?
—Por Dios santo, no. Madre era una princesa belga. ¿Por qué lo preguntas?
—La heráldica es mi pasatiempo favorito. Seguid.
Una vez en el interior de la muralla exterior del castillo de Albany, se hizo evidente que no podríamos seguir adentrándonos en él. La torre del homenaje se alzaba tras una segunda fortificación, que contaba con su propio puente levadizo, construido sobre una zanja seca más que sobre un foso. Cuando el rey se aproximó a él, éste descendió al instante, y Goneril caminó por él sola, ataviada con un vestido de terciopelo verde ajustado en exceso.
Si lo que pretendía era disimular el volumen del busto, fracasaba estrepitosamente, y al verla varios caballeros emitieron silbidos y resoplidos, hasta que Curan alzó la mano pidiendo silencio.
—Padre, bienvenido a Albany —dijo Goneril—. Os saludo, buen rey y amantísimo padre.
Extendió los brazos, y la ira abandonó el rostro de Lear, que descendió del caballo. Yo me apresté a colocarme a su lado, y a sostenerlo. El capitán Curan hizo una seña, y el resto del séquito, emulando al monarca, desmontó.
Mientras yo le alisaba la capa que le cubría los hombros, miré a Goneril a los ojos.
—Os he echado de menos, calabacita mía.
—Mastuerzo —susurró ella entre dientes.
—Siempre fue la más hermosa de las tres —le dije a Lear—. Y también la más inteligente.
—Mi señor pretende ahorcar accidentalmente a vuestro bufón, padre.
—Bien, si se trata de un accidente, entonces será el destino, y no habrá culpables —intervine yo, sonriendo de oreja a oreja, pues soy alegre e ingenioso como unas castañuelas—. Con todo, en ese caso, habrá que dar una buena azotaina en el culo al destino, darle bien duro, ¿verdad, señora?
Le guiñé un ojo, y le di una palmada en la grupa al caballo.
La flecha de mi ingenio dio en el blanco, y Goneril se ruborizó.
—Ya me encargaré yo de que la azotaina te la den a ti, perro malvado.
—Ya basta —dijo Lear—. Deja en paz al muchacho y ven a abrazar a tu padre.
Jones ladró con entusiasmo, y entonó: «El bufón una azotaina, el bufón una azotaina, el bufón una azotaina propinará».
El títere conoce bien las debilidades de una dama.
—Padre —dijo ella—. Me temo que sólo podemos alojaros a vos en el castillo. Vuestros caballeros y los demás deberán instalarse en el patio de armas. Disponemos de aposentos y comida para ellos en los establos.
—Pero ¿y mi bufón?
—Vuestro bufón puede dormir en el establo, con el resto de la chusma.
—Así sea.
Lear permitió que su hija mayor lo condujera al castillo como si de una dócil vaca lechera se tratara.
—Te desprecia sinceramente, ¿verdad? —comentó Kent, mientras se zampaba una espalda de cerdo del tamaño de un recién nacido, y con un acento galés que, entre la grasa y el cartílago, sonaba más natural que cuando tenía la garganta despejada.
—No te preocupes, muchacho —intervino Curan, que se había unido a nosotros junto al fuego—. No permitiremos que Albany te ahorque. ¿Verdad que no, mis hombres?
Los soldados que nos rodeaban vitorearon, sin saber bien por qué, más allá del hecho cierto de que, por primera vez desde que abandonaron la Torre Blanca, daban cuenta de una comida completa. La albacara alojaba una pequeña aldea en su interior, y algunos de los caballeros ya habían iniciado la búsqueda de taberna y ramera. Nos hallábamos fuera del castillo, pero al menos estábamos resguardados del viento, y podíamos dormir en los establos, que pajes y escuderos habían limpiado de excrementos tras nuestra llegada.
—Pero, si no nos acogen en el gran salón, se verán privados del talento del bufón del rey —dijo Curan—. Cántanos una canción, Bolsillo.
Un grito se extendió por todo el campamento:
«¡Que cante! ¡Que cante!»
Kent arqueó una ceja.
—Vamos, muchacho, tus brujas pueden esperar.
No nos engañemos, yo soy lo que soy. Me bebí de un trago la jarra de cerveza, emití un silbido estridente, me incorporé de un salto, di tres volteretas hacia atrás y aterricé señalando la luna con mi títere.
—¿Una balada, entonces?
—¡Síii! —respondió la multitud.
Y así, con gran dulzura, entoné la delicada canción de amor titulada ¿Me calzaré a mi dama a lomos del caballo? Seguí con un tema narrativo, en la más pura tradición trovadoresca: De cómo le cuelgan a Pitorro Pelotas. ¿A quién no le gusta oír una buena historia después de cenar? La que conté, en concreto, suscitó muchos aplausos, lo afirmo por los testículos de los cíclopes tuertos, de modo que calmé un poco los ánimos con la balada La leche del dragón manchó a mi linda muchacha. Como me pareció desconsiderado dejar a unos soldados hechos y derechos reprimiendo el llanto, me puse a bailar por todo el campamento al tiempo que atacaba la canción marinera Lily, la tabernera del puerto (te joderá hasta dejarte muerto).
Estaba a punto de dar las buenas noches y ausentarme cuando Curan pidió silencio, y un heraldo, cansado de tanto caminar, y que llevaba una flor de lis en la pechera, entró en el campamento, desenrolló un pergamino y leyó.
—«Oíd bien, oíd bien, pues se hace saber que el rey Felipe XXVII de Francia ha muerto. Que Dios lo tenga en su gloria. Larga vida a Francia. ¡Larga vida al rey!»
Nadie coreó ese «larga vida al rey», y a juzgar por su aspecto, aquello supuso una decepción para él, aunque un caballero sí llegó a susurrar: «¿Y?», y otro dijo: «De otro bueno nos hemos librado».
—Pues bien, cerdos ingleses, el nuevo rey es Jeff —dijo el heraldo.
Nos miramos los unos a los otros, y nos encogimos de hombros.
—Y la princesa Cordelia de Bretaña es la reina de Francia —añadió el emisario, cada vez más susceptible.
—¡Ah! —exclamaron muchos, comprendiendo al fin la importancia de las nuevas.
—¿Jeff? —dije yo—. ¿Ese maldito príncipe francés se llama Jeff? —Me acerqué al heraldo y le arrebaté el pergamino. Él trató de recuperarlo, pero yo le di con Jones.
—Calma, muchacho —me aconsejó Kent, quitándome a su vez el pergamino y devolviéndoselo al mensajero.
—Merci —dijo éste.
—¡Primero me robó a mi maldita princesa, y ahora me roba el nombre que iba a ponerle al mono! —me lamenté yo, blandiendo de nuevo a Jones, que no impactó en el blanco porque Kent ya me llevaba a rastras.
—Deberías alegrarte —dijo Kent—. Tu dama es la reina de Francia.
—No os creáis que no me lo va a restregar por la cara cuando la vea.
—Vamos, muchacho, vamos al encuentro de tus brujas. Debemos estar de regreso por la mañana, que es cuando Albany quiere ahorcarte por accidente.
—Eso a ella sí le gustaría, ¿verdad?