Un amigo traidor
¿Estaré siempre solo? La anacoreta me decía que tal vez fuera así, tratando de consolarme cuando sentía que las hermanas de Lametón de Perro me daban de lado.
—Has recibido el don del talento, Bolsillo, pero para reírte y mofarte deberás mantenerte separado del blanco de tus chanzas. Temo que te conviertas en un solitario, a pesar de encontrarte en compañía de otros.
Tal vez tuviera razón. Tal vez ése sea el motivo por el que llevo y pongo tantos cuernos. Busco sólo socorro y solaz bajo las faldas de las tiernas y las comprensivas. Y así, desvelado, me dirigí hacia el gran salón en busca de un poco de consuelo entre las mozas del castillo que allí dormían.
El fuego seguía encendido, troncos del tamaño de bueyes dispuestos frente a los lechos. Mi dulce Chillidos, que con frecuencia había abierto su corazón y lo que no era el corazón a un bufón errante, se había dormido en brazos de su esposo, que se acoplaba a ella por detrás mientras roncaba. María Pústulas no se veía por ningún lado, y sin duda debía de estar prestando sus servicios al bastardo Edmundo en alguna parte; mis otras conquistas habituales habían sucumbido al sueño, demasiado cerca de sus esposos o padres para acoger junto a ellas a un bufón solitario.
Ah, pero la muchacha nueva, la que llevaba apenas dos semanas en la cocina y se llamaba Tesa, o Kate, o tal vez Fiona… Sus cabellos eran negros como el azabache, y brillaban como hierro bruñido; tenía la piel blanca como la leche, las mejillas sonrosadas. Sonreía al oír mis bromas, y le había regalado una manzana a Babas sin que éste se la pidiera. Estoy bastante seguro de que la adoraba. De puntillas, pasé sobre los carrizos que se amontonaban en el suelo (había dejado a Jones en mi cámara, pues los cascabeles de su gorro no convenían a los romances furtivos), me tendí a su lado, y me introduje por el borde de su manta. Un cachetito afectuoso en la cadera la despertó.
—Hola —me dijo.
—Hola —le dije—. ¿No serás papista?, amor mío.
—No, por Cristo. Nací y me crie en la tradición druida.
—Gracias a Dios.
—¿Qué estás haciendo debajo de mi manta?
—Calentarme. Tengo mucho frío.
—No es verdad.
—Brrrr. Me congelo.
—Pero si aquí hace calor.
—Está bien, tienes razón. Sólo quería ser amable.
—¿Por qué no dejas de clavarme eso?
—Lo siento. Lo hace cuando se siente solo. Tal vez si lo acariciaras…
Y entonces (alabada sea la diosa misericorde de los bosques) ella lo acarició, algo temerosa al principio, casi con reverencia, como si intuyera cuánta dicha podía proporcionar a todos los que entraran en contacto con él. Aquella muchacha era muy adaptable, poco dada a ataques de histeria o timidez, y pronto, la firmeza segura de sus sacudidas reveló que contaba con algo de experiencia en el manejo de las partes masculinas. Era una moza encantadora.
—Pensaba que tenía un gorrito con cascabeles.
—Ah, sí. Si contara con un lugar privado para cambiarme, estoy seguro de que podría arreglarlo. Debajo de tu falda, tal vez. Ponte de lado, mi amor, la discreción será mayor si mantenemos el abrazo en un plano lateral. —Le quité los pechos del vestido, liberé aquellos cachorrillos de nariz roja, aquellos bracitos de gitano, los expuse a la luz y las atenciones amistosas de este maestro en malabarismos, y estaba pensando en hundir en ellos, suavemente, mis mejillas, cuando apareció el fantasma.
La aparición estaba dotada de más sustancia, y sus rasgos describían lo que debía de haber sido una criatura de lo más agradable, antes de ser arrojada al país ignoto, sin duda a manos de algún pariente cercano, cansado de lo irritante de su naturaleza. Flotaba sobre la forma durmiente de Burbuja, la cocinera, y ascendía y descendía al ritmo de sus ronquidos.
—Siento perseguirte ahora que te estás trajinando a la ayudante —dijo el fantasma.
—El trajín no ha comenzado, mequetrefe, apenas si he ensillado el caballo para llevármelo de paseo. Vete ahora mismo.
—Está bien. Siento haber interrumpido tu intento de trajinártela.
—¿Me estás llamando caballo? —preguntó molesta la posible Fiona.
—No, en absoluto, mi amor. Tú sigue acariciando al pequeño juglar, que yo atiendo al fantasma.
—Siempre tiene que haber un maldito fantasma merodeando, ¿no? —comentó La Posible, apretándome el mango con más fuerza, como para dar énfasis.
—Si vives en una fortaleza donde la sangre es azul y el asesinato es el deporte favorito, sí —convino el fantasma.
—Vete a la mierda —dije yo—. ¡Hedor visible, agravio humeante, plasta vaporosa! Estoy abatido, triste, intento obtener un módico consuelo y olvidar en brazos de…, esto…, esto…
—Kate —dijo la posible Fiona.
—¿De veras?
La moza asintió.
—¿No te llamas Fiona?
—No. Kate desde el día en que mi padre me ató el cordón umbilical a un árbol.
—Vaya. Lo siento. Yo soy Bolsillo, llamado el Bufón Negro. Estoy encantado, claro. ¿Te beso la mano?
—Entonces serás muy elástico, ¿no? —dijo Kate, acariciándome el mástil para corroborarlo.
—¿Queréis hacer el favor de callar, joder? —terció el fantasma—. Estoy tratando de aparecerme aquí.
—Sigue —dijimos los dos.
El fantasma hinchó el pecho y carraspeó, expulsando una ranita fantasmagórica que se evaporó a la luz del hogar, emitiendo un chisporroteo, antes de proseguir.
Si una segunda hermana
con su desprecio infame
falsedades proclama
que nublan la visión
y contra su familia
la pequeña villana
desenreda los lazos
y rompe el eslabón,
un loco habrá de alzarse
contra la casquivana
para guiar sin falta
al cegatón.
—¿Qué? —preguntó la ex Fiona.
—¿Qué? —pregunté yo.
—Parece una profecía de maldición, ¿no? —dijo el fantasma—. El fragmento de un presagio de toda la vida formulado como acertijo del más allá, ¿es que no lo veis?
—No se la puede matar otra vez, ¿verdad? —preguntó la falsa Fiona.
—Amable espectro —dije yo—. Si lo que traéis es una advertencia, decidlo claramente. Si requerís que emprenda alguna acción, pedídmela abiertamente. Si es música lo que queréis hacer sonar, tocad. Pero por las pelotas manchadas de vino de Baco, decid qué queréis, rápido y clarito, y luego os vais, antes de que la lengua de hierro del tiempo desgaste mi misericordia y me haga cambiar de idea.
—Es a ti a quien me he aparecido, bufón, y yo soy quien se ocupa de tus asuntos. ¿Qué quieres?
—Quiero que te vayas. Quiero que Fiona se muestre cooperadora, y quiero que Cordelia, Babas y Catador regresen. Y ahora ¿puedes decirme cómo hacer para que sucedan esas cosas? ¿Puedes conseguirlas tú, revoloteo quejoso de vapores?
—Puede hacerse —respondió el fantasma—. Tu respuesta está en las brujas del bosque de Birnam.
—También podrías dármela tú, joder —observé yo.
—¡Noooo! —exclamó el fantasma, fantasmagórico y etéreo, que mientras lo exclamaba iba disolviéndose.
—Te deja un escalofrío cuando se va, ¿verdad? —dijo la antigua Fiona—. Parece que se ha llevado parte de tu ímpetu, si me permites que te lo diga.
—Ese fantasma me salvó la vida ayer noche —le conté, tratando de devolver el brío a lo fláccido y marchito.
—Pero al pequeñín lo mató, ¿no? Vuelve a tu cama, bufón, que el rey parte de mañana, y hay un montón de cosas que hacer para preparar su viaje.
Triste, envainé el equipo y regresé a la torre fortificada, donde me dediqué a guardar mis cosas, dispuesto a emprender mi último viaje desde la Torre Blanca.
Las malditas trompetas que suenan al amanecer no voy a echarlas de menos, eso seguro. Y a la mierda las cadenas del puente levadizo que chirrían en mis aposentos antes de que cante el gallo. Con tanto estrépito y tantas idas y venidas a las primeras luces del alba, se diría que habíamos entrado en guerra. A través de la aspillera, vi que Cordelia se alejaba a caballo con Francia y Borgoña, y que montaba a horcajadas, como un hombre, como si fuera a cazar, y no a abandonar para siempre el hogar de sus antepasados. A su favor hay que decir que no miró atrás, y yo no me despedí de ella agitando la mano, ni siquiera cuando ya hubo cruzado el río y se perdió de vista.
Babas no se mostró tan firme, y desde que lo sacaron del castillo con una soga al cuello, no dejó de detenerse ni de mirar atrás, obligando al hombre armado al que iba atado tirar de él para que reanudara la marcha.
Yo no soportaba verlo partir, y no me asomé a la muralla. Regresé a mi jergón y me tumbé boca abajo, con la frente apretada contra la pared de piedra, y desde ahí oí que los demás personajes reales cruzaban el puente levadizo, seguidos por sus respectivos séquitos. A la mierda Lear, a la mierda la realeza, a la mierda la maldita Torre Blanca. Todo lo que amaba se había ido, o no tardaría en quedar atrás, todo lo que poseía lo había metido en un hatillo, que llevaba colgado a un gancho. Jones sobresalía en lo alto, se burlaba de mí con su sonrisa de títere.
Entonces oí que llamaban a la puerta. Como si me alzara de la tumba, me acerqué a abrir. Y allí estaba ella, lozana, encantadora, sosteniendo una cesta.
—¡Fiona!
—Fiona no, Kate —dijo Fiona.
—Ah, tu testarudez te sienta bien, incluso a la luz del día.
—Burbuja lamenta lo de Catador y lo de Babas, y te envía pasteles y leche para que te consueles, pero me ha pedido que te recuerde que no abandones el castillo sin despedirte, y también que te diga que eres un cobarde, un villano y un bribón. Yo, por mi parte, he venido para ofrecerte mi propio consuelo, para terminar lo que empezamos en el gran salón ayer noche. Chillidos me ha dicho que te pregunte por el ojal de una flor, o algo así.
—Mi querida Fiona. Eres un poquito ligera de cascos, ¿verdad?
—Más bien druida, cariño. Mi gente quema una virgen todos los otoños. Toda precaución es poca.
—Está bien, pero que sepas que estoy abatido, y que no lo disfrutaré.
—Pues suframos juntos. ¡Adelante! ¡Deja ya ese hatillo, bufón!
No sé qué tengo, que siempre saco a la tirana que hay en toda mujer.
«La mañana siguiente» se convirtió en una semana de preparativos para abandonar la Torre Blanca. Cuando Lear proclamó que lo acompañarían cien caballeros, no se refería a que cien hombres se montarían a sus caballos, sin más, y partirían al amanecer. Cada uno de ellos —los hijos segundones o terceros de los nobles y, por tanto, sin tierras— iba acompañado por lo menos de un escudero, un paje y, por lo general, de un mozo de cuadra que cuidaba de sus caballos; además, en ocasiones, de un hombre armado. Todos disponían al menos de un caballo de guerra, una bestia inmensa, cubierta con su armadura, y de dos o tres animales de carga para transportar cotas de malla, armas y suministros. Albany se encontraba a tres semanas de viaje rumbo al norte, cerca de Aberdeen. Teniendo en cuenta el paso lento que marcaría el anciano monarca, y el hecho de que tantas personas avanzaran a pie, sería preciso contar con montañas de provisiones. A finales de semana nuestra expedición sumaba ya más de quinientos hombres y niños, y otros tantos caballos. Habría hecho falta un carro lleno de monedas para pagar a todos, si Lear no hubiera dispuesto que Albany y Cornualles mantuvieran a los caballeros.
Vi pasar a Lear bajo la torre fortificada, encabezando la columna de hombres, antes de bajar las escaleras y subirme a mi montura, una yegua de grupa hundida que se llamaba Rosa.
—El barro no manchará el traje negro de mi bufón, no fuera a ser que se le manchara también el ingenio —dijo Lear el día que me la entregó. No es que el animal fuera mío, claro. Pertenecía al rey, y ahora, suponía, a sus hijas.
Me sumé a la retaguardia de la columna, inmediatamente detrás de Cazador, al que seguía una larga hilera de perros. El soldado iba a cargo de un carro sobre el que viajaba la jaula que guardaba ocho halcones reales.
—Antes de llegar a Leeds ya nos veremos obligados a saquear las granjas —comentó Cazador, un hombre fornido, vestido con ropas de piel, con unos treinta años a sus espaldas—. No puedo alimentar a toda esta gente… con lo que llevamos, no hay ni para una semana.
—Quéjate si quieres, pero piensa que yo seré el encargado de mantenerlos de buen humor cuando se les vacíe el estómago —aduje.
—Cierto, no te envidio, bufón. ¿Es por eso por lo que cabalgas con nosotros, los lacayos, y no acompañas al rey?
—Estoy pensando en una canción procaz para la cena, y el estrépito de las armaduras me distrae, mi buen Cazador.
Habría querido decirle a mi compañero de viaje que no es que me abrumaran mis deberes, sino mi desdén por un monarca senil que había desterrado a mi princesa. Además, me hacía falta algo de tiempo para reflexionar sobre las advertencias del fantasma. Lo de las tres hermanas y el rey convertido en bufón ya había sucedido, o al menos estaba en vías de suceder. La muchacha fantasma había predicho que ofendería «a las tres hermanas», y aunque no todas la hubieran recibido aún, cuando Lear llegara a Albany con su desbocado séquito, la ofensa no tardaría en producirse. Pero ¿qué decir de lo otro? «Si una segunda hermana con su desprecio infame falsedades proclama que nublan la visión…»
¿Se refería a la segunda hermana? ¿A Regan? ¿Y qué importaba si sus mentiras nublaban la visión de Lear? El rey ya estaba casi ciego, sus ojos lechosos por culpa de las cataratas (hasta el punto de que yo me había acostumbrado a describirle mis pantomimas mientras las ejecutaba para que el anciano no se perdiera el chiste). Ya sin poder, ¿qué importancia podía tener que rompiera un eslabón familiar? ¿Una guerra entre los dos duques, tal vez? En todo caso, no era asunto de mi incumbencia, de modo que ¿para qué preocuparme?
Pero entonces ¿por qué habría de aparecerse el fantasma a un bufón irreverente y sin poder? Ese misterio me desconcertaba, y reflexionando sobre ello me rezagué bastante. Me detuve entonces a orinar, y mientras me hallaba absorto en la tarea, se me acercó un bandido.
Surgió tras un árbol caído, como un oso imponente, malcarado, de barba espesa y salpicada de restos de comida y virutas, un remolino de pelo gris que se movía bajo un sombrero negro, de ala ancha. Tal vez la sorpresa de verlo me hiciera gritar, y un oído no educado podría haber confundido mi grito con el de una niña, pero os aseguro que fue de lo más varonil, y más una advertencia a mi atacante que otra cosa, pues al momento desenvainé el puñal que llevaba a la espalda y se lo lancé. Si el miserable salvó su vida fue sólo porque calculé mal la distancia (por muy poco), aunque el mango del arma sí le dio en la cabeza con un golpe seco.
—¡Ah! ¡Maldita sea, bufón! ¿Qué diablos te sucede?
—Detente, canalla —le insté yo—. Tengo otras dos dagas listas, y esta vez las arrojaré de punta; he agotado mi misericordia, y siento una ira creciente, pues me he orinado en los zapatos —añadí, considerando que podía tratarse de una amenaza útil.
—Guárdate tus puñales, Bolsillo. No pretendo hacerte daño —pronunció una voz bajo el sombrero, antes de añadir—: Y Ddraig Goch ddyry gychwyn[9]
Me incorporé para lanzarle una segunda daga al corazón.
—Puede que conozcas mi nombre, pero esas gárgaras que pronuncias no te librarán de que te tumbe ahí mismo.
—Ydych chi’n cymryd cerdynnau credid?[10] —dijo el salteador de caminos, sin duda para asustarme aún más, encadenando consonantes como si fueran una ristra de bolas chinas salidas del culo del mismísimo infierno.
—Tal vez sea bajito, pero no soy un niño para asustarme si finges ser un demonio con don de lenguas. Soy cristiano a veces, y pagano por conveniencia. Lo peor que puedo hacerle a mi conciencia es cortarte el pescuezo y pedirle al bosque que lo considere un sacrificio para cuando llegue el solsticio de invierno y se celebre el Yule, así que basta de galimatías y cuéntame por qué sabes mi nombre.
—No es un galimatías, es gales —dijo el bandido. Se retiró el ala del sombrero y me guiñó el ojo—. ¿No crees que deberías guardar tus dardos para un enemigo de verdad? Soy yo, Kent. Disfrazado.
Y, en efecto, lo era, el viejo amigo desterrado del rey, despojado de todos sus arreos reales salvo de la espada. Parecía que llevaba durmiendo en el bosque desde que lo había visto por última vez.
—Kent, ¿qué estáis haciendo aquí? Sois hombre muerto si el rey os descubre. Creía que ya estaríais en Francia.
—No tengo adónde ir. Me han despojado de tierras y título, y la familia que tengo pondría en peligro su vida si me acogiera. He servido a Lear durante cuarenta años, soy leal, y no conozco nada más. De modo que se me ha ocurrido fingir otro acento y ocultar mi rostro hasta que el rey cambie de opinión.
—¿Es la lealtad una virtud cuando se brinda a quien la ignora? A mí no me lo parece. Lear os ha usado a su antojo. Sois un loco, o un necio, o mostráis vuestra impaciencia por acabar bajo tierra, pero lo cierto es que no hay lugar para vos, buen oso, en compañía del rey.
—¿Y sí lo hay para ti? ¿Acaso no vi cómo te mandaban callar y te expulsaban del salón por cometer la misma ofensa, decir la verdad abiertamente? Así pues, no me hables de virtud, bufón. Existe una voz capaz de advertir al rey de su locura, sin temor, y aquí está, con los zapatos meados, a dos leguas de la cabeza de la expedición.
¡Carajo! A veces la verdad es una hiena malcarada. Qué bocazas, tenía razón el muy zorro.
—¿Habéis comido?
—No desde hace tres días.
Me acerqué a mi yegua para sacar un poco de queso del zurrón, y una manzana que me quedaba del regalo de despedida de Burbuja. Se los di a Kent.
—No os apresuréis en aparecer —le aconsejé—. Lear sigue furioso por la grave ofensa de Cordelia, y por vuestra supuesta traición. Seguidnos a distancia hasta el castillo de Albany. Le pediré a Cazador que deje un conejo o un pato junto al camino para vos todos los días. ¿Tenéis pedernal, sílex?
—Sí, y yesca.
Encontré el cabo de una vela en el fondo del zurrón, y se lo entregué al viejo caballero.
—Quemadla y recoged el hollín sobre la espada, y después frotáoslo contra la barba. Cortaos los cabellos muy cortos, y ennegrecéoslos también. Lear no ve con claridad más allá de unos pocos pasos, de modo que manteneos siempre a cierta distancia de él. Y no abandonéis ese horripilante acento galés.
—Tal vez de ese modo engañe al rey, pero ¿qué hay de los demás?
—Ningún hombre de bien os considera traidor, Kent, pero yo no conozco a todos esos caballeros, ni cuál de ellos podría delataros ante el rey. Manteneos sin ser visto, y cuando lleguemos al castillo de Albany yo ya habré tanteado a los sinvergüenzas capaces de delataros.
—Eres un buen muchacho, Bolsillo. Si te he faltado al respeto en algún momento, te pido perdón.
—No os arredréis, Kent, que la sumisión no sienta bien a los provectos. Una espada veloz y un buen escudo son aliados que puedo usar con malhechores y traidores que tejen intrigas, como la araña-ramera venenosa de Kilarny.
—¿La araña-ramera de Kilarny? No he oído hablar nunca de ella.
—Pues sentaos en ese árbol caído y, mientras dais cuenta de la comida, yo tejeré la historia para vos como si se tratara de un hilo que brotara de vuestro propio culo.
—Te rezagarás mucho de los demás.
—A la mierda los demás, ese viejo tambaleante y borracho va tan lento que no tardarán en dejar un rastro tras de ellos, como los caracoles. Sentaos y escuchad, barbagris. Por cierto, ¿habéis oído hablar del gran bosque de Birnam?
—Sí, se encuentra a apenas dos millas de Albany.
—¿De veras? ¿Y a vos, las brujas, os desagradan mucho?