Amistad y algún que otro polvo
La vida es soledad, rota sólo cuando los dioses nos tientan con la amistad y algún que otro polvo. Admito que sufrí. Tal vez fuera un necio por esperar que Cordelia se quedara, pero bueno, soy bufón, qué queréis… Durante casi toda mi vida adulta ella había sido el látigo en mi espalda, el cebo de mi entrepierna, el bálsamo de mi imaginación: mi tormento, mi tónico, mi fiebre, mi maldición. Y me desespera su ausencia.
En el castillo no hallo consuelo. Babas se ha ido, Catador también, Lear ha enloquecido. En realidad, Babas no me hacía mucha más compañía que Jones, y resultaba menos manejable, pero me preocupo por él, pues es un niño grande que se ha visto atrapado en las redes de tantos villanos, de tantas armas… Añoro su sonrisa mellada, llena de perdón, resignación y, no pocas veces, de queso.
Y de Catador, ¿qué sabía en verdad de él? Sólo que era un muchacho cetrino de la aldea de Narices de Jabalí del Támesis. Y sin embargo, cuando necesitaba un oído comprensivo, él me ofrecía los suyos aunque, con frecuencia, sus preocupaciones alimentarias, algo egoístas, lo distrajeran de mis cuitas.
Tendido en el jergón de mi puerta fortificada, mirando por las troneras cruciformes, contemplando los huesos grisáceos de Londres, me recreaba en mi tristeza, y añoraba a mis amigos.
A mi primera amiga.
A Talía.
La anacoreta.
Un día frío de otoño, en Lametón de Perro, la tercera vez que me permitieron llevarle comida a la anacoreta, nos hicimos amigos. A mí seguía inspirándome un temor reverencial, y encontrarme en su presencia bastaba para que me sintiera ruin, indigno y profano, aunque de un modo positivo. Pasé el plato con el pedazo de pan moreno, basto, y el queso por la cruz del muro, entre oraciones y súplicas, implorándole el perdón.
—Yo te perdono, Bolsillo, yo te perdono. Te perdonaré si me cantas una canción.
—Debéis de ser una dama muy piadosa, y sentir un gran amor por el Señor.
—El Señor es un soplapollas.
—Yo creía que el señor era un pastor.
—Bueno, eso también. Pero el hombre necesita sus distracciones. ¿Conoces Greensleeves?
—Me sé Dona Nobis Pacem.
—¿Conoces alguna canción de piratas?
—Podría cantar Dona Nobis Pacem como un pirata.
—Significa «Danos la Paz» en latín, ¿verdad?
—Así es, señora.
—En ese caso, resultaría algo forzado, ¿no crees?, ¿un pirata que cantara «danos la maldita paz»?
—Sí, supongo que sí. En ese caso podría cantaros un salmo, señora.
—Está bien, Bolsillo, que sea un salmo. Uno en el que salgan piratas y se derrame mucha sangre, si es que lo tienes.
Yo estaba nervioso, necesitaba desesperadamente la aprobación de la anacoreta, y temía que si la contrariaba el ángel vengador vendría a fulminarme, como parecía que sucedía con frecuencia en las Escrituras. Por más que me esforzaba, no lograba recordar ningún salmo de piratas. Carraspeé, y entoné el único que sabía en lengua vernácula:
—«El Señor es mi soplapollas, nada me falta…»
—Un momento, espera —dijo la anacoreta—. ¿No era «el Señor es mi pastor…»?
—Bueno, sí, señora, pero vos habéis dicho que…
Y entonces ella empezó a reírse. Era la primera vez que la oía reír, y me pareció como si la Virgen en persona me diera su aprobación. En aquella cámara oscura, iluminada apenas por la tenue luz de la vela que yo llevaba encendida, me pareció que su risa me envolvía, me abrazaba.
—¡Oh, Bolsillo, eres un amor! Tarado a más no poder, pero un amor.
Yo sentía que la sangre se me agolpaba en el rostro. Estaba orgulloso, avergonzado y emocionado, todo a la vez. No sabía qué hacer, de modo que me postré de rodillas frente a la tronera, con una mejilla apoyada en el suelo de piedra.
—Lo siento, señora.
Ella se rio un poco más.
—Ponte en pie, señor Bolsillo de Lametón de Perro.
La obedecí y miré a través de la abertura en forma de cruz del muro, y por ella vi aquella estrella mortecina que era su ojo, reflejando la llama de la vela, y sólo entonces me di cuenta de que los míos estaban arrasados en lágrimas.
—¿Por qué me habéis llamado así?
—Porque me has hecho reír, y eres valiente, y lo mereces. Creo que vamos a ser muy buenos amigos.
Yo empecé a preguntarle a qué se refería, pero el cerrojo de metal resonó, y la puerta del pasillo se abrió despacio. Apareció la madre Basila con una palmatoria en la mano, y expresión disgustada.
—Bolsillo, ¿qué está pasando aquí? —preguntó la superiora con su voz ronca, de barítono.
—Nada, reverenda madre. Acabo de traerle su comida a la anacoreta.
La madre Basila parecía reacia a traspasar el umbral del corredor, como si temiera hallarse frente a la tronera que daba a la cámara de la anacoreta.
—Ven conmigo, Bolsillo. Es la hora de los rezos.
Le hice una reverencia rápida a nuestra beata y abandoné el pasadizo a toda prisa, bajo el brazo de la madre Basila. Cuando ésta cerraba ya la puerta, la anacoreta la llamó.
—Reverenda Madre, un momento, por favor.
La madre Basila abrió mucho los ojos, y por su gesto se habría dicho que acababa de oír la llamada del diablo.
—Acude a las vísperas, Bolsillo, que yo voy enseguida.
Dicho esto, entró en el corredor ciego y cerró la puerta, en el preciso instante en que empezaba a sonar la campana que nos llamaba a vísperas.
Yo no supe de qué hablaría la anacoreta con la madre Basila, tal vez de alguna conclusión a la que hubiera llegado tras sus largas horas de oración, o tal vez de algún error que hubiera podido cometer yo, y que la llevara a no querer verme más. Acababa de hacer mi primera amiga, y ya me dolía la idea de perderla. Mientras repetía las oraciones en latín que recitaban los curas, con el corazón pedía a Dios que no se llevara a la anacoreta, y cuando la misa terminó, permanecí en la capilla y recé hasta medianoche, cuando ya habían terminado las plegarias de completas.
La madre Basila me encontró en la capilla.
—Va a haber algunos cambios, Bolsillo.
El alma se me cayó a los pies.
—Perdonadme, reverenda madre, pues no sé lo que hago.
—¿De qué hablas, Bolsillo? No te estoy regañando. Estoy añadiendo labores a tu devoción.
—Ah.
—A partir de ahora, llevarás alimento y bebida a la anacoreta en la hora anterior a las vísperas, y ahí, en la cámara exterior, te sentarás hasta que haya comido, pero al oír la campana que anuncia los rezos vespertinos te ausentarás, y no regresarás hasta el día siguiente. No has de permanecer más de una hora, ¿lo comprendes?
—Sí, madre, pero ¿por qué sólo una hora?
—Porque si la hora se prolonga, distraerás a la anacoreta de su propia comunión con Dios. Es más, no debes preguntarle jamás cómo era antes, ni sobre su familia, ni sobre ningún aspecto de su pasado. Si te hablara de esas cosas, debes taparte los oídos con los dedos, ponerte a cantar a voz en cuello «la la la, la la la, no os oigo, no os oigo», y abandonar la cámara inmediatamente.
—Eso no puedo hacerlo, madre.
—¿Por qué no?
—Porque no podría abrir el cerrojo si tengo los dedos en los oídos.
—Qué ingenioso eres. Creo que esta noche vas a dormir sobre el suelo de piedra. La alfombra te protege del frío e impide que se temple tu imaginación febril, que es una abominación a ojos de Dios. Sí, esta noche recibirás unos cuantos azotes, y dormirás en el suelo desnudo, por culpa de tu ingenio.
—Sí, madre.
—Sigamos. No debes hablar nunca con la anacoreta de su pasado, y si lo haces, serás excomulgado y condenado por toda la eternidad, sin posibilidad de redención, y la luz del Señor jamás recaerá sobre ti, y vivirás en las tinieblas y el dolor por siempre jamás. Y, además, le pediré a sor Bambi que te use como alimento del gato.
—Sí, madre —dije. Estaba tan emocionado que casi me oriné encima. Recibiría todos los días la bendición gloriosa de la anacoreta.
—Pues eso sí que es una mierda de serpiente —dijo la anacoreta.
—No, madre, es un gato enorme.
—Pero si no me refiero al gato, sino a contar sólo con una hora al día. ¿Sólo una?
—La madre Basila no quiere que perturbe vuestra comunión con Dios, señora anacoreta —expuse, agachando la cabeza sobre la tronera oscura.
—Llámame Talía.
—No me atrevo a hacerlo, madre. Y tampoco puedo preguntaros nada sobre vuestro pasado, ni sobre vuestros orígenes. La madre Basila me lo ha prohibido.
—En eso tiene razón, pero puedes llamarme Talía. Somos amigos.
—De acuerdo, madre. Talía.
—Y tú sí puedes contarme cosas de tu pasado, buen Bolsillo. Háblame de tu vida.
—Pero si sólo conozco Lametón de Perro…, es lo único que he conocido en mi vida.
Oí que ella se reía en la oscuridad de su encierro.
—Entonces cuéntame alguna historia que hayas aprendido durante tus lecciones.
Le hablé entonces de la lapidación de san Esteban, de la persecución de san Sebastián, de la decapitación de san Valentín, y ella, a su vez, me contó las historias de algunos santos de los que jamás había oído hablar en el catecismo.
—Y bien —concluyó Talía—. Esta es la historia de cómo san Rufo de la Llave Inglesa murió a lametones de marmota.
—Parece un martirio horroroso —dije.
—Lo es —dijo la anacoreta—, pues la saliva de marmota es la más repugnante de todas las sustancias, y por eso san Rufo es, aún hoy, patrón de la saliva y la halitosis. Pero ya basta de martirios. Cuéntame algún milagro.
Y eso hice. Le conté el milagro de la lechera de santa Brígida de Kildare, que se llenaba sola, y el de san Filian, que, cuando un lobo mató a su buey, convenció a aquél para que tirara de un carro lleno de material para la construcción de una iglesia, y el de san Patricio, que libró Irlanda de serpientes.
—Así es —corroboró Talía—, y las serpientes se lo han agradecido siempre. Pero déjame que te hable de uno de los milagros más asombrosos, en el que santa Canela expulsó de Swinden a todos los Mazdas.
—Nunca había oído hablar de santa Canela —dije yo.
—Bueno, eso es porque estas monjas de Lametón de Perro son de extracción humilde, y no son dignas de tales cosas. Por eso no debes compartir con ellas lo que aprendes aquí, no fueran a impresionarse y vaya a darles un síncope.
—¿Un síncope por exceso de piedad?
—Así es, muchacho, y serías tú el causante de su muerte.
—Eso no lo desearía jamás.
—Por supuesto que no. ¿Sabías que en Portugal canonizan a los santos disparándolos físicamente de un cañón?
Y así seguía, día tras día, semana tras semana, intercambiando secretos y mentiras con Talía. Podría pensarse que era cruel por su parte pasar el único rato que tenía de contacto con el mundo exterior contando embustes a un niño pequeño, pero la primera historia que me había contado la madre Basila había sido la de una serpiente que hablaba y que había tentado a unas personas desnudas para que comieran de un fruto prohibido, y el obispo la había hecho abadesa. En todo momento, lo que Talía me enseñaba era a entretenerla. A compartir un momento contando una historia divertida, a estrechar lazos con alguien, por más que estuviera separado de ti por una pared de piedra.
Una vez al mes, durante los dos primeros años, el obispo se trasladaba desde York para comprobar el estado de la anacoreta, y ella parecía perder el buen humor durante un día, como si él se lo quitara y se lo llevara, pero no tardaba en recuperarse, y retomábamos nuestra costumbre de charlar y reírnos. Transcurridos los primeros años, el obispo dejó de venir, y yo no me atrevía a preguntarle la razón a la madre Basila, no fuera a recordárselo y el adusto prelado retomara aquellas visitas descorazonadoras.
Cuando más tiempo pasaba la anacoreta en su cámara, más le gustaba que le contara los detalles más mundanos del mundo exterior.
—Háblame del tiempo que hace hoy, Bolsillo. Descríbeme el cielo, y no omitas ni una sola nube.
—Bueno, hoy parece como si alguien hubiera catapultado una oveja gigante hacia el cielo escarchado de Dios.
—Invierno de mierda. ¿Hay cuervos en el cielo?
—Los hay, Talía, como si un vándalo con pluma y tinta se hubiera dedicado a dibujar, azarosamente, puntos negros en la cúpula celeste.
—Bien dicho, cariño, una imagen del todo incoherente.
—Gracias, señora.
Mientras me dedicaba a mis tareas y mis estudios, trataba de tomar nota de todos los detalles y de construir metáforas mentalmente para poder pintar cuadros de palabras que regalaría a mi anacoreta, para la que yo era su luz y su color.
Parecía que mi jornada empezaba a las cuatro, cuando me dirigía a la celda de Talía, y que concluía a las cinco, cuando la campana llamaba a vísperas. Todo, antes de esa hora, suponía una preparación para ella, y todo, después de esa hora, era un dulce recuerdo de lo vivido.
La anacoreta me enseñó a cantar, no sólo los himnos y los cánticos que llevaba entonando desde niño, sino las canciones románticas de los trovadores. Con su magisterio sencillo, paciente, me transmitió bailes, juegos malabares, acrobacias, y todo a través de descripciones verbales; ni una sola vez en todo ese tiempo posé la mirada en la anacoreta, ni vi más que parte de su perfil por el hueco de la tronera.
Crecí, y el bozo cubrió mi rostro. Se me quebró la voz, como si tuviera un ganso diminuto metido en el pescuezo que graznara, reclamando alimentos. Las monjas de Lametón de Perro empezaron a verme como algo más que su mascota, pues muchas habían llegado a la abadía cuando no eran mayores que yo. Flirteaban conmigo y me pedían que les cantara una canción, que les recitara un poema, que les contara una historia, cuanto más picante mejor. La anacoreta me había enseñado muchas, aunque nunca me revelaba dónde las había aprendido.
—¿Fuisteis juglaresa antes de ser monja?
—No, Bolsillo. Y yo no soy monja.
—Pero tal vez vuestro padre…
—No, mi padre tampoco fue monja.
—No, pero tal vez fuera juglar.
—Dulce Bolsillo, no debes preguntarme por mi vida anterior. Lo que soy ahora lo he sido siempre, y todo lo que soy lo soy aquí, contigo.
—Dulce Talía —repliqué—, eso no se lo cree nadie, eso es una patraña del tamaño de una boñiga de dragón.
—¿Es blanda?
—Sonreís, ¿verdad?
Ella acercó la vela a la tronera, iluminando su sonrisa astuta. Yo me eché a reír, y metí la mano en la abertura para acariciarle la mejilla. Ella suspiró, me tomó la mano y la apretó con fuerza contra sus labios. Y entonces, en un instante, me retiró la mano y se separó de la luz.
—No os ocultéis —le supliqué—. Por favor, no os ocultéis.
—Bien poco me es dado decidir si me oculto o no. Vivo en una maldita tumba.
Yo no sabía qué decir. Nunca hasta entonces se había lamentado de su decisión de convertirse en la anacoreta de Lametón de Perro, por más que otras manifestaciones de su fe resultaran algo abstractas.
—Lo que os pido es que no os ocultéis de mí. Que me dejéis veros.
—¿Quieres verme? ¿Quieres ver?
Yo asentí.
—Dame tus velas.
Me pidió que le pasara cuatro velas encendidas por la abertura de la tronera. Cada vez que yo actuaba para ella, me pedía que las dispusiera en palmatorias, alrededor de la cámara exterior, para verme bailar, o hacer malabarismos, o acrobacias, pero nunca me había pedido que le entregara más de una vela para su propia celda. Las distribuyó por su cámara, y por primera vez vi la losa de piedra en la que dormía, sobre un colchón de paja, y sus escasas posesiones esparcidas sobre una mesa basta. Talía estaba ahí, de pie, cubierta con un vestido de lino harapiento.
—Mira —me dijo, quitándose el vestido y dejándolo caer al suelo.
Era lo más hermoso que había visto en mi vida. Más joven de lo que yo imaginaba, flaca, pero de curvas femeninas. Y su rostro era el de una virgen maliciosa, tallada por un escultor que se hubiera inspirado más en el deseo que en la divinidad. De cabellos largos, rubios, que se iluminaban a la luz de las velas como si un solo rayo de sol lo hubiera encendido con su fuego dorado. Yo sentí que un calor ascendía hasta mi rostro, y que otra cosa ascendía dentro de mis pantalones. Estaba excitado, confuso y avergonzado a la vez y, dando la espalda a la tronera, exclamé:
—¡No!
De pronto, ella estaba ahí, y sentí su mano en mi hombro, que ascendía hasta acariciarme la nuca.
—Bolsillo. Dulce Bolsillo, no. No pasa nada.
—Siento como si la Virgen y el demonio hubieran tomado mi cuerpo como campo de batalla. Yo no sabía que fueseis así.
—¿Cómo? ¿Una mujer, quieres decir?
Su mano estaba tibia, y su pulso era firme. Me amasaba los músculos del hombro a través de la abertura del muro, y yo me arrimaba más a él. Habría querido abandonar la cámara, estar ya dormido, o acabar de despertarme…, avergonzarme por que el diablo hubiera venido a visitarme en plena noche, con un sueño húmedo de tentación.
—Tú me conoces, Bolsillo. Soy tu amiga.
—Pero eres la anacoreta.
—Soy Talía, tu amiga, que te ama. Vuélvete, Bolsillo.
Y yo lo hice.
—Dame la mano —me dijo.
Y yo lo hice.
Se la acercó al cuerpo, la cubrió con las suyas, y allí, arrimado a la pared de piedra fría, a través de aquella cruz abierta en ella, descubrí un universo nuevo…, del cuerpo de Talía, de mi cuerpo, del amor, la pasión, la evasión…, y me pareció mucho mejor que todos los malditos cánticos y los juegos malabares. Cuando la campana llamó a vísperas, nos separamos de la cruz, cansados, jadeantes, y nos echamos a reír. Yo me había roto un diente.
—¿Uno a cero a favor del diablo, entonces, mi amor? —dijo Talía.
Cuando, a la tarde siguiente, volví a llevarle la cena, ella me esperaba con la cara muy pegada al centro de la aspillera cruciforme. Parecía como una de aquellas gárgolas de rostro angélico que flanqueaban las puertas de Lametón de Perro, aunque éstas parecían llorar siempre y ella, en cambio, sonreía.
—Así que hoy no has ido a confesarte, ¿verdad?
Me estremecí.
—No, madre, he trabajado en el escriptorium casi todo el día.
—Bolsillo, creo que prefiero que no me llames madre, si no es mucho pedir. Dado el nuevo nivel de nuestra amistad, me parece…, no sé…, ofensivo.
—Sí, mad…, esto…, señora.
—«Señora» sí te lo acepto. Y ahora, pásame la cena y veamos si puedes encajar la cara en este ventanuco igual que he hecho yo.
Ella había logrado meter los pómulos en la aspillera, que era ligeramente más ancha que mi mano.
—¿No os duele? —Yo llevaba todo el día descubriéndome arañazos en los brazos y otras partes de mi cuerpo, causados por la aventura de la noche anterior.
—No es como cuando despellejaron viva a santa Bartola, pero sí, escuece un poco. No puedes confesar lo que hicimos, o lo que hacemos, amor. Eso lo sabes, ¿verdad?
—¿Entonces voy a ir al infierno?
—Bueno —dijo ella, que alzó los ojos al cielo y los entornó, como si buscara la respuesta en el techo—. No irás solo. Sírveme la cena y mete la cara por el ventanuco. Tengo algo que enseñarte.
Así siguieron las cosas durante semanas, durante meses. Y yo pasé de acróbata mediocre a experto contorsionista, y Talía pareció recobrar parte de la vida que había perdido. No era santa en el sentido en que se lo parecía a sacerdotes y a monjas, pero estaba llena de espiritualidad, y demostraba una clase distinta de devoción. Más preocupada con la vida presente, el momento presente, que con la eternidad más allá del alcance de la cruz del muro. Yo la adoraba, y deseaba que saliera de la cámara, que se asomara al mundo, conmigo, y empecé a planear su huida. Pero yo sólo era un niño, y ella estaba muy loca, de modo que no iba a poder ser.
—Le he robado un cincel a un cantero que iba camino de la catedral de York. Os llevará cierto tiempo, pero si trabajáis en una sola piedra, tal vez en verano ya logréis huir.
—Mi huida eres tú, Bolsillo. La única huida que me permitiré nunca.
—Pero podríamos escapar, estar juntos.
—Eso sería genial, pero no puedo irme. De modo que acércate y mete la herramienta por la cruz. Hoy Talía tiene una oferta especial para ti.
Una vez con la herramienta en la cruz, nunca lograba salirme con la mía. Me distraía. Pero aprendía cosas, y si la confesión me estaba prohibida —a decir verdad, no me sentía tan mal al respecto—, empecé a compartir lo que asimilaba.
—Talía, debo confesaros algo. Le he contado a la hermana Nikki lo del «botoncillo de la flor».
—¿De veras? ¿Se lo has contado, o se lo has mostrado?
—Bueno, se lo he mostrado, supongo. Pero parece que es un poco lenta, porque quería que le enseñara dónde estaba una y otra vez. Me ha pedido que me reúna con ella en el claustro esta noche, después de las vísperas, para que se lo vuelva a enseñar.
—Ah, las ventajas de ser lenta. Aun así, es pecado mostrarse egoísta con los conocimientos adquiridos.
—Ya me parecía a mí —dije, aliviado.
—Y, hablando de botoncillos de flor, creo que hay uno aquí dentro que se ha portado mal y precisa de unos lengüetazos bien dados.
—Cómo no, señora —respondí, encajando las mejillas en la aspillera—. Mostradme a ese bribón, que le daré su merecido.
Y así seguíamos. No conocía a nadie más con callos en las mejillas, pero también había desarrollado los brazos y la fuerza de un herrero, pues debía sostenerme con las puntas de los dedos, colgado a peso de las grandes piedras, para meter mis partes por el ventanuco.
Y así me encontraba una tarde, suspendido, pegado a la pared como una araña, mientras la anacoreta, aplicada y amable, se ocupaba de mí, cuando el obispo penetró en la antecámara.
(¿Que el obispo penetró en la antecámara? ¿Que el obispo penetró en la antecámara? ¿Ahora te pones tímido y recurres a eufemismos sobre partes del cuerpo y posturas, cuando ya has confesado violaciones mutuas con una mujer santa a través de una ranura en forma de cruz, joder? Pues no, no es creíble).
Que no, que el que entró en la antecámara, acompañado por la jodida Basila —que llevaba un par de jodidas lámparas encendidas—, era el jodido obispo de York en persona.
Me separé de la pared. Por desgracia, Talía no lo hizo. Al parecer, también su fuerza había aumentado a copia de repetir nuestros encuentros en el muro.
—¿Qué diablos estás haciendo, Bolsillo? —preguntó la anacoreta.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó la madre Basila.
Yo seguía ahí, más o menos suspendido en la pared, sostenido en tres puntos, de los que uno no estaba cubierto por ningún zapato.
—¡Aaaaaaah! —exclamé. Se me hacía algo difícil pensar.
—No estires tanto, muchacho —dijo Talía—. Se supone que esto tiene que ser más una danza que una competición de a ver quién tira más de la cuerda.
—El obispo está aquí fuera —la advertí yo.
Ella soltó una carcajada.
—Muy bien, pues dile que se ponga a la cola, que lo atenderé cuando tú y yo hayamos terminado.
—No, Talía, está aquí de verdad.
—Vaya, mierda —declaró, soltándome el mango.
Yo caí al suelo, y al momento me acurruqué, boca abajo.
—Buenas noches, su gracia —dijo Talía, que todavía tenía la cara encajada en el ventanuco—. ¿Le apetece un revolcón rápido antes de las vísperas?
El obispo se volvió tan deprisa que se le ladeó la mitra.
—Que lo ahorquen —sentenció, arrebatándole una lámpara a la madre Basila, y saliendo de la cámara.
—¡El pan moreno que servís sabe a escroto de macho cabrío! —le gritó Talía—. Una dama merece un trato mucho más digno.
—Talía, por favor —le susurré yo.
—No lo digo por ti, Bolsillo. Tu servicio es encantador, pero el pan es una porquería. —Y, dirigiéndose a la madre Basila, añadió—: No culpéis al muchacho, reverenda madre. Es un amor.
La madre Basila me agarró de la oreja y me sacó a rastras de la cámara.
—¡Eres un amor, Bolsillo! —insistió la anacoreta.
La madre Basila me encerró en un armario, en sus aposentos, y entonces, a medianoche, abrió la puerta y me alargó un mendrugo de pan y un orinal.
—Quédate aquí hasta que el obispo se haya ido, mañana por la mañana, y si alguien pregunta, diremos que te han ahorcado.
—Sí, reverenda madre.
La abadesa volvió a buscarme a la mañana siguiente y me sacó de allí a través de la capilla. Yo no me había sentido tan disgustado en toda mi vida.
—Has sido como un hijo para mí, Bolsillo —me dijo, caminando a mi alrededor, mientras me entregaba un zurrón y algunas otras cosas—. De modo que va a dolerme tener que echarte.
—Pero, reverenda madre…
—Cállate, muchacho. Te llevaremos al pajar, te ahorcaremos en presencia de algunos campesinos, y luego te dirigirás hacia el sur, para unirte a un grupo de titiriteros, que te aceptarán en su grupo.
—Disculpad, madre, pero si me han ahorcado ¿qué harán conmigo los titiriteros? ¿Convertirme en títere y montar un espectáculo conmigo?
—No te ahorcaré de verdad, sólo lo simularemos. Tenemos que hacerlo, muchacho, el obispo lo ha ordenado.
—¿Y desde cuándo ordena el obispo a las monjas que ahorquen a la gente?
—Desde que tú te dedicas a fornicar con la anacoreta, Bolsillo.
Al oír que la mencionaba, me alejé de la madre Basila, corrí por toda la abadía, atravesé el viejo corredor y llegué a la antecámara. La aspillera en forma de cruz había desaparecido, rellenada con piedras y mortero hasta arriba.
—¡Talía! ¡Talía! —la llamé. Grité y golpeé las piedras hasta que me sangraron los nudillos, pero ni un solo sonido me llegó desde el otro lado de la pared.
Las hermanas me arrastraron, me ataron las manos y me llevaron al pajar, donde me ahorcaron.