5

Apiadaos del bufón

Con Kent en el destierro, Cordelia desheredada, el rey ya desprovisto de su poder y sus propiedades, entre ellas la más importante, mi casa, la Torre Blanca; con las dos hermanas mayores insultadas por Kent, con los duques dispuestos a rebanarme el pescuezo…, bien, puede decirse que arrancar alguna risa iba a ser todo un desafío. No parecía que la sucesión real fuera un asunto a tocar, y tras el dramón de Lear, no veía el modo de transitar hacia la bufonada o la pantomima, de manera que Babas no era sino una losa atada al pescuezo de la comedia.

Yo, por mi parte, me dedicaba a hacer juegos malabares con unas manzanas y a canturrear una cancioncilla sobre monos, mientras sopesaba el problema.

Últimamente, el rey parecía decantarse claramente hacia el paganismo, mientras que las hermanas mayores habían abrazado la fe de la Iglesia. Gloucester y Edgar eran devotos del panteón romano, y Cordelia, por su parte…, bien, a ella le parecía que todo aquello era una mierda y que Inglaterra debería contar con su propia iglesia, en que las mujeres pudieran ser clérigos. Curioso. De modo que la cosa tendría que ir por un chiste de alto nivel sobre sátira religiosa…

Arrojé las manzanas sobre la mesa y dije:

—Dos papas se están cepillando a un camello detrás de una mezquita, cuando se acerca un sarraceno y…

—¡Sólo hay un papa verdadero! —exclamó Cornualles, ese altísimo torreón de esmegma maliciosa.

—Es un chiste, gilipollas —repliqué yo—. Abandonad por un instante vuestro escepticismo, joder, ¿me haréis ese favor?

En cierto sentido tenía razón (aunque no en lo del camello). Desde hacía un año había sólo un papa, en la ciudad santa de Amsterdam. Pero durante los cincuenta años anteriores había habido dos, el papa al Por Menor y el papa Descuento. Tras la decimotercera Santa Cruzada, cuando se decidió que, para evitar enfrentamientos futuros, el lugar del nacimiento de Jesús se trasladaría a una ciudad distinta cada cuatro años, los santuarios sagrados habían perdido su importancia geográfica. A partir de entonces la Iglesia entró en una feroz guerra de precios, en la que los distintos templos ofrecían dispensas a los peregrinos a tarifas muy competitivas. Ya no era necesario que se produjera un milagro en un lugar determinado, pues todos podían ser declarados lugares santos, y eso era lo que con frecuencia sucedía. En Lourdes seguían vendiendo las dispensas junto con sus aguas milagrosas, pero cualquier espabilado de Puddinghoe podía plantar unos pensamientos y pregonar: «¡Jesús echó una meadita aquí mismo, en este huerto, cuando era niño! Dos peniques y una calada de maría te sacan del purgatorio durante un eón, tío».

Al poco, en toda Europa, surgió un gremio entero de custodios de santuarios de bajo precio, que nombraron a su propio papa: Descarado, el Relativamente Desvergonzado, papa Descuento de Praga. La guerra de precios había empezado. Si el papa holandés te concedía cien años de dispensa en el purgatorio a cambio de un chelín y un billete de barcaza, el papa Descuento te sacaba de él durante doscientos años, y además llegabas a tu casa con el fémur de un santo menor, y con una astilla de la Santa Cruz. El papa al Por Menor ofrecía tapas de jamón y queso con la hostia durante la comunión, y el papa Descuento contraatacaba con monjas en topless durante las misas nocturnas.

Todo ello alcanzó su punto álgido cuando san Mateo se apareció al papa al Por Menor en una visión que éste tuvo, y le reveló que los fieles estaban más interesados en la calidad de sus experiencias religiosas que en su cantidad. Con aquella inspiración, el papa al Por Menor trasladó la Navidad a junio, porque las condiciones climáticas no eran tan pésimas para ir de compras, y el papa Descuento, sin percatarse de que las reglas del juego habían cambiado, respondió perdonando el infierno a todos los que le hicieran una paja a un sacerdote. Sin infierno, no había miedo y sin miedo ya no había necesidad de que la Iglesia proporcionara la redención ni —más importante aún— medios para que ésta modificara los comportamientos. Los fieles del papa Descuento desertaron en masa, bien para abrazar la rama de la Iglesia encabezada por el papa al Por Menor, bien para abrazar alguna de las más de doce sectas paganas que habían surgido. ¿Por qué no emborracharse y ponerse a bailar desnudos alrededor de una estaca todo el sabbat, si lo peor que podía pasarte era que te saliera un sarpullido en las partes, o que tuvieras un hijo bastardo de vez en cuando? Al papa Descarado lo quemaron en la hoguera durante la siguiente celebración celta, pagana, del Beltane, y los gatos se cagaron en sus cenizas.

De modo que sí, que tal vez un chiste sobre dos papas resultara inoportuno, pero, qué diablos, aquellos eran tiempos difíciles, y yo insistí un poco:

—Y va el segundo papa y dice: «¿Tu hermana? ¡Creía que era kosber

Y nadie se rio. Cordelia, poniendo los ojos en blanco, resopló.

La fanfarria patética de la única trompeta inundó el aire, los grandes portones se abrieron y Francia y Borgoña entraron mariposeando en el salón, seguidos de Edmundo, el bastardo.

—Silencio, bufón —me ordenó Lear con grandes aspavientos—. Hola, Borgoña; hola, Francia.

—Hola, Edmundo, maldito bastardo —dije yo.

Lear me ignoró e hizo una seña a los dos para que se le acercaran. Ambos estaban en forma y, sin ser altos, lo eran más que yo. No llegaban a los treinta. Borgoña tenía los cabellos negros, y las facciones angulosas de un romano. Los de Francia eran de un castaño claro, y sus rasgos, más suaves. Cada uno de ellos llevaba espada y daga al cinto, aunque yo dudaba que las hubieran usado alguna vez, salvo durante las ceremonias. Malditos franchutes.

—Señor de Borgoña —dijo Lear—, habéis competido por la mano de la menor de nuestras hijas. ¿Qué dote pedís por ella?

—No menos de lo que vuestra alteza ha ofrecido —respondió el moñas moreno.

—Ah, ya no es así buen Borgoña. Lo que hemos ofrecido, lo hemos ofrecido cuando la apreciábamos. Pero ahora ha suscitado nuestra ira, y ha traicionado nuestro amor, y su dote asciende a nada. Si la queréis tal como está, tomadla, pero no habrá dote.

Borgoña no disimulaba su asombro. Retrocedió, y estuvo a punto de pisar a Francia.

—En ese caso lo siento, señor, pero en mi búsqueda de duquesa debo contemplar el poder y las posesiones.

—Ella no tendrá ni lo uno ni las otras —reiteró Lear.

—Que así sea —dijo Borgoña, que, tras asentir y dedicarle una reverencia, se retiró unos pasos más—. Lo siento, Cordelia.

—No os preocupéis, señor —respondió la princesa—. Si el corazón de Borgoña se desposa solamente con el poder y las posesiones, entonces nunca podría desposarse conmigo verdaderamente. Que la paz sea con vos.

Yo suspiré, aliviado. Tal vez nos expulsaran de nuestra casa, pero si a Cordelia la expulsaban con nosotros…

—¡Yo la desposaré! —exclamó Edgar.

—¡No lo harás, tarado, fornicador de perros, cara de culo! —es posible que exclamara yo sin querer.

—No lo harás —dijo Gloucester, tirando de su hijo para que volviera a sentarse.

—Sí, será mía —insistió el príncipe de Francia—, pues ella es una dote en sí misma.

—Vamos, hombre, no me jodas —proferí.

—Bolsillo, ya basta —dijo el rey—. Guardias, lleváoslo fuera y retenedlo hasta que hayamos terminado.

Dos escuderos se colocaron detrás de mí y me levantaron por las axilas. Oí que Babas gemía, y vi que se ocultaba cobardemente tras una columna. Aquello no había sucedido jamás, ni remotamente. Yo era el bufón al que todo le estaba permitido. Era el único que podía decir la verdad a los poderosos. ¡Soy el descarado monito de feria del rey de Bretaña, joder!

—No sabes dónde te metes, Francia. ¿Tú le has visto los pies? O tal vez te interese precisamente por eso, para ponerla a trabajar en tus viñas, pisando uva. Majestad, ese marica pretende hacerla vasalla, y si no, al tiempo.

Pero nadie oyó mis últimas palabras porque los guardias me habían sacado a rastras del salón, y me retenían ahí fuera. Traté de golpear a uno de ellos con mi Jones, pero él agarró el palo del títere y se lo metió en el cinturón, por detrás.

—Lo siento, Bolsillo —dijo Curan, el capitán de la guardia, un oso gris cubierto de cota de malla que me tenía agarrado por el brazo derecho—. Ha sido una orden directa. Tú mismo te has encargado de cavar tu propia tumba con esa lengua que tienes.

—A mí no —dije yo—. A mí no me haría nada.

—Hasta esta noche, yo nunca habría dicho que enviaría al destierro a su mejor amigo, ni que desheredaría a su hija favorita. De modo que condenar a la horca a un bufón le resultará fácil, muchacho.

—Así es —admití—. Tienes razón. Suéltame entonces.

—No hasta que el rey haya terminado.

Las puertas se abrieron en ese instante, y la anémica fanfarria resonó a través del umbral, que atravesaron el príncipe de Francia y Cordelia, agarrada de su brazo, con una sonrisa de oreja a oreja. Me fijé en que apretaba mucho la mandíbula, pero se relajó al verme, y parte de la ira que sentía abandonó sus ojos.

—De modo que te largas con el príncipe gabacho —le dije.

Francia, el jodido maricón francés, se rio al oír mi comentario. ¿Existe algo más irritante que un noble que se comporta noblemente?

—Sí, me voy, Bolsillo, pero hay algo que debes recordar siempre y no olvidar nunca.

—¿Las dos cosas a la vez?

—Cállate.

—Sí, mi señora.

—Debes recordar siempre, y no olvidar nunca, que aunque eres el bufón negro, el bufón oscuro, el bufón real, el bufón con libertad total, el bufón del rey, no te trajeron hasta aquí para que fueras esas cosas. Te trajeron aquí para que me divirtieras a mí. ¡A mí! De modo que, dejando de lado tus títulos, un bufón es siempre un bufón y, ahora y siempre, eres mi bufón.

—Vaya, creo que en Francia os irá muy bien. Allí ser desagradable se tiene por virtud.

—¡Mío!

—Ahora y siempre, señora.

—Puedes besarme la mano, bufón.

El escudero me soltó, y yo me incliné para tomársela. Pero ella la retiró, se dio la vuelta, y el vestido se le abrió como un abanico mientras se alejaba.

—Lo siento, te estaba tomando el pelo.

Yo sonreí, mirando al suelo.

—Mala puta.

—Te echaré de menos, Bolsillo.

—Llevadme con vos. Llevadnos a los dos. Francia, no os vendría mal un bufón ingenioso, ni un saco de flatulencias grande y pesado como Babas, ¿no os parece?

El príncipe negó con la cabeza, con lástima excesiva en la mirada, para mi gusto.

—Eres el bufón de Lear, y con Lear debes quedarte.

—No es eso lo que acaba de decir vuestra esposa.

—Ya aprenderá —respondió el príncipe, que se volvió y siguió a Cordelia por el corredor. Yo quise ir tras ellos, pero el capitán me agarró del brazo.

—Suéltala, muchacho.

Los siguientes en abandonar el salón fueron las hermanas con sus maridos. Sin darme tiempo a decir nada, el capitán me cubrió la boca con la mano y me levantó por los aires, mientras yo no dejaba de dar puntapiés. Cornualles se llevó la mano al puñal, pero Regan tiró de él para disuadirlo.

—Acabas de obtener un reino, duque. Matar gusanos es trabajo de criados. Deja que ese bufón amargado se consuma en su propia bilis.

Aquella mujer me deseaba, eso estaba claro.

Goneril no se atrevió a mirarme a los ojos, y pasó de largo mientras su esposo, Albany, meneaba la cabeza, tras ella. Cientos de comentarios ingeniosos murieron asfixiados en el tupido guante del capitán. Así amordazado, le lancé el braguero al duque e intenté tirarme un pedo, pero de la trompeta de mi culo no salió ni una sola nota.

Como si los dioses hubieran enviado un avatar tenue y gaseoso para que acudiera en mi ayuda, Babas fue el siguiente en asomar por la puerta, caminando más erguido que de costumbre.

Entonces me fijé en que alguien le había atado una soga al cuello, y que la había anudado a una lanza cuya punta casi se le clavaba en el pescuezo. Edmundo apareció entonces en el pasadizo, sujetando el otro extremo de la lanza, escoltado por dos hombres armados.

—De modo que el capitán se está divirtiendo contigo, Bolsillo —dijo Babas, inconsciente del peligro que corría.

El capitán me soltó en ese instante, pero me agarró por el hombro para que no me acercara a Edmundo; su padre y su hermano pasaron tras él.

—Tenías razón, Bolsillo —dijo Edmundo, pinchando un poco a Babas, para dar más énfasis a sus palabras—. Matarte me colocaría para siempre en una posición nada favorable, pero un rehén puede servirme para canjearlo. He gozado tanto de tu actuación en la sala que he logrado del rey que me proporcione un bufón para mí solo, y mira qué me ha regalado. Vendrá a Gloucester con nosotros, así nos aseguraremos de que no olvides tu promesa.

—Para eso no te hace falta la lanza, bastardo. Irá con vos si se lo pido.

—¿Nos vamos de vacaciones, Bolsillo? —me preguntó Babas, al que la sangre empezaba a resbalarle por el cuello.

Me aproximé al gigante.

—No, muchacho —le respondí—. Tú te vas con este bastardo. Haz lo que te diga. —Me volví hacia el capitán—. Dame tu puñal.

El capitán observó a Edmundo y a los hombres armados junto a él, que se habían llevado las manos a la empuñadura de sus espadas.

—No lo sé, Bolsillo…

—¡Dame tu maldito puñal!

Me revolví, le arranqué la daga que llevaba al cinto y, sin dar tiempo a los soldados a desenvainar, corté la cuerda que Babas llevaba al cuello, y le despegué la lanza de Edmundo.

—Te digo que no te hace falta esa lanza, bastardo.

Le devolví la daga al capitán y le hice una seña a Babas para que se agachara y poder mirarlo a los ojos.

—Quiero que vayas con Edmundo, y que no le des ningún problema. ¿Lo entiendes?

—Sí. ¿Y tú no vienes?

—Yo iré más tarde. Más tarde. Antes tengo que ocuparme de unos asuntos en la Torre Blanca.

—¿Fornicio? —Babas asintió con tanto entusiasmo que casi pudo oírse el ruido de su diminuto cerebro chocando contra el cráneo—. Y yo podré ayudarte, ¿verdad?

—No, muchacho, pero tendrás tu propio castillo. Allí serás bufón de verdad. Y habrá toda clase de intrigas, de gente a la que espiar. Babas, ¿entiendes lo que te digo, muchacho? —Le guiñé un ojo, con la vana esperanza de que el idiota comprendiera lo que trataba de decirle.

—¿Y allí también se fornica sin parar, Bolsillo?

—Sí, creo que puedes darlo por hecho.

—¡Genial! —Babas aplaudió y se puso a bailar, mientras cantaba—: Fornicando sin parar, fornicando sin parar…

Observé a Edmundo.

—Tienes mi palabra, bastardo. Pero también la tienes de que si le sucede algo malo a este tarado, yo me encargaré de que los fantasmas te persigan hasta la tumba.

Un destello de temor iluminó los ojos de Edmundo, aunque trató de disimularlo e impostó su habitual sonrisa arrogante.

—Su vida depende de tu palabra, hombrecillo.

El bastardo dio media vuelta y se alejó por el pasillo. Babas volvió la vista atrás, con lágrimas temblorosas en los ojos, pues al fin se había dado cuenta de lo que sucedía. Me despedí de él con la mano.

—Yo me habría cargado a los otros dos si tú le hubieras clavado la daga —dijo Curan. El otro guardia se mostró de acuerdo—. Ese bastardo se lo merece.

—A buenas horas me lo decís.

Otro guardia abandonó el salón en ese momento, y al ver que allí sólo quedaba el bufón con su capitán, se dirigió a nosotros.

—Capitán, el catador del rey… Está muerto, señor.

Yo tenía tres amigos.