4

El dragón y su ira[7]

—No desesperes, muchacho —le dije a Catador—. Las cosas no van tan mal como parece. El bastardo impedirá los planes de Edgar, y estoy relativamente seguro de que Francia y Borgoña se dan por detrás el uno al otro, y jamás permitirán que una princesa se interponga en su camino…, aunque apuesto a que le quitarían las prendas de su ropero de no guardarlas ella bajo llave. De modo que no hay nada que temer. Cordelia seguirá en la Torre Blanca para atormentarme, como siempre.

Nos encontrábamos en una antecámara, junto al Gran Salón. Catador, sentado con la cabeza apoyada en las manos, parecía más pálido que de costumbre. Delante de él, sobre la mesa, aguardaba una montaña de comida.

—Al rey no le gustan los dátiles, ¿verdad? —me preguntó Catador—. Es improbable que se coma los que le han ofrecido como presente, ¿no crees?

—¿Son regalos de Regan o de Goneril?

—Así es, han venido cargadas con la despensa entera.

—Lo siento, muchacho, en ese caso me temo que tienes mucho trabajo por delante. Que no estés más gordo que un cura, con todo lo que te obligan a tragar, es algo que escapa a mi comprensión.

—Burbuja dice que una ciudad de lombrices debe vivir en mi trasero, pero no es eso. Tengo un secreto, pero no puedes contárselo a nadie…

—Vamos, muchacho, si casi no te presto atención.

—¿Y éste? —me preguntó, señalando a Babas, que se había acuclillado en un rincón, y acariciaba uno de los gatos del castillo.

—Babas —lo llamé—. ¿Estará a salvo, contigo, el secreto de Catador?

—Oculto en las tinieblas de una vela apagada —declamó el idiota imitando mi voz—. Confiar un secreto a Babas es como arrojar tinta sobre un mar nocturno.

—Ya lo ves —corroboré yo.

—Bien —susurró Catador, mirando a un lado y a otro, como si alguien quisiera acercarse a nuestro miserable corrillo—. Enfermo con frecuencia.

—Por supuesto que enfermas. Estamos en la Edad Media, y todo el mundo tiene la peste, o la viruela. Pero, vamos, no creo que tengas la lepra, ni que se te caigan los dedos de las manos y los pies como si fueran pétalos de rosa, ¿verdad?

—No, no me refiero a eso. Es que vomito casi cada vez que como.

—Ah, vaya, así que eres un vomitón. No te preocupes, Catador. Conservas la comida en el vientre lo bastante como para que te mate si estuviera envenenada, ¿no?

—Supongo —respondió, mordisqueando un dátil relleno.

—En ese caso, cumples con tu obligación. Bien está lo que bien acaba. Pero volvamos de nuevo a lo que me preocupa. ¿Crees que Francia y Borgoña son bujarrones, o es que, ya sabes, son sólo franceses?

—Pero si ni siquiera los he visto.

—Ah, sí, tienes razón. ¿Y tú, Babas? ¿Babas? ¿Babas? ¡Deja eso!

Babas apartó el gatito húmedo de su boca.

—Pero es que él ha empezado a lamerme antes a mí. Y tú me dijiste un día que era una muestra de buena educación…

—Yo te hablaba de otra cosa completamente distinta. Deja ese gato en el suelo.

La pesada puerta se abrió con un chirrido y el conde de Kent hizo su entrada en la antecámara con la misma discreción de una campana de iglesia que cayera rodando escaleras abajo. Se trata de un hombretón ancho de hombros, y aunque se mueve con gran fuerza —considerando lo avanzado de su edad—, la Gracia y la Sutileza siguen siendo sonrosadas vírgenes en su séquito.

—Al fin te encuentro, niño.

—¿Niño? ¿Qué niño? —pregunté yo—. Yo no veo a ningún niño.

Cierto era que sólo le llegaba al hombro, y que, pesados en una balanza, en mi platillo deberían poner a otro, además de a un cochinillo, para nivelarla, pero hasta a los bufones hay que tratarlos con un mínimo de respeto. Excepto si eres el rey, claro.

—Está bien, está bien, sólo quería pedirte que esta noche no te ensañes ni con la debilidad ni con la vejez. El rey lleva toda la semana hablando de «avanzar a rastras hacia la muerte sin ningún peso».[8] Creo que es por el peso de sus pecados.

—Si no fuera tan rematadamente viejo, reírse de vuestra vejez no tendría gracia, ¿verdad? Que seáis viejo no es culpa mía.

Kent esbozó una sonrisa.

—Bolsillo, no ofenderás a tu señor deliberadamente.

—Así es, Kent, y con Goneril, Regan y sus hombres presentes no harán falta las burlas geriátricas. ¿Es por eso por lo que el rey sólo se ha dejado acompañar por vos esta semana? ¿Para lamentarse por los muchos años que tiene? ¿Entonces no ha estado planeando el matrimonio de Cordelia?

—Ha hablado de ello, sí, pero sólo como parte de su legado completo, de propiedades e historia. Cuando me he ausentado, parecía decidido a mantener unido el reino. Y me ha ordenado que saliera mientras él recibía en audiencia privada al bastardo, Edmundo.

—¿Está hablando con el rey? ¿Él solo?

—Así es. El bastardo ha apelado a los años de servicio de su padre para solicitar el favor.

—Debo acudir junto al rey de inmediato. Kent, quedaos con Babas, si sois tan amable. Hay comida y bebida a vuestra disposición. Catador, muéstrale al bueno de Kent cuáles son los mejores dátiles. ¿Catador? ¿Catador? Babas, zarandéalo, parece que se ha quedado dormido.

En ese momento sonó la fanfarria de una única trompeta anémica, pues los otros tres trompetistas habían sucumbido recientemente al herpes (una pupa en el labio es tan mala para quien toca la trompeta como una flecha en el ojo para el arquero. El canciller los había mandado matar, o tal vez los hubiera puesto a tocar el tambor, no lo sé. Lo que digo es que no tocaban la trompeta).

Babas dejó el gatito y se puso en pie con dificultad.

—«A las tres hijas ofenderá, y el rey, ¡ay, Dios!, bufón será» —declamó el gigante con voz aguda, femenina.

—¿Dónde has oído eso? ¿Babas? ¿Quién ha dicho eso?

—Bonita —respondió, palpando el aire con sus grandes manazas como si acariciara los pechos de una mujer.

—Es hora de irse —dijo Kent. El viejo guerrero abrió la puerta que daba al salón.

Se encontraban todos de pie, en torno a una gran mesa —redonda, de acuerdo con la tradición de un monarca largamente olvidado—, abierta en su centro para que los criados pudieran servir, los oradores hablar y Babas y yo actuar. Kent se situó junto al trono del rey. Yo permanecí cerca de algunos escuderos, que se agrupaban junto a la chimenea, y le hice una seña a Babas para que se ocultara tras uno de los pilares de piedra que sostenían la bóveda. Los bufones no tenemos sitio asignado a la mesa. En la mayoría de las ocasiones yo me situaba a los pies del rey para proporcionarle réplicas ingeniosas, críticas y observaciones agudas durante las comidas, pero sólo si requería mis servicios. Y Lear llevaba una semana sin llamarme.

Entró el monarca en el salón con la cabeza muy alta, posando la mirada en cada uno de los invitados hasta que, fijándola en Cordelia, sonrió. Hizo una seña para que los invitados tomaran asiento, y éstos obedecieron.

—Edmundo —dijo el rey—. Id a buscar a los príncipes de Francia y de Borgoña.

Edmundo hizo una reverencia al rey y retrocedió hasta la entrada principal del salón, antes de mirarme y guiñarme un ojo, indicándome que me uniera a él. El miedo se apoderó de mi pecho como una serpiente negra. ¿Qué había hecho el bastardo? Debería de haberle rebanado el pescuezo cuando tuve ocasión.

Avancé muy pegado a la pared, tratando de pasar inadvertido, labor que dificultaban los cascabeles que llevaba cosidos a los zapatos. El rey me miró un instante, antes de apartar de mí sus ojos, como si la visión fuera a pudrírselos.

Una vez que franqueé la puerta, Edmundo tiró de mí hacia un lado, bruscamente. El escudero corpulento que seguía plantado junto al umbral bajó menos de un palmo el filo de su alabarda y frunció el ceño, observando al bastardo. Edmundo me soltó, desconcertado, como si hubiera sido su mano la que lo hubiera traicionado.

(Suelo llevar alimentos y bebida a los soldados que montan guardia durante los banquetes. Creo que está escrito en las Ofuscaciones de San Pesto: «En nueve de cada diez casos, un amigo corpulento con alabarda gran bendición tiende a ser.»).

—¿Qué habéis tramado, bastardo? —le pregunté entre susurros coléricos y no exentos de salivazos.

—Sólo lo que querías, bufón. Tu princesa no encontrará marido, eso te lo aseguro, pero ni tus hechizos te servirán de nada si revelas mi estrategia.

—¿Mis hechizos? ¿Qué? Ah, es por el fantasma.

—Sí, por el fantasma y por el pájaro. Cuando cruzaba el almenaje, un cuervo me ha llamado pajillero y se me ha cagado en el hombro.

—Cierto, mis secuaces andan por todas partes —admití yo—, y haréis bien en temer mi dominio sobrenatural de las órbitas celestes, así como mi control sobre los espíritus y demás. Pero, a riesgo de que suelte sobre vos algo desagradable en extremo, decidme: ¿qué le contasteis al rey?

Edmundo sonrió, y aquella sonrisa me preocupó más que el filo de su espada.

—Hoy mismo he oído que las princesas hablaban entre ellas del afecto que profesaban a su padre, y saberlo me ha instruido sobre su carácter. Me he limitado a insinuarle al rey que ese mismo conocimiento podría servirle para aligerar su carga.

—¿Qué conocimiento?

—Descúbrelo por ti mismo, bufón. Yo he de ir en busca de los pretendientes de Cordelia.

Y se ausentó. El guardia me abrió la puerta, y yo regresé al salón, donde me situé cerca de la mesa.

Al parecer, el rey acababa de pasar lista, por así decirlo, de pronunciar los nombres de todos sus amigos y familiares presentes en la corte, proclamando el amor que sentía por todos ellos y, en los casos de Kent y Gloucester, recordando su larga historia de batallas y conquistas en común. El rey se ve algo encorvado, está flaco y tiene el pelo blanco, pero en sus ojos brilla todavía un fuego helado…, su rostro recuerda al de un ave de presa a la que acabaran de quitarle la caperuza, presto para el ataque.

—Soy viejo, y la responsabilidad y las propiedades son cargas que me pesan ya gravemente, de modo que, para evitar conflictos futuros, propongo dividir mi reino y entregarlo a fuerzas más jóvenes, para poder yo avanzar a rastras hacia la muerte ligero de corazón.

—¿Qué puede haber mejor que avanzar a rastras hacia la muerte ligero de corazón? —dije en voz baja a Cornualles, el gran villano. Me había agazapado entre él y su duquesa, Regan. La princesa Regan es alta, muy blanca, de cabellos negros como ala de cuervo y tiene debilidad por los vestidos de terciopelo rojo y por los granujas, defectos graves ambos, de no ser por lo útiles y placenteros que han acabado resultando a este contador de historias.

—Oh, Bolsillo, ¿has traído los dátiles rellenos que te he mandado a buscar? —me preguntó Regan.

Y, además, generosa hasta la exageración.

—¡Silencio, conejita en salsa! —chisté yo—. Vuestro padre está hablando.

Cornualles desenvainó su daga, y yo me aparté en dirección a Goneril.

Lear proseguía:

—Estas propiedades y poderes los dividiré entre mis yernos, el duque de Albany y el duque de Cornualles, y el pretendiente que tome la mano de mi amada Cordelia. Pero también he de determinar quién obtendrá la parte en la que se da la mayor abundancia, y para ello pregunto a mis hijas: ¿Cuál de las tres me ama más? Goneril, vos que sois la mayor, hablad primero.

—Vos tranquila, calabacita mía —susurré yo.

—Todo controlado, bufón —replicó ella y, esbozando una amplia sonrisa, con no poca gracia, avanzó por el exterior de la mesa redonda en dirección al centro, haciendo reverencias a todos los invitados al pasar frente a ellos. Goneril es más baja y bastante más entrada en carnes que sus hermanas, más dotada que ellas de busto. Tiene los ojos como un cielo gris parco en esmeraldas, y el pelo amarillo sol, parco en destellos rojizos. Su sonrisa baña las miradas como el agua fresca en la boca de un marinero sediento.

Aproveché para sentarme en su silla.

—Hermosa criatura, sí señor —le dije al duque de Albany—. Ese pecho que tiene, su manera de ladearse un poco, me refiero a cuando está desnuda, ¿os molesta en modo alguno? Hace que uno se pregunte cómo será posar en él la mirada…, algo así como mirar a un bizco, siempre te parece que está hablando con otra persona.

—Cállate, bufón —dijo Albany. Albany es casi veinte años mayor que Goneril, y su aspecto, me parece a mí, es anodino y aborregado, aunque no lo veo tan sinvergüenza como al noble medio. No lo detesto.

—Claro que sin duda forma parte integrante de un par, no es en absoluto un pecho errante que haya emprendido una misión por sí mismo. En una mujer, me gusta algo de asimetría. Cuando la naturaleza se muestra equilibrada en exceso, sospecho al momento… por aquello de la temible simetría, y demás. Pero no es como fornicar con una joroba, ni nada parecido. Vaya, que cuando está boca arriba, no es que ninguno de los dos te mire a los ojos, ¿verdad?

—¡Silencio! —ladró Goneril, tras dar la espalda a su padre (algo que, en teoría, no puede hacerse) para reprenderme. Qué poco sentido de la etiqueta.

—Lo siento, seguid —dije, saludándola con Jones, que hizo sonar sus cascabeles alegremente.

—Señor —dijo, dirigiéndose al rey—, os amo más de lo que las palabras pueden expresar. Os amo más que al don de la vista, al espacio, a la libertad. Os amo más allá de todo lo que tiene precio, de todo lo que es rico o único. Y no menos que a la vida misma, que a la gracia, a la salud, a la belleza, al honor. Tanto como cualquier niña o padre haya amado, así os amo yo. Es un amor que me deja sin aliento y casi sin habla. Os amo por sobre todas las cosas, más incluso que a las tartas.

—¡Y una mierda!

¿Quién lo había dicho? Yo estaba relativamente seguro de que no era mi voz, pues no había brotado del orificio de mi rostro por el que normalmente salía, y Jones también se había mantenido en silencio. ¿Cordelia? Me levanté al instante de la silla de Goneril y me arrimé a la princesa más joven, donde permanecí lo más agazapado que pude, para evitar llamar la atención y ser blanco de cubiertos voladores.

—¡Y dos mierdas! —dijo Cordelia.

Lear, fresco tras el baño de patrañas floridas que acababa de recibir, preguntó:

—¿Qué?

Entonces yo me levanté.

—Bien, señor, adorable como sois, la declaración de la dama adolece de poca credibilidad. No es ningún secreto lo mucho que a esa zorra le gustan las tartas.

Y volví a agazaparme.

—¡Silencio, bufón! Chambelán, traedme el mapa.

La distracción causó efecto, pues el rey me trasladó a mí la ira que Cordelia le había despertado. Ella aprovechó la ocasión para pincharme la oreja con el tenedor.

—¡Oh! —susurré, aunque enfáticamente—. Furcia.

—Truhán.

—Arpía.

—Roedor.

—Puta.

—Putero.

—¿Hay que pagar para ser putero? Porque, estrictamente hablando…

—¡Shh! —me hizo callar ella, sonriendo. Volvió a pincharme en la oreja, y con un movimiento de cabeza señaló al rey, instándome a prestarle atención.

El monarca apuntó al mapa con una daga de mango recubierto de piedras preciosas.

—Todas estas tierras, desde aquí hasta aquí, ricas en campos de labranza, ríos de abundancia y espesos bosques, las cedo a perpetuidad a Goneril y a su esposo Albany, así como a sus descendientes. Y ahora, oigamos a nuestra segunda hija. Habla, querida Regan, esposa de Cornualles.

Regan se dirigió al centro de la mesa, y al cruzarse con su hermana mayor, Goneril, la miró con suficiencia, como diciéndole: «Te voy a enseñar yo».

Separó los brazos y los levantó. Las largas mangas de terciopelo de su vestido rozaron el suelo, y su figura compuso la forma de un crucifijo raro, imponente, con pechos. Alzó la vista al cielo, como buscando la inspiración en los orbes celestes, antes de declarar:

—Lo que ella ha dicho.

—¿Uh? —se extrañó el rey, y su gruñido se repitió por todo el salón.

Regan se dio cuenta de que debía seguir.

—Mi hermana ha expresado mis pensamientos con exactitud, como si hubiera leído mis notas antes de entrar. Sólo que yo os amo más. En la lista de todos los sentidos, todos se quedan cortos, y nada me emociona sino vuestro amor. —Hizo una reverencia, alzando un poco la vista para ver si alguien se lo había creído.

—Creo que voy a vomitar —dijo Goneril, tal vez en voz más alta de lo estrictamente necesario, lo mismo que el carraspeo y las falsas arcadas que perpetró a continuación.

Para desviar la atención, me puse en pie y dije:

—A Regan la emociona algo más que el amor de vuestra majestad, diría yo. Sin ir más lejos, en este mismo aposento podría nombrar a…

El rey me dedicó aquella mirada que equivalía a un «¿Vas a obligarme a que te corte la cabeza?», y callé al instante. Él asintió y se concentró en el mapa.

—A Regan y a Cornualles les dejo este tercio del reino, ni menor ni menos valioso que el que he entregado a Goneril. Y ahora, Cordelia, objeto de nuestra dicha, cortejada por tantos nobles jóvenes y dignos, ¿qué dirás que te haga merecedora de un tercio más opulento que el de tus hermanas?

Cordelia se levantó de la silla, pero no se molestó en situarse en el centro de la estancia, tal como habían hecho sus hermanas.

—Nada —dijo.

—¿Nada? —preguntó el rey.

—Nada.

—Pues no obtendrás nada a cambio de nada —sentenció Lear—. De modo que habla.

—La verdad es que no podéis culparla, ¿no es cierto? —tercié yo—. Vaya, que las tierras buenas ya se las habéis entregado a Goneril y a Regan, ¿verdad? ¿Qué queda? Un pedazo de Escocia, tan rocoso que hasta una oveja se moriría de hambre, y este miserable río cercano a Newcastle. —Me había tomado la libertad de acercarme al mapa—. Yo diría que, en este caso, para empezar a negociar, el «nada» de Cordelia es un buen principio. Vos deberías contraatacar con España, majestad.

Cordelia sí se trasladó entonces al centro de la mesa.

—Siento, padre, no poder llevarme el corazón a la boca, como mis hermanas. Os amo según el vínculo que me une a vos, que es el de hija, ni más ni menos.

—Cuidado con lo que dices, Cordelia —advirtió Lear—. Tu dote mengua con tus palabras.

—Mi señor, vos me habéis engendrado, criado y querido. Yo os obedezco, os quiero y os honro más que nada. Pero ¿cómo pueden mis hermanas decir que os aman por encima de todas las cosas? ¿Acaso no tienen esposos? ¿Es que no les queda nada de amor para ellos?

—Sí, pero ¿es que no conoces a sus maridos? —dije yo. Desde diversos puntos de la mesa se alzaron unos gruñidos. ¿Cómo pretende nadie considerarse noble y ponerse a gruñir a las primeras de cambio? A eso lo llamo yo mala educación.

—Cuando me case, podéis estar seguro de que mi esposo recibirá al menos la mitad de mis atenciones y la mitad de mi amor. Deciros otra cosa sería mentiros.

Todo aquello era obra de Edmundo, no me cabía duda de ello. De algún modo, debía de saber que ella respondería así, y convenció al rey para que formulara la pregunta. Ella ignoraba que su padre llevaba una semana lidiando con su propia mortalidad y su propio valor.

—Mentir en este instante sería lo mejor para vos —le susurré yo, tras acercarme a ella—. Arrepentíos más tarde, pero ahora, arrojad aunque sea un hueso al pobre viejo, chiquilla.

—¿De modo que así es como te sientes? —preguntó el rey.

—Así es, mi rey. Así me siento.

—Tan joven y tan poco tierna —dijo Lear.

—Tan joven, señor, y tan sincera —replicó Cordelia.

—Tan joven y tan tonta —observó Jones, el títere.

—Muy bien, niña. Que así sea, y que tu sinceridad sea tu dote. Pues, por el fulgor del sol, por las tinieblas de la noche, por todos los santos, por la Santa Madre de Dios, por las órbitas del cielo y la Naturaleza misma, te desheredo.

En su espiritualidad, Lear es algo elástico, por no decir más. Cuando se siente obligado a proferir una maldición, o una bendición, en ocasiones invoca a dioses de media docena de panteones, para asegurarse de que le oiga al menos el que esté de guardia ese día.

—Ninguna propiedad, tierra ni título será tuyo. Los caníbales de la más salvaje Mérica, que venderían a sus hijos en el mercado de la carne, me serán más próximos que tú, hasta hoy mi hija.

Reflexioné sobre ello. Nadie había visto nunca a un mericano, tratándose como se trataba, de seres míticos. Según la leyenda, su afán de lucro les llevaba a vender extremidades de sus propios hijos como alimento, eso fue antes de que quemaran el mundo, claro. Como no esperaba en breve ninguna visita oficial de aquellos mercaderes caníbales y apocalípticos, se me antojaba que mi soberano había forzado la metáfora, o que hablaba en la lengua de un loco de remate.

Kent se puso en pie.

—¡Mi soberano!

—Siéntate, Kent —ladró el rey—. No te interpongas entre el dragón y su ira. Yo la amaba más que a nadie, y esperaba que ella me cuidara en mi senectud, pero, dado que no me quiere lo bastante, Lear sólo hallará reposo en la tumba.

Cordelia parecía más perpleja que dolida.

—Pero, padre…

—¡Fuera de mi vista! ¿Dónde está Francia? ¿Dónde está Borgoña? Pongamos fin a esta farsa. Goneril, Regan, la parte del reino que correspondía a vuestra hermana menor se dividirá entre vosotras dos. Que Cordelia se case con su orgullo. Cornualles y Albany se repartirán a partes iguales el poder y las tierras de un rey. Yo sólo mantendré el título, y un estipendio que alcance para mantener a cien caballeros con sus pajes. Me mantendréis mes tras mes en vuestros castillos, pero el reino será vuestro.

—¡Lear, mi rey, esto es una locura! —insistió Kent, abandonando su lugar en la mesa y acercándose al centro de la estancia.

—Cuidado, Kent —dijo Lear—. El arco de mi ira está doblado y tenso. No me hagas disparar la flecha.

—Disparadla si así lo deseáis. ¿Me mataríais por la osadía de deciros que estáis loco? La mejor lealtad es la de un hombre leal que tiene el valor de hablar sinceramente cuando su señor avanza hacia la demencia. Retractaos, señor, vuestra hija menor no os quiere menos porque no hable, como tampoco quienes hablan en voz más alta son los más sinceros.

Las hermanas mayores y sus esposos se pusieron en pie al oír aquellas palabras. Kent los observó a todos, desafiante.

—No sigas, Kent —le advirtió el rey—. Por tu vida, no pronuncies una palabra más.

—¿Y qué ha sido siempre mi vida sino algo que he arriesgado para serviros a vos? Para protegeros. Amenazad mi vida todo lo que queráis, que eso no me impedirá deciros lo que hacéis mal, señor.

Lear hizo amago de desenvainar la espada, y en ese instante supe que había perdido el juicio, si es que despreciar a su hija preferida y a su más fiel consejero no eran ya suficientes muestras de ello. Si Kent decidía defenderse, el anciano lo segaría como la hoz a la brizna de paja. Desenvainaba tan rápido que ni siquiera un bufón era capaz de detener con su ingenio el avance de la espada. Así, sólo me era dado observar. Pero Albany se abalanzó con rapidez hasta la mesa y detuvo la mano del rey, obligándolo a envainar de nuevo.

Kent sonrió entonces, el viejo zorro, y comprendí que en ningún momento había tenido la intención de batirse con el anciano, y que habría muerto para demostrar con hechos las palabras que había pronunciado ante su soberano. Es más, Lear también lo sabía, pero en su mirada no había rastro de misericordia, y se le había enfriado la locura. Se libró del abrazo de Albany, y el duque dio un paso atrás.

Cuando el rey volvió a hablar, lo hizo en voz baja, con tono contenido, aunque tembloroso, lleno de odio.

—Óyeme bien, husmeador, traicionero. Nadie cuestiona mi autoridad, mis decisiones, mis promesas… Hacerlo en tierra británica equivale a la muerte, y en el resto del mundo conocido, a la guerra. No lo consentiré. Por todos los años que has dedicado a servirme, te perdono la vida, pero sólo la vida, y no quiero verte nunca más. Tienes cinco días, Kent, para aprovisionarte, y al sexto día, vuelve tu espalda a nuestro reino para siempre. Si transcurren doce días y sigues en esta tierra, será tu muerte. Ahora vete, esto es lo que he decretado, y no pienso revocarlo.

Kent se mostraba aturdido. No era ésa la recompensa por la que había luchado. Hizo una reverencia.

—Adiós, rey. Parto, pues he osado cuestionar un poder tan alto que vos lo vendéis a cambio de unos pocos halagos. —Se volvió en dirección a Cordelia—. Ánimo, muchacha, has dicho la verdad y no has obrado mal. Que los dioses te protejan. —Dio media vuelta, dando la espalda al rey, algo que no le había visto hacer nunca, y abandonó el salón, deteniéndose apenas un instante para observar a Regan y a Goneril—. Habéis mentido muy bien, zorras venenosas.

Yo habría querido animar al viejo bruto, escribirle un poema, pero todos los presentes habían quedado en silencio, y el sonido de la gran puerta de roble al cerrarse tras Kent resonó en la sala como el primer trueno de una tormenta destructora.

—Bien —dije, colocándome de un salto en medio de la mesa—. Creo que ha ido todo lo bien que cabía esperar.