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Nuestro propósito más secreto[6]

—Pues ésta es la carta con más embustes que he leído en mi vida —dije yo. Estaba sentado sobre la espalda del bastardo, con las piernas cruzadas, leyendo la epístola que le había escrito a su padre: «Y mi señor debe entender lo injusto que resulta que yo, el producto de la verdadera pasión, me vea despojado de respeto y posición mientras que se reverencia a mi hermanastro, que es producto de un lecho de deber y de rutina».

—Es cierto —dijo el bastardo—. ¿Acaso mis hechuras no son dignas, mi mente aguda, mi…?

—Vos sois un quejica y un capullo —añadí, envalentonado tal vez por el peso de Babas, que se había sentado sobre sus piernas—. ¿Qué creíais que ibais a ganar entregando esta carta a vuestro padre?

—Que tal vez se ablandara y me cediera la mitad de la herencia y del título de mi hermanastro.

—¿Por qué? ¿Porque vuestra madre tenía mejor polvo que la de Edgar? Además de bastardo, sois idiota.

—¿Qué sabes tú?, enano.

Sentí la tentación, entonces, de asestarle un mamporro en la cabeza con el títere, o mejor aún, de cortarle el pescuezo con su propia espada, pero, por más que el rey me favorezca, favorece más aún el orden del que obtiene el poder. El asesinato del hijo de Gloucester, por más merecido que fuera, no quedaría impune. En cualquier caso, habría cavado mi propia tumba si hubiera consentido que el bastardo se levantara sin haberse aplacado su ira. Le había pedido a María Pústulas que se ausentara, con la esperanza de ahorrarle cualquier muestra de cólera que pudiera producirse. Me hacía falta alguna amenaza con la que amansar la mano de Edmundo, pero no hallaba ninguna. Soy el menos poderoso de todos los seres que pueblan la corte. Mi única influencia es suscitar la ira de otros.

—Sé bien qué es verse usurpado por un accidente de nacimiento, Edmundo.

—Nosotros no somos iguales. Tú eres más plebeyo que el polvo de los campos. Y yo no.

—¿Acaso no sé, Edmundo, qué significa que se me insulte llamándome lo que soy? Si yo os llamo bastardo, y vos me llamáis bufón, ¿podemos responder como hombres?

—Nada de acertijos, bufón. No me noto los pies.

—¿Y para qué querríais notároslos? ¿Eso os excita? ¿Tendrá que ver con la disipación de la clase dominante de la que tanto oigo hablar? ¿Tan accesibles os resultan los placeres de la carne que habéis de pergeñar ingeniosas perversiones para que vuestras cañerías congénitas, gastadas, cobren protagonismo? Necesitáis sentiros los pies, o golpear al mozo de cuadra con un conejo muerto para saciar vuestros rastreros picores libidinosos, ¿no es cierto?

—¿De qué hablas, bufón? No me siento los pies porque tengo a un gran botarate sentado sobre mis piernas.

—Ah, es cierto, lo siento. Babas, levántate un poco, pero no dejes que se ponga en pie. —Me retiré de su espalda y me dirigí a la puerta del lavadero, desde donde él podía seguir viéndome—. Lo que vos queréis son propiedades y título. ¿No imagináis lo que obtendrías con vuestras súplicas?

—La carta no es una súplica.

—Queréis la fortuna de vuestro hermano. ¿No creéis que una carta suya convencería más a vuestro padre de vuestros méritos?

—Él no escribiría jamás una carta semejante y, además, a él no le hace falta solicitar sus favores, pues ya goza de ellos.

—En ese caso, tal vez se trate de lograr que el favor del que goza Edgar paséis a gozarlo vos. Y eso lo lograría una carta, sí, pero la carta justa. Una misiva que os envíe él, y en la que os exprese la impaciencia por tener que esperar a recibir la herencia, y en la que os pida ayuda para usurpar el título a vuestro padre.

—Estás loco, bufón. Edgar jamás escribiría una carta semejante.

—Yo no he dicho que vaya a hacerlo. ¿Estáis en posesión de algo escrito de su puño y letra?

—Sí, un aval que pensaba entregar a un mercader de lanas de Barking Upminster.

—¿Sabéis, tierno bastardo, qué es un scriptorium?

—Sí, la estancia de un monasterio en la que se copian documentos…, biblias, y demás.

—En efecto. Y, de este modo, el accidente de mi nacimiento es el remedio del vuestro, pues por no tener siquiera un padre que me reconociera, me crie en un convento que contaba con uno de esos recintos, donde, sí, enseñaron a un niño a copiar documentos, pero, para el propósito secreto que nos ocupa, le enseñaron a copiarlos con la letra exacta que aparecía en la página a copiar, copiada a su vez por un predecesor, al que había antecedido… Letra a letra, trazo a trazo, la misma letra de un hombre que llevaba mucho tiempo muerto y enterrado.

—¿De modo que eres un maestro de la falsificación? Y si te criaste en un convento, ¿cómo es que eres bufón, y no monje, o sacerdote?

—¿Cómo es que vos, hijo de un conde, debéis implorar clemencia a un mentecato enorme que os aplasta con su peso? Todos somos bastardos del destino. ¿Escribimos ya esa carta, Edmundo?

Estoy seguro de que me habría hecho monje, de no ser por la anacoreta. En lo más que me habría aproximado a la corte habría sido en las plegarias por el perdón de los crímenes de guerra de algunos nobles. ¿Acaso no fui criado para la vida monástica desde el momento en que madre Basila me encontró lloriqueando en los peldaños de la abadía, en Lametón de Perro, a orillas del río Rezumo?

No conocí a mis padres, pero madre Basila me contó en una ocasión que creía que mi madre podría haber sido una loca del pueblo que se había ahogado en el río poco después de que yo apareciera a las puertas del convento. Si eso era así, según la abadesa, mi madre habría estado tocada por la mano de Dios (como los bufones con don natural), y a ello se debía que yo hubiera aparecido en la abadía, como niño especial de Dios.

Las monjas, casi todas de noble cuna, segundas y terceras hijas que no encontraban esposos de su alcurnia, me adoptaron como su nueva mascota. Yo era tan diminuto que la abadesa me llevaba metido en el bolsillo de su delantal, y de ahí me viene el nombre: El Bolsillito de la Abadía del Lametón de Perro. Yo era la novedad, el único varón en un mundo femenino, y las monjas se peleaban por llevarme en el bolsillo de su delantal, por más que no conservo ningún recuerdo de esa época. Más tarde, cuando aprendí a caminar, me subían a la mesa, durante las comidas, y me hacían desfilar por ella, arriba y abajo, enseñándoles el pitín, único apéndice en aquel reducto de mujeres. Hasta que tenía siete años no supe que uno podía desayunar con los pantalones puestos. Y, a pesar de todo, siempre me sentí separado del resto, una criatura distinta, aislada.

Me permitían dormir en el suelo, en los aposentos de la abadesa, pues ella contaba con una alfombra, regalo del obispo. En las noches más frías, ella me autorizaba a meterme entre las mantas, para que le calentara los pies, salvo cuando alguna otra monja se me adelantaba en tal empeño.

La madre Basila y yo éramos compañeros inseparables, incluso después de que creciera y abandonara su afecto marsupial. Asistía a las misas y a los rezos con ella, todos los días, desde que me alcanzaba la memoria. Cómo me gustaba verla afeitarse cuando salía el sol, limpiar el filo de la navaja sobre la tira de cuero, eliminar con cuidado las patillas negrísimas que le crecían a ambos lados de la cara. Ella me enseñó a eliminar el bozo, y a tirar de la piel del cuello para no cortarme la nuez. Pero era una señora severa, y yo debía rezar cada tres horas, como las demás monjas, así como llevarle el agua para el baño, cortar leña, fregar los suelos, cuidarme del huerto, además de estudiar matemáticas, el catecismo, latín, griego y caligrafía. Al cumplir los nueve años ya sabía leer y escribir en tres idiomas, y recitar las Vidas de los Santos de memoria. Vivía para servir a Dios y a las monjas de Lametón de Perro, con la esperanza de ser ordenado sacerdote algún día.

Y así podría haber sido. Pero una mañana llegaron obreros a la abadía, canteros y albañiles, y en cuestión de días construyeron una celda en uno de los pasadizos abandonados de la rectoría. Íbamos a tener a nuestro propio anacoreta, o, en nuestro caso, a nuestra propia anacoreta. Una sierva tan devota del Señor que sería emparedada en su celda, a la que se dejaría sólo una pequeña abertura por la que recibiría alimento y bebida. Allí pasaría el resto de su vida, convertida, literalmente, en parte de la iglesia, rezando e impartiendo su sabiduría a los habitantes del pueblo a través de su ventanuco, hasta que Dios la acogiera en su seno. Después del martirio, aquel era el mayor acto de devoción al que podía entregarse una persona.

Todos los días me escapaba de los aposentos de la madre Basila para seguir el avance de las obras, con la esperanza de recibir, de algún modo, parte de la gloria que recaería sobre la anacoreta. Pero, a medida que los muros se alzaban, constataba que allí no se dejaba abertura alguna, que no se construía ningún ventanuco por el que los aldeanos pudieran recibir sus bendiciones, como era costumbre.

—Nuestra anacoreta será muy especial —explicó la madre Basila con su firme voz de barítono—. Es tan devota que sólo dirigirá la mirada a aquellos que le traigan alimentos. No la distraerán de sus plegarias por la salvación del rey.

—¿Es la que vela por el monarca?

—Ella, y no otra —respondió la madre Basila. El resto de nosotros estábamos obligados, a cambio de un pago, a rezar por el perdón del conde de Sussex, que había matado a miles de inocentes durante la última guerra con los belgas, y que se abrasaría en las ascuas del Infierno a menos que pudiera cumplir su penitencia, que el propio papa había pronunciado, y que ascendía a siete millones de Avemarías por cada campesino. (Incluso con una dispensa y un cupón del cincuenta por ciento comprado en Lourdes, el conde no pasaba de mil Avemarías por penique, de modo que Lametón de Perro se estaba convirtiendo en un convento muy próspero a costa de sus pecados). Pero nuestra anacoreta respondería por los pecados del mismísimo rey. Se decía que éste había perpetrado algunas maldades de gran calibre, por lo que sus plegarias tendrían que ser muy poderosas.

—Por favor, madre, os lo ruego, dejadme llevar comida a la anacoreta.

—Nadie debe verla, ni hablar con ella.

—Pero alguien tiene que llevarle el alimento. Dejadme que sea yo. Os prometo que no miraré.

—Lo consultaré con el Señor.

No vi llegar a la anacoreta. Simplemente, se supo que ya se encontraba en la abadía, y que los obreros la habían emparedado. Yo seguí implorando a la abadesa, durante aquella semana, que me concediera el deber sagrado de alimentarla, pero no me fue permitido atender a la anacoreta hasta una circunstancia en que la madre Basila debía pasar la noche a solas con Mandy, una joven hermana, rezando en privado por el perdón de alguien a quien la abadesa definió como «juerguista de mucho cuidado».

—De hecho —dijo la reverenda madre—, te quedarás ahí, junto a la celda, hasta la mañana, a ver si aprendes algo de devoción. No regreses hasta la mañana. Y que no sea temprano. Cuando regreses, tráenos té y bollos. Y mermelada.

Mientras me dirigía al pasadizo largo y oscuro, portando un plato de pan con queso y una jarra de cerveza, me pareció que no iba a soportar tanta emoción. Había imaginado que tal vez vería la gloria de Dios brillar desde el ventanuco, pero cuando llegué allí no había más abertura que una tronera como las de la muralla de un castillo, en forma de cruz. Las piedras se estrechaban de modo que la abertura terminara en punta. Era como si los albañiles sólo conocieran una única forma para las ventanas de los muros anchos. (Resulta curioso que las aspilleras y las troneras, mecanismos de muerte, adopten en su forma la señal de la cruz, símbolo de misericordia, aunque pensándolo mejor, supongo que la cruz también es un mecanismo de muerte en sí mismo). La abertura era apenas lo bastante ancha como para pasar la jarra. El plato pasaría con dificultades por el travesaño horizontal de la cruz. Aguardé. El interior de la celda estaba en penumbra. Una sola vela, en la pared, al otro lado de la tronera, daba la única luz.

Presa del temor, me puse a escuchar por si oía a la anacoreta recitar las novenas. Pero allí no se oía siquiera el susurro de una respiración. ¿Estaría dormida? ¿Sería grave el pecado de interrumpir las oraciones de alguien tan santo? Dejé plato y jarra en el suelo y traté de ver algo en la oscuridad de la celda, de contemplar, tal vez, su resplandor.

Y entonces lo vi. El tenue brillo de la vela reflejado en un ojo. Ella estaba ahí, sentada, a escasos dos palmos de la abertura. Retrocedí de un salto hasta el muro más lejano del pasadizo, y al hacerlo volqué la jarra.

—¿Te he asustado? —oí preguntar a una mujer.

—No, no. Estaba sólo…, soy… Perdonadme. Vuestra piedad me sobrecoge.

Y en ese instante ella se echó a reír. Era una risa triste, como retenida largo tiempo y emitida casi entre sollozos. Pero era una risa, y la perplejidad se apoderó de mí.

—Lo siento, señora…

—No, no lo sientas. No te atrevas a sentirlo, muchacho.

—No lo siento. No me atreveré.

—¿Cómo te llamas?

—Bolsillo, madre.

—Bolsillo —repitió ella, y se rio un poco más—. Has derramado mi cerveza, Bolsillo.

—Sí, madre. ¿Queréis que vaya a buscaros más?

—Si no quieres que la gloria de mi maldita Divinidad nos queme a los dos, será mejor que lo hagas, ¿verdad, amigo Bolsillo? Y cuando regreses, quiero que me cuentes una historia que me haga reír.

—Sí, madre.

Y ése fue el día en que mi mundo cambió.

—Refréscame la memoria: ¿por qué no matamos a mi hermano y ya está? —preguntó Edmundo. De falsificación de garabatos a asesinato en una hora escasa; en asuntos de villanía, el bastardo resultaba un alumno aventajado.

Yo había tomado asiento y, con la pluma en la mano, aguardaba en mi pequeño aposento, sobre la barbacana de la puerta fortificada que se alzaba en la muralla exterior del castillo. En él dispongo de mi propia chimenea, de una mesa, dos taburetes, un lecho, un armario para guardar mis cosas y un colgador para mi gorro y mis ropas. En el centro de la estancia hay dispuesta una gran caldera para calentar el aceite que se vierte sobre una fuerza de asedio, a través de unos orificios abiertos en el suelo. Exceptuando el estruendo de las cadenas cada vez que se sube y se baja el puente levadizo, se trata de una madriguera acogedora para entregarse al sueño u otros deportes que requieren de la posición horizontal. Y lo mejor de todo es que se trata de un espacio privado, que cuenta con un gran cerrojo en la puerta. Incluso entre los nobles, la privacidad escasea, pues en ese estamento la conspiración está a la orden del día.

—Aunque se trata de un procedimiento atractivo, a menos que Edgar caiga en desgracia, sea desheredado y sus propiedades pasen a ser vuestras, lo cierto es que las tierras y el título podrían acabar en manos de algún primo legítimo, o peor aún, vuestro padre podría emprender la labor de engendrar un nuevo heredero legítimo.

Me estremecí ligeramente al pensarlo, como lo habrían hecho, sin duda, un puñado de doncellas del reino, perturbado por la visión mental de los flancos marchitos de un Gloucester desnudo y a punto de entregarse a la tarea de fabricar un heredero sobre su aristocracia núbil. Seguro que todas ellas se agolparían en la puerta del convento para librarse de semejante honor.

—No lo había pensado —dijo Edmundo.

—¿De veras? ¿No pensáis? Qué sorpresa. Aunque un simple envenenamiento pueda parecer más limpio, la carta es el arma más afilada. —Si conseguía orientar correctamente al bribón, tal vez sirviera a mis propósitos—. Yo podría redactar esa carta. Sutil, pero acusatoria. Y vos seréis conde de Gloucester antes de que la tierra cubra el cadáver aún caliente de vuestro padre. Con todo, tal vez la carta por sí sola no baste.

—Habla, bufón. Por más que me encantaría acallar tus graznidos, te ruego que hables.

—El rey favorece a vuestro padre y a vuestro hermano, razón por la que han sido convocados al castillo. Si Edgar se promete con Cordelia, lo que podría suceder antes del alba, bien…, con la dote de la princesa en su poder, carecerá de motivo para recurrir a la traición que queremos atribuirle falsamente. Vos quedaréis con los colmillos al descubierto, noble Edmundo, y el hijo legítimo será aún más rico.

—Yo me encargaré de que no se prometa con Cordelia.

—¿Cómo? ¿Le contaréis cosas horrendas de ella? Sé de buena tinta que tiene los pies como barcazas. Se los atan bajo el vestido para que no se le vean cuando camina.

—De que no se celebre ese matrimonio ya me encargo yo, hombrecillo, no te preocupes. Pero la carta es asunto tuyo. Mañana Edgar se desplazará a Barking a entregar los avales, y yo regresaré a Gloucester con mi padre. En ese momento me encargaré de que encuentre la misiva, pues de ese modo, en su ausencia, tendrá tiempo de regodearse en su ira.

—Rápido, que no quiero malgastar el pergamino, prometedme que no permitiréis que Edgar se case con Cordelia.

—De acuerdo, bufón, prométeme tú que no dirás a nadie que la carta ha salido de tu pluma, y yo te prometeré lo que me pides.

—Lo prometo —dije yo—, por las pelotas de Venus.

—Entonces también lo prometo yo —replicó el bastardo.

—De acuerdo entonces —proseguí, hundiendo la pluma en el tintero—. Aunque el asesinato sería un plan más simple.

A decir verdad, Edgar, el hermano del bastardo, nunca me había caído bien. Se trata de un joven sincero y sin doblez, y a mí no me dan buena espina las personas de apariencia tan franca. Deben de tramar algo. Por supuesto, la idea de que Edmundo acabara ahorcado, con la lengua negra, acusado del asesinato de su hermano, me atraía considerablemente: ¿a qué bufón no le gusta el esparcimiento?

No tardé ni media hora en redactar una carta tan astuta y salpicada de traición que todo padre habría estrangulado a su hijo al momento y, de no tenerlo, se habría machacado las pelotas con un ariete para disuadir a conspiradores aún no nacidos. Se trataba de una obra maestra, no sólo de la falsificación, sino también de la manipulación.

—Me hará falta vuestra daga, señor —dije.

Edmundo quiso quitarme la carta, pero yo me alejé de él.

—Dadme antes el cuchillo, buen bastardo.

Edmundo se echó a reír.

—Toma mi daga, bufón, aunque no por ello estarás más a salvo. Aún conservo la espada.

—Así es, yo mismo os la he entregado. La daga la necesito para separar el lacre del aval, y meter la carta dentro. Deberéis rasgarla sólo en presencia de vuestro padre, como si sólo entonces descubrierais la naturaleza siniestra de vuestro hermano.

—Ah —comprendió por fin Edmundo.

Me alargó el arma. Realicé la operación con cera de sellar y una vela y, junto con la carta, le devolví la daga. ¿Podría haber usado uno de mis puñales para la tarea? Por supuesto, pero no era momento de que Edmundo supiera de su existencia.

Apenas el bastardo se metió la carta en el bolsillo, desenvainó la espada y me la acercó peligrosamente al pescuezo.

—Creo que, para silenciarte, mejor esto que tu promesa.

Permanecí inmóvil.

—De modo que lamentáis haber nacido sin gozar del favor de nadie. ¿Y qué favor obtendréis matando al favorito del rey? Doce guardias os han visto entrar aquí.

—Correré el riesgo.

En ese preciso instante, las cadenas que atravesaban mi aposento empezaron a agitarse, resonando como si cientos de prisioneros sufrientes estuvieran encadenados a ellas, y no sujetaran una plancha de hierro y roble. Edmundo miró en su dirección, y yo aproveché para agazaparme en el otro extremo de la estancia. El viento penetró a través de las aspilleras que me hacían las veces de ventanas, y apagó la vela que había usado para derretir la cera. El bastardo se volvió y se colocó frente a las aspilleras, y la habitación quedó a oscuras, como si alguien hubiera arrojado un manto sobre el día. La silueta dorada de una mujer resplandeció entonces en el aire, junto al negro muro.

El fantasma dijo: «Mil años de tortura aguardan al bribón que de algún modo ose lastimar a un bufón».

Yo sólo veía a Edmundo gracias al fulgor que emitía el propio espíritu, pero supe que avanzaba de lado, como los cangrejos, en dirección a la puerta que conducía al muro de poniente, y que, desesperado, palpaba en busca del pasador. Al dar con él, tiró del pomo y desapareció al instante. La luz inundó mi pequeña estancia, y contemplé de nuevo el Támesis por entre las almenas de piedra.

—Bien rimado, fuego fatuo —dije al aire vacío—. Bien rimado.