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«Ahora, dioses, poneos de parte de los bastardos».[5]

Encontré a Babas en los lavaderos, rematando una paja, lanzando grandes chorros de semilla de idiota contra las paredes, los suelos y el techo, riéndose, mientras María Pústulas le enseñaba las tetas desde el otro lado de la caldera humeante que contenía las camisas del rey.

—Guárdatelas, fulana, que tenemos un espectáculo que preparar.

—Sólo estaba divirtiéndolo un poco.

—Si lo que querías era hacer una obra de caridad podrías habértelo cepillado como Dios manda, y así no tendríamos que limpiar tanto.

—Eso sería pecado. Además, antes de meterme dentro un arma de semejante calibre, preferiría montar la alabarda del custodio.

Babas se vació del todo y se sentó en el suelo, con las piernas separadas, bufando como un gran fuelle babeante. Traté de ayudar al mastuerzo a guardarse la verga, pero ponerle el braguero sin contar con su firme entusiasmo era como tratar de encasquetarle un cubo a un toro en la cabeza, planteamiento que me pareció lo bastante cómico como para, tal vez, incluirlo en la actuación de esa noche, si no se nos ocurría nada más.

—Nada te impedía metértela en el canalillo y menearte un poco, María. Ya las tenías fuera, bien enjabonadas, y a cambio de un par de saltos y una sacudida, él te habría llevado los cubos de agua durante dos semanas.

—Eso ya lo hace. Y no quiero que se me acerque con esa cosa. Es un retrasado, y tiene demonios en la leche.

—¿Demonios? ¿Demonios? Ahí no hay demonios, puta. Huevecillos de ingenio, todos los que quieras, pero nada de demonios. Los que son bufones por los dones que la naturaleza les ha concedido, o están benditos o están malditos, y nunca son meros accidentes de ésta.

No se sabía cuándo, pero esa misma semana María Pústulas se había vuelto cristiana, a pesar de ser una furcia célebre. Uno ya no sabía con quién se las veía. La mitad del reino era cristiano, mientras que la otra mitad rendía culto a los viejos dioses de la Naturaleza, que siempre prometían más al caer la noche. El Dios cristiano, con su «día de descanso», gozaba de predicamento entre los campesinos cuando llegaba el domingo, pero hacia el jueves, cuando se presentaba la ocasión de beber y fornicar, la Naturaleza exhibía sus grandes variedades, separaba bien las piernas y sostenía una jarra de cerveza en cada mano. Y los conversos regresaban a los druidas en un abrir y cerrar de ojos. Conformaban una clara mayoría cuando se acercaban las jornadas de fiesta, de bailar, beber, desflorar a las vírgenes y compartir los frutos de la vendimia, pero durante las jornadas de sacrificio humano, durante los «días de quemar el bosque del rey», sólo los grillos merodeaban por Stonehenge, y los que antes cantaban olvidaban a la Madre Tierra en beneficio de la Madre Iglesia.

—Bonita —dijo Babas, tratando de recobrar el control de su herramienta. María había empezado a remover la colada, pero se había olvidado de subirse el corpiño. Mantener cautiva la atención del tonto, eso era lo que hacía.

—Tienes razón, es la imagen misma de la belleza, muchacho, pero tú ya te la has machacado hasta quedarte seco, y nosotros tenemos cosas que hacer. El castillo es un hervidero de intrigas, subterfugios y villanías… Va a hacerles falta algo de alivio cómico entre halago y asesinato.

—¿Intriga y villanía? —Babas esbozó una sonrisa desdentada. Imaginad a unos soldados lanzando barriles de saliva desde las almenas de la muralla. Pues así era la sonrisa de Babas, tan sincera en su expresión como húmeda en su cumplimiento: de una alegría pegajosa. A él le encantan las intrigas y la villanía, pues apelan a la más especial de sus habilidades.

—¿Y habrá quien se esconda?

—Sin duda habrá quien se esconda —le respondí, mientras le metía un testículo en el braguero.

—¿Y habrá quien espíe?

—El espionaje adquirirá dimensiones de gran caverna. Atenderemos todas las palabras, como Dios en las oraciones del Papa —profeticé.

—¿Y jodienda? ¿Habrá jodienda, Bolsillo?

—Jodienda desenfrenada y de la más salvaje, muchacho. Jodienda desenfrenada y de la más salvaje.

—Ajá, eso va a ser cojonudo entonces —dijo Babas, dándose una palmada en el muslo—. ¿Has oído, María? Jodienda desenfrenada a la vista. ¿No te parece que va a ser cojonudo?

—Sí, sí, cojonudo, amor mío. Si los santos nos sonríen, a lo mejor uno de esos nobles hará que cuelguen a tu diminuto compañero, como llevan tiempo amenazando con hacer.

—En ese caso habría un bufón muy bien colgado y otro muy bien dotado, ¿no es así? —dije yo, dando a mi aprendiz un codazo en las costillas.

—Sí, otro muy bien dotado, ¿no es así? —repitió Babas, imitando mi voz, mi tono exacto, como si hubiera pillado el eco con la lengua y lo hubiera soltado, idéntico. Porque ése es el don de mi aprendiz: no sólo sabe imitar a la perfección, sino que es capaz de recordar conversaciones íntegras, de horas de duración, y recitarlas imitando las voces originales de quienes las mantuvieron, a pesar de no comprender ni una sola palabra de las que dijeron. En un principio, Babas fue un regalo que le hizo a Lear un duque español, que no soportaba su babear constante ni sus pedos, capaces de dejar a oscuras un aposento, pero cuando yo descubrí el don natural del bobo, lo tomé como aprendiz para enseñarle el viril arte de la chanza. Babas se rio.

—Otro muy bien dotado…

—Basta ya —zanjé yo—. Me desconciertas.

Y era cierto, me desconcertaba oír mi propia voz brotar, con el timbre exacto, de un necio grande como una montaña, carente de ingenio y desprovisto de ironía. Babas llevaba ya dos años bajo mi ala, y todavía no me había acostumbrado a él. No es que tuviera mala intención; era, sencillamente, su naturaleza.

La anacoreta de la abadía me había ilustrado sobre la naturaleza, haciéndome recitar a Aristóteles: «Es signo de hombre educado, y tributo a su cultura, que busque la precisión en algo sólo en tanto se lo permita su naturaleza». De modo que no iba a empeñarme en que Babas leyera a Cicerón, ni en que inventara acertijos ingeniosos, pero bajo mi tutela había alcanzado cierta pericia con las volteretas y los juegos malabares, era capaz de eructar canciones y, en la corte, resultaba al menos tan entretenido como un oso adiestrado, con la ventaja de que era ligeramente menos proclive a zamparse a los invitados. Con la orientación adecuada, llegaría a ser un buen bufón.

—Bolsillo está triste —dijo Babas. Me dio una palmada en la cabeza, lo que me resultó muy molesto, no sólo porque nos encontrábamos cara a cara, yo de pie, él sentado con el trasero en el suelo, sino porque, al hacerlo, sonaron los cascabeles de mi gorro de bufón de un modo de lo más melancólico.

—Yo no estoy triste —repliqué—. Estoy enfadado, porque llevas toda la mañana perdido.

—No estaba perdido. He estado aquí en todo momento, echándome tres risas con María.

—¿Tres? Habéis tenido suerte de no prenderos fuego los dos, tú por la fricción y ella abatida por los malditos rayos y centellas de Jesús.

—Tal vez cuatro —rectificó Babas.

—El que parece perdido eres tú, Bolsillo —intervino María—. Tu gesto es el de un huérfano que ha sido arrojado al arroyo junto con los meados de los orinales.

—Estoy preocupado. El rey lleva toda la semana en la única compañía de Kent, el castillo es un hervidero de conspiradores, y por las almenas pulula una niña fantasma que se dedica a inventar unas rimas atroces.

—Bueno, siempre tiene que haber un maldito fantasma, ¿no es cierto? —María extrajo una camisa de la caldera, y la agitó de un lado a otro, montada en la pala, como si fuera de paseo con su propio fantasma empapado y humeante—. ¿Y a ti qué te importa? Lo tuyo es hacer reír a todo el mundo, ¿no?

—Así es, despreocupado como el viento. Cuando termines, no tires el agua, María. A Babas le vendría bien un buen remojón.

—¡Nooo! —gritó el aludido.

—Cállate, no puedes presentarte así ante la corte. Hueles a mierda. ¿Has vuelto a dormir sobre estiércol?

—Está calentito.

Le propiné un buen guantazo en la coronilla con mi Jones.

—El calor no lo es todo, chico. Y si quieres calor, puedes dormir en el gran salón, con todos los demás.

—No se lo permiten —terció María—. El chambelán dice que sus ronquidos asustan a los perros.

—¿Que no se lo permiten? —Todos los plebeyos sin aposento dormían en el suelo del gran salón, echados de cualquier manera, sobre pajas y carrizos casi amontonados junto al hogar en invierno. Un tipo emprendedor, con grandes calenturas nocturnas y tendencia a arrastrarse podía encontrarse, sin querer, compartiendo manta o harapos con una mujerzuela medio dormida y tal vez dispuesta, lo que le valdría ser expulsado durante dos semanas de la acogedora tibieza del salón (he de admitir que yo debo a esas tendencias nocturnas mías mi modesto apartamento sobre la barbacana del castillo). Pero ¿que te echaran por roncar? Eso no se había oído jamás. Cuando el manto de la noche cae sobre el gran salón, éste se convierte en un molino en marcha, los engranajes respiratorios de los hombres muelen sus sueños con espantosos rugidos, e incluso las inmensas tuercas de Babas pasan desapercibidas entre semejante coro—. ¿Por roncar? ¡Pamplinas!

—Y por orinarse encima de la esposa del mayordomo —añadió María.

—Estaba oscuro —se justificó Babas.

—Sí, e incluso de día es fácil tomarla por una letrina, aunque ¿acaso no te he instruido en el control de tus fluidos, mozalbete?

—Sí, y se ve que con gran provecho —observó María Pústulas, señalando las paredes cubiertas de leche, y entrecerrando los ojos.

—Ah, María, qué graciosa. Hagamos un pacto. Si tú no intentas mostrarte ingeniosa, yo me abstendré de convertirme en una calientabraguetas que huele a jabón. ¿Qué me dices?

—Me dijiste que te gustaba el olor a jabón.

—Así es. Y bien, hablando de olores… Babas, ve a buscar unos cuantos cubos de agua fría al pozo. Tenemos que refrescar un poco ese barreño para poder bañarte.

—¡Nooo!

—Jones se va a enfadar mucho si no te das prisa —dije yo, blandiéndolo con gesto de desaprobación y ligera amenaza. Jones es un amo severo, intransigente, sin duda por haber sido educado como títere de palo.

Media hora después, un Babas abatido seguía sentado en la caldera humeante, con las ropas puestas. Su caldo natural había convertido el agua blanquecina, jabonosa, en una salsa parduzca y espesa. María Pústulas la revolvía con la pala, cuidándose de no levantar demasiada espuma, para no excitarlo. Yo examinaba a mi pupilo sobre los entretenimientos inminentes de la velada.

—Así pues, como Cornualles está en el mar, ¿cómo vamos a representar al duque, querido Babas?

—Como un fornicador de ovejas —dijo el gigante sin entusiasmo.

—No, muchacho, ése es Albany. Cornualles será fornicador de peces.

—Ah, sí, lo siento, Bolsillo.

—No te preocupes, no te preocupes. Todavía estarás húmedo del baño, me temo, de modo que lo aprovecharemos para la chanza. Unos cuantos resbalones y chapoteos le vendrán bien, y si de ese modo logramos insinuar que la propia princesa Regan es una consorte pez, no se me ocurre que alguien no se divierta.

—Excepto la princesa —dijo María.

—Bien, sí, aunque ella es muy literal y a menudo hay que explicarle una o dos veces por dónde embiste la chanza, para que capte su sentido.

—Así es, una buena embestida es el remedio para el escaso ingenio de Regan —apostilló Jones.

—Así es, una buena embestida es el remedio para el escaso ingenio de Regan —repitió Babas con la voz del títere.

—Sois hombres muertos —suspiró María.

—¡Eres hombre muerto, gilipollas! —pronunció una voz de hombre tras de mí.

Y ahí estaba Edmundo, el hijo bastardo de Gloucester espada en mano, cubriendo la única salida. Iba vestido de negro de los pies a la cabeza, la capa sujeta con un sencillo broche de plata. Los mangos de la espada y la daga eran cabezas de dragón de plata, con ojos de esmeraldas. Tenía una barba negra como el azabache y la llevaba perfectamente recortada. Yo admiro el estilo de que hace gala el bastardo, sencillo, elegante, maligno. Se ha ganado a pulso la oscuridad con que se reviste.

A mí, por otra parte, me llaman El Bufón Negro. No porque sea moro, por más que no albergo reservas contra quienes sí lo son, a los moros se les atribuye un gran talento estrangulando a sus esposas, y no me ofendería que así me llamaran por ello. Pero mi piel es tan nívea como la de cualquier inglés hambriento de sol. No, si me llaman así es por mi vestuario, una mezcla de rombos de raso y terciopelo negros, muy alejado del arco iris de los bufones al uso. Lear me dijo un día: «Negro como tu ingenio será tu atuendo, bufón. Tal vez un nuevo traje te impida retorcerle la nariz a la Muerte. La tumba me sigue los talones, no necesito que irrites a los gusanos antes de mi llegada». Cuando incluso un rey teme el filo retorcido de la ironía, ¿qué bufón iría desarmado?

—Desenvaina tu arma, bufón —dijo Edmundo.

—Por desgracia, señor, no llevo ninguna —respondí. Jones meneó la cabeza, con gesto desarmado.

Los dos mentíamos, claro. Atadas a la espalda llevaba tres dagas arrojadizas, de hoja endiabladamente afilada, que me había confeccionado mi armero para que las usara durante mis actuaciones bufas, y aunque nunca me había valido de ellas como armas, sí lo había hecho para cortar por la mitad unas manzanas apoyadas en la cabeza de Babas, y las había clavado en unas ciruelas que él sujetaba con la mano extendida, e incluso en unas uvas lanzadas al vuelo. No dudaba que una de ellas podía acabar en el ojo de Edmundo, para que liberara por él su amargura, como si de un absceso reventado con escalpelo se tratara. Si debía aprender una lección, no tardaría en aprenderla. Y, si no, ¿para qué molestarlo?

—Si no ha de ser combate, entonces será asesinato —dijo Edmundo, que se adelantó, apuntándome al corazón.

Yo me retiré y golpeé el filo de su espada con mi títere, que, por meterse en líos, perdió un cascabel de su gorrito.

De un salto me subí al borde de la caldera.

—Pero, señor, ¿por qué malgastar vuestra ira con un bufón pobre e indefenso?

Edmundo me zumbó un mandoble, que yo esquivé de un salto, y me planté en el otro extremo de la caldera. Babas soltó un grito, y María se escondió en un rincón.

—Me has llamado bastardo a gritos, desde las almenas.

—Así es. Os han anunciado como bastardo. Sois, señor, un bastardo. Y un bastardo de lo más injusto, pues quiere que muera con el sabor de la verdad aún en la lengua. Permitidme que pronuncie una mentira antes de que me ensartéis: qué ojos tan bondadosos los vuestros.

—Pero también has hablado mal de mi madre —añadió, situándose entre mi cuerpo y la puerta. Qué pésima planificación, construir un lavadero con sólo una salida.

—Tal vez haya dado a entender que era una furcia de baja estofa, pero, por lo que dice vuestro padre, tampoco en eso he faltado a la verdad.

—¿Qué? —inquirió Edmundo.

—¿Qué? —repitió Babas como un loro.

—¿Qué? —preguntó María.

—Es cierto, mequetrefe, vuestra madre era una furcia infecta.

—Disculpadme, señor, ser infecto no es tan malo —intervino María Pústulas, lanzando un rayo de optimismo sobre esa edad de tinieblas—. A las furcias se las acusa injustamente, pero a mí me parece que son mujeres con experiencia. Con mundo, si lo preferís.

—Esta fulana tiene razón, Edmundo. Pero, salvo por el lento descenso hacia la locura y la muerte, con pedazos de ti mismo descolgándose, la infección venérea es una verdadera bendición —dije yo, alejándome del radio de acción de la espada del bastardo, que me perseguía alrededor de toda la caldera—. Tomad a María como ejemplo. Eso, buena idea. Tomad a María. ¿Por qué malgastar vuestra energía, después de un largo viaje, asesinando a un bufoncillo cualquiera cuando podéis disfrutar de los placeres de una ramera cachonda que no sólo está dispuesta, sino que está impaciente, y que huele maravillosamente a jabón?

—Eso —dijo Babas, expeliendo espuma por la boca—. Es la imagen misma de la belleza.

Edmundo bajó la punta de la espada y miró a Babas por primera vez.

—¿Estás comiendo jabón?

—Sólo un pedacito —balbució el majadero entre burbujas—. Iban a tirarlo.

Edmundo volvió a fijarse en mí.

—¿Por qué estás hirviendo a este tipo?

—No he podido evitarlo —dije yo. (Qué exagerado ese bastardo, el agua apenas humeaba, y lo que parecía ebullición eran en realidad las ventosidades subacuáticas de Babas).

—Un gesto amable, joder. De lo más corriente, ¿no? —dijo María.

—Hablad bien, vosotros dos. —El bastardo se ladeó y, sin darme tiempo para ver qué sucedía, acercó mucho la punta de la espada al pescuezo de María—. Pasé nueve años en Tierra Santa matando sarracenos, de modo que acabar con una o dos personas más no me importa en absoluto.

—¡Esperad! —De un salto, volví a acercarme al borde de la caldera, y me llevé la mano libre a la espalda—. Esperad. Está recibiendo un castigo. Lo ha ordenado el rey. Por atacarme.

—¿Un castigo? ¿Por atacar a un bufón?

—«Que lo hiervan vivo», ordenó el rey.

Yo iba acercándome despacio a Edmundo, bordeando la caldera, en un intento de alcanzar la puerta. Me hacía falta ver bien, y, si se movía, no quería que el filo se hundiera en María.

—Todos saben el afecto que siente el rey por este bufón pequeño y negro —añadió María, asintiendo con entusiasmo.

—¡A la mierda! —gritó Edmundo, retirando la espada para clavársela.

María gritó. Yo extraje de su escondite una de mis dagas, la agarré por el filo, y me disponía a lanzarla al corazón de Edmundo cuando, con un golpe seco, algo se estrelló contra su cogote, y se dio de bruces contra la pared: la espada cayó al suelo, a mis pies, con gran estruendo.

Babas se había puesto en pie en la caldera y sostenía la pala de María, en la que había quedado pegado un mechón de pelo negro y un pedazo de piel ensangrentada del cuero cabelludo.

—¿Has visto eso, Bolsillo? Ha caído redondo.

Para Babas, todo aquello era una pantomima. Edmundo no se movía y, por lo que se veía, tampoco respiraba.

—Por las santas pelotas del Señor, Babas, has matado al hijo del conde. Ahora sí que nos van a colgar a todos.

—Pero es que iba a lastimar a María.

María se había sentado en el suelo, junto al cuerpo postrado de Edmundo, y empezó a acariciarle la única parte del pelo que no parecía manchada de sangre.

—Y yo que quería apaciguarlo a mi manera…

—Te habría matado sin pensarlo dos veces.

—Ah, los hombres y su temperamento. Miradlo, tiene un tipazo, ¿verdad? Y además es rico. —Le quitó algo del bolsillo—. ¿Qué es esto?

—Bien hecho, casquivana, por si el coma no fuera poco, ahora le robas, y claro, mejor ahora que aún está caliente, y las pulgas no lo han abandonado en pos de puertos más animados. Se nota que la Iglesia ha hecho mella en ti.

—No le estoy robando nada. Mira, es una carta.

—Dámela.

—¿Sabes leer? —Los ojos de la lavandera se abrieron como platos, más que si le hubiera confesado mi don para convertir el plomo en oro.

—Me crie en un convento, zorra. Soy una biblioteca ambulante de sabiduría, encuadernada en piel agradable al tacto, acariciable…, a tu servicio, en caso de que te apetezca compensar tu falta de formación con algo de cultura, o viceversa, claro está.

En ese momento, Edmundo tragó aire, y se revolvió en el suelo.

—¡Carajo! El bastardo está vivo.