Siempre hay un maldito fantasma
—¡Gilipollas! —graznó el cuervo.
Siempre hay un maldito cuervo.
—En mi modesta opinión, fue una tontería enseñarle a hablar —dijo el centinela.
—Yo soy tonto por contrato, escudero —respondí—. No sé si lo sabes, pero soy bufón. Bufón de la corte de Lear de Bretaña. Y lo de gilipollas te lo dice a ti.
—Piérdete —dijo el cuervo.
El escudero dio una lanzada al pajarraco negro, que abandonó el muro y emprendió el vuelo sobre el Támesis. Un barquero alzó la vista, nos vio en la torre y agitó la mano. Yo me subí al muro y le dediqué una reverencia.
—A su servicio, joder, gracias.
El escudero masculló algo y escupió al cuervo.
Siempre ha habido cuervos en la Torre Blanca. Hace mil años, antes de que Jorge II, el rey idiota de Mérica, destruyera el mundo, ya los había. Dice la leyenda que mientras haya cuervos en la Torre, Inglaterra seguirá siendo fuerte. Con todo, tal vez sí había sido un error enseñar a hablar a uno de ellos.
—¡El conde de Gloucester se acerca! —gritó el centinela de la muralla de poniente—. ¡Viene acompañado de su hijo Edgar y el bastardo Edmundo!
El escudero que seguía junto a mí esbozó una sonrisa burlona.
—Gloucester, ¿verdad? Pues no te olvides de representar ese trozo en el que tú haces de cabra y Babas hace de conde que te confunde por su esposa.
—Eso sería cruel —observé yo—. El conde acaba de enviudar.
—Pues bien que lo representaste la última vez que estuvo aquí, y ella todavía estaba caliente en la tumba.
—Bien, sí, eso fue un servicio que le hice…, trataba de que se olvidara un poco de su desgracia, ¿no?
—Y te salió muy bien, por cierto. ¡Qué balidos los tuyos! Parecía que el bueno de Babas te estuviera dando bien por detrás.
Me dije a mi mismo que, en cuanto se me presentara la ocasión, debía lograr que aquel centinela se precipitara muro abajo.
—He oído que quería asesinarte, pero que no pudo elevar tu caso al rey.
—Gloucester es noble, no le hace falta elevar ningún caso para asesinarme. Le basta con quererlo, y con tener espada.
—No lo veo probable —replicó el escudero—. Todo el mundo sabe que gozas de la protección de Lear.
Eso es cierto. Disfruto de cierta licencia.
—Por cierto, ¿has visto a Babas? Con Gloucester aquí, el rey nos pedirá que actuemos.
Mi aprendiz, Babas, era un chaval con la inteligencia de un buey y el tamaño de un caballo percherón.
—Estaba en la cocina cuando he comenzado la guardia —respondió el vasallo.
La cocina era un hervidero. El personal preparaba un banquete.
—¿Has visto a Babas? —le pregunté a Catador, que estaba sentado a una mesa y miraba con aprensión una rebanada de pan seco,[1] sobre la que aguardaba un filete de cerdo frío, la cena del rey. Se trataba de un joven delgado, enfermizo, escogido sin duda para desempeñar su oficio a causa de la debilidad de su complexión, y de su tendencia a caer muerto a la menor provocación. A mí me gustaba contarle mis tribulaciones, pues estaba seguro de que no llegarían lejos.
—¿A ti te parece que esto está envenenado?
—Es cerdo, muchacho. Delicioso. Cómetelo. La mitad de los hombres de Inglaterra se dejarían arrancar un testículo por poder zamparse el manjar, y eso que sólo es mediodía. A mí mismo está tentándome. —Moví la cabeza, le sonreí y agité un poco los cascabeles de mi gorro para darle ánimos. Fingí que le daba un bocado al cerdo—. Pero come tú antes, claro.
Un cuchillo se clavó en la mesa, junto a mi mano.
—¡Atrás, bufón! —dijo Burbuja, la jefa de cocina—. Ésta es la comida del rey, y si he de cortarte las pelotas para impedir que te la comas, lo haré.
—Mis pelotas son suyas, ya que me las pide, mi señora —declaré yo—. ¿Cómo las quiere, servidas sobre una rebanada de pan, o en un cuenco con nata, como los melocotones?
Burbuja carraspeó, desclavó el cuchillo de la mesa y regresó al banco de despiezar, donde se hallaba inmersa en la labor de destripar una trucha.
Con cada sacudida, su gran trasero se meneaba como una nube de tormenta bajo la falda.
—Eres un hombrecillo muy malo, Bolsillo —dijo Chillidos, esbozando una sonrisa tímida salpicada de pecas. Era la segunda de a bordo, una muchacha rolliza, pelirroja, de risa aguda y espíritu generoso por las noches. Catador y yo habíamos pasado muchas tardes agradables a aquella mesa, observándola cuando retorcía los pescuezos a los pollos.
Por cierto, yo me llamo Bolsillo. El nombre me lo puso la abadesa que me encontró a las puertas del convento cuando era recién nacido. Es verdad que no soy muy alto. Algunos dirían incluso que soy diminuto, aunque soy veloz como un gato, y la naturaleza me ha compensado con otros dones. Pero ¿malo?
—Creo que Babas se dirigía a los aposentos de la princesa —dijo Chillidos.
—Así es —corroboró Catador, adusto—. La señora mandó llamar a alguien para que le curara la melancolía.
—¿Y ha ido el imbécil? ¿Solo? El muchacho no está preparado. ¿Y si se equivoca, tropieza y cae sobre la princesa como una rueda de molino sobre una mariposa? ¿Estás seguro?
Burbuja dejó caer la trucha, ya sin tripas, en una cesta llena de resbaladizos copeces.[2]
—Y cantando «a cumplir con mi deber» que iba… Nosotros le hemos dicho que tú vendrías a buscarlo cuando hemos oído que venían la princesa Goneril y el duque de Albany.
—¿Viene Albany?
—¿Acaso no juró colgar tus entrañas de la lámpara? —preguntó Catador.
—No —le corrigió Chillidos—. Ese fue el duque de Cornualles. Lo que Albany quería era clavarle la cabeza en una lanza, creo. Era una lanza ¿no, Burbuja?
—Así es, clavarle la cabeza en una lanza. Ahora que lo pienso, qué gracioso, te parecerías al monigote que llevas ahí, pero en grande.
—Jones —dijo Catador, apuntando a mi báculo de juglar, Jones, que sí, es cierto, cuenta con una versión reducida de mi propio y atractivo rostro fijado en lo alto de un bastón macizo de nogal pulido. Jones habla por mí cuando mi propia lengua necesita exceder lo tolerable ante caballeros y nobles, pues su cabeza ya viene ensartada en una lanza por la ira de aburridos y malhumorados. Mis mejores habilidades se pierden con frecuencia a ojos del blanco de mis burlas.
—Sí, eso sería de lo más hilarante, Burbuja —imaginería irónica—, como que la encantadora Chillidos te pusiera a dar vueltas en un espetón, sobre el fuego, con una manzana en cada uno de tus orificios, para darte un poco de color, aunque me atrevería a decir que el castillo entero correría el peligro de arder por culpa del fuego que se prendería a toda la grasa que ibas a soltar, pero, hasta que eso sucediera, lo que nos íbamos a reír…
Esquivé una trucha lanzada con puntería, y sonreí a Burbuja por no haberme lanzado el cuchillo. Buena mujer, ella, a pesar de ser corpulenta e irascible.
—Bien, he de ir en busca de un gran necio baboso, si es que queremos preparar la diversión de esta noche.
Los aposentos de Cordelia se encontraban en la Torre de Septentrión, y el modo más rápido de llegar a ella era recorrer la muralla exterior por su parte alta. Cuando atravesaba la gran puerta fortificada, un escudero joven, de rostro picado, anunció:
—¡Salve, conde de Gloucester!
Más abajo, el noble, de barba cana, cruzaba el puente levadizo acompañado de su séquito.
—¡Salve, Edmundo, maldito bastardo! —grité yo desde lo alto de la muralla.
El vasallo me dio unos golpecitos en el hombro.
—Disculpad, mozalbete, pero según dicen, Edmundo es bastante sensible en lo que a su bastardía se refiere.
—Así es, escudero —dije yo—. No hace falta hurgar ni revolver mucho para verle el grano a ese necio, lo lleva bien visible en la cara. —Me asomé más al muro, y agité a mi Jones para que lo viera el bastardo, que trataba de quitarle el arco y una flecha a un caballero que montaba a su lado—. ¡Tú, villano espurio! —añadí—. ¡Cagarruta de carne apestosa expulsada del ano inmundo de una ramera con labio leporino!
El conde de Gloucester me dedicó una mirada torva al pasar bajo el rastrillo.[3]
—Ésa le ha ido directa al corazón —opinó el escudero.
—Demasiado dura, ¿te parece?
—Un poco.
—¡Lo siento! Con todo, el sombrero que lleváis es precioso, bastardo —admití, a modo de disculpa. Edgar y dos caballeros trataban de reducir al bastardo Edmundo, que seguía abajo. Yo abandoné lo alto de la muralla.
—No has visto a Babas, ¿verdad?
—En el gran salón, esta mañana —respondió el escudero—. Desde entonces, no.
Hasta lo alto de la fortificación llegó una llamada, que pasó de centinela en centinela hasta que oímos:
—¡El duque de Cornualles y la princesa Regan se aproximan por mediodía!
—¡Cojones en calzones!
Cornualles: avaricia destilada y villanía pura, congénita; degollaría a una monja por un cuarto de penique, y se quedaría con el dinero por pura diversión.
—No te preocupes, pequeñín, el rey mantendrá intacto tu pellejo.
—Así es, escudero, y si me llamas «pequeñín» en público, ese mismo rey te pondrá a montar guardia en el foso todo el invierno.
—Lo siento, señor juglar —se disculpó el escudero, agachándose para no parecer tan insultantemente alto—. He oído decir que la princesa Regan es toda una conejita en salsa, ¿eh?
Se agachó aun más para darme un codazo en las costillas, pues ahora resultaba que éramos los mejores amigos del mundo.
—Tú eres nuevo, ¿verdad?
—Llevo sólo dos meses de servicio.
—En ese caso, atiende mi consejo, joven escudero. Cuando te refieras a la hija mediana del rey, recalca que es muy blanca, pregúntate si es pía, pero a menos que quieras pasarte las guardias buscando la caja en la que han metido tu cabeza, reprime el impulso de subsanar tu ignorancia sobre sus partes pudendas.
—Eso no lo he entendido, señor.
—Que no hables de aquello de su fornicacidad, hijo mío. Cornualles ha arrancado los ojos de hombres que habían mirado a la princesa con apenas un chispazo de deseo.
—¡Qué desalmado! No lo sabía, señor. No diré nada.
—Y yo tampoco, buen escudero. Yo tampoco.
Así es cómo se sellan alianzas, se cimentan lealtades. Y cómo Bolsillo hace un amigo.
El muchacho tenía razón sobre Regan, claro. ¿Por qué no se me habrá ocurrido a mí llamarla «conejita en salsa», a mí, más que a ningún otro…? Bien, en tanto que artista debo admitir que sentí envidia ante aquella ocurrencia.
El salón privado del torreón de Cordelia se hallaba en lo alto de una escalera de caracol, iluminada sólo por las troneras en forma de cruz. Mientras subía por ella, oí unas risas.
—De modo que no valgo nada si no voy del brazo y no me acuesto en el lecho de cierto bufón con braguero —oí decir a Cordelia.
—Me habéis llamado vos —respondí, entrando en la estancia con el braguero en la mano.
Las damas de compañía ahogaron unas risitas. La joven lady Jane, que tiene trece años, gritó al verme, azorada, sin duda, por mi hombría evidente, o tal vez por el suave azote en el trasero que Jones le propinó.
—¡Bolsillo! —Cordelia, sentada, ocupaba el centro del corrillo de doncellas como si las recibiera en audiencia, con el pelo suelto, los rizos rubios que se descolgaban en cascada hasta su cintura, un sencillo vestido de lino, holgado, color espliego. Se puso en pie y se acercó a mí—. Nos honras con tu presencia, bufón. ¿Es que has oído rumores de que por aquí había animalitos a los que lastimar, o acaso esperabas volver a sorprenderme casualmente durante el baño?
Me llevé la mano al gorro, y los cascabeles tintinearon tímidamente.
—Me he perdido, mi señora.
—¿Una docena de veces?
—La orientación no es mi fuerte. Si deseáis un guía, iré a buscároslo, pero entonces no me reclaméis nada si triunfa vuestra melancolía y os arrojáis al arroyo, y vuestras adorables damas se congregan en derredor de vuestro cadáver hermoso y pálido. Que digan: «No se perdió en el mapa, pues confiaba en su guía, mas perdió su corazón por carecer de bufón».
Las damas de compañía ahogaron un grito al unísono, como si les hubiera dado el pie. Yo las habría bendecido, si todavía me hablara con Dios.
—Salid, salid, damas —ordenó Cordelia—. Dejadme a solas con mi bufón, que debo inventarme un castigo para él.
Las damas obedecieron y abandonaron la estancia.
—¿Castigo? ¿Por qué?
—Aún no lo sé —dijo—, pero para cuando se me haya ocurrido alguno, estoy segura de que ya habrás pecado.
—Vuestra seguridad me azora.
—Y a mí me azora tu humildad —replicó la princesa, que sonrió con una malicia excesiva para una doncella de tan corta edad. Nos llevamos menos de diez años (ignoro mi edad exacta), ella ha visto diecisiete primaveras, y en tanto que la más joven de las hijas del rey, siempre ha sido tratada como si igualara en fragilidad el cristal soplado. Mas a pesar de su dulzura, su ladrido asustaría a una comadreja loca.
—¿He de desvestirme para recibir mi castigo? —pregunté—. ¿Flagelación? ¿Felación? Sea lo que sea, soy vuestro sumiso penitente, mi señora.
—Nada de eso, Bolsillo. Necesito tu consejo, o al menos tu conmiseración. Mis hermanas vienen al castillo.
—Por desgracia, ya se encuentran en él.
—Ah, sí, es cierto. Albany y Cornualles quieren matarte. Qué mala suerte, ¿verdad? En cualquier caso, vienen al castillo, lo mismo que Gloucester y sus hijos. Dios santo, ellos también quieren matarte.
—Críticos implacables —comenté yo.
—Lo siento. Y otra docena de nobles también se ha congregado aquí, como el conde de Kent. Kent no quiere matarte. ¿O sí?
—No, que yo sepa. Pero es sólo la hora del almuerzo.
—Bien. ¿Y sabes por qué han venido todos?
—¿Para arrinconarme como a una rata en un barril?
—En los barriles no hay rincones, Bolsillo.
—Me parece demasiada molestia para matar a un bufón bajito, aunque de gran atractivo.
—No vienen por ti, estúpido. Vienen por mí.
—En ese caso, el esfuerzo para mataros debería ser todavía menor. ¿Cuántas personas hacen falta para retorcerte ese cuellito enclenque? Temo que Babas lo haga sin querer cualquier día de éstos. No lo habéis visto, ¿verdad?
—Va diciendo por ahí que esta mañana lo he echado. —Agitó la mano, furiosa, para regresar al tema que le interesaba—. ¡Padre quiere entregarme en matrimonio!
—Qué absurdo. ¿Quién iba a quereros?
La doncella se disgustó un poco, y sus ojos azules se riñeron de frío. Las comadrejas de toda Albión se estremecieron.
—Edgar de Gloucester siempre me ha querido, y el príncipe de Francia y el duque de Borgoña ya se encuentran aquí para prometerme.
—¿Para prometeros qué?
—¡Para prometerse!
—¿Prometerse qué?
—Para prometerse conmigo, para prometerse conmigo, estúpido. Los príncipes están aquí para casarse conmigo.
—¿Los dos? ¿Y Edgar?
Mi sorpresa iba en aumento. ¿Cordelia casada? ¿Alguno de ellos se la llevaría? ¡Era injusto! ¡Una mala pasada! ¡Un error! ¡Pero si ni siquiera me había visto desnudo!
—¿Y por qué iban a querer desposarse con vos? Pasar una noche con vos lo entiendo, claro. Todos se prometerían con vos para eso, con los ojos cerrados. Pero, para siempre, no lo creo.
—Bolsillo, te recuerdo que soy princesa, maldita sea.
—Precisamente por eso. ¿Para qué sirven las princesas? Como alimento de dragones y botín de los cazadores de recompensas…, mocosas malcriadas, moneda de cambio para obtener propiedades.
—No, no, querido bufón, olvidas que, en ocasiones, las princesas llegan a ser reinas.
—¡Ja, princesas! ¿Qué valéis vos si vuestro padre ha de atar doce condados a vuestro trasero para que esos bujarrones franceses se fijen en vos?
—Ah, sí. ¿Y qué vale un bufón? Mejor dicho, ¿qué vale el ayudante de un bufón?, pues tú te limitas a sujetarle el barreño de las babas al otro, que lo es por naturaleza.[4] ¿Qué rescate se pide por un juglar, Bolsillo? ¿Un cubo de espumarajos calientes?
Me llevé la mano al pecho.
—Tocado hasta el fondo —dije entre suspiros. Me acerqué tambaleando hasta una silla—. Sangro, sufro y muero por la lanza de vuestras palabras.
Cordelia se acercó a mí.
—No es cierto.
—No avancéis más. Las manchas de sangre no se borrarán jamás de vuestro vestido de lino… Perduran como vuestra crueldad, como vuestra culpa…
—Bolsillo, ya basta.
—Me habéis matado, señora, estoy más que muerto. —Fingí ahogarme, me agité espasmódicamente y fui presa de estertores—. Que se diga siempre que este humilde bufón llevó la alegría a todos los que lo conocieron.
—Eso no lo dirá nadie.
—Callad, mi niña. Me debilito por momentos. No respiro. —Miré horrorizado la sangre imaginaria que teñía mis manos. Resbalé por la silla camino del suelo—. Pero quiero que sepáis que, a pesar de vuestra naturaleza maligna y vuestros pies enormes, monstruosos, siempre os he…
Y entonces morí. Morí con gran maestría, añadiría, con un estertor al final y todo, como si la mano helada de la muerte me hubiera agarrado por el rabo.
—¿Qué? ¿Siempre me habéis qué…?
Yo no respondí, estando, como estaba, muerto, y no poco fatigado tras tanto jadeo y tanta sangre. A decir verdad, mientras actuaba, sentí como si tuviera una flecha clavada en el corazón.
—No me estás ayudando nada —se quejó Cordelia.
El cuervo se posó sobre la muralla cuando yo regresaba al edificio principal en busca de Babas, no poco vejado por la noticia de los inminentes esponsales de Cordelia.
—¡Fantasma! —graznó el cuervo.
—Eso no te lo he enseñado yo.
—¡Al carajo! —replicó el cuervo.
—Eso sí, así me gusta.
—¡Fantasma!
—Piérdete, pajarraco.
Entonces, un viento frío me mordió el trasero, y en lo alto de la escalera, en el torreón que se alzaba frente a mí, vi un resplandor entre las sombras, como de seda iluminada por el sol…, aunque su forma no era del todo femenina. Y la aparición proclamó:
A las tres hijas ofenderá
y el rey, ¡ay, Dios!, bufón será.
—¿Rimas? —inquirí yo—. ¿Acechas sin embozo a plena luz del día vomitando crípticas rimas? Mal asunto y arte rastrero el de hacer de fantasma a mediodía. El pedo de cualquiera anuncia peores condenas, tartamudo don nadie.
—¡Fantasma! —gritó de nuevo el cuervo, y el fantasma desapareció.
Siempre hay un maldito fantasma.