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PASAJERO EN MUSEO

What leaf-fringed legend haunts about thy shape

Of deities or mortals, or of both

In Tempe or the dales of Arcady?

JOHN KEATS.

Non non!… Debout! Dans 1'ére succesive!

Brisez, mon corps, cette forme pensive.

PAUL VALÉRY.

No me miréis ya más,

criaturas salvadas,

a mí, pobre de mí.

Vosotros, sabios barbas blancas,

vidas puras sentadas en sillones,

lentos destiladores

de lección en lección, por las vigilias,

de la última verdad,

la sin voz, la que a nadie podréis dar,

la prisionera triste,

que en la humedad os tiembla de los ojos.

Vosotras, quizá diosas, o mujeres,

ya en perpetua paz con vuestra carne,

felices habitantes del desnudo,

cada cual satisfecha confinada

en la isla prodigiosa que le traza

el tendido contorno de su cuerpo;

los pechos, ahora estrellas, por distantes,

inaccesiblemente luminosos,

casta luz administran, desde lejos.

Vosotros, cristalinos

párvulos, libertados

del enemigo que os crece dentro

mientras jugáis, jugando, día a día:

el adulto adversario de los juegos;

a salvo os estáis de la corriente,

aparte en el remanso del juguete

tan claro

que a la felicidad se le ve el fondo.

Con esos ojos de ultravida, vivos,

a mí, a mí me miráis, desvanecido

mortal, que vine a veros,

tan cegado de historias y catálogos

que os daba por muertos.

Medio oculta en tu fausto, tú, princesa,

Isabel, Juana, Clara Eugenia, y más:

la suficiente anónima, por bella,

que domina, sin nombre, a las nombradas;

pompa de terciopelo abullonado,

el cuello, lirio, la sonrisa, apenas,

y al fondo los imperios de las nubes.

Tú, mozo egipcio, con mirar de brasa,

tan joven consumido en pura llama

que no sabrás jamás de tu ceniza.

Tú, en pie, dama holandesa, alma en los ojos

—que no se ven— leyendo

una carta, esa hoja amarillenta

suelta de un indeciso continente,

detrás, en la pared, mapa de octubre;

absorta toda, menos una mano;

las puntas de sus dedos acarician

pensando que son teclas de algún clave,

ovalados recuerdos de los mares

que no se apartan nunca de tu cuello.

Tú, mártir ofrecido a los ultrajes,

colmándote de heridas y de escarnios,

hermana tu paciencia de la rama

tiernamente doblada

bajo el peso de pájaros y pájaros.

Allí detrás estáis, amurallados

en resplandor estático, frontera

de la paz y la lucha, duros brillos

que os guardan, rectángulos dorados.

Dentro, vosotros, quietos. Y yo, fuera,

del otro lado errante

y condenado a serlo, y a mis pasos

y a innumerables ruedas, y hasta alas;

que echando voy mi vida sucesiva

de quehacer en quehacer, de gesto en gesto

sobre el espacio blanco de los días

pobre imagen de cine

huyendo de haz en haz, sin encontrarse.

(Yo, que sueño en las rocas de la cima

que definen la sierra, y en su oficio

de aleccionar sin falla al peregrino

a fuerza de estar quietas, de ser fieles

a su inmovilidad sobre los cielos.)

Y aquí estoy, frente a otras: criaturas

a tiempo, para siempre, detenidas

en sólo una actitud, la que eterniza.

Estoy frente al doncel

que besa a la que besa. (Y no a las otras.)

Frente al noble que escoge,

elección es la mano sobre el pecho.

(Desdeñado el estoque,

el rosario sin dedos.)

Frente al cuerpo de ninfa, encaprichada

en no envolver sus gracias más que en ellas,

negándose a las telas.

(Las telas, enrolladas, tristemente,

tafetán, raso, brocatel de seda,

ellas, las que podían haber sido

ajustadas estofas de su gloria.)

La honda conformidad con que aceptasteis

cifrar la vida toda en un momento,

a una mirada reducir los ojos,

con los labios servir a sólo un beso,

os ganó esa morada en que os miro:

la gran vida absoluta.

La dicha está segura, ahí, a ese lado;

la vida que se para es lo inmortal,

la que acepta su marco.

Se os ve en vuestro ahora, el elegido,

como al agua, más clara, más perfecta,

en la mínima esfera de la gota

que no en infinitudes de océano.

Parada permanente en un instante

que a sí mismo se basta y se corona.

Ya no hay peligro, inmóviles, libertos

del movimiento, origen de ¡quién sabe!

(El movimiento riesgo, mil cuchillas,

mil víctimas presuntas, las hormigas

al andar, y mi aliento y las estrellas

que empaño, si respiro, fatalmente.

Y tantos automóviles sin ángeles

sacerdotes del ídolo: atropello.)

Ya tenéis abolido lo siguiente,

lo inmediato, el terror de lo que viene

—lo que se quiere y luego no se quiere—

y se le oyen los pasos

que avanzan por los largos corredores

laberínticos, que hay en los relojes.

Vuestra vida es de cima, calma augusta.

Nunca pasará nada en ese cuadro,

irá, vendrá, la luz por nuestros cielos,

y en ese azul no hay soles que se pongan.

Áureos arrecifes, en los marcos

se estrella sin cesar lo relativo

y ni su blanca espuma os alcanza.

Y yo, pobre de mí,

que traje mis miradas, tan cansinas

de trashumancias, mi rebaño triste

a apacentarse en esos tiernos verdes

de los paisajes y de las miradas,

me veo a mí, me lloro. Porque nunca

estaré con vosotros.

Siento la orden constante por mis venas:

transcurrir, sin parada,

de ansia a minuto, de minuto a ansia,

escapar de mí mismo, por buscarme,

huirme de entre mis manos, como un agua

que cojo en ellas y que gota a gota

me las deja vacías.

Por vosotros no lloro, que estáis muertos;

lloro por mi morir, que va corriendo

aquí en mi pulso sin poder pararlo,

porque la vida, dicen, dicen, dicen,

es eso, es un correr, sin paradero.

De mi invencible resistencia sufro

a entender la verdad del coro vuestro,

cántico en amarillos, verdes, blancos,

cántico que me grita por la vista

en este gran silencio de museo.

Sí, vuestra salvación fue la renuncia

a lo que hay a este lado de los marcos;

vivir, seguir, querer seguir viviendo,

abrir los ojos otra vez, cerrarlos

otra vez, con la fe del día nuevo.

Perdido estoy, mi sangre

quiere que siga siendo,

escoge, contra mí, contra vosotros,

la gran mortalidad: el movimiento.

Agudo son en vez de ángel flamígero

—el timbre de las cinco—

de tanto edén al vacilante arroja.

Traspaso el gran umbral y me resigno,

a un escalón tras otro, a más descenso;

bajando voy, cayendo. Y salgo al mundo

por la Quinta Avenida y el primer

sábado del otoño. Mano oculta

en guante, hoja de octubre, hasta mí llega

y me toca la frente: sacramento,

confirmación, la vida me confirma

por hijo suyo, inevitable muerto.

De pronto una hermosura de este mundo

me hiere como un rayo: es el aviso

de mi mortalidad —bocina, ruedas—

burlador, que me roza, ligerísimo.

¡Cuánta aventura, atravesar la calle!

Aparto de mi lado al distraído

—eterno compañero—

y ojo avizor prolongo, paso a paso,

calle abajo sin rumbo, vigilado

por veinte Argos de cuarenta pisos,

esta vida fugaz, que se negó

a quedarse parada entre las barras

que son del paraíso áureo precio.

También hay decisión, allá en lo alto:

nubes acuden, porque acaba el día,

nubes doradas, por los cuatro lados

a ofrecerle su marco a la hermosura

celeste de esta tarde, y que se quede.

Pero ella hermana inmensa

igual que yo declina eternidades.

Su pasar ella, el mío yo, aceptamos:

su noche, que ya viene, y mi mañana.