De noche la distancia
parece sólo oscuridad, tiniebla
que no separa sino por los ojos.
El mundo se ha apagado,
pasajera avería del gozo de mirarse;
pero todo
lo que se quiere cerca
está al alcance del querer, cerquísima,
como está el ser amado cuando está
su respirar, el ritmo de su cuerpo,
al lado nuestro aunque sin verse.
Se sueña
que en la esperanza del silencio oscuro
nada nos falta, y que a la luz primera
los labios y los ojos y la voz
encontrarán sus términos ansiados:
otra voz, otros ojos, otros labios.
Y amanece el error. La luz separa.
Alargando las manos no se alcanza
el cuerpo de la dicha, que en la noche
tendido se sentía junto al nuestro,
sin prisa por trocarlo en paraíso:
sólo se palpan soledades nuevas,
ofertas de la luz. Y la distancia
es distancia, son leguas, años, cielos;
es la luz, la distancia. Y hay que andarla,
andar pisando luz, horas y horas,
para que nuestro paso, al fin del día,
gane la orilla oscura
en que cesan las pruebas de estar solo.
Donde el querer, en la tiniebla, piensa
que con decir un nombre
una felicidad contestaría.
Y cuando en la honda noche se nos colman
con júbilos, con besos o con muertes,
los anhelosos huecos,
que amor y luz abrieron en las almas.