20

No, nunca está el amor.

Va, viene, quiere estar

donde estaba o estuvo.

Planta su pie en la tierra,

en el pecho; se vuela

y se posa o se clava

—azor siempre o saeta—

en un cielo distante,

que está a veces detrás,

y va de presa en presa.

En las noches mullidas

de estrellas y luceros

se tiende a descansar.

Allá arriba, celeste

un momento, la tierra

es el cielo del cielo.

Mira, la quiere, cae,

con ardor de subir.

Por eso no se sabe

de qué profundidad

viene el amor, lejana,

si de honduras de cielos

o entrañas de la tierra.

Ya

parece que está aquí,

que es nuestro, entre dos cuerpos,

que no se escapará,

guardado entre los besos.

Y su pasar, su rápido

vivir aquí en nosotros,

llega, fuerte, tan hondo

que aunque vuele y se huya

a buscar otros cambios,

a ungir a nuevos seres,

decimos: amor mío.

A su fugacidad,

con el alma del alma,

la llamamos lo eterno.

Y un momento de él

—de su tiempo infinito—

si nos toca en la frente,

será la vida nuestra.