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A veces un no niega

más de lo que quería, se hace múltiple.

Se dice «no, no iré»

y se destejen infinitas tramas

tejidas por los síes lentamente,

se niegan las promesas que no nos hizo nadie

sino nosotros mismos, al oído.

Cada minuto breve rehusado

—¿eran quince, eran treinta?—

se dilata en sinfines, se hace siglos,

y un «no, esta noche no»

puede negar la eternidad de noches,

la pura eternidad.

¡Qué difícil saber adónde hiere

un no! Inocentemente

sale de labios puros un no puro;

sin mancha ni querencia

de herir, va por el aire.

Pero el aire está lleno

de esperanzas en vuelo, las encuentra

y las traspasa por las alas tiernas

su inmensa fuerza ciega, sin querer,

y las deja sin vida y va a clavarse

en ese techo azul que nos pintamos

y abre una grieta allí.

O allí rebota

y su herir acerado

vuelve camino atrás y le desgarra

el pecho al mismo pecho que lo dijo.

Un no da miedo. Hay que dejarlo siempre

al borde de los labios y dudarlo.

O decirlo tan suavemente

que le llegue

al que no lo esperaba

con un sonar de «sí»,

aunque no dijo sí quien lo decía.