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Torpemente el amor busca.

Vive en mí como una oscura

fuerza entrañada. No tiene

ojos que le satisfagan

su ansia de ver. Los espera.

Tantea a un lado y a otro:

se tropieza con el cielo,

con un papel, o con nada.

Ni aire ni tierra ni agua

le sirven para salir

desde su mina a la vida,

porque él ni vuela ni anda.

Sólo quiere, quiere, quiere,

y querer no es caminar,

ni volar, con pies, con alas

de otros seres. El amor

sólo va hacia su destino

con las alas y los pies

que de su entraña le nazcan

cada día, que jamás

tocaron la tierra, el aire,

y que no se usaron nunca

en más vuelos ni jornadas

que los de su oficio virgen.

Y así mientras no le salgan

fuerzas de pluma en los hombros,

nuevas plantas,

está como masa oscura,

en el fondo de su mar,

esperando que le lleguen

formas de vida a su ansia.

Se acerca el mundo y le ofrece

salidas, salidas vagas:

una rosa, no le sirve.

El amor no es una rosa.

Un día azul; el amor

no es tampoco una mañana.

Le brinda sombras, espectros,

que no se pueden asir,

llenos de incorpóreas gracias;

pero un querer, aunque venga

de las sombras,

es siempre lo que se abraza.

Y por fin le trae un sueño,

un sueño tan parecido

que se siente todo trémulo

de inminencia, al borde ya

de la forma que esperaba.

Que esperaba y que no es:

porque un sueño sólo es sueño

verdadero

cuando en materia mortal

se desensueña y se encarna.

Y allá se vuelve el amor

a su entraña,

a trabajar sin cesar

con la fe de que de él salga

su mismo salir, la ansiada

forma de vivirse, esa

que no se puede encontrar

sino a fuerza

de esperar desesperado:

a fuerza de tanto amarla.