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¡Pastora de milagros!

¿Lo sobrenatural

nació quizá contigo?

Tu vida

maneja los prodigios

tan tuyamente como

el color de tus ojos,

o tu voz, o tu risa.

Y lo maravilloso

parece

tu costumbre, el quehacer

fácil de cada día.

Las sorpresas del mundo,

lanzadas desde lejos

sobre ti, como olas,

en mansa espuma blanca

a los pies se te quiebran,

dóciles, esperadas.

Lo imprevisto se quita,

al verte, su antifaz

de noche o de misterio,

se rinde:

tú ya lo conocías.

Andando de tu mano,

¡qué fáciles las cimas!

Alto se está contigo,

tú me elevas, sin nada,

tan sólo con vivir

y dejar que te viva.

Tus pasos más sencillos

en ascensión acaban.

Y en la altura se vive

sin sentir la fatiga

de haber subido. Tú

le quitas

al trabajo, el afán,

su gran color de pena.

Y en descensos alegres,

se sube, si tú guías,

la inmensa

cuesta arriba del mundo.

Cuando tu ser en proa

—velocísimo viento—

atraviesa la vida,

se les caen a las ramas

de lo que deseamos

los esfuerzos que cuestan,

el precio de la dicha,

como las hojas secas,

y te alfombran el paso.

Y yo sé que quererte

es convertir los días,

las horas, en peligros,

en llamas. Pero a todo

se sonríe por ti.

Porque vas sorteando

nuestra vida entre azares

ardientes, entre muertes,

tan inocentemente,

tan fuera del pecado,

que nos parece un juego

con las cosas más puras.

Tan sencilla queriéndome,

que a veces se me olvida

que vivo de milagro

el amor fabuloso

que al cargar sobre ti

ingrávido se torna.

Y como lo redimes

de sangre, o de tormento,

por fuerza de tu pecho,

con corazón de magia,

se siente la ilusión

de que nada nos cuesta

nada.

Que el hecho más sencillo,

el primero y el último

del mundo, fue querernos.