Crepúsculo. Sentado en un rincón
siento en el alma el poso de este día.
Aquí a mi lado,
firme pupila la ventana abre:
lo que ella ve de afuera
lo repite en el fondo de la estancia
un viejo espejo familiar, ingenua madre
que la luz y la vida nos transmite
pura y sin mancha.
En el espejo la mirada hundo
y en lo que veo en él: como en entraña
palpitante del mundo,
la sangre del ocaso hacia él afluye,
y por encima, las iniciaciones
de vagas ilusiones estelares
y el signo del apóstata —mas no la cruz—
y el «vencerás conmigo»,
clave de todo el arco.
¿Será posible? Acaso…
Me lanzo a la ventana. Miro:
cada cosa en su sitio, como siempre;
la montaña, el poniente y la estrella primera,
otra vez me confirman esa orden
que al nacer entendí, sin nada nuevo.
¿Y lo que yo esperaba?
Miro al espejo y sólo a mí me veo
—ya se borró el crepúsculo indeciso—
en la estampa de mí que me da el rostro.
De lo demás, allí en los ojos algo…
A mi rincón me vuelvo. Que la vida
se muera lentamente en el espejo.