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Cayó el papel al fuego (tú bien sabes

que eso es mentira.

El papel no cayó, tú lo tiraste).

Y una llama

alta y súbita echó sobre tu cara

un rubor, desde fuera,

cuando a tu rostro ya venía otro

rubor del alma, desde dentro.

Así las dos vergüenzas se besaron

en tu mejilla. Luego

—el fuego consumió lo que debía—

murió la llama y te quedaste pálido.