13

¡Qué gran víspera el mundo!

No había nada hecho.

Ni materia, ni números,

ni astros, ni siglos, nada.

El carbón no era negro

ni la rosa era tierna.

Nada era nada, aún.

¡Qué inocencia creer

que fue el pasado de otros

y en otro tiempo, ya

irrevocable, siempre!

No, el pasado era nuestro:

no tenía ni nombre.

Podíamos llamarlo

a nuestro gusto: estrella,

colibrí, teorema,

en vez de así, «pasado»;

quitarle su veneno.

Un gran viento soplaba

hacia nosotros minas,

continentes, motores.

¿Minas de qué? Vacías.

Estaban aguardando

nuestro primer deseo,

para ser en seguida

de cobre, de amapolas.

Las ciudades, los puertos

flotaban sobre el mundo,

sin sitio todavía:

esperaban que tú

les dijeses: «Aquí»,

para lanzar los barcos,

las máquinas, las fiestas.

Máquinas impacientes

de sin destino, aún;

porque harían la luz

si tú se lo mandabas,

o las noches de otoño

si las querías tú.

Los verbos, indecisos,

te miraban los ojos

como los perros fieles,

trémulos. Tu mandato

iba a marcarles ya

sus rumbos, sus acciones.

¿Subir? Se estremecía

su energía ignorante.

¿Sería ir hacia arriba

«subir»? ¿E ir hacia dónde

sería «descender»?

Con mensajes a antípodas,

a luceros, tu orden

iba a darles conciencia

súbita de su ser,

de volar o arrastrarse.

El gran mundo vacío,

sin empleo, delante

de ti estaba: su impulso

se lo darías tú.

Y junto a ti, vacante,

por nacer, anheloso,

con los ojos cerrados,

preparado ya el cuerpo

para el dolor y el beso,

con la sangre en su sitio,

yo, esperando

—ay, si no me mirabas—

a que tú me quisieses

y me dijeras: «Ya.»