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Y súbita, de pronto

porque sí, la alegría.

Sola, porque ella quiso,

vino. Tan vertical,

tan gracia inesperada,

tan dádiva caída,

que no puedo creer

que sea para mí.

Miro a mi alrededor,

busco. ¿De quién sería?

¿Será de aquella isla

escapada del mapa,

que pasó por mi lado

vestida de muchacha,

con espumas al cuello,

traje verde y un gran

salpicar de aventuras?

¿No se le habrá caído

a un tres, a un nueve, a un cinco

de este agosto que empieza?

¿O es la que vi temblar

detrás de la esperanza,

al fondo de una voz

que me decía: «No»?

Pero no importa, ya.

Conmigo está, me arrastra.

Me arranca del dudar.

Se sonríe, posible,

toma forma de besos,

de brazos, hacia mí;

pone cara de mía.

Me iré, me iré con ella

a amarnos, a vivir

temblando de futuro,

a sentirla de prisa,

segundos, siglos, siempres,

nadas. Y la querré

tanto, que cuando llegue

alguien

—y no se le verá,

no se le han de sentir

los pasos— a pedírmela

(es su dueño, era suya),

ella, cuando la lleven,

dócil, a su destino,

volverá la cabeza

mirándome. Y veré

que ahora sí es mía, ya.