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No, no dejéis cerradas

las puertas de la noche,

del viento, del relámpago,

la de lo nunca visto.

Que estén abiertas siempre

ellas, las conocidas.

Y todas, las incógnitas,

las que dan

a los largos caminos

por trazar, en el aire,

a las rutas que están

buscándose su paso

con voluntad oscura

y aún no lo han encontrado

en puntos cardinales.

Poned señales altas,

maravillas, luceros;

que se vea muy bien

que es aquí, que está todo

queriendo recibirla.

Porque puede venir.

Hoy o mañana, o dentro

de mil años, o el día

penúltimo del mundo.

Y todo

tiene que estar tan llano

como la larga espera.

Aunque sé que es inútil.

Que es juego mío, todo,

el esperarla así

como a soplo o a brisa,

temiendo que tropiece.

Porque cuando ella venga

desatada, implacable,

para llegar a mí,

murallas, nombres, tiempos,

se quebrarían todos,

deshechos, traspasados

irresistiblemente

por el gran vendaval

de su amor, ya presencia.