CLXXV

(MUERTE DE ABEL MARTIN)

Pensando que no veía

Porque Dios no le miraba,

dijo Abel cuando moría:

Se acabó lo que se daba,

J. de MAIRENA: «Epigrama»

I

Los últimos vencejos revolean

en torno al campanario;

los niños gritan, saltan, se pelean.

En su rincón, Martín el solitario.

¡La tarde, casi noche, polvorienta,

la algazara infantil, y el vocerío,

a la par de sus doce en sus cincuenta!

* * *

¡Oh alma plena y espíritu vacío,

ante la turbia hoguera

con llama restallante de raíces,

fogata de frontera

que ilumina las hondas cicatrices!

* * *

Quien se vive se pierde, Abel decía.

¡Oh distancia, distancia!, que la estrella

que nadie toca, guía.

¿Quién navegó sin ella?

Distancia para el ojo —¡oh lueñe nave!—,

ausencia al corazón empedernido,

y bálsamo suave

con la miel del amor, sagrado olvido.

¡Oh gran saber del cero, del maduro

fruto sabor que sólo el hombre gusta,

agua de sueño, manantial oscuro,

sombra divina de la mano augusta!

Antes me llegue, si me llega, el Día,

la luz que ve, increada,

ahógame esta mala gritería,

Señor, con las esencias de tu Nada.

II

El ángel que sabía

su secreto salió a Martín al paso.

Martín le dio el dinero que tenía.

¿Piedad? Tal vez. ¿Miedo al chantaje? Acaso.

Aquella noche fría

supo Martín de soledad; pensaba

que Dios no le veía,

y en su mudo desierto caminaba.

III

Y vio la musa esquiva,

de pie junto a su lecho, la enlutada,

la dama de sus calles, fugitiva,

la imposible al amor y siempre amada.

Díjole Abel: Señora,

por ansia de tu cara descubierta,

he pensado vivir hacia la aurora

hasta sentir mi sangre casi yerta.

Hoy sé que no eres tú quien yo creía;

mas te quiero mirar y agradecerte

lo mucho que me hiciste compañía

con tu frío desdén.

Quiso la muerte

sonreír a Martín, y no sabía.

IV

Viví, dormí, soñé y hasta he creado

—pensó Martín, ya turbia la pupila—

un hombre que vigila

el sueño, algo mejor que lo soñado.

Mas si un igual destino

aguarda al soñador y al vigilante,

a quien trazó caminos,

y a quien siguió caminos, jadeante,

al fin, sólo es creación tu pura nada,

tu sombra de gigante,

el divino cegar de tu mirada.

V

Y sucedió a la angustia la fatiga,

que siente su esperar desesperado,

la sed que el agua clara no mitiga,

la amargura del tiempo envenenado.

¡Esta lira de muerte!

Abel palpaba

su cuerpo enflaquecido.

¿El que todo lo ve no le miraba?

¡Y esta pereza, sangre del olvido!

¡Oh, sálvame Señor!

Su vida entera,

su historia irremediable aparecía

escrita en blanda cera.

¿Y ha de borrarte el sol del nuevo día?

Abel tendió su mano

hacia la luz bermeja

de una caliente aurora de verano,

ya en el halcón de su morada vieja.

Ciego, pidió la luz que no veía.

Luego llevó, sereno,

el limpio vaso, hasta su boca fría,

de pura sombra —¡oh pura sombra!— lleno.