CLXV

(SONETOS)

I

Tuvo mi corazón, encrucijada

de cien caminos, todos pasajeros,

un gentío sin cita ni posada,

como en andén ruidoso de viajeros.

Hizo a los cuatro vientos su jornada,

disperso el corazón por cien senderos

de llana tierra o piedra aborrascada,

y a la suerte, en el mar, de cien veleros.

Hoy, enjambre que torna a su colmena

cuando el bando de cuervos enronquece

en busca de su peña denegrida,

vuelve mi corazón a su faena,

con néctares del campo que florece

y el luto de la tarde desabrida.

II

Verás la maravilla del camino,

camino de soñada Compostela

—¡oh monte lila y flavo!—, peregrino

en un llano, entre chopos y candela.

Otoño con dos ríos ha dorado

el cerco del gigante centinela

de piedra y luz, prodigio torreado

que en el azul sin mancha se modela.

Verás en la llanura una jauría

de agudos galgos y un señor de caza,

cabalgando a lejana serranía,

vano fantasma de una vieja raza.

Debes entrar cuando en la tarde fría

brille un balcón de la desierta plaza.

III

¿Empañé tu memoria? ¡Cuántas veces!

La vida baja como un ancho río,

y cuando lleva al mar alto navío

va con cieno verdoso y turbias heces.

Y más si hubo tormenta en sus orillas,

y él arrastra el botín de la tormenta,

si en su cielo la nube cenicienta

se incendió de centellas amarillas.

Pero aunque fluya hacia la mar ignota,

es la vida también agua de fuente

que de claro venero, gota a gota,

o ruidoso penacho de torrente,

bajo el azul, sobre la piedra brota.

Y allí suena tu nombre ¡eternamente!

IV

Esta luz de Sevilla… Es el palacio

donde nací, con su rumor de fuente.

Mi padre, en su despacho. —La alta frente,

la breve mosca, y el bigote lacio—.

Mi padre, aun joven. Lee, escribe, hojea

sus libros y medita. Se levanta;

va hacia la puerta del jardín. Pasea,

A veces habla solo, a veces canta.

Sus grandes ojos de mirar inquieto

ahora vagar parecen, sin objeto

donde puedan posar, en el vacío.

Ya escapan de su ayer a su mañana;

ya miran en el tiempo, ¡padre mío!,

piadosamente mi cabeza cana.

V

Huye del triste amor, amor pacato,

sin peligro, sin venda ni aventura,

que espera del amor prenda segura,

porque en amor locura es lo sensato.

Ese que el pecho esquiva al niño ciego

y blasfemó del fuego de la vida,

de una brasa pensada, y no encendida,

quiere ceniza que le guarde el fuego.

Y ceniza hallará, no de su llama,

cuando descubra el torpe desvarío

que pendía, sin flor, fruto en la rama.

Con negra llave el aposento frío

de su tiempo abrirá. ¡Desierta cama,

y turbio espejo y corazón vacío!