CLXIV

GLOSANDO A RONSARD Y OTRAS RIMAS

Un poeta manda su retrato a

una bella dama, que le había

enviado el suyo.

I

Cuando veáis esta sumida boca

que ya la sed no inquieta, la mirada

tan desvalida (su mitad, guardada

en viejo estuche, es de cristal de roca),

la barba que platea, y el estrago

del tiempo en la mejilla, hermosa dama,

diréis: ¿a qué volver sombra por llama,

negra moneda de joyel en pago?

¿Y qué esperáis de mí? Cuando a deshora

pasa un alba, yo sé que bien quisiera

el corazón su flecha más certera

arrancar de la aljaba vengadora.

¿No es mejor saludar la primavera,

y devolver sus alas a la aurora?

II

Como fruta arrugada, ayer madura,

o como mustia rama, ayer florida,

y aun menos, en el árbol de mi vida,

es la imagen que os lleva esa pintura.

Porque el árbol ahonda en tierra dura,

en roca tiene su raíz prendida,

y si al labio no da fruta sabrida,

aun quiere dar al sol la que perdura.

Ni vos gritéis desilusión, señora,

negando al día ese carmín risueño,

ni a la manera usada, en el ahora

pongáis, cual negra tacha, el turbio ceño.

Tomad arco y aljaba —¡oh cazadora!—

que ya es el alba: despertad del sueño.

III

Pero si os place amar vuestro poeta,

que vive en la canción, no en el retrato,

¿no encontraréis en su perfil beato

conjuro de esa fúnebre careta?

Buscad del hondo cauce agua secreta,

del campanil que enronqueció a rebato

la víspera dormida, el timorato

pausado amor en hora recoleta.

Desdeñad lo que soy; de lo que he sido

trazad con firme mano la figura:

galán de amor soñado, amor fingido,

por anhelo inventor de la aventura.

Y en vuestro sabio espejo —luz y olvido—

algo seré también vuestra criatura.

ESTO SOÑÉ

Que el caminante es suma del camino,

y en el jardín, junto del mar sereno,

le acompaña el aroma montesino,

ardor de seco henil en campo ameno;

que de luenga jornada peregrino

ponía al corazón un duro freno,

para aguardar el verso adamantino

que maduraba el alma en su hondo seno.

Esto soñé. Y del tiempo, el homicida,

que nos lleva a la muerte o fluye en vano,

que era un sueño no más del adanida.

Y un hombre vi que en la desnuda mano

mostraba al mundo el ascua de la vida,

sin cenizas el fuego heraclitano.

EL AMOR Y LA SIERRA

Cabalgaba por agria serranía,

una tarde, entre roca cenicienta.

El plomizo balón de la tormenta

de monte en monte rebotar se oía.

Súbito, al vivo resplandor del rayo,

se encabritó, bajo de un alto pino,

al borde de una peña, su caballo.

A dura rienda le tornó al camino.

Y hubo visto la nube desgarrada,

y, dentro, la afilada crestería

de otra sierra más lueñe y levantada

—relámpago de piedra parecía—.

¿Y vio el rostro de Dios? Vio el de su amada.

Gritó: ¡Morir en esta sierra fría!

PÍO BAROJA

En Londres o Madrid, Ginebra o Roma,

ha sorprendido, ingenuo paseante,

el mismo taedium vítae en varios idiomas,

en múltiple careta igual semblante.

Atrás las manos enlazadas lleva,

y hacia la tierra, al pasear, se inclina;

todo el mundo a su paso es senda nueva,

camino por desmonte o por ruina.

Dio, aunque tardío, el siglo diecinueve

un ascua de su fuego al gran Baroja,

y otro siglo, al nacer, guerra le mueve,

que enceniza su cara pelirroja.

De la rosa romántica, en la nieve,

él ha visto caer la última hoja.

AZORÍN

La roja tierra del trigal de fuego,

y del habar florido la fragancia,

y el lindo cáliz de azafrán manchego

amó, sin mengua de la lis de Francia.

¿Cuya es la doble faz, candor, y hastío,

y la trémula voz y el gesto llano

y esa noble apariencia de hombre frío

que corrige la fiebre de la mano?

No le pongáis, al fondo, la espesura

de aborrascado monte o selva huraña,

sino, en la luz de una mañana pura,

lueñe espuma de piedra, la montaña,

y el diminuto pueblo en la llanura,

¡la aguda torre en el azul de España!

RAMÓN PÉREZ DE AYALA

Lo recuerdo… Un pintor me lo retrata,

no en el lino, en el tiempo. Rostro enjuto,

sobre el rojo manchón de la corbata,

bajo el amplio sombrero; resoluto

el ademán, y el gesto petulante

—un si es no es— de mayorazgo en corte;

de bachelor de Oxford, o estudiante

en Salamanca, señoril el porte.

Gran poeta, el pacífico sendero

cantó que lleva a la asturiana aldea;

el mar polisonoro y el sol de Homero

le dieron ancho ritmo, clara idea;

su innúmero camino el mar ibero

su propio navegar, propia Odisea.

EN LA FIESTA DE GRANDMONTAGNE

Leído en el Mesón del Segoviano

I

Cuenta la historia que un día,

buscando mejor España,

Grandmontagne se partía

de una tierra de montaña,

de una tierra

de agria sierra.

¿Cuál? No sé. ¿La serranía

de Burgos? ¿El Pirineo?

¿Urbión donde el Duero nace?

Averiguadlo. Yo veo

un prado en que el negro tono

reposa, y la oveja pace

entre ginestas de oro;

y unos altos, verdes pinos;

más arriba, peña y peña,

y un rubio mozo que sueña

con caminos,

en el aire, de cigüeña

entre montes, de merinos,

con rebaños trashumantes

y vapores de emigrantes

a pueblos ultramarinos.

II

Grandmontagne saludaba

a los suyos, en la popa

de un barco que se alejaba

del triste rabo de Europa.

Tras de mucho devorar

caminos del mar profundo,

vio las estrellas brillar

sobre la panza del mundo.

Arribado a un ancho estuario

dio en la argentina Babel.

El llevaba un diccionario

y siempre leía en él:

era su devocionario.

Y en la ciudad —no en el hampa—

y en la Pampa

hizo su propia conquista.

El cronista

de dos mundos, bajo el sol,

el duro pan se ganaba

y, de noche, fabricaba

su magnifico español.

La faena trabajosa,

y la mar y la llanura,

caminata o singladura,

siempre larga,

diéronle, para su prosa,

viento recio, sal amarga,

y la amplia línea armoniosa

del horizonte lejano.

Llevó del monte dureza,

calma le dio el oceano

y grandeza;

y de un pueblo americano

donde florece la hombría

nos trae la fe y la alegría

que ha perdido el castellano.

III

En este remolino de España, rompeolas

de las cuarenta y nueve provincias españolas

(Madrid del cucañista, Madrid del pretendiente)

y en un mesón antiguo, y entre la poca gente

—¡tan poca!— sin librea, que sufre y que trabaja,

y aun corta solamente su pan con su navaja,

por Grandmontagne alcemos la copa. Al suelo indiano,

ungido de las letras embajador hispano,

«ayant pour tout laquais votre ombre seulement»

os vais, buen caballero… Que Dios os dé su mano,

que el mar y el cielo os sean propicios, capitán.

A DON RAMÓN DEL VALLE-INCLÁN

Yo era en mis sueños, don Ramón, viajero

del áspero camino, y tú, Caronte

de ojos de llama, el fúnebre barquero

de las revueltas aguas de Aqueronte.

Plúrima barba al pecho te caía.

(Yo quise ver tu manquedad en vano).

Sobre la negra barca aparecía

tu verde senectud de dios pagano.

Habla, dijiste, y yo: cantar quisiera

loor de tu Don Juan y tu paisaje,

en esta hora de verdad sincera.

Porque faltó mi voz en tu homenaje,

permite que en la pálida ribera

te pague en áureo verso mi barcaje.

AL ESCULTOR EMILIANO BARRAL

…Y tu cincel me esculpía

en una piedra rosada,

que lleva una aurora fría

eternamente encantada.

Y la agria melancolía

de una soñada grandeza,

que es lo español (fantasía

con que adobar la pereza),

fue surgiendo de esa roca,

que es mi espejo,

línea a línea, plano a plano,

y mi boca de sed poca,

y, so el arco de mi cejo,

dos ojos de un ver lejano,

que yo quisiera tener

como están en tu escultura:

cavados en piedra dura,

en piedra, para no ver.

A JULIO CASTRO

Desde las altas tierras donde nace

un largo río, de la triste Iberia,

del ancho promontorio de Occidente

—vasta lira, hacia el mar, de sol y piedra—,

con el milagro de tu verso, he visto

mi infancia marinera,

que yo también, de niño, ser quería

pastor de olas, capitán de estrellas.

Tú vives, yo soñaba;

pero a los dos, hermano, el mar nos tienta.

En cada verso tuyo

hay un golpe de mar, que me despierta

a sueños de otros días,

con regalo de conchas y de perlas.

Estrofa tienes como vela hinchada

de viento y luz, y copla donde suena

la caracola de un tritón, y el agua

que le brota al delfín en la cabeza.

¡Roncas sirenas en la bruma! ¡Faros

de puerto que en la noche parpadean!

¡Trajín de muelle y algo más! Tu libro

dice lo que la mar nunca revela:

la historia de riberas florecidas

que cuenta el río al anegarse en ella.

De buen marino, ¡oh Julio!

—no de marino en tierra,

sino a bordo—, bitácora es tu verso

donde sonríe el norte a la tormenta.

Dios a tu copla y a tu barco guarde

seguro el ritmo, firmes las cuadernas,

y que del mar y del olvido triunfen,

poeta y capitán, nave y poema.

EN TREN

FLOR DE VERBASCO

A los jóvenes poetas que me honraron

con su visita en Segovia.

Sanatorio del alto Guadarrama,

más allá de la roca cenicienta

donde el chivo barbudo se encarama,

mansión de noche larga y fiebre lenta.

¿guardáis mullida cama,

bajo seguro techo,

donde repose el huésped dolorido

del labio exangüe y el angosto pecho,

amplio balcón al campo florecido?

¡Hospital de la sierra!…

El tren, ligero,

rodea el monte y el pinar; emboca

por un desfiladero,

ya pasa al borde de tajada roca,

ya enarca, enhila o su convoy ajusta

al serpear de un carril de acero.

Por donde el tren avanza, sierra augusta,

yo te sé peña a peña y rama a rama;

conozco el agrio olor de tu romero,

vi la amarilla flor de la retama;

los cantuesos morados, los jarales

blancos de primavera; muchos soles

incendiar tus desnudos berrocales,

reverberar en tus macizas moles.

Mas hoy, mientras camina

el tren, en el saber de tus pastores

pienso no más y —perdonad, doctores—

rememoro la vieja medicina.

¿Ya no se cuecen flores de verbasco?

¿No hay milagros de hierba montesina?

¿No brota el agua santa del peñasco?

*

Hospital de la sierra, en tus mañanas

de auroras sin campanas,

cuando la niebla va por los barrancos

o, desgarrada en el azul, enreda

sus guedejones blancos

en los picos de la áspera roqueda;

cuando el doctor —sienes de plata— advierte

los gráficos del muro y examina

los diminutos pasos de la muerte,

del áureo microscopio en la platina,

oirán en tus alcobas ordenadas,

orejas bien sutiles,

hundidas en las tibias almohadas,

el trajinar de estos ferrocarriles.

* * *

Lejos, Madrid se otea.

Y la locomotora

resuella, silba, humea

y su riel metálico devora,

ya sobre el ancho campo que verdea.

Mariposa montés, negra y dorada,

al azul de la abierta ventanilla

ha asomado un momento, y remozada,

una encina, de flor verdiamarilla…

Y pasan chopo y chopo en larga hilera,

los almendros del huerto junto al río…

Lejos quedó la amarga primavera

de la alta casa en Guadarrama frío.

BODAS DE FRANCISCO ROMERO

Porque leídas fueron

las palabras de Pablo,

y en este claro día

hay ciruelos en flor y almendros rosados

y torres con cigüeñas,

y es aprendiz de ruiseñor todo pájaro,

y porque son las bodas de Francisco Romero,

cantad conmigo: Gaudeamus!

Ya el ceño de la turbia soltería

se borrará en dos frentes fortunati ambo!

De hoy más sabréis, esposos,

cuánto la sed apaga el limpio jarro,

y cuánto lienzo cabe

dentro de un cofre, y cuántos

son minutos de paz, si el ahora vierte

su eternidad menuda grano a grano.

Fundación del querer vuestros amores

—nunca olvidéis la hipérbole del vándalo—

y un mundo cada día, pan moreno

sobre manteles blancos.

De hoy más la tierra sea

vega florida a vuestro doble paso.

SOLEDADES A UN MAESTRO

I

No es profesor de energía

Francisco de Icaza,

sino de melancolía.

II

De su raza vieja

tiene la palabra corta,

honda la sentencia.

III

Como el olivar,

mucho fruto lleva,

poca sombra da.

IV

En su claro verso

se canta y medita

sin grito ni ceño.

V

Y en perfecto rimo

—así a la vera del agua

el doble chopo del río—.

VI

Sus cantares llevan

agua de remanso,

que parece quieta.

Y que no lo está;

mas no tiene prisa

por ir a la mar.

VII

Tienen sus canciones

aromas y acíbar

de viejos amores.

Y del indio sol

madurez de fruta

de rico sabor.

VIII

Francisco de Icaza,

de la España vieja

y de Nueva España,

que en áureo centén

se graben tu lira

y tu perfil de virrey.

A EUGENIO D'ORS

Un amor que conversa y que razona,

sabio y antiguo —diálogo y presencia—,

nos trajo de su ilustre Barcelona;

y otro, distancia y horizonte: ausencia,

que es alma, a nuestro modo, le ofrecimos.

Y él aceptó la oferta, porque sabe

cuánto de lejos cerca le tuvimos,

y cuanto exilio en la presencia cabe.

Hoy, Xenius, hacia ti, viejo milano

las anchas alas en el aire ha abierto,

y una mata de espliego castellano

lleva en el pico a tu jardín diserto

—mirto y laureles— desde el alto llano

en donde el viento cimbra el chopo yerto.

Ávila, 1921

LOS SUEÑOS DIALOGADOS

I

¡Cómo en alto llano tu figura

se me aparece!… Mi palabra evoca

el prado verde y la árida llanura,

la zarza en flor, la cenicienta roca.

Y al recuerdo obediente, negra encina

brota en el cerro, baja el chopo al río;

el pastor va subiendo a la colina;

brilla un balcón de la ciudad: el mío.

El maestro. ¿Ves? Hacia Aragón, lejana,

la sierra de Moncayo, blanca y rosa…

Mira el incendio de esa nube grana,

y aquella estrella en el azul, esposa.

Tras el Duero, la loma de Santana

se amorata en la tarde silenciosa.

II

¿Por qué, decidme, hacia los altos llanos

huye mi corazón de esta ribera,

y en esta tierra labradora y marinera

suspiro por los yermos castellanos?

Nadie elige su amor. Llevóme un día

mi destino a los grises calvijares

donde ahuyenta al caer la nieve fría

las sombras de los muertos encinares.

De aquel trozo de España, alto y roquero,

hoy traigo a ti, Guadalquivir florido,

una mata del áspero romero.

Mi corazón está donde ha nacido

no a la vida, al amor, cerca del Duero…

¡El muro blanco y el ciprés erguido!

III

Las ascuas de un crepúsculo, señora,

rota la parda nube de tormenta,

han pintado en la roca cenicienta

de lueñe cerro un resplandor de aurora.

Una aurora cuajada en roca fría

que es asombro y pavor del caminante

más que fiero león en claro día,

o en garganta de monte osa gigante.

Con el incendio de un amor, prendido

al turbio sueño de esperanza y miedo,

yo voy hacia la mar, hacia el olvido

—y no como a la noche ese roquedo,

al girar del planeta ensombrecido—.

No me llaméis, porque tornar no puedo.

IV

¡Oh soledad, mi sola compañía,

oh musa del portento, que el vocablo

diste a mi voz que nunca te pedía!,

responde a mi pregunta: ¿con quién hablo?

Ausente de ruidosa mascarada,

divierto mi tristeza sin amigo,

contigo, dueña de la faz velada,

siempre velada al dialogar conmigo.

Hoy pienso: este que soy será quien sea;

no es ya mi grave enigma este semblante

que en el íntimo espejo se recrea,

sino el misterio de tu voz amante.

Descúbreme tu rostro, que yo vea

fijos en mí tus ojos de diamante.

DE MI CARTERA

I

Ni mármol duro y eterno,

ni música ni pintura,

sino palabra en el tiempo.

II

Canto y cuento es la poesía.

Se canta una viva historia,

contando su melodía.

III

Crea el alma sus riberas;

montes de ceniza y plomo,

sotillos de primavera.

IV

Toda la imaginería

que no ha brotado del río,

barata bisutería.

V

Prefiere la rima pobre,

la asonancia indefinida.

Cuando nada cuenta el canto,

acaso huelga la rima.

VI

Verso libre, verso libre…

Líbrate, mejor del verso

cuando te esclavice.

VII

La rima verbal y pobre,

y temporal, es la rica.

El adjetivo y el nombre

remansos del agua limpia,

son accidentes del verbo

en la gramática lírica,

del Hoy que será Mañana,

del Ayer que es Todavía.

1924