CAPÍTULO 9

Lanèfenuu había sido eistaa de Ikhalmenets desde hacía tantos años que sólo las más viejas de sus asociadas podían recordar la anterior eistaa; e incluso pocas de estas podían recordar su nombre. Lanèfenuu era tan amplia de espíritu como de cuerpo —una cabeza más alta que la mayoría de los yilanè—, y como eistaa había realizado grandes cambios físicos en la ciudad. El ambesed, donde permanecía sentada ahora en el lugar de honor, había sido construido por ella; el antiguo ambesed seguía existiendo como un campo de árboles frutales. Allí, en una concavidad natural de la ladera de la colina encima de la ciudad y el puerto, había modelado un ambesed para su propio placer. El sol de la mañana caía de lleno sobre su asiento elevado de madera tallada en la parte de atrás de la concavidad, incluso cuando el resto estaba en sombras. Detrás de ella, adaptándose a la curva natural de la tierra, había paneles de madera maravillosamente trabajados, tallados y pintados de una manera tan realista que durante las horas del día siempre había fargi formando apretados grupos y contemplándolos con boquiabierta admiración. Era un paisaje marino de olas azul oscuro y cielo azul claro, con enteesenat saltando altos mientras la oscura forma de un uruketo se extendía de uno a otro lado, casi de tamaño natural. En la parte superior de la alta aleta había sido tallada una figura, la réplica de la comandanta del uruketo, que tenía un parecido más que casual con la eistaa sentada debajo. Lanèfenuu había comandado un uruketo antes de ascender a la eminencia de su actual posición, y aún comandaba uno en espíritu. Sus brazos y la porción superior de su cuerpo estaban pintados con dibujos de olas rompientes. Cada mañana Elililep, acompañado por otro macho que transportaba sus pinceles y pigmentos, era llevado del hanale en un palanquín cerrado para trazar los dibujos.

Era evidente para Lanèfenuu que los machos eran más sensibles y artistas: también era bueno tomar un macho cada mañana. El que transportaba los pinceles de Elililep estaba destinado a satisfacerla, ya que el propio Elililep era demasiado valioso para terminar en las playas.

Lanèfenuu creía firmemente, aunque nunca lo mencionaba a Ukhereb, pues sabía que la científica se echaría a reír, que su diaria satisfacción sexual era la razón de su continuada longevidad.

Ese día sentía sus años. La luz del sol invernal no la calentaba, y sólo el calor corporal de la capa viva con la que se envolvía la impedía sumirse en un sueño comatoso. Y ahora había añadido a todas sus demás preocupaciones el peso de la desesperación que la recién llegada comandanta había depositado sobre ella. Alpèasak la joya del oeste, la esperanza de su propia ciudad, había desaparecido. Destruida por ustuzou locos…, si se podía creer a Erefnais. Sin embargo, tenía que creerla, porque aquel no era un informe de segunda o tercera mano transmitido por una fargi yileibe. Erefnais, comandanta de un uruketo, la responsabilidad suprema, había estado allí, y lo había visto con sus propios ojos. Y la otra superviviente, Vaintè, la que había hecho crecer la ciudad, había sido testigo también de su destrucción. Ella sabría más de lo que había ocurrido que la comandanta, que había permanecido todo el tiempo en su uruketo. Lanèfenuu se agitó en su asiento e hizo signo de atención. Muruspe, la ayudanta que nunca se apartaba de su lado, avanzó rápidamente, lista para recibir instrucciones.

—Muruspe, quiero ver a la recién llegada llamada Vaintè, que llegó hoy en el uruketo. Tráemela.

Muruspe hizo signo de obediencia inmediata y se apresuró a dirigirse a las fargi ayudantas para repetirles exactamente el mensaje de Lanèfenuu. Cuando les pidió que le repitieran el mensaje algunas de ellas farfullaron, por mala memoria o debilidad en su habla, no importaba.

Echó a estas, que se apresuraron a desaparecer de su vista, avergonzadas por su fracaso, luego hizo que las demás repitieran la orden de la eistaa hasta que lo dijeron correctamente.

Salieron del ambesed, en todas direcciones, apresurándose con orgullo de llevar un mensaje de su eistaa. Cada una a la que preguntaron difundió aún más la noticia por la ciudad, hasta que, al cabo de un período muy corto de tiempo, una de las ayudantas de Ukhereb se apresuró a su presencia haciendo signo de información de gran importancia.

—La eistaa ha enviado mensaje a través de toda la ciudad. La presencia de tu invitada Vaintè es requerida.

—Iré —dijo Vaintè, poniéndose de pie—. Condúceme hasta allí.

Ukhereb hizo gesto a su ayudanta de que se fuera.

—Yo te llevaré, Vaintè. Es más apropiado. La eistaa y yo trabajamos juntas por la causa de Ikhalmenets…, y me temo que sé lo que desea hablar contigo. Mi lugar está allí, a su lado.

El ambesed estaba tan vacío como si fuera de noche, no un día nublado. Las sempiternas fargi habían sido alejadas, y tan sólo algunas oficialas menores y sus ayudantas permanecían junto a todas las entradas para impedir su regreso. Mirando hacia fuera para asegurar la intimidad de la eistaa. La regla de Lanèfenuu era firme:

aquella era su ciudad, y si ella prefería la intimidad de todo el ambesed, antes que la de una cámara pequeña, eso era lo que obtenía. Vaintè admitió la erecta fuerza de la alta y firme figura sentada contra la pintada madera tallada, captó de inmediato que se hallaba ante una igual.

Los sentimientos de Vaintè se reflejaron en la firmeza de su paso cuando avanzó no siguiendo sino caminando al lado de Ukhereb, y Lanèfenuu halló un gran interés en esto, porque nadie se había aproximado a ella como una igual desde el huevo del tiempo.

—¡Tú eres Vaintè de Alpèasak, recién llegada! Háblame de tu ciudad.

—Ha sido destruida. —Movimientos de dolor y muerte—. Por ustuzou. —Calificadores que multiplicaron varias veces la afirmación anterior.

Cuéntame todo lo que sepas con el mayor detalle, empezando por el principio, y no omitas nada, porque quiero saber por qué y cómo ocurrió.

Vaintè permaneció de pie con las piernas ligeramente separadas y el cuerpo erguido, y su relato fue largo y detallado. Lanèfenuu no se agitó ni reaccionó en ningún momento, aunque Ukhereb se sintió impulsada hacia movimientos de dolor y pequeños gritos más de una vez. Si Vaintè fue menos que franca respecto de algunas de sus relaciones con el ustuzou cautivo, particularmente respecto de aquella nueva cosa llamada mentiras, fue sólo un error de omisión, y la historia fue larga. También omitió toda referencia a las Hijas de la Muerte como algo no relevante, para ser discutido en algún momento futuro. Habló simple y llanamente de cómo había desarrollado la ciudad, cómo los ustuzou habían matado a los machos en las playas del nacimiento, cómo ella había defendido la ciudad contra el enemigo desde fuera y se había visto obligada a emplear la agresión en esa defensa. Si remarcó el implacable odio de las criaturas hacia las yilanè fue simplemente porque era un hecho. Cuando llegó al final, controló todos sus sentimientos mientras describía la destrucción y la muerte, la lucha de las pocas supervivientes. Luego terminó, pero la posición de sus brazos sugería que había más de lo que era necesario hablar.

—¿Qué más puede añadirse a esos terrores? —preguntó Lanèfenuu, hablando por primera vez.

—Dos cosas. Es importante que te hable en privado de otras que abandonaron la ciudad, y que ahora deben hallarse también en las orillas de Entoban. Es un asunto muy serio, pero completamente independiente.

—¿Y el segundo asunto de importancia?

—¡Relevante! —dijo esto con voz fuerte, con modificadores de gran urgencia, fuerza y absoluta certidumbre.

Relevante con respecto a todo lo que te he dicho. Ahora sé cómo defender una ciudad contra el fuego. Ahora sé cómo destruir en gran número a los ustuzou. Ahora sé lo que hicieron mal aquellas que murieron para que nosotras pudiéramos tener ese conocimiento. Ahora sé que las yilanè están destinadas a Gendasi, las tierras vacías al otro lado del mar. Esto es algo que tiene que ocurrir.

Desde el huevo del tiempo no habían soplado vientos tan fríos como los que están soplando ahora, que destruyen las ciudades yilanè al norte de nosotras. Nadie sabe dónde se detendrá esto. Ahí está Eregtpe, donde lo único que se agita en las calles son las hojas muertas. Ahí está Soromset, con blanqueados huesos yilanè sobre el poly blanco. Ahí está mi ciudad de Inegban, que hubiera muerto en Entoban, pero en cambio se fue a Gendasi para vivir. Y ahora siento que los fríos vientos soplan a través de Ikhalmenets ceñida por el mar y temo por todas aquí.

¿Llegará el frío hasta este lugar? No lo sé. Pero sí sé esto, fuerte Lanèfenuu. Si lo hace e Ikhalmenets tiene que vivir, debe hacerlo en Gendasi, porque no hay otro lugar adonde ir.

Lanèfenuu buscó algún signo de debilidad o duda en las palabras o la actitud de Vaintè…, pero no halló ninguno.

—¿Podemos hacer esto, Vaintè? —preguntó.

—Podemos hacerlo.

—Cuando los fríos vientos lleguen a Ikhalmenets, ¿puede Llhalmenets ir a Gendasi?

—El mundo cálido de allá nos aguarda. Llevarás Ikhalmenets allí, Lanèfenuu, porque veo que posees la fuerza necesaria. Te pido sólo que me ayudes. Cuando estemos allí, solicito solamente que se me permita matar a los ustuzou que nos están matando. Déjame servirte.

Vaintè y Ukhereb se dieron la vuelta como dictaba la educación cuando Lanèfenuu se sumió en la inmovilidad del pensamiento profundo. Pero ambas mantuvieron un ojo enfocado hacia atrás aguardando cualquier movimiento que hiciera la otra. Tomó largo rato, porque había mucho que Lanèfenuu debía considerar. Las nubes se abrieron y el sol avanzó por el cielo, pero las tres siguieron tan inmóviles como si estuvieran talladas en piedra, como sólo las yilanè pueden hacer.

Cuando finalmente Lanèfenuu se agitó, se volvieron de nuevo hacia ella y aguardaron con atención.

—Hay que tomar aquí una decisión. Pero es una decisión demasiado importante para tomarla de inmediato; primero Ukhereb debe hablarme más de lo que le han contado las científicas del norte. Vaintè debe hablarme de este otro asunto que no puede ser discutido en público. ¿Se relaciona también con el cálido Gendasi?

—Indirectamente, puede tener una gran importancia al respecto.

—Entonces, sígueme y hablaremos.

Lanèfenuu caminó lentamente, bajo el peso de la gravedad de las decisiones que debía tomar. Su cámara dormitorio era pequeña y oscura y había sido diseñada para ser más parecida al interior de un uruketo que una habitación de una ciudad. La luz procedía de manchas fosforescentes, y había una portilla redonda y transparente en una pared que mostraba al otro lado un artísticamente dibujado paisaje marino. Lanèfenuu tomó un fruto de agua y lo vació a medias, luego se aposentó en su tablero de descanso. Había otros dos tableros para las visitantes uno contra la pared del fondo, uno cerca de la entrada.

Lanèfenuu hizo signo a Vaintè de que usara el de la entrada.

—Habla —ordenó.

—Debo hacerlo. Debo hablar de las Hijas de la Muerte. ¿Las conoces?

El gran suspiro de Lanèfenuu no fue de desesperación sino de triste comprensión.

—Las conozco. Y, por lo que Erefnais me dijo, estaba segura de que ellas eran las otras pasajeras. Y ahora están libres para difundir el veneno de sus pensamientos en el cálido Yebeisk. ¿Cuáles son tus sentimientos respecto de esas criaturas?

Aquella sencilla pregunta abrió la puerta del odio que Vaintè mantenía sellada en su interior, dejó que fluyera el torrente. No pudo detenerlo ni controlarlo. Su cuerpo y sus miembros se estremecieron con todas las formas de disgusto y odio, mientras que sólo sonidos inarticulados emergían de su garganta mientras sus dientes rechinaban en espumeante rabia. Necesitó un largo momento para controlar de nuevo su cuerpo, y sólo cuando consiguió permanecer firme e inmóvil se atrevió a hablar.

—Me resulta difícil expresar mi odio hacia esas criaturas de alguna manera racional. Siento vergüenza ante mi exhibición de rabia incontrolada. Pero ellas son la razón de que yo esté aquí. He tenido que venir para contarte sus perversiones, para advertirte de su peligro si es que no lo conoces ya, para preguntarte si ellas y su veneno mental no han alcanzado ya Ikhalmenets ceñida por el mar.

—Lo han hecho…, y no lo han hecho. —Aunque Lanèfenuu permanecía sentada sólida y firme, había más que una sugerencia de disolución y muerte en la manera en que hablaba—. Supe de esas criaturas hace tiempo. Decidí entonces que su enfermedad no se difundiría aquí.

Lichalmenets es llamada cercada por el mar por una buena razón, porque nuestras jóvenes han nacido aquí y permanecen aquí, y ninguna fargi viene de otras ciudades. Nuestros uruketos son nuestro único contacto con el mundo. Y lo que traen hasta aquí lo sé inmediatamente.

Algunas de estas Hijas de la Muerte vinieron, y fueron devueltas sin poner siquiera un pie en tierra. Esto puede hacerse con aquellas sin rango.

—Pero una yilanè va donde una yilanè va —dijo Vaintè, sorprendida, pues el libre tránsito era como el aire que una respiraba, el agua en la que una nadaba, y no podía considerar ninguna otra posibilidad.

—Eso es cierto —dijo Lanèfenuu, hablando con enorme dificultad porque alguna intensa emoción había crispado sus músculos—. Cuando te vi por primera vez, Vaintè, sentí que eras una como yo, alguien que recorría mi mismo sendero. Lo que me has dicho no ha hecho más que profundizar esa sensación. Veo un futuro compartido, así que ahora te digo lo que nadie más sabe. Sí han llegado yilanè a Ikhalmenets ceñida por el mar, y entre ellas había quienes hablaban bien de las Hijas de la Muerte. Hice que todas aquellas de quienes sospechaba que podían ser capaces de subversión fueran traídas a mí a esta cámara, y ellas me hablaron, y yo las escuché.

Lanèfenuu hizo una larga pausa, con los ojos mirando hacia dentro, hacia atrás en el tiempo, viendo acontecimientos transcurridos hacía mucho y que sólo ella conocía.

—Aquellas que estaban decididas a difundir su subversión, pese a mis peticiones de que abandonaran Ikhalmenets, esas, y sólo esas, se enfrentaron a mí. Después de que habláramos, les dije que se sentaran, como te lo he dicho a ti. Pero en ese otro tablero. Si lo examinas a la luz, verás una zona brillante en su centro. Una criatura viva que contiene una de las glándulas del hesotsan, ¿comprendes lo que te digo? Nunca abandonaron esta cámara, Vaintè. ¿Sabes lo que eso significa? Todas están ahí dentro. —Hizo un gesto hacia una pequeña puerta en la pared—. Alimentan las raíces de esta ciudad con sus cuerpos, no con sus ideas, y así es como debe ser.

Cuando la importancia de lo que acababa de decir Lanèfenuu penetró en los entumecidos sentidos de Vaintè, se dejó caer hacia delante en la posición de inferior a superior, luego habló con el mismo tono.

—Déjame que te sirva, Lanèfenuu, durante el resto de mis días. Porque tú tienes la fuerza que me ha sido negada, la fuerza de actuar como mejor sabes, independientemente de lo que las otras puedan pensar, la fuerza de enfrentarte a la costumbre de las eras en defensa de tu ciudad. Seré tu fargi y obedecer tus órdenes y te serviré siempre.

Lanèfenuu tendió las manos y tocó ligeramente con sus pulgares la cresta de Vaintè, en el gesto que significaba alegría compartida. Cuando habló, había armónicos de grandes pesos echados a un lado en lo que dijo.

—Sírveme, fuerte Vaintè, como yo te serviré a ti. Tenemos el mismo viaje que hacer…, sólo que hasta ahora habíamos tomado caminos distintos. Pero veo que nuestros caminos se han unido en este momento. A partir de ahora viajaremos juntas. Ni los ustuzou ni las Hijas de la Muerte prevalecerán ante nosotras. Todos serán barridos.

El mañana de mañana será como el ayer de ayer…, sin ningún recuerdo de esas innombrables criaturas en medio.

Uveigil as nep, as rath at stakkiz-markiz fallar ey to marni.

Original marbak

No importa lo largo y cálido que sea el verano… el invierno siempre aguarda a su final.