CAPÍTULO 8

Armun no estaba preparada para comer su carne cruda como había hecho el muchacho. Una presa recién cogida era una cosa, la había comido antes, pero no el tipo de carne que Angajorqaq sacó de un hueco en la sucia pared. Era vieja, estaba corrompida, y hedía. Angajorqaq pareció no darse cuenta de ello mientras cortaba un trozo para ella misma, luego otro para Armun. Armun no pudo rechazarlo…, pero tampoco fue capaz de llevárselo a la boca. Lo mantuvo reluctante entre los dedos, pegajoso al tacto, y se preguntó qué hacer con él. Si lo rechazaba sería un insulto a la hospitalidad. Buscó desesperadamente una salida. Depositó a Arnhweet sobre las pieles, donde el niño siguió masticando alegremente su trozo de correosa carne ahumada, luego se volvió, llevándose la mano a la boca como si se metiera el trozo que acababa de recibir. Fingió que lo comía mientras apartaba a un lado la cortina de piel que cubría la puerta y se dirigía a la rastra. Una vez fuera de la vista, ocultó la carne entre sus pieles y encontró la vejiga abierta de la carne murgu. La carne casi cruda, como jalea, que los tanu comían de manera tan reluctante les gustaría a los paramutanos.

Les gustó, tremendamente. Angajorqaq halló maravilloso su sabor, y llamó a Kalaleq para que se uniera a ellas, para que probara aquella nueva cosa. Comió con manos ensangrentadas, lanzando exclamaciones acerca de lo buena que era mientras devoraba grandes bocados.

Llevaron también un poco a Kukujuk, y Harl aceptó una porción. Mientras comían, Angajorqaq calentó agua sobre un pequeño fuego en un cuenco de piedra, y la echó por encima de unas hojas secas en unos cuencos de cuero para hacer una infusión. Kalaleq bebió ruidosamente luego se comió las hojas del cuenco. Armun probó el suyo y le gustó. El día estaba terminando mucho mejor de lo que había empezado. El refugio era cálido y libre de corrientes de aire. Podía comer y descansar…, y no caer dormida, como había hecho todas las demás noches, con el temor de la caminata del día siguiente gravitando sobre ella.

Por la mañana, Kalaleq rebuscó profundamente en la parte de atrás de la cabaña y extrajo una serie de fardos enrollados para que ella los inspeccionara. Algunos eran pieles curtidas, tiras negras tan largas que no pudo imaginar el animal del que habían sido extraídas. También había pellejos cosidos llenos con una densa grasa blanca. Kalaleq cogió un poco haciendo cuchara con los dedos y se la ofreció. El sabor era intenso y agradable. Arnhweet quiso probarla también.

—¡Come, come! —dijo el hombre, y le dejó lamer sus dedos.

Entonces Kalaleq se dedicó a una intensa pantomima.

Enrollando y desenrollando los pellejos, señalando a Armun, luego señalando hacia el sendero por donde ellos habían venido, sosteniendo su cuchillo de pedernal en una mano, agitando una piel con la otra, luego cambiando de manos y gritando: «Adiós». Todo aquello era completamente misterioso.

No para Harl, que parecía comprender mejor que ella a esa gente.

—Creo que quiere saber dónde están los otros tanu. Quiere darles algo de la grasa.

Armun se señaló a sí misma y a Harl y Arnhweet luego hacia el sendero, y dijo adiós una y otra vez. Cuando Kalaleq comprendió finalmente lo que quería decir, suspiró profundamente y volvió a enrollar los pellejos, luego los trasladó a la orilla. Kukujuk se apresuró a ayudarle, y Harl se le unió. Tras un viaje a la orilla del agua corrió de vuelta a Armun, lleno de excitación, señalando.

—¡Mira, mira esa gran roca negra de ahí! No es una roca, en absoluto. Ven a ver. Es un bote, eso es lo que es.

Arnhweet fue torpemente tras él, a través de las dunas y sobre los secos matojos de hierba hasta la arenosa orilla Harl estaba en lo cierto: el negro bulto tenía la silueta de un bote vuelto del revés, con su fondo hacia arriba.

Kalaleq lo estaba examinando cuidadosamente, revisándolo para asegurarse de que no tenía fisuras. Era un bote extraño, no hecho con un tronco ahuecado como los botes de los tanu, sino de una sola y enorme pieza de resistente cuero negro. Cuando Kalaleq estuvo satisfecho de su inspección, se inclinó sobre él, sujetó un extremo y le dio la vuelta. Harl se cogió de la borda para echar una mirada dentro, y Arnhweet se puso a gritar hasta que lo cogieron en brazos y pudo mirar también.

Era una sorprendente construcción. Largas tiras de madera habían sido atadas juntas para darle su forma y consistencia. El cuero había sido tensado sobre ellas para formar la parte exterior del bote. Armun pudo ver cómo el cuero estaba formado en realidad por varias pieles, cortadas para que encajaran con la forma del bote, luego cosidas entre sí. Las costuras estaban recubiertas con la misma sustancia negra que hacía que los tazones de cuero fueran impermeables. Era una auténtica maravilla.

Ahora que Kalaleq había decidido irse, no había tiempo que perder. Sus pertenencias fueron bajadas del refugio, incluso la cortina de piel que tapaba la puerta, y amontonadas sobre la arena. Todo el mundo colaboró en el trabajo, incluso Arnhweet, que se tambaleaba orgulloso bajo el peso de una de las pieles. Cuando todo estuvo en la orilla, Kalaleq empujó el bote al agua. Quedó flotando allí, oscilando en las pequeñas olas, y Kalaleq saltó dentro. Parecía haber un lugar especial para almacenarlo todo que sólo él sabía, así que gritó muchas instrucciones mientras le tendían las cosas de una en una.

Cuando Angajorqaq le pasó los pertrechos de la rastra de Armun, esta supo que era el momento de tomar una decisión… o quizás esta ya había sido tomada por ella.

Miró hacia las dunas, con las colinas al fondo, y supo que sólo la helada muerte la aguardaba allí. En realidad, no tenía elección, ninguna en absoluto. Dondequiera que fuesen los paramutanos, tendría que ir con ellos.

Harl subió al bote detrás de Kukujuk y Armun le tendió a Arnhweet, que reía como si todo aquello fuera enormemente divertido. Angajorqaq la animó a subir ella también con suaves palmadas, y eso hizo. Angajorqaq se sentó en la arena y desenrolló las telas que cubrían sus piernas y pies y las arrojó al bote. Como su rostro y manos, un suave vello castaño cubría también sus piernas. Luego se subió la falda de piel y se metió en el agua para empujar el bote, chillando ante su helado abrazo.

Kalaleq sujetaba un remo y, cuando el bote quedó libre de la arena, Angajorqaq se metió de cabeza en él con sus chillidos de risa ahogados por las ropas que habían caído sobre su rostro. Armun la ayudó a librarse de ellas sorprendida por la manera en que los paramutanos reían la mayor parte del tiempo.

Kalaleq remó fuertemente durante todo el resto del día, en medio de un pertinaz e incómodo chaparrón, mitad lluvia, mitad aguanieve, y siguió remando al atardecer. Dio voces cuando tuvo hambre, y Angajorqaq lo alimentó con deliciosamente podridos trozos de carne, riendo en una ocasión tan fuerte que él casi no pudo remar cuando le mordió el dedo en vez de la carne. Armun se acurrucó bajo una piel, manteniendo a Harl y a Arnhweet muy apretados contra ella para conservar el calor, y maravillada ante todo. Sólo al anochecer Kalaleq remó de vuelta a la orilla, en busca de un lugar donde detenerse para pasar la noche. Condujo el bote hasta una lisa playa de arena, y todos ayudaron a arrastrarlo hasta más arriba de la línea de la marea.

Durante innumerables días siguieron de este modo.

Kalaleq remaba firmemente durante todo el día cada día, al parecer inmune a la fatiga. Angajorqaq canturreaba mientras achicaba el bote con un cuenco de cuero, tan a gusto allí como había estado en la cabaña. Armun se sentía cada vez más mareada con el constante movimiento, permanecía tendida bajo las pieles y temblaba la mayor parte del día, apretando fuertemente a Arnhweet, que compartía su náusea. Tras los primeros días, Harl se acostumbró al movimiento y se unió a Kukujuk en la proa, donde sostenían hilos de pesca y hablaban entre sí…, cada cual en su propia lengua.

Los días transcurrieron de este modo, y no había manera de registrar el paso del tiempo. El clima empeoraba a medida que avanzaban hacia el norte, y las olas se hacían cada vez más altas, de modo que se bamboleaban como un trozo de madera abandonada sobre el montañoso mar. Las tormentas cedieron finalmente, pero el aire siguió frío y seco. Armun estaba tendida bajo las pieles, aferrando a Arnhweet, más que medio dormida, cuando se dio cuenta de que Harl estaba gritando su nombre.

—¡Nos acercamos a algo, mira delante! Hielo, con cosas negras en él, no puedo decir lo que son.

El hielo era una sólida lámina que cubría la enorme bahía. Había más hielo flotando en el mar, y tuvieron que abrirse camino entre los flotantes trozos. Hacia el norte eran visibles icebergs aún mayores en la brumosa distancia. Kalaleq apuntaba el bote hacia las masas oscuras que sembraban la helada superficie al frente. Cuando se acercaron más, pudieron ver que eran botes colocados boca abajo. Sólo cuando alcanzaron la lámina de hielo vio Armun que la mayoría de los botes eran varias veces más grandes que aquel en el que se hallaban. Era una visión increíble.

Kukujuk estaba junto a la borda…, luego saltó al hielo cuando rozaron contra él. Utilizó una cuerda de piel trenzada para asegurarlo a una de las quebradas irregularidades del hielo…, luego se alejó corriendo hacia la orilla.

Armun no se había dado cuenta de lo débil que estaba por el viaje. Fue necesario que Kalaleq y Angajorqaq la ayudaran a bajar al hielo. Le pasaron a Arnhweet y se sentó, temblando y sujetándolo apretadamente contra ella, mientras se iniciaba la descarga. Esta apenas había empezado cuando Kukujuk llegó corriendo de vuelta con un cierto número de paramutanos apresurándose tras sus talones. Cazadores y mujeres se maravillaron ante la piel y el pelo de los extranjeros, pasando las manos por encima de la cabeza de Harl hasta que este se apartó bruscamente de ellos. Hubo chillidos de risa ante aquello: luego la descarga prosiguió a toda velocidad. Pronto los bultos fueron transportados hasta la orilla y el bote sacado del mar para unirse a los otros sobre el hielo.

Armun echó a andar tambaleante tras ellos, con Arnhweet siguiéndola torpemente, hasta que uno de los cazadores lo cogió y lo llevó, gritando alegremente, sobre sus hombros.

Pasaron junto a un grupo que había estado levantando una tienda de piel negra en el hielo; detuvieron su trabajo y se quedaron mirando boquiabiertos a los recién llegados. Tras ellos había otras tiendas, algunas protegidas contra el viento por un recubrimiento externo de bloques de nieve. Estaban esparcidas sobre todo el hielo tantas como las que podía haber en dos, quizá tres sammads, pensó Armun, tambaleante de fatiga. El humo brotaba de la mayoría de ellas, y supo que dentro debía de haber fuegos y calor. Y seguridad. El viento atrapaba la nieve de los ventisqueros y la lanzaba hormigueante contra su rostro. El viento ya había llegado allí al norte, nieve y hielo.

Pero pasaron la seguridad de las tiendas y siguieron andando hacia la orilla. Allá el mar de hielo cubierto de nieve estaba amontonado y roto en el lugar donde alcanzaba la tierra firme, era difícil trepar por él. Más allá la orilla era lisa, y se alzaba en una empinada colina. Apiñadas en la base de la colina, medio enterradas en el suelo de su ladera, había unas cuantas tiendas más de piel negra.

Angajorqaq tiró de la mano de Armun, la animó a apresurarse hacia una de las negras tiendas abovedadas.

Estaba herméticamente cerrada, y Kalaleq estaba abriendo la entrada. Todos los bultos del bote habían sido apilados a su lado en la nieve. Kalaleq entró y debió de encender un fuego que ya estaba preparado, porque el humo empezó a salir rápidamente de la abertura en la parte superior. Con la sensación de terreno sólido bajo sus pies, el mareo del viaje pronto desapareció, y Armun se unió a los demás que estaban entrando los fardos y pieles. Todo iba bien. Todo iba a ir bien. Ella se hallaba a salvo, Arnhweet y Harl se hallaban a salvo. Todos vivirían para ver la primavera. Con este pensamiento alzó a su hijo, y lo apretó fuertemente contra ella mientras se sentaba pesadamente en las pieles amontonadas.

—Haz que el fuego arda rápido —dijo Angajorqaq.

Pelo de luz del sol está cansada, puedo decirlo con sólo mirarla. Hambrienta y cansada. Le traeré comida.

—Debemos trasladar este paukarut al hielo —dijo Kalaleq entre soplidos para avivar el fuego—. La bahía está helada, el invierno está realmente aquí.

—Mañana. Primero descansaremos todos.

—Lo haremos mañana. El hielo es más cálido que la tierra ahora, el agua del mar debajo mantendrá lejos el frío. Y cortaremos nieve para no dejar entrar el viento.

Estaremos calientes y comeremos y nos lo pasaremos en grande.

Pensar en aquello le hizo sonreír con placer y anticipación, y tendió la mano hacia Angajorqaq como si quisiera pasárselo un poco en grande ya, pero ella apartó su mano de un palmetazo.

—Ahora no hay tiempo —dijo—. Luego. Primero come.

—¡Sí…, primero comer! El hambre me hace sentir débil. —Gruñó en burlona agonía, pero no pudo evitar el sonreír al mismo tiempo. Iba a ser un buen invierno, un muy buen, buen invierno.

Esseka‹asak, elinaabele nefalaktus* tus'ilebtsan tus'toptsan. alaktus'tsan nindedei yilanène.

Apotegma yilanè

Cuando la ola rompe en la orilla, las pequeñas cosas que nadan en ella mueren, son devoradas por los pájaros que vuelan, son devoradas por los animales que corren. Yilanè los devora a todos.