CAPÍTULO 7

Había mucho que hacer en la ciudad de Deifoben.

Para Kerrick, aparentemente mucho más de lo que jamás necesitó hacerse cuando la ciudad se llamaba Alpèasak y Vaintè era su eistaa. Kerrick recordaba aquellos lánguidos días llenos de calor, con el remordimiento de no haber observado más, haber aprendido más acerca de cómo era gobernada la inmensa ciudad. Aunque ahora él se sentaba en el lugar de la eistaa, contra la pared del ambesed donde incidía primero el sol por la mañana nunca podría gobernar desde allí como ella lo había hecho. Donde ella había tenido ayudantas, científicas, fargi más allá de toda cuenta…, él no tenía más que unos cuantos voluntariosos pero ineptos sasku. Si la tarea fuera simple y repetitiva, podría enseñarles, y las cosas se harían. Pero ninguno de ellos comprendería jamás el entramado de vida interconectada que hacía de la ciudad una única y compleja unidad. Él mismo sabía muy poco de ella, pero al menos sabía que estaba allí. Cada parte dependía de las otras de maneras desconocidas. Y ahora la ciudad estaba herida. Se estaba curando a sí misma en su mayor parte…, pero no en todas. Una gran porción de su crecimiento a lo largo de la orilla, no tocada por el fuego, simplemente se había vuelto marrón y había muerto. Arboles, lianas, maleza, paredes y ventanas, almacenes y habitaciones. Todo muerto. Y no había absolutamente nada que Kerrick pudiera hacer al respecto.

Lo que sí podía hacer era cuidar de los animales, o al menos de un buen número de ellos. Los gigantescos nenitesk y onetsensast en los campos exteriores no precisaban la menor atención, puesto que podían alimentarse en lo que era todavía pantano y jungla naturales. Los ciervos y granciervos pastaban fácilmente también, como hacían algunos otros de los animales murgu para carne. Pero otros tenían que ser alimentados con frutas, y esto fue bastante fácil de arreglar. Otros, sin embargo, estaban simplemente más allá de su comprensión. Y murieron.

Algunos no fueron echados en falta. Los tarakast de monta eran ariscos y resultaba imposible acercarse a ellos.

Los yilanè los habían cabalgado, podían controlarlos, pero él no. No pastaban, así que debían de ser carnívoros. Sin embargo, cuando se les dio carne, chillaron y patearon el suelo. Y murieron. Lo mismo que los uruktop supervivientes en un pantanoso campo exterior. Esas criaturas de ocho patas habían sido desarrolladas para cargar con las fargi, no parecían servir para nada más. Le miraban con ojos vidriosos cuando se acercaba a ellos, y ni huían ni le atacaban. Rechazaban todo tipo de comida, incluso el agua, y a su torpe e impotente manera fueron cayendo y muriendo uno a uno.

Al final, Kerrick decidió que aquella era ahora una ciudad tanu y ya no una ciudad yilanè. Conservarían lo que les conviniera y no se preocuparían por el resto. Esta decisión hizo el trabajo un poco más fácil, pero aún era del amanecer al anochecer cada día, con conferencias muchas veces a última hora de la noche.

En consecuencia, tuvo buenas razones para olvidar la estación del helado norte, perder la cuenta de los días que pasaban en aquel cálido y casi invariable clima. El invierno terminó sin que se diera cuenta de ello y era bien entrada la primavera antes de que pensara seriamente en los sammads. Y en Armun. Fue la llegada de las primeras mujeres sasku lo que le dio una pausa para recordar, para sentir una cierta culpabilidad por su olvido. Era muy fácil olvidar las estaciones en aquel cálido clima. Kerrick sabía que los manduktos comprendían muchas cosas, y acudió a Sanone en busca de ayuda.

—Las hojas aquí nunca caen —dijo Kerrick—, y la fruta madura durante todo el año. Es difícil mantener la cuenta de las estaciones.

Sanone estaba sentado al sol con las piernas cruzadas, empapándose del calor.

—Eso es cierto —dijo—. Pero hay otras maneras de marcar las estaciones del año. Esto se consigue observando la luna crecer y menguar y llevar la cuenta de cuándo sucede. ¿Has oído hablar de esto?

—El alladjex habla de ello, eso es todo lo que sé.

Sanone bufó su desaprobación hacia el chamanismo primitivo y alisó la arena ante él. Estaba versado en todos los secretos de la tierra y del cielo. Con el dedo índice dibujó cuidadosamente un calendario lunar en la arena.

—Aquí y aquí están las dos lunas del cambio. La Muerte del Verano, la Muerte del Invierno. Aquí los días se hacen más largos, aquí las noches empiezan a ser más negras. Miré la luna cuando se alzó la noche pasada y era nueva…, lo cual significa que está aquí en sus viajes.

—Depositó una ramita sobre la arena y se acuclilló, satisfecho con el diagrama. Kerrick expresó su ignorancia.

—Para ti, mandukto de los sasku, esto significa muchas cosas. Desgraciadamente, sabio Sanone, yo sólo veo arena y una ramita. Léemelo, te lo suplico. Dime si ahora, allá en el lejano norte, el hielo se ha quebrado y las flores se han abierto.

—Hicieron eso aquí —dijo Sanone, y movió la ramita hacia atrás en el círculo—. Desde entonces la luna ha estado llena y de nuevo llena.

Kerrick sintió que sus remordimientos crecían ante aquella revelación. Pero cuando pensó un poco más en ello se dio cuenta de que el verano recién acababa de empezar, de que aún había tiempo. Y había tantas cosas que tenía que hacer antes de partir. Luego, una noche, soñó con Armun y acarició su labio hendido con su lengua, y despertó temblando y decidido a partir inmediatamente en su busca para traerla con él. Y también al bebé, por supuesto.

Por buenas que fueran sus intenciones, sin embargo, las tareas que había que ultimar para convertir Deifoben en un lugar habitable nunca parecían terminar. Un día dejaba paso a otro, extendiéndose a lo largo de todo el verano, hasta que, de pronto, fue otoño de nuevo. Kerrick se vio desgarrado entonces desde dos lados distintos. Furioso consigo mismo por no haber tomado la decisión de dejarlo todo y partir hacia el norte en busca de Armun.

Y sintiendo al mismo tiempo alivio de que ahora ya resultaba imposible hacerlo, puesto que nunca tendría tiempo de llegar hasta allá y volver antes de las nieves del invierno. Ahora podría planear las cosas mejor, terminar su trabajo a principios de la primavera, hacer que Sanone le recordara el paso de los días. Luego partir hacia el norte y traerla. Al menos Armun estaba a salvo, y el bebé también, y esto le daba una sensación de seguridad cada vez que la echaba más y más en falta.

Kalaleq no se asustó ante la repentina aparición de los tanu. Se había encontrado con ellos antes…, y también era muy consciente de que se hallaba ahora en sus terrenos de caza. Pero pudo ver que la mujer sí tenía miedo de él.

—No temas nada, pelo de nieve —exclamó en voz alta, y dejó escapar una carcajada para demostrar lo amistoso que era. Esto causó poco efecto, puesto que la mujer retrocedió aún temerosa, y alzó su lanza. Como hizo también el muchachito que iba a su lado. El bebé en la rastra se puso a llorar fuertemente. Kalaleq bajó los ojos, pesaroso de haber causado aflicción, y entonces vio sus manos y su cuchillo goteando sangre del peludo animal que estaba tendido a sus pies ante él. Dejó caer rápidamente el cuchillo y puso las manos en su espalda, sonriendo con lo que esperaba que fuera una sonrisa amistosa.

—¿Qué has dicho? —preguntó Angajorqaq, echando a un lado las pieles que colgaban sobre la puerta y saliendo de la cabaña…, para detenerse, rígida, cuando vio a los recién llegados—. ¡Mira como brilla su pelo! Y sus pieles, tan blancas. ¿Son tanu? —preguntó.

—Lo son.

—¿Dónde están los cazadores?

—No tengo la menor idea…, sólo he visto a esos.

—Una mujer, un niño, un bebé. Su cazador debe estar muerto si están solos, y deben sentirse apesadumbrados. Háblales, haz que se sientan mejor.

Kalaleq suspiró fuertemente.

—No tengo habilidad en su lengua. Sólo sé decir carne y agua y adiós.

—No digas adiós todavía. Ofrece agua, esto es siempre bien recibido.

Los primeros temores de Armun se calmaron cuando vio que el hombre de velludo rostro dejaba caer su cuchillo y retrocedía unos pasos. Era un paramutano, si estaba allí en la orilla, uno de los cazadores que vivían siempre junto al mar en el norte. Había oído hablar de ellos, pero nunca había visto a alguno antes. Bajó lentamente la punta de su lanza, pero siguió sujetándola con fuerza cuando otro surgió de la cabaña. Pero era una mujer, no otro cazador, y se sintió muy aliviada. Los dos hablaron entre sí de una manera incomprensible, con voces agudas. Luego, el cazador sonrió ampliamente y pronunció una sola palabra.

Agh-gua —dijo. Su sonrisa se desvaneció cuando ella no respondió, y repitió: ¡Agh-gua! ¡Agh-gua!

—¿Está diciendo agua? —preguntó Harl.

—Quizá sí. Agua, sí… Agua. —Asintió, y sonrió, al tiempo que la mujer de tez oscura volvía a meterse en la choza. Cuando salió de nuevo llevaba una especie de cuenco de cuero negro; la tendió hacia ellos. Harl avanzó unos pasos y lo tomó, miró dentro…, luego bebió.

—Agua —dijo—. Sabe horrible.

Sus palabras desarmaron a Armun. Su miedo desapareció, pero fue sustituido por un gran cansancio; tanto, que se tambaleó y tuvo que clavar el mango de la lanza en el suelo y apoyarse en él para sostenerse. La visión de los amistosos rostros cubiertos de vello, la realización de que ya no estaba sola, dejó penetrar en su cuerpo la fatiga que hasta entonces había mantenido a raya durante tanto tiempo. La otra mujer vio aquello y anadeó rápidamente hacia ella, retiró la lanza de su fláccida mano y la ayudó a sentarse en el suelo. Armun se sometió sin pensar, allí no parecía haber peligro…, y si lo había ya era demasiado tarde para volverse atrás. El bebé estaba llorando tan fuerte que se obligó a ponerse de nuevo de pie y cogerlo, sostenerlo sobre una de sus caderas mientras buscaba un trozo de carne ahumada para que lo chupara. La mujer paramutana emitió apreciativos sonidos cloqueantes mientras se inclinaba y acariciaba el claro pelo de Arnhweet.

Armun ni siquiera se sobresaltó cuando sonó una distante llamada, un grito agudo. Un muchacho pequeño, con el vello de su rostro ligeramente más claro que el de los adultos, trotó a lo largo de la orilla agarrando en alto un conejo por el lazo con el que lo había atrapado. Se detuvo y abrió mucho la boca cuando vio a los recién llegados. Harl, con la curiosidad de todos los muchachos avanzó hacia él para observar el conejo. El muchacho paramutano parecía mayor que Harl, aunque era media cabeza más bajo que él. Cada uno de ellos aceptó sin problemas la presencia del otro. A través de su enorme fatiga, Armun sintió una repentina oleada de esperanza.

¡Todavía podían vivir hasta la primavera!

Kalaleq era un buen cazador y muy capaz de proporcionar comida para varios. También, como dictaban las costumbres paramutanas, compartiría todo lo que tuviera con un extraño, aunque eso significara que él debiera pasar hambre. La única batalla que sostenían en el helado norte era contra el clima. Un desconocido era siempre bienvenido, y todo lo que uno tenía puesto a su disposición. Y una mujer como aquella… Podía ver la plenitud de sus pechos dentro de sus ropas, y sintió deseos de tocarlos. ¡Y un bebé también!…, más bienvenidos aún.

Particularmente un niño como aquel con su pelo como el reflejo del sol en el hielo. Cuidaría de ellos. Y ella sabría dónde estaban los cazadores con los que habían venido a comerciar. Los cazadores erqigdlit siempre acudían a este campamento en la orilla, siempre. Pero este verano había estado aguardando sin ver el menor signo de ellos. La mujer del pelo como la nieve lo sabría.

Aunque Armun no podía entender nada de lo que la mujer paramutana decía, captó el calor y la aceptación de su presencia. Fue introducida en la cabaña por unas manos suaves, fueron colocadas suaves pieles para que se sentara en ellas. Miró a su alrededor con curiosidad, había tantas cosas diferentes allí. Su atención volvió a la mujer, que se estaba golpeando enérgicamente el esternón con el puño y repitiendo la palabra Angajorqaq una y otra vez. Debía ser su nombre.

—¿Angajorqaq? Te llamas Angajorqaq. Yo soy Armun.

Se golpeó el pecho como la otra había hecho, y las dos rieron sonoramente. La voz de Angajorqaq era aguda entre sus risas, mientras las dos repetían una y otra vez el nombre de la otra.

Kalaleq canturreaba feliz para sí mismo mientras despellejaba el aún caliente conejo, con los dos muchachos observándole con gran interés. Luego Kalaleq cortó la piel de la pata derecha trasera, un trofeo considerado de buena suerte, y la arrojó al aire. El muchacho del pelo blanco la atrapó con un poderoso salto, luego echó a correr, con Kukujuk chillando tras él. Se persiguieron a lo largo de la orilla, luego empezaron a jugar a atrapar el sangrante trozo de piel. Kalaleq los contempló con enorme placer. Kukujuk no tenía con quién jugar y había permanecido aislado de sus amigos. Aquel era un buen día, y lo recordaría durante mucho tiempo, y pensaría en él durante las largas noches del invierno. Regresó a su rápido despiece del conejo, luego llamó cuando hubo extraído el hígado. Kukujuk acudió inmediatamente a la llamada. Y Kalaleq se lo tendió, la mejor pieza, puesto que había sido él quien había atrapado el animal.

—Lo compartiré con mi amigo —dijo el muchacho.

Kalaleq irradio felicidad mientras cortaba rápidamente el hígado en dos trozos con su cuchillo de pedernal.

Kukujuk era un muchacho que pensaba como un hombre, sabía que siempre valía la pena compartir, que era mejor dar que recibir.

Harl tomó el sangrante trozo de carne, sin saber exactamente qué debía hacer con él. Kukujuk se lo mostró, masticando diligentemente su propio trozo y frotándose el estómago al mismo tiempo. Harl vaciló… luego observó con sorpresa cómo Kalaleq hacía un pequeño agujero en la parte de atrás del cráneo del conejo y sorbía con fruición el seso. Tras ver aquello, comerse el hígado crudo no fue nada. Incluso sabía bien.