Vaintè contempló la actividad en el puerto con gran interés. Hasta aquel momento Ikhalmenets había sido sólo un nombre para ella, Ikhalmenets ceñida por el mar, casi siempre expresada de este modo, y ahora podía ver por qué. Ikhalmenets había crecido a lo largo de un curvado puerto natural…, la razón misma de la existencia de la ciudad. Todas las demás islas de aquel grupo eran rocosas y yermas. Pero esta no. La ciudad se extendía junto a la orilla, en la base de la alta montaña que atrapaba los húmedos vientos, enfriándolos a nubes mientras ascendían, hasta que, pesadamente cargados, liberaban su humedad como nieve y lluvia. La nieve coronaba de blanco la cima de la montaña, mientras que la lluvia descendía por las laderas hasta que era canalizada a la ciudad.
Pero Ikhalmenets era más que el mar o la tierra. Los uruketos se alineaban en su orilla, mezclándose con los más pequeños botes de pesca cargados con sus capturas.
Erefnais gritó instrucciones abajo para conducir el uruketo a través del tumulto hasta un amarradero en el muelle. Vaintè permaneció a un lado mientras las miembros de la tripulación descendían de la aleta y aseguraban al animal.
—Todas permaneceréis a bordo ordenó Erefnais mientras se preparaba para abandonar el uruketo.
Vaintè escuchó, luego tuvo cuidado de no expresar ninguna antipatía cuando dijo:
—¿Tu orden va dirigida también a mí, comandanta?
Erefnais se inmovilizó, pensativa; luego dijo:
—No deseo que los rumores acerca de lo que ocurrió en Alpèasak se difundan por la ciudad. Hablaré primero con la eistaa y aguardaré sus órdenes. Pero tú…, no puedo darte órdenes, Vaintè. Sólo puedo pedirte…
—La necesidad de pedir es superflua/cercana al insulto, comandanta.
—¡Nunca ha sido esa mi intención!
—Me doy cuenta de ello, así que no me siento insultada. Vaintè no va a hacer circular rumores en el ambesed.
Hubo un zumbar tras ellas cuando Akotolp empujó su masa hasta la parte superior de la aleta, esforzándose aún más por el hecho de arrastrar tras ella al protestante Esetta. Hizo signo de atenta petición a Erefnais.
—Se requiere que me desembarace del peso de esta criatura masculina. Vuestra conversación ha sido oída, así que aceptad mi seguridad de que en el transcurso de este deber en la ciudad nadie oirá de mis labios nada acerca de la destrucción de Alpèasak.
—Será mi deber ayudarte —dijo Vaintè—. El macho vendrá entre nosotras dos hasta el hanale. Esto ocasionará el mínimo de disturbio/atracción entre las fargi.
—Estoy en deuda con Vaintè —dijo Akotolp con placer-gratitud—. Un macho solo es un espectáculo visto muy pocas veces. No deseo despertar emociones impropias.
Erefnais se volvió de espaldas, cerró su mente al asunto. Las historias circularían pronto de todos modos, aunque no de boca de Vaintè y la científica. Sus tripulantas eran rápidas en las habladurías. Antes de que esto ocurriera, sin embargo tenía que ver a Lanenfenuu la eistaa de Ikhalmenets, para informarla de todo lo que sabía, de todo lo que había visto. Era una carga para una eistaa, no para ella, y ansiaba quitársela de encima.
Mientras Akotolp descendía lentamente Vaintè aguardó sobre la arañada madera del muelle las aletas de su nariz abiertas a los flotantes olores de la ciudad casi olvidados durante los días en el mar. Intenso olor a pescado, cálido aliento de fargi, asomos de descomposición de abajo, y por encima de todo el lujuriante abrazo del crecimiento de la propia ciudad. El inesperado placer de estar en tierra firme atravesó todo su cuerpo.
—Bien sentido, Vaintè, y comparto tu emoción —dijo Akotolp, situándose con la boca abierta a su lado. Esetta, firmemente sujeto por la muñeca, miró la ciudad a su alrededor con interés…, aunque retrocedió con rápido temor cuando Vaintè sujetó su otro brazo. Vaintè sintió placer ante su reacción y apretó sus dos pulgares más fuerte de lo necesario. Echaron a andar hacia la avenida principal que conducía al interior de Ikhalmenets. Las fargi se volvían para mirarles con los ojos muy abiertos por el interés, y pronto empezaron a agruparse y a formar una comitiva tras ellas. Vaintè examinó a sus seguidoras con un ojo vuelto hacia atrás, luego señaló reclamando atención.
—Las de vosotros que tengan perfección de habla y conocimiento de la ciudad que avancen.
Hubo una cierta confusión mientras las boquiabiertas jóvenes delante de ellas retrocedían temerosas ante la confrontación. Fueron apartadas a un lado por una fargi más vieja.
—De una inferior a su más alta con el macho a su lado. Tengo algún conocimiento y deseo ayudar.
—¿Sabes dónde está el hanale?
—Su localización me es conocida.
—Condúcenos.
La fargi, henchida de importancia, anadeó rápidamente hasta situarse delante, y la procesión reanudó su camino a lo largo de la avenida. Amplias ramas colgaban por encima de ellas, proporcionando protección del sol, pero el frío viento del norte hacía que el sol fuera deseable.
Recorrieron una franja iluminada lateralmente por los rayos solares hasta una gran estructura con una puerta sellada. Dos fargi, sujetando hesotsan disecados como símbolos de su status, se erguían ante ella.
—Avisad a la esekasak que esté a cargo de todos los asuntos aquí —ordenó Vaintè. Las guardias se encogieron en inferior confusión hasta que Vaintè restalló una aclaración a la orden—: Esta irá, esta otra seguirá de guardia.
La esekasak irradio falta de conocimiento de su llegada y voluntad de obedecer cuando apareció y las vio aguardando. Vaintè, con cada movimiento de su cuerpo exigiendo obediencia y respeto, se dirigió a ella:
—Aquí tienes a un nuevo macho para tu leal protección. Lo traeremos a la entrada para ti.
Una vez dentro, con la pesada puerta cerrada tras ellas, nadie podía ya oírlas.
—Esto es lo que tienes que hacer —dijo Vaintè—. Este es Esetta, y acaba de cruzar el océano desde una lejana ciudad. Está agotado y necesita descansar. También necesita incomunicación completa hasta que tu eistaa ordene otra cosa. Tú le traerás su carne, y sólo hablará contigo. Si te preguntan quién dio estas órdenes, dirás que ha sido Vaintè. ¿Comprendes?
—La gran Vaintè cruzó el océano para ser eistaa en una distante ciudad —dijo Akotolp, humilde y orgullosamente, hablando de modo deliberado de cosas pasadas de manera que cualquier posible oyente pudiera creer que eran también presentes. Vaintè apreció su ir hábil ayuda.
—Como Vaintè ha ordenado…, que así sea —dijo al instante la esekasak, haciendo signo de permiso para retirarse; luego tomó a Esetta tan pronto como lo recibió.
Esetta era lo bastante listo como para no expresar el odio y el miedo suscitados por los recientes acontecimientos, y considerar en vez de ello como una gran suerte la cálida seguridad del hanale, y dejó que sus movimientos expresaran placer por la llegada…, lo cual era completamente cierto.
Todavía había una pequeña multitud de fargi aguardando fuera; nada nuevo había atraído su atención, y esperaban pacientemente en el lugar de su última observación interesante. La más vieja que las había conducido hasta allí esperaba a un lado, e hizo un signo de respetuosa obediencia cuando Vaintè miró hacia ella. Vaintè le indicó que se acercara.
—¿Tu nombre?
—Melikele. ¿Se le permite a una baja conocer la identidad de la alta con la que está hablando?
—Esta es Vaintè —dijo Akotolp, asegurándose de que quedaran claros todos los signos de respeto que iban asoclados con el nombre.
—¿Quieres seguirme, Melikele? —preguntó Vaintè.
—Allá donde conduzca el camino; soy tu fargi.
—Primero al lugar donde podamos comer. Luego quiero conocer más de esta ciudad.
Akotolp había visto antes el radiante liderazgo de Vaintè, pero ahora sintió un nuevo respeto hacia él. En esta ciudad sobre una roca en medio del mar, donde nunca antes había puesto un pie…, seguía consiguiendo una obediencia instantánea. Y había hablado de comida, una excelente idea. Akotolp hizo chasquear fuertemente sus mandíbulas ante el pensamiento.
Melikele las condujo colina abajo hasta la orilla, y a lo largo de ella hasta un recinto al lado de la playa. Puesto que no era la hora habitual de comer, la zona abierta bajo la cubierta traslúcida se hallaba vacía. La pared estaba alineada con tanques, y las fargi auxiliares estaban sacando de ellos grandes peces, abriéndolos con cuchillos-cuerda, quitándoles las tripas, limpiándolos y colocando los trozos de carne resultantes en una solución de enzimas.
—Un desperdicio —pronunció Akotolp—. Desde hace cien años este tratamiento ha sido necesario para los bistecs de nenitesk…, pero no para el pescado. Déjame ver qué tienen en los tanques. Pequeños crustáceos, deliciosos cuando son frescos…, ¡mira!
Cogió el más grande entre sus pulgares, le arrancó la cabeza y las patas y retiró el cascarón en un hábil movimiento, se lo metió en la boca y masticó con placer. En cambio, a Vaintè le interesaba poco la comida que comía, así que tomó un trozo de pescado sobre una hoja. Melikele hizo lo mismo tan pronto como Vaintè se hubo dado la vuelta.
Akotolp murmuró para sí misma con felicidad mientras el montón de cascarones desechados crecía a sus pies. Irradiando placer por la comida, no se daba cuenta de las fargi a su alrededor, ni vio a la yilanè que emergió de una estructura adyacente. Esta se la quedó mirando, volvió a mirarla de nuevo, luego se acercó.
—El paso del tiempo…, el fin de la separación —dijo excitadamente la recién llegada—. Eres Akotolp, tienes que ser Akotolp, sólo hay una Akotolp.
Akotolp alzó la vista sorprendida, con un fragmento de blanca carne atrapado en su boca, y las membranas nictitantes de sus ojos aletearon sorprendidas.
—Una voz familiar, un rostro familiar…, ¿es posible que seas tú, más delgada que nunca, Ukhereb?
—Y tú más gorda que nunca, desde que te fuiste.
Vaintè observó con interés mientras Akotolp y la recién llegada entrelazaban sus pulgares en el afectuoso abrazo de las efensele, aunque el gesto contenía un modificador que alteraba ligeramente aquella relación.
—Vaintè, esta es Ukhereb. Aunque no somos del mismo efenburu, nos sentimos tan unidas como dos efensele. Crecimos juntas, estudiamos y aprendimos con la anciana Ambalasi, que era más vieja que el huevo del tiempo y que lo conocía todo.
—Mis saludos a ti, Vaintè, y bienvenida a Ikhalmenets ceñida por el mar. Las amigas de las amigas son doble mente bienvenidas. Vámonos de este lugar público al mío privado, más confortable para el placer de comer.
Cruzaron el laboratorio adjunto y Akotolp hizo grandes aspavientos acerca del equipo, y de la confortable cámara más allá. Lugares blandos para sentarse o tenderse, vistosas colgaduras por todas partes para relajar la vista. Vaintè hizo precisamente esto, reclinándose hacia atrás y escuchando a las dos científicas mientras hablaban. Era paciente, y aguardó hasta que la conversación abandonó el área de las viejas asociadas y los nuevos descubrimientos y Ukhereb hizo una pregunta más incisiva.
—He oído que estabas en Alpèasak, cuando todo Inegban fue allí. He leído algunas de las investigaciones llevadas a cabo allí, la abundancia de nuevas especies descubiertas…, ¡qué gran riqueza de alegría en el descubrimiento debe haber sido! Pero ahora estás aquí en Ikhalmenets. ¿Por qué has viajado hasta nuestras islas cuando tenías todo un continente de descubrimientos a tus pies?
Akotolp no respondió, sino que en vez de ello se volvió a Vaintè en busca de ayuda. Vaintè la silenció con un gesto de comprensión y deseo de ayudar antes de que Akotolp pudiera pedir su colaboración.
—Han ocurrido cosas inexpresables, Ukhereb, y Akotolp duda en contártelas. Es mi deseo responder a tus preguntas si me es permitido, puesto que yo fui parte de todo lo que ocurrió. Esto fue lo que pasó.
Vaintè habló de la más sencillas de las maneras, sin elaboraciones ni apartes, contándole a la científica ante su creciente horror, la destrucción de la distante Alpèasak. Cuando hubo terminado, Ukhereb emitió un grito de dolor y protegió brevemente sus ojos con el antebrazo en el gesto infantil de no deseo de ver.
—No puedo soportar el pensar en las cosas que acabas de contarme…, y has vivido a través de todas ellas con una fuerza increíble. ¿Qué puede hacerse, qué puede hacerse? —Se tambaleó lentamente de lado a lado, de nuevo un gesto juvenil de ser empujada sin volición por fuertes corrientes de agua.
—Tu eistaa está siendo informada en estos momentos de esos acontecimientos trágicos más allá de toda comprensión. Una vez hecho esto, debo conferenciar con ella.
Pero tú, Ukhereb, tú no deberías sentirte alterada por acontecimientos que ya han sucedido. Hablemos de otras cosas, de objetos de belleza, cuya consideración alivie tu dolor. Como la montaña de esta isla, esa roca negra coronada de blanca nieve. De lo más atractivo. ¿Hay siempre nieve en la cima?
Ukhereb hizo un signo de miedo ante la novedad.
—En el pasado era algo desconocido; ahora la nieve de la montaña no se funde en ninguna época. Nuestros inviernos son fríos y ventosos, los veranos muy cortos.
Por eso expresé doble dolor ante la destrucción en el distante Gendasi. Había esperanzas de salvación para nosotras allí. Han muerto ciudades…,
e Ikhalmenets se está volviendo cada vez más fría. Ahora hay temor donde antes había esperanza.
—La esperanza no puede ser destruida…, ¡y el Futuro será brillante! —Vaintè habló con tal entusiasmo y tal seguridad que tanto Akotolp como Ukhereb se sintieron alentadas por la fuerza de su espíritu.
Por supuesto que era feliz. Sus vagas ideas se estaban convirtiendo en planes positivos. Los detalles serían claros también pronto, y entonces estaría segura de lo que había que hacer exactamente.
No así Enge. Para una Hija de la Vida, la muerte parecía estar demasiado cerca de ella, demasiado a menudo.
Habían abandonado el uruketo al amanecer, no habían sido vistas mientras trepaban a la aleta y se deslizaban fácilmente al agua desde el lomo del animal. Pero el mar era rudo, las olas rompían sobre sus cabezas y las empujaban hacia abajo. Fue un largo y agotador nadar hasta la orilla. El uruketo había desaparecido tras ellas en las brumas del amanecer, y ahora estaban solas. Al principio se llamaron las unas a las otras, pero sólo al principio.
Después de eso necesitaron todas sus fuerzas para alcanzar la tentadora arena. Enge, temerosa por sus compañeras, salió la primera de entre los rompientes, luego halló las fuerzas necesarias para volver a las olas y arrastrar fuera a una tras otra. Hasta que todas estuvieran tendidas en la arena, bajo el calor del sol.
Todas excepto una. Enge chapoteó impotente por entre las olas, primero en una dirección, luego en otra, pero la que buscaba nunca llegó a la orilla. La amable Akel, la fuerte Akel, devorada por el océano.
Luego las otras la hicieron volver a tierra, la acariciaron con comprensión y la obligaron a descansar mientras ellas buscaban. Sin resultado. El mar estaba vacío. Akel se había desvanecido para siempre.
Enge halló finalmente las fuerzas necesarias para sentarse, luego para ponerse de pie, sacudirse la arena de su piel con cansados movimientos. Ante ella el agua se agitaba y espumeaba, pequeñas cabezas de un efenburu inmaduro la miraron, luego se desvanecieron temerosas cuando se movió. Ni siquiera aquella deliciosa visión penetró en la negrura de su desesperación. Sin embargo la distrajo, la hizo volver en sí misma, la hizo darse cuenta de que las otras dependían de ella y que su deber era hacia los vivos, no hacia los muertos. Miró a lo largo de la arena hacia la distante silueta de Yebeisk, en el borde del océano.
—Debéis ir a la ciudad —dijo—. Debéis mezclaros con las fargi y perderos entre ellas. Debéis moveros con cautela y recordar siempre las terribles lecciones que hemos aprendido en el mortal Gendasi. Muchas de nuestras hermanas murieron allí, pero puede que sus muertes tengan aún algún significado si hemos aprendido bien nuestras lecciones. Recordad cómo Ugunenapsa vio claramente la verdad, la expresó claramente, nos la transmitió. Algunas eran débiles y no comprendieron. Pero ahora sabemos que Ugunenapsa dijo la completa verdad. Tenemos el conocimiento, pero…, ¿qué debemos hacer con él?
—¡Compartirlo con las demás! —dijo Efen con alegría del mañana expresada con gran sentimiento—. Esa es nuestra misión…, y no fracasaremos.
—Nunca debemos olvidar eso. Pero tengo que meditar cuidadosamente en cómo hacerlo. Encontraré un lugar donde descansar…, y pensar. Aguardaré allí vuestro regreso.
Con silenciosos movimientos de aceptación y perseverancia, unieron ligeramente sus pulgares. Luego se volvieron y, con Enge a la cabeza, se encaminaron hacia la ciudad.
Hoatil ham tina grunnan, sassi peria malom skermom mallivo.
Original marbak
Cualquiera puede llevar consigo la miseria, pocos son los mejores para los buenos tiempos.