Las primeras lluvias de primavera llevaron un no deseado cambio al valle de los sasku. Lo que habían sido delgadas enredaderas que colgaban de la cima de los riscos que lo delimitaban se convirtieron en largas tiras llenas de brotes que descendían cada día más hacia el suelo del valle. No se podían quemar, lo habían intentado sin éxito, y resultaba difícil acercarse a ellas debido a sus venenosas espinas. Ahora se podían ver hinchados y venenosos frutos verdes madurar en sus tallos.
—Cuando los frutos caigan…, ¿entonces qué? ¿Qué destrucción murgu se oculta dentro de ellos? —dijo Herilak, alzando la vista hacia la masa que crecía allí arriba.
—Cualquier cosa —respondió Sanone, con una voz más débil de lo que jamás le había oído, el peso de sus muchos años hundía más que nunca sus hombros. El mandukto y el sammadar se habían apartado de los demás como hacían muy a menudo últimamente; para buscar respuestas a problemas que eran insolubles. El rostro de Sanone estaba crispado por el disgusto mientras contemplaba las duras plantas verdes encima de ellos, orlando las paredes del valle—. Puede brotar cualquier cosa: venenosa, mortífera…, parecen cambiar constantemente. O quizás sólo contengan semillas para dar nacimiento a más de ellas. Eso ya sería bastante malo.
—Ayer sólo había un hilillo de agua en el río. Hoy está completamente seco.
—Tenemos el arroyo, hay suficiente agua para todos.
—Quiero ver lo que le han hecho, tenemos que saberlo. Tomaré dos cazadores.
—Uno de mis manduktos jóvenes irá también con vosotros. Envolveos bien en las telas; sobre todo, piernas y pies completamente cubiertos.
—Lo sé. —La voz de Herilak era hosca—. Otro niño muerto. Las espinas brotan de la arena cuando son molestadas, son difíciles de ver. Hemos tenido que construir corrales para retener a los mastodontes: comen cualquier cosa que sea verde. ¿Cómo terminará todo esto?
—Sólo puede terminar de una manera —dijo Sanone con voz débil y vacía. Se dio la vuelta y se alejó.
Herilak condujo su pequeño grupo más allá de los guardias y por encima de la barrera que sellaba el valle.
Hacía calor en las telas que les envolvían, pero la protección era necesaria. Los murgu mantenían su distancia retirándose siempre cuando atacaban, pero ahora los lanzadores de dardos crecían por todas partes.
Caminaron cautelosamente por el ascendente suelo del valle, a lo largo del seco lecho del río, cuyo lodo se había endurecido ya en una corteza dura y cuarteada. Hubo un movimiento al frente y Herilak apuntó con su palo de muerte, pero no vio nada, sólo el cliquetear de garras alejándose. Unos cuantos giros más en el valle, y alcanzaron la barrera.
Se extendía de pared a pared, una enmarañada masa de enredaderas y maleza entremezclada, llena de flores, una jungla vertical. Un poco de agua goteaba de aquel dique viviente y formaba un pequeño charco en su base.
—Podemos cortarla, quemarla —dijo Sarotil Herilak sacudió lentamente la cabeza, el rostro sombrío por la rabia, el odio…, la desesperación.
—Aunque la cortemos, crecerá de nuevo. Y no arderá.
Las espinas venenosas nos aguardan si nos acercamos.
Venid, quiero ver dónde va a parar toda el agua.
Mientras ascendían por el seco lecho del río, hubo un rápido silbar de dardos desde arriba, que se clavaron en sus envolturas de tela. Herilak disparó como respuesta y trepó rápidamente. Pero no había murgu allí. El mandukto señaló hacia un matorral que se agitaba todavía con el aligeramiento de su peso; sus largas raíces descendían por la ladera.
—Nosotros mismos disparamos la trampa cuando pisamos las raíces. Están haciendo crecer estas plantas en torno de nosotros todo el tiempo, cada vez más y más.
No había nada que pudieran decir. Rodearon el matorral —y los otros como él—, y siguieron ascendiendo a lo largo de la alta orilla hasta que el dique viviente estuvo bajo ellos. Tras él se había formado un pequeño lago, que había roto más arriba la orilla. Ahora el río había hallado un nuevo curso hacia el desierto y se alejaba del valle.
Era una buena cosa que aún tuvieran el arroyo de agua pura.
Una vez se hallaron de regreso tras la relativa seguridad de la barrera, extrajeron con cuidado los dardos venenosos antes de despojarse de las incómodas tiras de tela Herilak halló a Sanone aguardándole en su habitual lugar de reunión, y le informó de lo que habían hallado.
—Y no tuvimos ni un solo atisbo de murgu…, han aprendido a mantener sus distancias.
—El dique puede ser roto…
—¿Por qué? Volverá a crecer. Mientras aquí las enredaderas están más cerca del suelo del valle cada día. Es preciso admitirlo. Los murgu han aprendido al fin cómo derrotarnos. No en la batalla…, sino con el lento e incesante crecimiento de sus plantas venenosas. Al final vencerán. No podemos detenerlos más de lo que podemos detener la marea.
—Sin embargo, la marea retrocede cada día.
—Los murgu no. —Herilak se dejó caer al suelo, derrotado, sintiéndose tan viejo y cansado como el mandukto—. Vencerán, Sanone, vencerán.
—Nunca antes te había oído hablar así, fuerte Herilak. Todavía hay una batalla que luchar. Tú nos has conducido antes, y hemos vencido.
—Ahora hemos perdido.
—Cruzaremos el desierto hacia el oeste.
—Nos seguirán.
Sanone observó los hundidos hombros del gran cazador y captó la desesperación del otro, la compartió a pesar de sí mismo. ¿Era la voluntad de Kadair que los sasku fueran borrados de la faz de la tierra? ¿Habían seguido las huellas del mastodonte sólo para hallar la extinción aguardándoles al final del camino? No podía creerlo. Sin embargo, ¿qué otra cosa podía creer?
Los excitados gritos atravesaron la oscuridad de sus pensamientos, y se volvió para ver qué ocurría. Los cazadores corrían hacia él, señalando, gritando. Herilak alzó su palo de muerte, se puso de pie de un salto. Hubo un chapoteante rugir cuando una tromba de agua rodó por el seco lecho del río hacia ellos, amarillo y lodo, llenando con rapidez las orillas. Los aterrados sasku y tanu corrieron a lugar seguro mientras el muro de agua resonaba junto a ellos.
—El dique se ha roto —dijo Herilak—. ¿Están todos a salvo?
Sanone observó las lodosas aguas correr a través del valle, no vio cuerpos…, sólo girantes matorrales y otros desechos.
—Creo que sí, el río se mantiene dentro de sus antiguas orillas. Y, mira, el nivel ha bajado ya. Es como siempre había sido.
—Hasta que vuelvan a levantar el dique, lo hagan crecer de nuevo. Esto no significa nada.
Ni siquiera aquella bienvenida visión podía mitigar la desesperación de Herilak. Había ido más allá de toda esperanza, estaba dispuesto a que su vida terminara. Ni siquiera alzó la cabeza cuando otros llamaron, se limitó a alzar la vista, parpadeando, cuando Sanone tiró de su brazo.
—Ocurre algo —exclamó el mandukto, por primera vez con esperanza en su voz—. Las enredaderas: ¡Mira las enredaderas! Kadair no nos ha abandonado, todavía seguimos su sendero.
Muy arriba, una masa de enredaderas se desprendió del risco, giró sobre sí misma y cayó al suelo del valle. El polvo se alzó a su alrededor, y cuando se hubo posado de nuevo Herilak vio que los gruesos tallos que la habían sostenido estaban grises y como arrugados. Mientras miraba, las cerúleas hojas verdes cayeron y perdieron su lustre. En la distancia, otra gran masa de enredaderas se liberó y cayó al valle.
—Algo está ocurriendo ahí fuera, algo de lo que no sabemos absolutamente nada —dijo Herilak, liberado de la oscura prisión de su desesperación por los increíbles acontecimientos a su alrededor—. Debo ir a ver.
Con el palo de muerte preparado, corrió a lo largo del valle, trepó hacia la barricada. Frente a él, al otro lado del río, estaban los riscos de la orilla opuesta, a un tiro de flecha de distancia. Hubo un repentino movimiento allí y se agachó, apuntando con el arma. Un murgu apareció y se detuvo de pie al borde del risco, luego otro y otro. Sus repulsivas manos provistas de dos pulgares estaban vacías. Permanecieron de pie, inmóviles, con los ojos muy abiertos, mirando.
Herilak bajó su arma. Su precisión era nula a aquella distancia…, y necesitaba comprender lo que estaba ocurriendo.
Le miraron, mientras él los miraba a ellos, en silencio, capaces de comunicar sólo su presencia mutua. La anchura del río se abría entre ellos, y la anchura de su diferencia era mayor que la de cualquier río o mar. Kerrick los odiaba, y sabía que la mirada de sus hendidos ojos verticales irradiaba de vuelta el mismo odio. Entonces, ¿qué estaba ocurriendo? ¿Por qué habían eliminado el dique del río, matado las enredaderas?
El más grande de los dos murgu, el más próximo a él, se dio la vuelta y agitó sus miembros en repentinos espasmos cuando otro apareció y le entregó algo. El primero le dio la vuelta entre sus manos, lo miró…, luego miró a Herilak. Su boca se abrió en un espasmo de ilegible emoción. Luego giró en redondo y arrojó la cosa hacia él por encima del estrecho valle. Herilak la observó alzarse en un lento arco, descender, golpear la barrera, y rodar hasta quedar inmóvil entre las rocas.
Cuando miró de nuevo, los murgu habían desaparecido. Herilak aguardó, pero no regresaron. Sólo entonces se deslizó barrera abajo y se detuvo junto a la cosa que habían arrojado hacia él. Oyó un sonido jadeante cuando Sanone subió para reunirse con él.
—Vi… eso —dijo—. Se quedaron inmóviles y te miraron, no hicieron nada. Sólo arrojaron esa cosa…, luego se fueron. ¿Qué es?
Era una vejiga de algún tipo, de forma amelonada, gris y lisa. Sin el menor rasgo distintivo. Herilak la empujó con el pie.
—Puede ser peligrosa —advirtió Sanone—. Ve con cuidado.
—Puede ser cualquier cosa —Herilak se arrodilló y clavó su pulgar en ella—. Sólo hay una manera de descubrirlo.
Dejó el palo de muerte a un lado y extrajo su cuchillo de piedra, probó el filo con el pulgar. Sanone dejó escapar un jadeo de alarma y retrocedió mientras Herilak se inclinaba y cortaba la vejiga.
La piel exterior era resistente. Apretó y aserró, y de pronto la piel se rasgó. La vejiga se hundió sobre sí misma, mientras un líquido anaranjado rezumaba de ella. Había un objeto oscuro dentro. Herilak utilizó la punta de su cuchillo para liberarlo. Sanone estaba ahora a su lado, mirando también hacia abajo.
Contemplando la hoja plateada de Kerrick que había estado contenida dentro de la vejiga El cuchillo de la piedra del cielo que siempre había llevado al cuello.
—Es de Kerrick —dijo Sanone—. Está muerto. Lo han matado y se la han arrancado, y nos la envían a nosotros como mensaje de que está muerto.
Herilak cogió la hoja, la alzó hasta que destelló al sol
—Tienes razón en que es un mensaje…, ¡pero el mensaje es que Kerrick vive! Él ha hecho esto…, no sé cómo, pero lo ha hecho. No murió en el norte, sino que aún está vivo. Y ha conquistado a los murgu. —Herilak hizo un amplio gesto con su brazo, barriendo todo el valle Todo esto es cosa suya. Él los ha derrotado. Han roto el dique y han matado sus enredaderas…, y se han ido. Eso es lo que significa el cuchillo. Podemos quedarnos aquí.
El valle es nuestro de nuevo.
Alzó el cuchillo, muy alto, a la luz del sol, lo volvió de modo que brillara y resplandeciera, y rugió sus palabras con voz fuerte.
—¡Hemos vencido! ¡Hemos vencido…, hemos vencido!
—Has perdido, Vaintè —dijo Lanèfenuu, un ojo clavado en la figura erguida a su lado, el otro mirando con disgusto al sucio ustuzou envuelto en rígidas pieles que estaba de pie al otro lado del valle, devolviéndole la mirada. Luego hizo signo a Akotolp de que se uniera a ellas—. ¿Se ha efectuado la destrucción?
La científica dispuso sus miembros en signo de trabajo completado como había sido ordenado.
—El virus había sido liberado. Es inofensivo para las demás plantas y animales. Pero una muerte cierta para todas las células mutadas. Todas morirán. El virus permanece en el suelo, de modo que cualquier semilla que germine morirá también.
Vaintè apenas era consciente de la presencia de Akotolp y la empujó rudamente a un lado para acercarse a la eistaa, en un frenesí por negar lo que la eistaa acababa de decir.
—No podemos perder. Deben ser destruidos.
Tan feroces eran sus emociones que su significado quedó ahogado por los sentimientos conflictivos que agitaron todos los músculos. En un espasmo final, se enfrentó a Lanèfenuu, con la amenaza presente en cada uno de sus movimientos.
La batalla no debe detenerse. No debes detenerla.
Tan fuerte era su expresión, que Akotolp se echó hacia atrás con un grito de dolor, y las yilanè que observaban más abajo alzaron sus armas, temerosas por la seguridad de Lanèfenuu. Esta les hizo signo de que retrocedieran, luego se volvió hacia Vaintè, con la repugnancia curvando todos sus miembros.
—El ustuzou-Kerrik te conoce bien, Vaintè. Dijo que me desobedecerías, que ignorarías mis órdenes Si no te las entregaba personalmente. Tenía razón en eso. Me desobedeces, Vaintè, tú que juraste ser mi fargi de por vida.
—No puedes hacer eso…
—¡Ya está hecho! —rugió furiosa Lanèfenuu, desaparecida toda paciencia. Las observadoras huyeron—. ¿Quieres desobedecerme? Entonces tendrás la muerte como mi última orden…, una orden que no puedes desobedecer. ¡Muere, desterrada, muere!
Vaintè se volvió y retrocedió, tambaleante con Lanèfenuu a un paso tras ella, la cresta lívida y temblorosa de rabia.
—¿Qué es esto? ¡No mueres! Tú, que las odiaste, te has convertido en una de ellas. Eres una Hija de la Destrucción. Una que no puede morir, una desterrada. Te has unido a las filas de aquellas a las que odiabas. Haré que te maten. Atención a las órdenes, todas las presentes.
Las yilanè que huían se detuvieron, se volvieron, sus manos fueron en busca de sus armas. La fría razón hendió la furia de Vaintè; se volvió rápidamente hacia Lanèfenuu, de espaldas a las demás, pronunció suavemente los sonidos y movió sus miembros el mínimo necesario para comunicarse.
—Gran Lanèfenuu, eistaa de Ikhalmenets que gobierna desde la fuerza, Vaintè que te sirvió se rebaja ante ti.
Obedeceré siempre tus instrucciones.
—No obedeciste la orden de morir, Hija de la Muerte —siseó la eistaa.
—Lo intenté, pero no pude. Vivo para servirte.
—Dudo eso. Ordenaré que te maten.
—No corras ese riesgo. —Había una fría amenaza ahora en las palabras de Vaintè—. Hay aquí yilanè que han olvidado Ikhalmenets, que me han servido fielmente, que incluso me verían como su eistaa. No tentemos su lealtad…, podría ser algo muy peligroso.
Lanèfenuu estaba henchida de fría rabia, a punto de estallar, observando a la mortal criatura ante ella, sopesando su amenaza. Mirando al mismo tiempo a las turbadas yilanè más abajo de ellas. Recordando la amenaza a Ikhalmenets que la había llevado hasta allí, tan lejos de su ciudad ceñida por el mar. Podía haber mucha verdad en lo que esta venenosa yilanè había dicho. Cuando finalmente habló, lo hizo tan silenciosamente como la otra.
—Vivirás. Por el momento, vivirás. Regresaremos a Ikhalmentes, y tú vendrás conmigo. No confío en ti aquí cuando yo no esté presente. La guerra contra los ustuzou terminará. Y no volveré a tenerte en mi ciudad. Eres desterrada de Gendasi, de Alpèasak, de mi presencia para siempre. Si pudiera arrojarte al mar, lo haría. No correré este riesgo, porque otras podrían saberlo. Serás desembarcada sola, muy sola, en las orillas de Entoban, muy lejos de cualquier ciudad de las yilanè. Serás como una fargi de nuevo. Eso es lo que haré, y este es tu destino.
¿Tienes algo que decir?
Vaintè no se atrevió a decir lo que sentía…, o una de las dos iba a tener que morir. No podía correr ese riesgo.
Su cuerpo estaba ahora tan rígidamente bajo control que sus músculos vibraron con la tensión cuando alzó los pulgares e hizo signo de aceptación.
—Bien. Ahora abandonaremos este lugar de los ustuzou, y yo contaré con alegría los días que pasen hasta que llegue el mañana de mañana y pueda verte por última vez.
Subieron a sus monturas, con las fargi siguiéndolas en los uruktop, y se alejaron. Cuando el polvo volvió a posarse en el suelo habían desaparecido, todas ellas habían desaparecido.
—Tuve un sueño anoche —dijo Armun—. Fue tan real que pude ver los colores de las hojas y del cielo, incluso oler el humo del fuego.
Estaba de pie en la proa del ikkergak, los ojos medio cerrados al resplandor del sol poniente allá delante.
Kerrick estaba de pie tras ella, rodeándola con sus brazos, gozando del calor y el placer de estar muy juntos.
Ella se volvió para mirar su rostro quemado por el viento.
—El alladjex siempre escuchaba cuando se le contaban sueños —dijo—. Luego te decía lo que significaban.
—El viejo Fraken es un loco. Un alborotador.
—¿Quieres decir que mi sueño no fue cierto?
Había dolor en su voz. Él pasó su dedo por su largo pelo y la tranquilizó.
—Un sueño puede ser cierto…, eso es verdad. Debemos soñar por una razón. Sólo quiero decir que esto puedes decirlo por ti misma, no necesitas a ese viejo para que te cuente lo que tú misma sabes. ¿Cuál fue el sueño?
—Estábamos de vuelta junto al lago redondo. Arnhweet estaba allí, comiendo la carne que yo había asado.
La chica Darras estaba también, sólo que era mayor de lo que la recuerdo.
—Debe ser mayor ahora. ¿Estaban Harl u Ortnar en tu sueño?
—Ortnar estaba allí, sentado y comiendo también, con su brazo malo colgando a su lado. Pero el muchacho, Harl, no estaba. ¿Puede el sueño estarme diciendo que está muerto?
Él captó el miedo en su voz y respondió rápidamente:
—Suena como un sueño muy real. Dijiste que viste el color del cielo, así que era de día en tu sueño. Harl podía estar lejos, cazando.
—Por supuesto. —Se echó a reír, aliviada—. ¿Pero quizá fuera solamente un sueño porque espero demasiado?
—¡No! Era real. Viste más allá delante de nosotros, viste el lago donde nos dirigimos y a todos aquellos que nos aguardan allí. Que nos aguardan seguros.
—Desearía estar ya allí.
—El ikkergak navega bien, las tormentas primaverales han cesado. Estaremos pronto allí.
—Entonces soy tan feliz. No quería tener el nuevo bebe en el frío norte.
Habló con calma, con felicidad y aceptación, y él rio con placer, compartiendo sus pensamientos y sentimientos, apretándola fuertemente contra él. Nunca separarse, nunca más. Acarició con suavidad su pelo, y se sintió en paz, se dio cuenta de que se había sentido así desde aquella mañana en Ikhalmenets cuando había doblegado a la eistaa a su voluntad, la había obligado a que cesaran los ataques contra los sammads. Aquel único esfuerzo había barrido todos los temores que lo habían poseído durante tanto tiempo, había alejado los demonios que se habían asentado en su cabeza y habían oscurecido sus pensamientos.
Se dirigían al lago, volvían a su sammad. De nuevo estarían todos.
El ikkergak se alzaba y caía en las largas olas, su aparejo crujía, la espuma volaba hacia ellos desde la proa. Hubo una repentina carcajada desde la popa cuando el otro paramutano se sentó al lado de Kalaleq en el timón. Era un viaje fácil para ellos, buena diversión.
Rieron de nuevo.
Un cielo rojo al frente, signo de buen tiempo, una franja de nubes altas teñidas de rosa por el sol poniente.
Un mundo en paz.
Muy lejos en el sur, en el mundo que dejaban atrás, Vaintè permanecía de pie junto al mar, las cálidas aguas lamiendo sus pies. Contemplaba el uruketo que desaparecía en el atardecer teñido de rojo. Con los brazos doblados en un grito de odio, los pulgares engarfiados y ansiando clavarse en algo. Estaba sola, no había nadie para oír lo que gritaba en voz alta, nadie para ayudarla, para compartir con ella. Estaba sola.
Quizá fuera mejor de este modo. Todavía tenía la fuerza de su odio, y eso era todo lo que necesitaba. Estaban mañana y el mañana de mañana, días que avanzaban hacia el futuro como piedras caídas sobre una playa.
Días suficientes para que ella hiciera lo que debía hacer.
Se volvió, salió del océano, echó a andar por la inmaculada arena. El muro de la jungla era sólido e impenetrable. Se volvió y caminó a lo largo de la playa, dejando un recto rastro de huellas en la arena, caminando lenta y firmemente hacia el anochecer.