CAPÍTULO 43

Los fuertes gritos despertaron a Lanèfenuu y la sumieron en una furia instantánea. El disco transparente en la pared de su cámara de dormir apenas estaba iluminado; debía estar amaneciendo. ¿Y quién se atrevía a hacer aquellos ruidos en su ambesed? Era el sonido de atención al habla, fuerte y arrogante. Estuvo de pie al instante, rasgando grandes acanaladuras en el acolchado suelo con sus garras mientras salía pisando fuerte de la cámara.

Sólo había una yilanè en el centro del ambesed, de extraño color, deformada. Cuando vio aparecer a Lanèfenuu exclamó, de manera imprecisa debido a su falta de cola:

—Lanèfenuu, eistaa de Ikhalmenets, avanza. Hablaré contigo.

El insulto en la forma de dirigirse a ella; Lanèfenuu rugió de rabia. La luz del sol se derramaba sobre el suelo y se detuvo en él, con la cola alzada en brusca sorpresa.

La yilanè podía hablar…, pero no era yilanè.

—¡Ustuzou! ¿Aquí?

—Soy Kerrick. De gran fuerza y gran furia.

Lanèfenuu avanzó lentamente, aturdida por la incredulidad. Era un ustuzou, pálido de piel, pelo en sus ingles, pelo en su cabeza y rostro, manos desnudas, resplandeciente metal en torno de su cuello. El ustuzou Kerrick tal como Vaintè lo había descrito.

—He venido con una advertencia —dijo el ustuzou, con arrogancia e insulto en su modo de dirigirse a ella.

La cresta de Lanèfenuu llameó en su instantánea furia.

—¿Advertencia? ¿A mí? Sólo pides tu muerte, ustuzou.

Avanzó unos pasos, con amenaza en cada movimiento, pero se detuvo cuando el ustuzou hizo signo de certeza de destrucción.

—Sólo traigo muerte y dolor, eistaa. La muerte está ya aquí, y vendrá más si no escuchas lo que te diré.

Muerte doble. Dos veces muerte.

Hubo un repentino movimiento en la entrada del ambesed, y ambos miraron hacia la yilanè que entró precipitadamente, con la boca muy abierta por el calor de sus rápidos movimientos.

—Muerte —dijo la recién llegada, con los mismos controladores de urgencia y fuerza que había usado Kerrick.

Lanèfenuu se sentó bruscamente sobre su cola, aturdida por el shock, silenciosa mientras la yilanè modelaba lo que tenía que decir.

—Enviada por Muruspe…, urgencia de mensaje. El uruketo que ella manda…, muerto. Está muerto. Muerte repentina en la noche. Y otro uruketo. Muerto también.

Los dos muertos.

El grito de dolor de Lanèfenuu cortó el aire. Ella que había mandado personalmente un uruketo, que había pasado su vida con y para los enormes animales, cuya ciudad alardeaba de más y mejores uruketo que cualquier otra. Ahora. Dos de ellos. Muertos. Se giró en su dolor, el cuerpo retorcido, para mirar la gran talla del uruketo encima de ella, la figura tan parecida a ella asomada en su aleta. Dos uruketo muertos. ¿Qué había dicho el ustuzou? Se volvió lentamente para enfrentarse a la terrible criatura.

—Doble muerte —dijo Kerrick de nuevo, con los más lúgubres controladores—. Ahora hablaremos, eistaa.

Kerrick hizo signo de despedida inmediata a la mensajera, de la más alta a la más baja, y la yilanè se marchó de prisa. Ni siquiera esa presunción de poder en su presencia alteró a Lanèfenuu, no consiguió penetrar el dolor que sentía ante la irreparable pérdida.

—¿Quién eres? —inquirió, con la pregunta ahogada por su dolor—. ¿Qué quieres aquí?

—Soy Kerrick el más alto, y soy eistaa de todos los tanu a los que vosotros llamáis ustuzou. Te he traído la muerte. Ahora te traeré la vida. Soy yo quien ordené la muerte de los uruketo. Aquellos a quienes mando lo hicieron.

—¿Por qué?

—¿Por qué? ¿Te atreves a preguntar por qué? ¿Tú que enviaste a Vaintè a aquellos a quienes mando, a perseguirlos y a matarlos y a seguir matándolos? Te diré por qué los mataron. A uno lo mataron para demostrarte mi fuerza, que puedo llegar hasta donde desee, matar lo

que desee o a quien desee. Pero la muerte de uno solo hubiera podido considerarse un accidente. Dos muertes no son un accidente.

Todos hubieran podido morir con la misma facilidad. Hice esto para que sepas quién soy, qué fuerzas mando, para que hagas lo que te voy a decir que debes hacer.

El rugido de furia de Lanèfenuu le cortó en seco. La eistaa avanzó tambaleante, los pulgares tendidos y las mandíbulas abiertas, los dientes preparados. Kerrick no se movió, sino que habló con insulto y arrogancia.

—Mátame, y no morirás. Mátame, y todos tus uruketo morirán. ¿Es eso lo que deseas, eistaa? ¿La muerte de tus uruketo y la muerte de tu ciudad? Si deseas eso…, entonces golpea rápido antes de que puedas pensar y cambiar de opinión.

Lanèfenuu tembló con sus conflictos internos, acostumbrada a una vida de mando, reteniendo el poder de la vida y de la muerte, sin aceptar órdenes de nadie. ¡Que este ustuzou pudiera hablarle de aquella manera! Estaba perdiendo el control.

Kerrick no se atrevió a retroceder ante ella o a cambiar la arrogancia de su actitud. Un momento de debilidad por su parte, y ella atacaría. Quizá la había empujado demasiado…, pero no tenía otra elección. Lanzó una rápida mirada hacia la colina encima de ellos. Nada.

—Hay algo más que quiero decirte, eistaa —indicó. Debía hablar, mantener su atención, no dejar que sus pasiones abrumaran su juicio—. Ikhalmenets es una gran ciudad, una joya entre las ciudades yilanè, Ikhalmenets ceñida por el mar. Tú eres Ikhalmenets, e Ikhalmenets es tú. Tu responsabilidad y tu recompensa. Tú gobiernas aquí.

Se atrevió a echar otra mirada hacia la colina. Había una nube encima de ella, aunque…, ¿era realmente una nube? No. Humo. Y Lanèfenuu avanzaba hacia él, arando el suelo con las garras de sus pies. Kerrick gritó fuertemente, para atravesar la niebla de su furia.

—Tú eres Ikhalmenets…, e Ikhalmenets está a punto de ser destruida. Mira detrás de ti, ahí arriba, en ese risco. ¿Ves esa nube que no es una nube? Es humo. ¿Y sabes qué es el humo? El humo viene del fuego, y el fuego quema y destruye. El fuego quemó Alpèasak, mató a todas allí. Tú lo sabes bien. Ahora he traído el fuego a Ikhalmenets.

Lanèfenuu se volvió, miró, gimió agónicamente. El humo brotaba del risco y ascendía en girantes nubes.

Kerrick señaló atención a su habla y ella le miró con un ojo, mientras el otro seguía clavado en el humo.

—No he venido solo a tu Ikhalmenets ceñida por el mar, eistaa. Mis fuerzas han matado tus uruketo mientras yo me abría camino hasta el ambesed. Mis fuerzas te rodean ahora por todos lados…, y son maestras del fuego, como tú sabes muy bien. Tienen ya sus fuegos preparados y sólo aguardan mi señal. Si la doy… Ikhalmenets arderá. Si sufro algún tipo de daño…, Ikhalmenets arderá. Así que decide, y rápido, porque el fuego está hambriento.

El grito de rabia de Lanèfenuu se convirtió en uno de dolor. Estaba derrotada; se dejó caer sobre su cola, los antebrazos colgando. Su ciudad y todos sus uruketo estaban primero. La muerte de esta criatura no era importante. Ikhalmenets sí lo era.

—¿Qué es lo que quieres? —preguntó. No humildemente, pero sí con la debilidad de la derrota.

—Quiero para los míos solamente lo que tú quieres para las tuyas, eistaa. Una existencia continuada. Tú nos echaste de Alpèasak. Tú y tus yilanè y fargi podéis quedaros allí, porque es una ciudad yilanè. Nadie os hará daño allí. Veo la nieve de la montaña encima de nosotros, una nieve que baja más cada año. Antes de que la nieve alcance tu Ikhalmenets, irás a Alpèasak, y estarás segura allí bajo un sol más cálido. Ikhalmenets vivirá allí.

»Pero mis ustuzou deben vivir seguros también. En estos mismos momentos Vaintè actúa bajo tus órdenes, los persigue y los mata. Debes ordenarle que retroceda, que regrese, que deje de matar. Haz eso, e Ikhalmenets vivirá. Nosotros no queremos lo que vosotras tenéis. Podéis conservar vuestra ciudad. Solamente pedimos nuestras vidas. Debes detener a Vaintè. Si lo haces, Ikhalmenets y todos sus uruketo vivirán el mañana de mañana como vivieron el ayer de ayer.

Durante largo rato Lanèfenuu no se movió, permaneció sentada en silencio sobre su cola, luchando por hallar un camino a través del laberinto de sus conflictivos pensamientos. Finalmente, cuando se agitó, algo de fuerza volvió a ella, y habló de nuevo con voz de autoridad.

—Así se hará. Vaintè será detenida. Nunca hubo necesidad de que ella atacara a través de vuestro mundo de ustuzou. Será llamada aquí. Tú te marcharás. Vosotros permaneceréis en vuestro lugar, y nosotras en el nuestro.

No deseo volver a hablar contigo ni volver a verte nunca.

Mi mayor deseo es que tu huevo hubiera sido pisoteado y tú nunca hubieras emergido.

—Kerrick hizo signo de asentimiento.

—Pero hay otra cosa que debes hacer para detener a Vaintè. Tú la conoces, y yo la conozco. Es capaz de desobedecer tu orden de detenerse. Es capaz de esto…, ¿no?

—Lo es —dijo hoscamente Lanèfenuu.

—Entonces debes ir personalmente a ella, encontrarla, y ordenar su regreso. Entonces ella deberá detener lo que está haciendo, porque sus yilanè son tus yilanè, sus fargi son tus fargi. Eso es lo que debes hacer.

Los ojos de Lanèfenuu brillaban de odio…, pero mantuvo su cuerpo bajo control.

—Haré eso.

—Bien. —Kerrick alzó la mano hacia el anillo que rodeaba su cuello, hacia el cuchillo que colgaba allí. Lo agarró y lo soltó, se lo tendió a Lanèfenuu. Ella no adelantó la mano para cogerlo, así que él lo dejó caer al polvo ante sus pies.

—Le darás esto a Vaintè. Ella lo conoce, sabe lo que significa. Sabrá que soy yo quien he hecho esto, y por qué lo he hecho. Sabrá que no tuviste más elección que hacer lo que vas a hacer.

—No me importa lo que Vaintè sienta, lo que sepa.

—Por supuesto, eistaa —dijo Kerrick lentamente, con controladores de fría furia—. Pero resulta que quiero que sepa que he sido yo, Kerrick, quien le ha hecho esto quien la ha detenido en su camino. Quiero que comprenda exactamente lo que he hecho.

Con esto, Kerrick giró sobre sus talones y se marchó a largas zancadas. Fuera del ambesed, y más allá de las boquiabiertas fargi que se habían reunido en un aterrorizado grupo. Se apartaron de él llenas de miedo, por todo lo que habían visto, desde lejos, de su conversación. No sabían lo que estaba ocurriendo…, sólo que era terrible más allá de toda creencia. Dos uruketo habían muerto, y aquel ustuzou-yilanè hablaba con la muerte a su alrededor.

Kerrick cruzó Ikhalmenets hasta la orilla, se volvió hacia las yilanè y fargi que había allí.

—En nombre de vuestra eistaa os ordeno desde aquí. A todas. Ordeno que acudáis a ella en el ambesed, partid.

Incapaces ellas mismas de mentir, aceptaron lo que él decía como una auténtica orden y se apresuraron hacia el ambesed.

Tan pronto como estuvo a solas, Kerrick saltó a la arena y se encaminó fuera de la ciudad.