La costa de Entoban‹ era una oscura sombra en el horizonte oriental, apenas visible a la moribunda luz.
Mientras el bote cabalgaba sobre una ola pudo ver los picos de las altas montañas cubiertas de nieve muy tierra adentro, aún teñidas de rojo por el sol poniente. Mientras caían al valle entre las olas, la vela chasqueó en la menguante brisa.
Kerrick miró a Kalaleq en la barra del timón y dijo de nuevo, esta vez eligiendo cuidadosamente las palabras, luchando por no perder el control:
—El agua está casi agotada.
—No tengo deseos de beber.
—Pero yo sí. Y Armun está sedienta. Debemos ir a la orilla y volver a llenar los pellejos.
Apenas había luz suficiente para que Kerrick pudiera ver el estremecimiento que recorrió el cuerpo de Kalaleq agitando su pelaje de debajo de su cuello de tal modo que pareció flotar en el aire. Había desechado sus ropas hacía ya varios días, cuando el aire había empezado a volverse más cálido, cuando lo peor del invierno había sido dejado atrás.
—No —dijo, luego tembló de nuevo—. Esta es la tierra de los murgu. Los vi una vez, los maté una vez. Nunca más. Tengo calor, debemos ir al norte.
Empujó la barra, y la vela chasqueó fláccida mientras daban una virada. Kerrick echó a andar hacia popa, más furioso que antes, y se detuvo sólo cuando Armun apoyó una mano sobre su brazo.
—Déjame hablar con él —susurró—. De nada servirá gritarle, puedes verlo muy bien.
—Háblale entonces. —Apartó la mano de ella y se dirigió a asegurar la vela—. Convéncele. Necesitamos conseguir agua fresca.
El pelaje de Kalaleq tembló ante el contacto de la mano de Armun, y ella apretó su hombro hasta que el temblor cesó.
—Tenemos toda el agua que necesitamos —murmuró el paramutano.
—Sabes que eso no es cierto. Pronto se habrá agotado, y entonces tendremos que desembarcar.
—Desembarcar en las islas, bien, pero no ahí, no en la orilla.
Apretó de nuevo su hombro, le habló como lo haría a un niño.
—No sabemos lo lejos que están las islas de aquí…, y no podemos dar media vuelta. Al espíritu del viento no le gustaría eso. No después de todos los buenos vientos que hemos tenido hasta ahora.
—No hoy, no ayer.
—Entonces es que el espíritu te ha oído y se ha puesto furioso.
—¡No!
Kalaleq se abrazó fuertemente a ella, luego se dio cuenta de lo que estaba haciendo y dejó que sus manos ascendieran por debajo de las sueltas ropas de Armun, recorriendo su desnuda espalda. Ella no lo rechazó, no esta vez. Kerrick no podía ver lo que ocurría en la oscuridad. Debían ir a la orilla pese a los temores de Kalaleq.
Él era el problema ahora, porque el viaje al sur parecía haberse llevado consigo todos los oscuros pensamientos de la mente de Kerrick. ¡Para meterlos en el cerebro del paramutano! Ahora tenía que ocuparse de él en vez de Kerrick, debía seguir siendo la fuerte. Sabía bien cómo hacerlo. Los cazadores tanu y el macho paramutano eran iguales, rápidos en la furia, feroces en la batalla, bañados por tormentas de sentimientos. Pero era ella la que tenía que resistir. Seguir cuando era necesario…, ser fuerte cuando era más necesario aún. En ese momento Kalaleq necesitaba su ayuda, como antes la había necesitado Kerrick. Pero deseaba más que eso. Sus manos se movieron sobre su piel, se movieron de su espalda…, y ella lo aparto suavemente.
—Kalaleq no tiene miedo del gran ularuaq que nada en el mar del norte —dijo—. Es el más grande cazador de ularuaq, y la fuerza de su brazo nos alimenta a todos.
—Sí —admitió él, y tendió de nuevo las manos hacia ella, pero ahora Armun retrocedió ligeramente.
—Kalaleq no sólo mata al ularuaq, sino que también ha matado murgu. Yo le vi matar murgu. ¡Es un poderoso cazador de murgu!
—Sí. —Luego, más fuerte—: ¡Sí! —Atravesó una figura invisible con una lanza invisible—. ¡Sí, los maté, cómo los maté!
—Entonces, no les tienes miedo…, si los ves los matarás de nuevo.
—¡Por supuesto! —Su humor había cambiado completamente bajo su guía, y se golpeó el pecho con los puños—. Necesitamos agua…, a la orilla. Quizás encontremos también algunos murgu que matar.
Olisqueó el viento, luego escupió furioso. Aún gruñendo, sacó los remos y los colocó en su lugar.
—No hay viento suficiente, arría la vela. Te demostraré cómo se rema.
Pero no esa noche.
Al cabo de poco tiempo jadeaba y estaba empapado de sudor. Dejó que Armun lo apartara a un lado y bebió la última agua que quedaba cuando ella se la llevó a los labios. Kerrick ocupó su lugar, manejó con fuerza los remos, llevó el bote hacia tierra. Kalaleq se hundió en un turbado sueño, y Armun esperó que cuando despertara su humor no hubiera cambiado.
La noche era tranquila y cálida, las estrellas quedaban ocultas por las nubes bajas. Antes de que Kerrick se cansara Armun lo reemplazó a los remos, de modo que siguieron avanzando firmemente hacia tierra. El fantasma de una luna se deslizaba dentro y fuera de las nubes permitiéndoles mantener el rumbo. Mientras Kalaleq dormía fueron turnándose a los remos, hasta que oyeron allá delante el distante rumor de las olas rompiendo contra tierra. Kerrick permaneció en la proa, y apenas pudo ver la línea de espuma donde las olas ascendían por la orilla.
—Parece una playa, sin rocas, y las olas son pequeñas. ¿Debemos ir directamente hasta allí?
—Despierta a Kalaleq. Deja que él decida.
El paramutano abrió inmediatamente los ojos…, por fortuna no poseído por ninguno de sus anteriores miedos.
Subió a medio mástil para mirar hacia delante, olisqueó el aire, luego dejó colgar la mano por encima en la borda, hundiéndola en el mar.
—Desembarcaremos —fue su firme decisión—. Rema recto, y yo timonearé.
Cuando estuvieron cerca vio una brecha en la orilla y giró hacia ella, luego guio el bote entre bancos de arena hacia la desembocadura de un pequeño río.
—¡Nadie conoce los botes, conoce el océano como Kalaleq!
—Nadie —admitió rápidamente Armun, antes de que Kerrick pudiera decir algo que empañara la recién recuperada autoestima del paramutano. Kerrick fue a hablar, luego tuvo el buen sentido de cerrar la boca. Remó hasta que tocaron fondo, luego saltaron por la borda con una cuerda para arrastrar el bote más adentro.
El agua era salada allí, pero tras recorrer una corta distancia corriente arriba se volvió fresca y dulce. Hundió las manos ahuecadas en la corriente y bebió, luego llamó a los demás. Kalaleq rodó y chapoteó en la deliciosa frialdad, olvidados sus anteriores temores. Arrastraron el bote hacia arriba tanto como pudieron y lo aseguraron allí, todos ellos agotados. Llenarían los pellejos de agua por la mañana.
Apenas había luz cuando Kerrick tocó el brazo de Armun para despertarla.
—Levántate —dijo—. Ven, rápido.
Kalaleq estaba oculto detrás de la duna, agitando su lanza y gritando terribles insultos. Pero tenía buen cuidado de mantenerse a cubierto. Corrieron a reunirse con él, dejándose caer y arrastrándose el último trecho para mirar por encima de la cresta.
Allá en el mar, cerca de la costa, un enorme animal con una alta aleta nadaba lentamente ante ellos. Dos animales marinos más pequeños nadaban delante, como si le abrieran camino.
—Un uruketo —dijo Kerrick—. Lleva a los murgu por el mar.
—¡Cómo me gustaría que estuvieran más cerca para poder atravesarlos con mi lanza, matarlos a todos! —Los ojos de Kalaleq estaban rojos por el odio a la primera luz del día, olvidada ya toda huella de los temores de ayer.
—Mira en qué dirección van —dijo Kerrick, observando el sol en el horizonte, luego de nuevo el mar—. Hacia el norte, van hacia el norte.
Miró hasta que el uruketo hubo desaparecido de la vista, luego se apresuró hacia el bote, extrajo los mapas yilanè.
—Hemos ido demasiado al sur, ¿veis?, debemos estar aquí en el mapa. El uruketo se dirige al norte, a las islas de aquí.
Kalaleq comprendía los mapas. Armun no. Ellos debían decidir.
—Puede dirigirse al océano de aquí, a través de la boca —indicó Kalaleq.
Kerrick negó con la cabeza.
—No en esta época del año, es demasiado frío, puede que ni siquiera queden ciudades en las orillas de Isegnet.
Tiene que ir aquí, a Ikhalmenets.
Mientras discutían, ella llenó los pellejos de agua.
A última hora de la mañana tenían ya toda el agua que podían cargar, y habían decidido su rumbo. Seguirían al animal nadador murgu. Se había acordado que buscarían la isla que debía de estar en aquella dirección.
La brisa soplaba de tierra ahora e hinchó su vela, empujándoles rápidamente hacia el horizonte y lo que hubiera oculto detrás.
Navegaron todo el día por el vacío océano, la tierra firme fuera de su vista, ya a sus espaldas, y nada visible todavía al frente. Cuando los temores de Kalaleq regresaron, Armun le preguntó cómo mataba al ularuaq, y él le mostró su habilidad, se dejó arrastrar de nuevo por ella gritando complacido. Kerrick permanecía sentado en silencio en la proa, mirando al frente. Fue él quien vio primero la montaña coronada de nieve.
—Eso es Ikhalmenets, no puede ser otra cosa.
Miraron en silencio mientras seguían navegando y la isla emergía lentamente del mar. Kalaleq gritó preocupado cuando aparecieron otros puntos de tierra.
—Ahí…, y ahí. Otras islas, hay más de una. ¿Cuál es la que buscamos?
Kerrick señaló hacia el pico blanco, que ahora resplandecía cálidamente al sol del atardecer.
—Ese, no puede ser otro, esa es la forma en que fue descrito. Una isla con una sola montaña en su centro.
Hay otras cerca, pero esa es la más grande, la montaña la más alta. Navega hacia ella.
—Nos pueden ver desde las otras islas cuando pasemos junto a ellas.
—No, están deshabitadas. Los murgu viven sólo en un lugar, en su ciudad en esa isla. Ahí es donde iremos…
—¡A nuestras muertes! —exclamó con voz fuerte Kalaleq, castañeteando los dientes de miedo—. Murgu más allá de toda cuenta. Nosotros somos tres, ¿qué podemos hacer?
—Podemos vencer —dijo Kerrick, con fuerza y seguridad en su voz—. No he recorrido toda esta distancia sólo para morir. He pensado en esto una y otra vez, lo he planeado todo cuidadosamente. Venceremos…, porque conozco a esas criaturas. No son como los tanu…, o los paramutanos. No actúan como nosotros, cada una yendo por sí misma, sino que tienen un orden en todo. Son muy diferentes de nosotros.
—Siento la cabeza espesa. Tengo miedo…, y no comprendo.
—Entonces escucha, y verás claramente lo que quiero decir. Háblame de los paramutanos. Dime por qué tú, Kalaleq, matas el ularuaq. ¿Por qué no lo hace cualquier otro?
—¡Porque yo soy el mejor! Soy el más fuerte, el que apunta mejor.
—¿Pero los otros también matan?
—Por supuesto, en otras ocasiones, navegando en otros ikkergaks.
—Entonces comprenderás esto: Los tanu tienen sammadars, que son los que mandan. Pero, si no nos gusta lo que dicen, buscamos un nuevo sammadar, del mismo modo que vosotros podéis tener un nuevo arponeador para la caza del ularuaq.
—Yo…, soy el mejor.
—Sé que lo eres, pero no es eso lo que quiero decir.
Estoy hablando de cómo ocurren las cosas con los paramutanos y los tanu. Pero esa no es la manera con los murgu. Hay una que ordena a todas las demás, una sola.
Sus órdenes son siempre obedecidas, nunca cuestionadas
—Eso es estúpido —dijo Kalaleq, haciendo girar la barra ante una ráfaga de viento que hizo chasquear la vela. Kerrick asintió.
—Tú lo piensas así…, y yo también. Pero los murgu nunca piensan de este modo. La que está arriba gobierna, y todas las demás obedecen.
—Estúpido.
—Lo es, pero resulta muy bueno para nosotros. Porque yo puedo hablar con la que gobierna, ordenarle que haga lo que se debe hacer…
—No, no puedes —exclamó Armun—. No puedes ir allá. Es la muerte segura.
—No si vosotros dos me ayudáis, hacéis lo que os pida. Ninguna de las demás murgu importan, sólo la líder, la que ellas llaman la eistaa. Sé cómo piensa y sé cómo hacer que me obedezca. Con esto —mostró la tallada caja de fuego sasku—, y la vejiga de veneno para ularuaq que Kalaleq tiene almacenada.
Armun pasó la mirada de su rostro a la caja, luego de nuevo a su rostro.
—No comprendo nada de esto. Te estás burlando de mí. —Sin darse cuenta, se llevó un pliegue de sus ropas a su boca mientras hablaba.
—No, nunca. —Kerrick depositó a un lado la caja y la abrazó, retiró a un lado la piel, tocó sus labios, calmó sus miedos—. Todo irá bien, estaremos seguros.
Se acercaron a la isla tanto como se atrevieron a la menguante luz del día, luego bajaron la vela y aguardaron. No había nubes, y la nieve en la alta montaña brillaba claramente a la luz de la luna. Kerrick fue a izar la vela, y Kalaleq le dijo que se detuviera.
—¡Si nos acercamos más seremos vistos!
—Duermen, todas ellas. Ninguna está despierta, ya te dije que lo sabía.
—¿Guardias apostados?
—Eso es imposible. Nada se mueve después de la oscuridad, así son las cosas entre ellas.
Kalaleq manejó reluctante el timón, aún inseguro. La isla creció y creció, hasta que estuvieron avanzando lentamente hacia el norte a lo largo de su rocosa orilla.
—¿Dónde está el lugar de los murgu? —susurró Kalaleq, como si creyera que podía ser oído desde la orilla.
—En esta costa, hacia el norte; sigamos.
La rocosa costa dio paso a una sucesión de arenosas playas con bosquecillos detrás. Luego la costa se curvó formando un puerto, y la hilera de oscuras formas fue claramente visible contra la madera más clara de los muelles al fondo.
—Allí —dijo Kerrick—. Los uruketo, sus animales-ikkergak, como el que vimos. Este es el lugar, esta es la ciudad. Sabía que sería así porque todas crecen de la misma manera. Las playas del nacimiento más allá, la barrera rodeándola, el ambesed que se abrirá al este para que la eistaa, sentada en su lugar de honor, reciba el primer calor del sol. Esto es Ikhalmenets.
A Armun no le gustaba cuando Kerrick hablaba de estas cosas debido a los extraños sonidos que hacía y a los bruscos movimientos de su cuerpo. Desvió la mirada pero él llamó su atención.
—Ahí, ¿ves el lecho seco del río, allá donde desemboca en el océano? Ahí desembarcaremos, ahí nos encontraremos de nuevo. Dirígete a la orilla, Kalaleq. Este es el lugar correcto, está cerca…, pero fuera de las barreras que rodean la ciudad.
La orilla era allí toda lodo y arena, arrastrados desde las colinas durante la estación de las lluvias. Desembarcaron en una arenosa orilla, mecidos suavemente por las pequeñas olas.
—Permaneceremos aquí la mayor parte de la noche —dijo Kerrick—. Pero debemos partir cuando aún esté oscuro. Armun, tú te quedarás aquí y aguardarás hasta que haya luz suficiente antes de intentar subir.
—Puedo ir en la oscuridad —dijo Armun.
—No, es demasiado peligroso. Habrá tiempo suficiente. Lo que debes hacer es trepar ahí arriba hasta que estés encima de la ciudad. Prepáralo todo tal como te he dicho.
—Madera seca para un gran fuego, hojas verdes para el humo.
—Sí, pero no eches las hojas hasta que el sol esté dos manos por encima del océano. El fuego tiene que ser grande y ardiente, con carbones candentes. En el momento adecuado deben ser echadas todas las hojas, para que ardan y hagan humo. Tan pronto como hayas hecho eso debes volver aquí. Rápido…, pero no tan rápido que te caigas. Kalaleq estará aguardando. Yo vendré a lo largo de la orilla y me uniré a vosotros tan pronto como pueda.
¿Está todo entendido?
—Creo que todo esto es una locura, y estoy lleno de miedo.
—No debes tenerlo. Todo irá tal como he planeado. Si hacéis vuestra parte, estaré a salvo. Pero debéis hacerlo en el momento correcto, ni antes ni después. ¿Queda comprendido?
—Sí, comprendo. —Armun se estremeció. Kerrick estaba tan distante de ella ahora, su voz tan fría, pensando como un murgu…, y actuando como tal también. Sólo deseaba obediencia. La tendría…, aunque sólo fuera para acabar de una vez con todo aquello. El mundo era un lugar solitario.
Se adormeció en el balanceante bote, despertó ante los sonoros ronquidos de Kalaleq, luego se adormeció de nuevo. Kerrick no podía dormir, y permaneció tendido, con los ojos abiertos, contemplando el lento girar de las estrellas. La estrella de la mañana se alzaría pronto, y después de eso vendría el amanecer. A la caída de la noche su trabajo podía estar terminado. Tal vez él no estuviera vivo para ver el fin del día, lo sabía. Iba a correr un enorme riesgo, y la victoria no era tan cierta como le había asegurado a Armun. Por un momento deseó estar de vuelta en aquella costa helada seguros en los paukaruts de los paramutanos, lejos de todo peligro.
Apartó a un lado aquel pensamiento, recordando, como si le hubiera ocurrido a otra persona, la oscuridad que había dominado su mente durante tanto tiempo. Había tanta gente dentro de su cabeza. Era yilanè y tanu, sammadar y líder en la batalla. Había incendiado Alpèasak luego intentado salvarla, la había perdido de nuevo ante las yilanè. Luego había huido de todo…, y ahora sabía que no podía huir de nada. Todo estaba dentro de su cabeza. Lo que hacía era lo correcto, lo único. Los sammads tenían que ser salvados…, y en todo aquel mundo él era el único que podía hacerlo. Todos sus esfuerzos, todo lo que había hecho, lo habían conducido hasta este lugar, hasta esta ciudad y este momento. Se haría lo que hubiese que hacer. Las estrellas empezaron a palidecer sobre el horizonte, y se volvió para despertar a los otros.
Armun vadeó en silencio hacia la orilla. Tenía tanto que decir, que era mucho más fácil no decir palabra.
Permaneció hundida hasta las rodillas en el agua, aferrando la caja del fuego, observando mientras la oscura forma del bote se alejaba en silencio. La luna se había puesto, y la luz de las estrellas que quedaban no era lo bastante potente para revelar su rostro. Luego el bote y sus dos ocupantes desaparecieron, una mancha negra en medio de la oscuridad mayor. Se volvió y se dirigió a la orilla.
—Oh, estamos muertos, muertos —murmuró Kalaleq entre castañeteantes dientes—. Consumidos por esos gigantescos murgu.
—No hay nada que temer. Por la noche no hacen nada.
Déjame en la orilla porque está a punto de amanecer.
¿Sabes lo que tienes que hacer?
—Lo sé, me lo has dicho.
—Te lo diré de nuevo, sólo para asegurarme. ¿Estás seguro de que el veneno de ularuaq matará a una de esas criaturas?
—Ya están muertas. No son tan grandes como un ularuaq. Mi arponazo es la muerte segura.
—Entonces hazlo, rápido tan pronto como yo esté en la orilla. Mátalas…, pero sólo dos de ellas, no más. Asegúrate de eso, porque es de la máxima importancia. Dos de ellas deben morir.
—Morirán. Ahora vete…, ¡vete!
El bote se alejó en silencio antes de que Kerrick hubiera alcanzado arena seca. La estrella de la mañana brillaba en el horizonte, con el primer gris del alba bajo ella. Ahora era el momento. Se despojó de sus ropas de piel, de las tiras que envolvían sus pies, hasta que todo lo que quedó sobre su cuerpo fue un taparrabo de suave piel. Su lanza estaba aún en el bote, iba desarmado. Tocó el cuchillo de metal que colgaba de su cuello, pero no tenía filo, sólo era un adorno.
Con los hombros echados hacia atrás y la cabeza alta, los miembros ligeramente curvados en la arrogancia de la superioridad, completamente solo, entró caminando en la ciudad yilanè de Ikhalmenets.
ninlemeistaa halmutu eisteseklem
Apotegma yilanè
Por encima de la eistaa sólo hay el cielo.