CAPÍTULO 41

Una vez tomada la decisión, algo de su locura abandonó los ojos de Kerrick. Había sido el insoluble conflicto interno lo que lo estaba desgarrando. Por una parte, él y Armun estaban a salvo…, mientras al otro lado del océano los sammads de los tanu y sasku se hallaban bajo una sentencia de muerte. Cuanto mejor estaba él…, peor era su posición. Se culpaba a sí mismo de aquella situación imposible veía a Vaintè como el espíritu de la muerte que sólo él había liberado. Sabía, sin la menor duda, que ella estaba siguiendo su camino de destrucción sólo para matarle a él. Él era el responsable. Y había huido. Sólo entonces había dejado de correr. Como un animal atrapado, se revolvía para atacar. Y, como ese animal, ni por un instante consideraba si iba a vivir o morir. Sabía tan sólo que debía lanzarse, desgarrar y vencer.

Era Armun quien veía con absoluta claridad el precio seguro del fracaso. Cuando le observaba examinar sus mapas, deseaba que hubiera alguna otra manera. Pero no la había, lo sabía muy bien. Debían navegar hacia el sur, a lo desconocido. O eso, o quedarse allí hasta que él se volviera loco. Ahora parecía feliz, incluso sonreía mientras comparaba los mapas, trazaba el rumbo que debían seguir Aunque el futuro era oscuro y desconocido, Armun se sentía satisfecha con su decisión. Kerrick había llenado su vacía vida, la había sacado del exilio, de una vida que no era vida en absoluto. No era como los demás cazadores, podía hacer cosas que ellos no podían hacer.

Él los había conducido, y ellos lo habían seguido a la victoria contra los murgu. Pero, una vez tomada la ciudad, lo habían rechazado. Ella lo sabía todo sobre el rechazo. Ahora, allá donde él fuera ella le seguiría. Un pequeño ejército de uno. No, en realidad de dos, no debía olvidar al pequeño cazador paramutano que veía sabiduría en la locura y navegaba voluntariosamente en las ventiscas del invierno ártico.

Kalaleq se sentía muy feliz. Cantaba canciones de caza para sí mismo mientras se inclinaba sobre la vela del bote y la revisaba costura a costura, cosiendo más tripa allá donde hubiera algún signo de debilidad. Había hecho lo mismo con el casco, comprobando y calafateando. La primera parte del viaje al sur sería la más dura, y había que tomar todas las precauciones antes de partir. La comida almacenada y atada firmemente en su lugar…, y lo mismo para los pellejos de agua. Sabía muy bien lo que podía hacer la furia de las tormentas invernales.

Habría dos bombas en vez de una, porque si zozobraban estaban perdidos. ¡Qué divertido! Reía en voz alta mientras trabajaba, fingiendo no ver las celosas y envidiosas miradas de los demás. ¡Qué viaje sería!

Cuando todos los preparativos estuvieron hechos tuvieron que esperar, sin embargo, porque ahora, en lo más fuerte del invierno, los vientos soplaban con una fuerza irresistible, apilando la nieve fuera de los paukaruts y chillando constantemente sobre sus cabezas. Ahora sólo tenían que esperar. Algo del lúgubre humor de Kerrick regresó con cada día de retraso, y él luchó por controlarlo, sabiendo que no se podía hacer nada. Una vez terminado el trabajo, Kalaleq durmió y acumuló fuerzas.

Armun permanecía tranquila, resignada, y eso tuvo un efecto saludable sobre Kerrick. Partirían en cuanto el tiempo lo permitiera.

Cuando Kerrick despertó supo de inmediato que algo era muy diferente. El ululante viento que había desgarrado los oídos fuera del paukarut durante interminables días había desaparecido. Todo permanecía en calma. Kalaleq se le adelantó, abriendo el faldón para dejar entrar la brillante luz del sol.

—¡Ese tiempo! ¡Maravilloso!

—¿Cuándo partimos?

—¡Ahora, pronto, de inmediato, sin pausa! El espíritu del viento nos ha dicho que debemos partir ahora mismo, mientras él descansa. No descansará mucho tiempo, y debemos intentar cruzar la bahía de las tormentas antes de que regrese. ¡Al bote!

Con el fin de la ventisca, todo el mundo sabía que el largo tiempo retrasado viaje iba a empezar. Los paukaruts se vaciaron y, entre risas y chillidos, la multitud convergió hacia el bote. Fue liberado de la nieve y arrastrado hasta el borde del océano. Las olas seguían rompiendo aún con una nube de espuma y llegaban hasta muy arriba del inclinado tramo del varadero. Hubo mucha discusión acerca de la mejor manera de meter el bote en el agua, pero se llegó rápidamente a un consenso.

Animosos voluntarios metieron el bote en las olas, riendo y gritando en la fría agua, y lo sujetaron ahí contra la resaca. Otros alzaron en vilo a los tres viajeros, los sentaron sobre sus hombros para mantenerlos secos, luego avanzaron tambaleantes hacia la embarcación. Al instante mismo en que estuvieron a bordo Kalaleq izó la vela al tiempo que manos voluntariosas los empujaban contra las olas. Mientras el bote avanzaba hacia mar abierto, los que lo habían empujado fueron revolcados por las olas y arrastrados de vuelta a la playa, riendo hasta quedar agotados. Armun los observó alucinada, jamás comprendería a aquellos extraños y peludos cazadores.

Con viento del oeste imperante tuvieron que efectuar frecuentes bordadas para conseguir algún progreso hacia el sur y el oeste. Kalaleq sabía que la costa al sur de ellos iba de este a oeste, y que nunca conseguirían girar la punta occidental de la bahía si se dejaban arrastrar demasiado hacia tierra. Vigilando a la vez la vela y el cielo, condujo el pequeño y bamboleante bote en un rumbo que debería mantenerles bien alejados de la orilla.

El mareo hizo presa de Armun casi de inmediato, y se tendió, empapada, bajo sus mantas de piel. Kerrick no parecía afectado por el bamboleo de la embarcación contra las olas, y ayudaba con las cuerdas cada vez que era necesario. También sonreía, incluso reía como el paramutano mientras la espuma se helaba en su pelo y barba.

Kalaleq compartía su entusiasmo, y sólo Armun parecía comprender los riesgos que estaban corriendo, la absoluta locura del viaje. Pero ya era demasiado tarde para volver, demasiado tarde para hacer nada excepto seguir.

El buen tiempo se mantuvo durante la mayor parte de dos días, con vientos suaves y cielo claro. Cuando regresaron las tormentas, no fueron tan fuertes como habían sido antes. Siguieron navegando durante tres días más hasta que el hielo en los aparejos se hizo tan pesado que tuvieron que ir a la orilla para quitarlo. Arrastraron el bote muy arriba en la arena de una pequeña playa, picaron el hielo hasta quedar empapados y helados, luego se acurrucaron cerca del fuego que encendió Kerrick, con los dientes castañeteando y sus empapadas ropas humeando mientras intentaban secarlas.

Habían pasado la base murgu durante la tormenta, ni siquiera la habían visto, ni esperaban hallar alguna de las criaturas amantes del calor en aquellos fríos mares septentrionales en esa época del año. Pero, con cada día de viaje al sur, el tiempo mejoraba algo. Las tormentas parecían haber perdido una buena parte de su furia mientras la diminuta embarcación avanzaba lentamente siempre hacia el sur, a lo largo de la rocosa costa.

Los amaneceres eran neblinosos y una fría llovizna los empapaba, helándolos aún más que los fríos y secos vientos del norte. Kerrick permanecía en la proa, escrutando tanto como podía la orilla. Un rocoso promontorio brotó de la niebla ante ellos y se dirigieron rápidamente hacia él, barridos por viento y corrientes. Kerrick miró del mapa a la tierra, mordiéndose nerviosamente el labio.

Tenía que ser, parecía haber pocas dudas. Se volvió rápidamente y llamó a Kalaleq.

—Pásalo, pon rumbo tan al oeste como puedas. Estoy seguro de que nos acercamos a Genagle, la corriente es fuerte aquí, cuando penetra en el otro mar.

—¿Hemos llegado? ¡Esto es maravilloso! —gritó Kalaleq, y rio mientras accionaba la barra del timón, la aseguraba, y luego corría a ajustar la vela—. Oh, ahora puedo verlo, todo un nuevo mundo…, y lleno de murgu. ¿Estarán los murgu navegando en este mar ahora?

—No lo creo, no en esta época del año. Pero, una vez hayamos cruzado la boca de Genagle, llegaremos al gran continente de Entoban, donde siempre hace calor. Allí tendremos que ir con cuidado.

Murgu, yilanè, los dos mundos mezclados en su mente. Pronto llegarían a la isla. Y debían atacarlas exactamente del mismo modo que las habían atacado los tanu al otro lado del mar. Como debían estar atacándolas, incluso en ese momento.

—No lucharán —dijo Herilak, los labios blancos por la furia—. No nos atacarán…, y cuando nosotros los ataquemos se ocultarán tras sus paredes venenosas, donde no podemos alcanzarlos.

—Son murgu, y no puede esperarse que los murgu luchen como lo hacen los tanu o los sasku —dijo Sanone, y adelantó un palo para avivar el fuego hasta que las chispas ascendieron por el aire y se alejaron en la fría brisa. En invierno, por la noche, incluso en aquel protegido valle, el aire se volvía helado, y él ya no era joven, con la cálida carne de la juventud. Apretó sus gruesas ropas en torno de su cuerpo y miró alrededor, al dormido valle. Sólo él y Herilak permanecían despiertos; los demás dormían.

—Aprenden, los murgu aprenden —dijo Herilak con cierta amargura—. Al principio podíamos clavarles nuestras lanzas por la noche, llegar hasta ellos y matarlos.

Ahora no podemos alcanzarlos por la noche. Ni durante el día. Permanecen seguros y no avanzan hasta que nos hemos ido. Entonces siguen su marcha, lentamente, pero acercándose cada vez más.

—¿A qué distancia están ahora? —preguntó Sasone.

—Nos rodean por todas partes. No al alcance de la vista, todavía no, pero siguen ahí, a cuatro días de marcha en cualquier dirección. El círculo no es completo, tienen campamentos armados separados, pero todos ellos son invulnerables. Si atacamos uno, permanecen dentro y no se mueven. Pero mientras hacemos esto los otros se acercan un poco más. Un día estarán todos aquí, y el valle estará rodeado, y todo terminará.

—Entonces debemos marcharnos antes de que sea demasiado tarde, antes de que estemos atrapados.

—¿Ir adónde? —Los ojos de Herilak estaban muy abiertos con sentimientos entremezclados, sus blancos brillaban a la luz del fuego—. ¿Hay algún lado donde estemos a salvo de ellos? Tú eres el mandukto de los sasku, tú conduces a tus cazadores y mujeres. ¿Conoces algún lugar seguro para conducirlos ahora?

Sanone se agitó inquieto antes de responder.

—Cruzando el desierto, hacia el oeste. Se dice que hay agua allí, hierba verde al otro lado.

—¿Quieres conducir a tus sasku allí?

El fuego crepitó, y un tronco cayó, y transcurrió largo rato antes de que Sanone respondiera.

—No, no quiero llevarlos lejos de este valle. Siempre hemos vivido aquí. Es adecuado para nosotros, y si tenemos que morir queremos que sea aquí.

—Yo no quiero morir…, pero estoy cansado de correr. También lo están mis sammads. Los conduciré lejos de aquí si quieren irse, pero creo que sienten lo mismo que yo. El tiempo de huir ha llegado a su fin. Más pronto o más tarde deberemos detenernos y enfrentarnos a los murgu. Que sea pronto. Todos estamos cansados.

—El agua en el río es más baja de lo que debería. En esta época del año las lluvias en las montañas lo llenan hasta las orillas.

—Tomaré algunos cazadores por la mañana, seguiré su curso hacia las colinas. ¿Crees que es obra de los murgu?

—No lo sé. Pero lo temo.

—Todos lo tememos, mandukto. Los murgu avanzan hacia nosotros como las nieves del invierno, y son igual de difíciles de detener. Una de las mujeres vio enredaderas verdes crecer en las cimas de los riscos. Dijo que no pudo acercarse, pero que se parecían a las enredaderas venenosas de los murgu.

—Los riscos son altos.

—Las enredaderas crecen largas. Cuando duermo, sueño con la canción de la muerte. ¿Sabes lo que significa eso?

La sonrisa de Sanone era fría y hosca.

—No necesitas a un mandukto para leer ese sueño fuerte Herilak. Yo también oigo canciones de muerte.

Herilak miró melancólicamente hacia las estrellas.

—Cuando nacemos, empezamos a morir. Sé que mi tharm estará ahí arriba algún día. Es sólo lo cercano de este día lo que me hiela más que este viento. ¿No hay nada que podamos hacer?

—Kerrick nos condujo en una ocasión contra los murgu, nos condujo a la victoria.

—No pronuncies su nombre. Se ha ido, y nos ha dejado morir. Ya no nos conducirá más.

—¿Te abandonó…, o lo abandonaste tú a él, fuerte Herilak? —preguntó Sanone con voz muy baja.

Herilak se agitó con brusca furia y empezó a decir algo…, pero calló. Alzó las manos y las cerró en duros puños, luego volvió a abrirlas.

—Si un cazador me hubiera preguntado esto, me hubiera hablado de este modo, le habría golpeado. Pero no a ti, Sanone, porque tú puedes mirar dentro de alguien y saber cuáles son sus pensamientos secretos. Desde que todo mi sammad fue destruido he tenido a dos personas dentro de un solo cráneo. Una de ellas hierve siempre con rabia, desea matar, no acepta consejo y rechaza toda amistad. Ese es el Herilak que le volvió la espalda a Kerrick cuando él necesitaba mi ayuda. Pero eso ya está hecho. Si estuviera aquí, tendría palabras para él. Pero se fue, y ahora está muerto en el norte. Ahora que estamos en este valle con murgu a todo nuestro alrededor descubro que mi furia muere y me siento una sola persona de nuevo. Pero quizá ya sea un poco tarde.

—Nunca es demasiado tarde para recorrer el sendero correcto hasta Kadair.

—No conozco a vuestro Kadair. Pero en cierto modo tienes razón. Ermanpadar sopló la chispa que se convirtió en mi tharm. Mi tharm brillará en las estrellas muy pronto.

—El camino está estampado en la roca para que nosotros lo veamos. Lo único que podemos hacer es seguirlo.

El fuego se consumió hasta convertirse en un lecho de resplandecientes carbones y el viento se hizo más fuerte penetrando en el valle desde el norte. Las estrellas eran brillantes y nítidas en el claro cielo nocturno. Los sammads y los sasku dormían, y los murgu estaban más cerca cada día que pasaba. Sanone contempló la hundida cabeza de Herilak, y se preguntó quién estaría allí en el valle cuando los primeros brotes verdes de la primavera se abrieran camino a través del suelo.